Capítulo 20
La noche iba cayendo y la tata encendió las velas en la habitación de Francisca. En aquellos días se había preguntado muchas veces cómo podía haberse equivocado tanto: Raimundo no había aparecido, ni tampoco había intentado saber de Francisca por el medio habitual de Catalina. Lo que ella pensaba que era un amor capaz de sobreponerse a todas las dificultades había quedado en agua de borrajas. Inmersa en estos pensamientos andaba cuando oyó una voz débil a su espalda.
—¿Tata? —Francisca había creído distinguirla en la suave luz con que las velas iban bañando la habitación.
—¡Niña! —Salió a la puerta y llamó a Enrique—. ¡Señor! ¡Señor! La niña. Ha despertado. —Volvió junto a Francisca, tomó su mano y acarició su cabello—. ¡Mi niña! ¡Mi niña! —decía como dando salida a todo el miedo vivido en los últimos cuatro días.
Enrique entraba en aquel momento en la habitación, seguido de Eduvigis. Abrazó a su hija pequeña larga y suavemente y le dio aquel beso que le había negado días antes.
—¿Qué ha pasado? —Intentó incorporarse, pero un dolor lacerante en el hombro se lo impidió.
—Voy a prepararte algo de comer —dijo la tata antes de salir casi a la carrera de la habitación. Sabía que sobraba allí, como también sobraba Eduvigis—. Edu, acompáñame.
Enrique le contó a su hija lo que sabía, y tras todo aquel relato, ella solo tenía una obsesión.
—¿Y Raimundo?
¿Cómo decirle a su hija la verdad? ¿Cómo contarle, sin herirla, que aquel que creía el amor de su vida no había tenido redaños para pasar siquiera a verla en todos sus días de inconsciencia?
—Raimundo no ha venido, Chiqui.
—¿Le han herido también? —preguntó inocente, buscando alguna explicación lógica a aquella ausencia.
—No, no. Está bien.
En aquel momento llamaron suavemente en la puerta y tras el «adelante» de Montenegro, apareció Salvador Castro.
—Buenas tardes, don Enrique. ¿Da usted su permiso para ver a la herida? —preguntó educado y encantador.
—Adelante, Salvador. ¡Qué nombre tan bien puesto, a fe mía! Hija, él te trajo a casa y te salvó la vida.
—Un día le prometí a Francisca que andaría cerca cuando cayera, ¿recuerda? Y Salvador Castro siempre cumple su palabra —dijo simpático—. ¿Cómo está la enferma?
—Mejor. Gracias —respondió ella.
—Disculpe que pase tan tarde por aquí, don Enrique. Ciertas obligaciones me han retrasado, pero no quería dejar de pasar a interesarme por Francisca.
—Ha venido a verte todos los días, hija. Mañana y tarde. No se preocupe. ¡Benditas obligaciones que le llevaron a encontrar a Francisca!
Salvador sonrió socarrón.
—No eran de esas… —dijo—. Fui a acompañar a don Raimundo y a su prometida a La Puebla. Parten de viaje con los padres de ella y doña Isabel.
Al oír su voz, cualquiera habría pensado que Salvador daba aquella información con la inocencia de quien no mide su calado en quien la escucha, amparado por la ignorancia del recién llegado al lugar, que desconoce sus entresijos sentimentales.
Tras escuchar sus palabras, Enrique miró a su hija: si Francisca había recuperado un poco de color, ahora había desaparecido; hasta sus labios estaban blancos. Francisca giró su cabeza y su rostro se sumió en una profunda tristeza. Salvador apreció claramente el efecto de su anuncio.
—¿He dicho algo inconveniente, don Enrique?
—No se culpe, Salvador. Es una larga historia que le contaré con calma.
—¡Dios mío! ¡Qué torpe soy! Francisca, no pretendía herirla. No sé qué he dicho, pero le ruego acepte mis más humildes disculpas.
