Epílogo
La habitación está vacía.
Solo hay un escritorio de nácar en el centro, con varios cartapacios de cuero perfectamente ordenados, con un cenicero, una caja de cigarrillos, un candil, un tintero y una araña de cristal como pisapapeles. Solo hay un sillón tapizado, una alfombra exótica, dos vitrinas llenas de objetos de oro y plata, varios cuadros y una escultura de origen griego. Solo hay cuatro paredes, iluminadas por candelabros y cubiertas por un cortinaje y un frisón de madera tallada.
Solo hay un hombre, sentado sobre el sillón tapizado y con un cigarro humeando en la mano.
Solo hay un hombre, con el rostro oscuro, envuelto en tinieblas, velado por halos de humo que se suspenden en el aire. Solo hay un hombre, un hombre que vaga a la deriva, un hombre que cree haber perdido el alma.
Sus ojos, antaño intensos y bellos, carecen de brillo, y yacen hundidos en el abismo de la desesperanza. Su mirada busca un anhelo, y se posa en la luz de un candil cercano, en un extremo de la mesa. Sus haces amarillentos parecen aliviar su mente, envolviéndola en un manto cálido y haciéndola viajar en el tiempo, muchos años antes, al origen de sus recuerdos, los recuerdos de la historia que lo ha llevado a una habitación vacía…
Sus ojos parpadean y vuelven a su ser. Pero algo parece haber cambiado en ellos. Un extraño brillo ha aflorado en sus pupilas, iluminándolos con luz propia, con la serenidad de una estrella al hacerse la noche.
El hombre parece aturdido y mira a su alrededor. Desconoce cuánto tiempo ha pasado. Se levanta y su espalda cruje. Se acerca al cortinaje y lo descorre, dejando que la luz del amanecer ilumine la habitación.
En la puerta suenan unos sutiles golpeteos.
Tras dar su permiso, una criada asoma en la estancia.
—Señor Le Duc, el carruaje le espera. Su equipaje está listo.
Louis Le Duc no se mueve, permaneciendo junto a las vidrieras.
—Gracias, Melinda.
La puerta se vuelve a cerrar. Su mirada recorre la ciudad que se despierta, dejando que el sol, que gobierna sobre la maraña de tejados y chimeneas encendidas, penetre bien en su interior. Respira hondo.
Corre el año de gracia de 1819 y la ciudad de Madrid habita bajo el reinado de Fernando VII. Han pasado cinco años desde que el rey volviera al país, cinco años desde que aboliera la Constitución engendrada por las Cortes de Cádiz, desde que desechara toda posibilidad de nación liberal por el dominio y el yugo de un único hombre, el hombre elegido por Dios para sentarse en el trono. El rey, el soberano.
Desde entonces han sido veintisiete las logias de la Orden de los Dos Caminos que han sido descubiertas y desmanteladas. Quince de ellas ya no operaban desde los inicios de la guerra, pero sus principales miembros han sido capturados por ser potencialmente peligrosos para el nuevo Gobierno borbónico.
Y Le Duc, principal causante de las persecuciones engendradas, ha coordinado y desarrollado toda operación, siempre bajo la absoluta confianza del rey. Ha sido su mano derecha en la eliminación de las malas hierbas que pudieran amenazar su reinado. Y la recompensa por ello han sido tierras, oro, plata, respeto, temor, bienes…
Han sido cinco años donde las sublevaciones y los intentos de revolución por parte de los liberales no capturados se han sucedido de manera aislada e inútil. Intentos vanos, en su mayoría realizados y comandados por antiguos guerrilleros, que no han tenido más extensión que su propio grito de alzamiento. Revoluciones que se han quedado en meros intentos de asalto de villas y en conspiraciones fallidas engendradas para asesinar al rey.
