Capítulo 17

De niños, Esperanza les enseñó a dejar tres copas de anís en la ventana: una para cada Rey Mago. Aquellas copitas amanecían vacías y, como por arte de magia, algún regalo aparecía en el salón, bajo el ventanal. Era un día feliz para los niños Montenegro. Sin embargo, con los años aquella costumbre desapareció y nadie volvió a poner ninguna copa en el alféizar, ni a bajar al salón con pasos ansiosos, en busca de los regalos.

En eso pensaba Francisca aquella mañana cuando escuchó un golpe seco contra la ventana del que ahora era su cuarto, seguido del tintineo de unas piedrecitas contra el cristal. No podía ser otro que Raimundo. Asomó su cara a la fría mañana y vio un pequeño paquetito con un lazo plateado, muy al borde del alféizar, casi a punto de caer.

—Creo que los Reyes Magos te han dejado un regalo —dijo risueño—, pero se han ido un poco molestos. No había anís para ellos.

Francisca rio y abrió el paquetito. En su interior, un anillo de oro con un gran diamante en barra flanqueado por otros dos más pequeños de la misma forma. Raimundo se puso de rodillas y alzó la voz desde el suelo.

—¿Nos casamos, Francisca Montenegro?

Que alguien pidiera su mano no era algo con lo que Francisca hubiese soñado, así que no tenía una idea formada de cómo debería haber sido aquel momento, pero estaba segura de que la declaración de Raimundo no debía de ser la habitual. Justo por eso le quería.

—Claro que nos casamos, Raimundo Ulloa —contestó desde lo alto, feliz y con una enorme sonrisa.

—Ábreme la puerta, que tendré que hablar con tu padre, ¿no crees?

Enrique no se opuso, se limitó a manifestar sus dudas sobre la bendición de los Ulloa, aunque vio a Raimundo tan convencido de que poco le importaba lo que dijeran que no pudo añadir nada más.

La noticia no pilló de nuevas en La Traba: dos días atrás, tan pronto como se marchó el último de los invitados a la cena y antes de pedir formalmente a Francisca en matrimonio, Raimundo había reclamado a su madre el anillo de compromiso destinado, por tradición familiar, a la esposa del primogénito. Tampoco le extrañó que ella se lo negase: acto seguido se fue a La Puebla y encargó uno, arriesgándose a que no fuera de la talla del dedo de Francisca, pero como parecía que la magia los acompañaba en esa época, acertó de pleno.

Isabel no tardó en reprochar a su marido que no hiciese nada por impedir aquella boda. «Si quiero que no se celebre, tendré que tomar cartas en el asunto», se dijo, aunque a causa de su atávica impaciencia, volvía a equivocarse.

Como Josechu Arriaga pasaba largas temporadas en la Finca del Río supervisando los trabajos, Ramón le sugirió que en vez de regresar al norte y ya que estaban en Puente Viejo, se instalaran con ellos en La Traba una temporada, alegando la disminución de su capacidad para el trabajo de campo y la inexperiencia de Raimundo. Para Josechu aquello era demasiado precipitado, pero aceptó pensarlo: quizá en unos meses… En realidad, de ese modo se ahorraría quejas de Maite sobre el mucho tiempo que pasaba fuera de su residencia de Bilbao, y además el clima más seco de Puente Viejo favorecería la delicada salud de Amada, que desde la Navidad pasada se iba debilitando.

El objetivo de Ramón Ulloa estaba claro: Amada sería la cuña que precisaban para separar a aquella pareja y evitar que su felicidad desmantelara los intereses de la familia. Amada parecía una joven encantadora y no dudaba de que Raimundo no perdería sus maneras cuando ella estuviera en la casa; sería galante con ella. Aquella actitud de su hijo propiciaría sin duda los celos de Francisca, y acabaría por ser ella quien abandonase a Raimundo. El odio de Isabel, que no dejaba de manifestarse contra Francisca, sería la guinda perfecta de aquel amargo pastel, digno de una mente maquiavélica. Y si aquello no funcionaba, aún conservaba algún que otro as en la manga.