En ese momento Leonor entró con una bandeja en la que traía un gran tazón de sopa humeante.
—¡Qué bien huele ese caldo! —dijo Salvador para romper el tenso silencio que había quedado suspendido en la habitación.
—Quédese a cenar y lo probará. No admito un no por respuesta —dijo Enrique—. Dejemos que esta jovencita empiece a reponer sus fuerzas.
—Será un placer acompañarle —accedió mientras salían de la habitación—. Me alegro mucho de su recuperación, Francisca. Acepte de nuevo mis disculpas, por favor.
—Gracias —contestó con sombría y tenue voz.
—Ahora mi niña va a comer y a ponerse fuerte de nuevo —dijo la tata tomando una cucharada de sopa, una vez que los dos hombres se hubieron marchado.
—No tengo hambre. Tengo un nudo en el estómago.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué se disculpaba Salvador?
—Se va de viaje con ella, tata. Raimundo se va con… —No pudo acabar la frase. Las lágrimas se lo impidieron. Leonor dejó la bandeja a un lado y la abrazó.
—Llora, mi niña. Llora. Es bueno. Las lágrimas arrastrarán las penas.
Aquél fue el primero de muchos días de llanto. Francisca intentaba entender por qué Raimundo no había ido a verla cuando aún estaba en Puente Viejo. Tampoco entendía que no hubiera llegado ninguna nota a través de Catalina y se preguntó si Eduvigis habría vuelto a ocultar alguna carta. Se culpó pensando que era culpa suya, que al no encontrarla en el nogal aquella noche, Raimundo habría pensado que no había acudido y estaría decepcionado. Se puso en su lugar, intentó saber cómo podía sentirse… También pensó en el disparo, lo relacionó con todo aquello: ¿a ella la disparaban y él huía? ¿Tenía miedo de que aquel disparo fuese intencionado, que no se tratara de ladrones (como le habían dicho a ella), sino de asesinos que buscaban hacerles daño a ambos? Pero entonces, ¿cómo es posible que la dejase sola, que huyera sin ella? ¿Le daba miedo que los atacasen? ¿Tan cobarde era? ¿De verdad le habían convencido sus padres de que su vida sería más tranquila, más feliz junto a Amada Arriaga?
Su cabeza daba mil y una vueltas elucubrando, avalaba y descartaba cada hipótesis una y mil veces, y es que si hay algo mucho más amargo que sentirse abandonada, ese algo es la incertidumbre. La incertidumbre deja lugar a una esperanza cruel. Y Francisca se ponía plazos para seguir dando oportunidades a Raimundo. Su cabeza inventaba pretextos porque pensar siquiera en la posibilidad de tener que olvidar a Raimundo le causaba un dolor tan lacerante que casi la llevaba a la náusea.
Salvador siguió acudiendo a verla. Se quedaba poco, siempre acompañados por la tata o por Enrique, y jamás volvió a hablar de los Ulloa. Y Francisca fue detectando un cambio en sus miradas. Cada vez buscaban más la suya y la mantenían durante más tiempo, incluso aunque hubiera alguien presente. En pocos días, aquel hombre había entrado en la familia y era habitual que se quedara a cenar con ellos y a charlar con Enrique Montenegro, para el que pronto y sorprendentemente llegó casi a convertirse en el sustituto del hijo ausente.
Y aquella familiaridad creciente terminó de soldar a la perfección el día que Salvador apareció en La Casona con las pocas cosas que Francisca acarreaba el día de su huida. Entre ellas se encontraba una libélula azul, una joya valiosa que dijo haber encontrado entre las pertenencias de uno de los leñadores que devastaban las laderas de La Brava.
—Puede quedar tranquilo —le dijo a Enrique—. Ese desalmado ha recibido su merecido.
Para Enrique, Salvador era, definitivamente, un hombre de palabra. Solo la tata desconfiaba de aquella repentina familiaridad, y de la facilidad con que se había resuelto el asalto a Francisca, pero como se había equivocado con Raimundo, pensó que también podía equivocarse con Salvador. Y calló. Y observó en silencio.