Desde luego, con el tiempo Ramón había ido aprendiendo los tejemanejes de su socio, sobre todo en lo referente a carecer de escrúpulos. La ambición y el sentido del deber siempre habían estado presentes en su forma de vida, pero conservaba un cierto grado de conciencia que le movía a la compasión y a poner límites a las medidas tomadas. Sin embargo, tras su accidente el dolor le había hecho olvidar sus más sólidos principios de respeto al ser humano y lo había convertido en un ser despiadado, tiránico y amargado. Solo se relajaba cuando la tintura de láudano hacía su efecto y lo llevaba a un estado de laxitud. En esos momentos sentía un leve atisbo de arrepentimiento y recordaba una frase de su amigo Enrique: «Los cobardes mueren solos».

Los Arriaga regresaron a Puente Viejo cuando la primavera empezaba a derretir los últimos restos de nieve del duro invierno. Y el perfecto engranaje que Ramón había diseñado para dinamitar la felicidad de su hijo comenzó a hacer girar sus ruedas.

Como bien supuso Ulloa, Raimundo fue amable con Amada desde el principio. En efecto, Ramón conocía a su hijo, pero a la que no conocía en absoluto era a Amada: la que había considerado como su mejor aliada no estaba actuando como él había previsto. Era una joven silenciosa y poco dada a las salidas campestres a causa de su débil salud, aunque sorprendentemente sí parecía tener una vida interior rica y disfrutaba de la soledad, con lo que Raimundo no tenía que ocuparse en exceso de ella. Así las cosas, la joven Arriaga no le mantenía —como presuponía el plan— alejado de Francisca, ni tampoco conseguía despertar sus celos. Raimundo se aburría con ella, y ella no hacía nada por retenerlo a su lado.

No era que Amada no quisiera casarse. Cumpliría a pies juntillas la voluntad de su padre, y del mismo modo en que aceptó un matrimonio con Críspulo, tampoco se negaría a la propuesta que le sustituyó. No amaba a Críspulo, como tampoco amaba a Raimundo, pero en los principios de su rígida educación de convento sabía que su obligación era obedecer a su progenitor, y así lo hacía. También daba por hecho que Raimundo estaba en la misma situación. En las escasas conversaciones que mantenían no había planes, no había sueños de viajes, ni del número de hijos. El futuro, simplemente, se obviaba, aunque cada uno lo hiciese por una razón diferente: Raimundo, porque estaba convencido de que aquella situación se solventaría y sus padres se avendrían a razones; Amada, porque dudaba de cuán largo iba a ser su futuro.

Todo aquel aire etéreo, toda aquella palidez que la convertían en un ángel no eran más que los síntomas de una tisis que los médicos dieron en ocultarle, pero Amada sabía que su cuerpo cada vez estaba más débil; que sus dificultades para respirar no eran debidas a su asma; y que aquella tos creciente podría mejorar en el clima seco de Puente Viejo, pero no desaparecería. Además, conocía demasiado bien La dama de las camelias como para no saber que entre Margarita Gautier y ella, la única diferencia era la vida licenciosa del personaje y que, desde luego, Raimundo nunca sería Armando Duval.

Francisca, por su parte, estaba tranquila con la presencia de aquella muchacha en La Traba por mucho que Eduvigis intentase envenenarla. Sabía bien que su hermana no buscaba abrirle los ojos a una infidelidad que solo estaba en su cabeza, sino herirla. La enemistad entre ambas no tenía ya vuelta atrás, y Francisca, más templada a pesar de ser menor, sabía que era su recurso para dar rienda suelta a unos celos infundados. Así, conseguía hacer oídos sordos a todos los intentos de Eduvigis de sembrar la desconfianza entre Raimundo y ella, porque era absolutamente cierto que el joven Ulloa no había mudado ni un ápice en los sentimientos hacia Francisca, ni había menguado el tiempo que pasaban juntos.

Todo el pueblo estaba al cabo de la calle de que aquellos dos jóvenes habían conseguido ser felices a pesar de todas las dificultades y daban por hecho que pronto habría una boda en La Casona. Y fijaron una fecha de finales de otoño: sería el día del cumpleaños de Francisca, en diciembre. Apenas quedaban siete meses, los justos para preparar el gran acontecimiento.

La formalización del compromiso implicaba ciertas servidumbres a las que Francisca y Raimundo habían podido dar la espalda hasta entonces: preparar una boda suponía a la fuerza la opinión de los padres y, en consecuencia, Francisca tendría que ir a La Traba y hablar con Isabel. Raimundo se lo pidió. Creía más conveniente que, una vez fijada la fecha de la boda, las cosas se hicieran por el cauce normal y como mandaban las buenas costumbres y rogó a Francisca que cediera sobre ese punto para no enfadar más a sus padres y ponerlos aún más en contra. Ella sabía que Isabel no desaprovecharía ninguna ocasión para humillarla, pero cedió por la misma razón por la que ceden todas las mujeres enamoradas.

La tarde en que fue a reunirse con Isabel, se sentía como un cordero camino del matadero. Había puesto todo su empeño en no descuidar nada de su atuendo; incluso había decidido ponerse una falda con polisón, a pesar del calor y de que fuese lo menos adecuado para montar.

Raimundo le dijo que su madre la esperaba en el jardín y en efecto, allí estaba Isabel acompañada de Maite de Arriaga. Tras los saludos preceptivos, la dueña de La Traba la invitó a tomar asiento. Sobre la mesa estaban los dos vasos de limonada que tomaban las mujeres. Francisca imaginó que la invitada las dejaría a solas, pero para su sorpresa la vasca no se movió de su asiento. ¿Cómo podía aquella mujer estar presente en los preparativos de la boda de la oponente de su hija?

Desde el principio quedó claro que Isabel no tenía interés alguno en ponérselo fácil.

—Sabrás que hago esto por mi hijo, ¿verdad? —le preguntó a bocajarro. Francisca pensó que Isabel no iba a hacer ningún esfuerzo por guardar las formas, pero decidió tener paciencia porque era lo que Raimundo le había pedido. No sabía por cuánto tiempo podría hacerlo, aunque iba a intentarlo con todas sus fuerzas. Por eso tomó aire antes de responder.

—Imagino, Isabel. Es lo natural.

—Quiero decir que no busco hacerte la vida más fácil. Simplemente, evitar el ridículo en la boda de mi único hijo.

—¿Ridículo?

—Sí. No confío en absoluto en tu criterio para decidir ni el más mínimo detalle.

—Yo sí confío en el suyo.

Francisca se sorprendió a sí misma de su paciencia, y la misma sorpresa adivinó en el gesto de Isabel. Aquella conversación iba a durar más de lo que ella había planeado.

—Como comprenderás, supervisaré la lista de invitados. Los Ulloa aportamos la mayoría de ellos y son gente de alcurnia a la que, evidentemente, hay que saber tratar.

—Me parece justificado.

—Elegiré tu vestido de novia. Con guantes, por supuesto. Hay que tapar esas manos de labradora —dijo mirando con una sonrisa cómplice a Maite, a la que la mujer respondió.

Francisca vio cómo Raimundo las observaba tras la ventana del salón y respiró hondo: tenía que hacerlo por él.

—Está bien. También en eso confío —respondió mientras giraba en el dedo su anillo de compromiso, nerviosa. Isabel sabía que a Francisca le estaba doliendo todo aquello, pero no lo demostraba lo suficiente como para contentarla, y se dejó de rodeos:

—Veamos, niña. ¿Por qué ese empeño en no permitir que mi hijo se case con quien le haría llevar una vida cómoda?

—¿Por qué no iba a llevarla conmigo, si nos queremos? —Sin darse cuenta, Francisca había abierto la veda para que Isabel contestara.

—¡Virgen Santa! ¡El amor! —dijo la mujer riendo con sorna—. El amor se acaba, y lo que queda es el respeto y el bienestar económico. Cosa que a ti no se te escapa, por supuesto.

—¿Qué insinúa? ¿Que sólo busco el dinero de Raimundo? —Ahí sí empezó a perder el control.

—Claro que has tenido buena escuela… —continuó sin mirar a la joven y dirigiéndose a Maite—. ¿Sabías que su madre, hija de un capataz de esta casa, se casó con su padre porque tenía posibles?

—¡Eso no es cierto! —Francisca no esperaba que pudiera llegar a aquel nivel de bajeza, pero en su reacción Isabel encontró lo que andaba buscando: había encontrado la veta y la seguiría hasta hundirla.

—Y para asegurarse de que no se le escapaba, bien que se quedó encinta antes de la boda —contó a Maite de Arriaga—. ¿O eso tampoco es cierto? —Francisca guardó silencio, pero sabía que no podría aguantar mucho más—. Claro que recibió su justo castigo: el cólera, como una mano divina, pone a cada uno en su sitio.