Por fin Francisca fue comiendo y recuperando fuerzas. Echaba de menos cabalgar, pero ya no tenía a Jara, así que un día Enrique autorizó a Salvador para que la acompañara en un paseo por el campo. Había un silencio tenso, mientras caminaban solos. Cuando se hubieron alejado, Salvador le ofreció su brazo.
—Aún está débil, Francisca. Permítame que la ayude.
Era cierto que sus piernas no la mantenían con la fuerza a la que estaba habituada y el brazo en cabestrillo le daba todavía más inseguridad, como persona poco acostumbrada a las ataduras y a los límites que era. Aun así, en principio se negó a tomar el brazo del hombre, pero se cansaba y unos minutos después, por sí misma, pasó su brazo izquierdo por el de Salvador, que puso su mano sobre la de ella sin decir nada. Así Francisca se sintió segura y se relajó. Salvador lo detectó rápidamente y propuso que se sentaran en una roca cercana.
—Francisca, hay una cosa que llevo queriendo decirle desde hace días y creo que usted intuye.
—No quiero saber nada de los Ulloa, Salvador —dijo temiendo alguna revelación que la hiriera de nuevo.
—No es sobre los Ulloa. Es sobre usted y sobre mí.
Francisca hizo un leve gesto interrogante.
—¿Qué quiere decir?
—Sé que no es usted ajena a los sentimientos que se han despertado en mí desde que he llegado a Puente Viejo.
—No le entiendo, Salvador.
—Es muy sencillo: tengo la absoluta certeza de que me he enamorado de usted.
—Pero eso es imposible… Es muy poco tiempo —replicó sorprendida, aunque sabía que aquel argumento no tenía peso alguno.
—El tiempo no importa, Francisca. Puede que usted no crea en el destino, pero yo sí. ¿No se ha preguntado por qué he aparecido en ciertos momentos de su vida? ¿No ha sido así?
—En algunos, sí.
—Comprendo cómo se encuentra en este momento. Sé que su corazón aún pertenece a otro —dijo tomando las manos de ella, que asintió triste y sin añadir palabra—. Solo le ruego que me deje quererla… Y que se dé una oportunidad de quererme.
—Eso no es posible —protestó.
—Lo será. Sé que puede serlo. Con el tiempo. Y yo esperaré lo que sea necesario.
—No lo entiende, Salvador. Yo no puedo arrancarme a Raimundo Ulloa del corazón de un día para otro. Mejor dicho, no quiero hacerlo.
—Lo sé —dijo tierno—, pero déjeme decirle que se equivoca. Debería empezar a olvidarle y abrir su alma a alguien que la hará feliz.
Ella negaba con la cabeza: no quería escuchar sus palabras. Salvador apretó sus manos con fuerza.
—Escúcheme, Francisca. Se dará cuenta de la verdad de Raimundo y entonces yo estaré esperando. Vendrá a buscarme. No lo dude.
—¿Me está retando?
—No, le estoy diciendo una verdad tan grande como el mundo: usted sabe que la he amado desde que nos reencontramos; y yo sé que en ese muro que usted levanta en su corazón para no dejarme entrar pronto habrá una grieta. Y cuando todo se derrumbe, la recogeré, como siempre he hecho.
Francisca fue a hablar, pero él puso su dedo delante de su boca.
—No hablemos más. Dejémoslo al tiempo.
Mantuvo sus dedos en los labios de Francisca, mientras se le acercaba muy despacio. Ella no se movió y él la besó con suavidad. Aquello duró apenas unos segundos, pero se levantó avergonzada y salió huyendo. No solo estaba asustada por el beso, sino por lo que había sentido.
Salvador la dejó ir. El anzuelo ya estaba echado, solo tenía que esperar.
De un modo u otro, sabía que ella acabaría picando.