Por toda respuesta, Francisca tomó el vaso de limonada de Isabel y se lo tiró por encima. La miró fijamente y solo dijo una palabra:

—¡Víbora!

Luego se fue caminando a buen paso hacia la salida. En su camino, se cruzó con Raimundo, que había visto la escena desde la ventana, pero ni siquiera entonces se detuvo.

—¡Déjame tranquila!

—¡Pero Francisca!

—¡No me sigas! ¡Déjame sola!

—¿Qué ha pasado?

—Pregúntaselo a tu madre.

Raimundo se quedó de piedra, y en lugar de insistir con Francisca, fue hacia Isabel, que intentaba limpiarse la limonada como podía con la ayuda de Maite.

—¿Qué ha pasado, mamá?

—¡Ésa es la salvaje con la que te vas a casar! ¿Crees que se puede hacer esto solo porque le digo que yo elegiré su vestido de novia?

Más allá de los jardines de La Traba, Francisca siguió caminando hacia las cuadras para recuperar a Jara y huir de allí tan rápido como pudiera. Quería buscar un refugio para llorar sola, pero las lágrimas brotaron antes de tiempo. Cuando entró en el establo ya lloraba a mares y tuvo que apoyarse contra el flanco de su montura para dar rienda suelta a su llanto.

—Dicen que una mujer solo llora por dos cosas —la sorprendió una voz a su espalda—: Por dolor o por despecho. ¿Cuál de las dos es? —Francisca se giró y vio a un hombre, que le tendía un pañuelo de hilo—. ¿O son ambas?

Ella cogió el pañuelo, pero no respondió. En su cara, una mezcla de sorpresa y de susto.

—Tranquila, señorita. No voy a hacerle daño. ¿Cómo se llama? —Aquella frase trajo algo a la mente de Francisca. La había oído antes, pero no recordaba dónde.

—Francisca Montenegro —dijo girándose de nuevo para irse de allí. Intentó subir a lomos de Jara, pero aquel maldito polisón lo hacía una tarea casi imposible. Enfadada, con prisa por salir de allí y sin tener en cuenta que no estaba sola, levantó su falda por delante, desabrochó el lazo de la armadura de su vestido y se la quitó. Aquel joven rio con ganas ante la ocurrencia.

—Veo que sigue con problemas con las faldas, Francisca Montenegro.

—¿Le conozco, señor?

—Claro que me conoce. Creo que le salvé una vez la vida en Puente Viejo cuando caía desde un andamio. También por culpa de una falda. ¿Recuerda ahora? Ha cambiado usted mucho desde entonces —dijo con una sonrisa que pretendía subrayar un halago.

Era él. Aquel joven que la había recogido en su caída estaba allí, cuatro años después. En aquel momento, Raimundo entró en los establos y los vio conversando.

—Francisca… Buenas tardes, Salvador. Veo que ya ha llegado.

—Sí, don Raimundo. Ataba mi caballo e iba a ponerme a las órdenes suyas y del señor Arriaga.

—Perfecto —dijo impaciente—. Francisca, te acompaño a casa.

—¡No!

—Se está haciendo tarde. No quiero que cabalgues sola a estas horas.

—¡Te he dicho que me dejes!

—Yo iré con ella, señor. Si no tiene inconveniente —dijo Salvador Castro, consciente del estado de las cosas entre aquellas dos personas—. No estaremos ninguno tranquilo si se va usted sola, Francisca. Por favor. Déjeme que la acompañe.

Por toda respuesta, la joven bufó, montó y espoleó a Jara, que salió raudo hacia la puerta.

—Es testaruda —dijo Salvador, cómplice, a Raimundo.

Luego ensilló su caballo y salió tras ella galopando hasta ponerse a su altura. Tomó la rienda de Jara y tirando con suavidad y con la voz, obligó al animal a aminorar el paso.

—La prisa mata amigos, señorita Montenegro.

Los dos trotaron sin hablar hasta la puerta de La Casona y una vez allí, Salvador se despidió y volvió grupas. Al rato, Francisca recordó que aún conservaba en su mano un lienzo blanco con dos iniciales bordadas: «S. C.».