Ninguno de ellos ha encontrado el respaldo necesario. Sus cabecillas liberales han sido traicionados, delatados por sus propios hombres o apresados por el pueblo, quien ha actuado así por lealtad al rey, por temor a las represalias en caso de que el alzamiento no funcione, o por la recompensa de capturar al sublevado. También los hay que callan y aguardan en sus casas sin hacer nada. Esos son muchos y tal vez en el pasado tuvieran contacto con las reuniones de la Orden. Sienten aún el calor de la esperanza y la libertad con la que soñaron durante la guerra, pero no se atreven a salir afuera y unirse al grito. No quieren hacer peligrar sus vidas y las de su familia. Con su mermado puchero ya tienen suficiente.
Mientras mira por la ventana y piensa en los últimos cinco años, recuerda que la mitad del contenido de aquel baúl que perteneció al maestro fue quemado. No se lo entregó al rey. Piensa que aún quedará gente que se reúna de manera discreta para hablar de sueños y esperanzas, desconocedora de que en otra ciudad, en otro pueblo o en otra casa, otros hacen lo mismo. Le Duc esboza una sonrisa. Porque nunca se sabe.
Con su reflejo en el cristal, vuelve a suspirar.
A veces aún le asola esa sensación de vacío. Y los últimos dos años se ha intensificado, tanto que estuvo a punto de colgar su cuello de una soga cuatro meses antes. Comenzó cuando se vio en lo más alto, cuando descubrió que lo había conseguido todo, que ya no podía optar a más.
Posee un ducado y amplias extensiones de tierras ricas en frutos, varias residencias de campo y ese palacete en el centro de la capital. Solo la familia real está por encima de él. Su entorno irradia poder, ese poder que tanto ha ansiado durante su existencia, hasta convertirse en lo único que ha llenado su mente. Ese poder que le ha engañado, enseñándole un camino bello que termina en un precipicio. Ese del que empezó a sospechar mucho antes, pero del que jamás se había podido desprender, quién sabe por qué.
El día en que decidió quitarse la vida, se subió a una silla en el centro de la habitación, colgando la soga de una lámpara que después quitó. Ese día, cuando la soga le envolvió el cuello, los recuerdos de su vida pasaron delante de él. Lloró. Apenas vio pasar unos cuantos años, porque se detuvo en la imagen de una familia feliz y cerró los ojos con fuerza. No quería continuar, quería quedarse ahí.
«Nunca es tarde», palabras de su memoria detuvieron el llanto. Sus manos temblorosas acabaron retirando la soga, liberando el cuello.
Le Duc sale de la habitación pensando en aquel día. Al otro lado de la puerta, en la antesala, se cubre los hombros con una capa, se cala un elegante sombrero de copa y coge un bastón. Apoyándose en él, cruza el ostentoso pasillo, baja por la escalinata imperial y sale al exterior por el portón de su palacio, cuyas gruesas puertas son sujetadas por dos criados.
La bulliciosa calle del centro de Madrid le recibe soleada y amable. La gente cruza el empedrado envuelta en sus quehaceres. Un carruaje negro, tirado por dos preciosos sementales de raza andaluza, le aguarda. Los criados de la casa le esperan para despedirse de él. Son diez, y Le Duc aprecia caras de tristeza en sus rostros.
Una de las criadas más jóvenes, por la que Le Duc siente mayor aprecio, se le acerca e inclina la cabeza.
—Le deseo un feliz viaje, señor Le Duc.
Él sonríe y le hace alzar la cabeza rozándole el mentón con su guante de cuero. Se va para no volver. Se trata de una decisión que tomó el día que quitó la lámpara de su habitación, el día que quemó la soga que por un momento había rodeado su cuello.
Sonríe y le habla a la joven criada.
—Arriba tenéis un documento con la cesión de mis bienes.
Ella asiente. Desconoce que sus bienes van legados a ella y al resto del servicio. Han sido su única familia los últimos años, los únicos que le han acompañado en su solitario camino al abismo.
Cuando Le Duc se apoya en el primer escalón del carruaje, se da la vuelta y mira a la joven criada.
—Por cierto, me llamo Miguel. Recuérdame como tal.
Pronto las ruedas del carro comienzan a girar y los cascos de las monturas a resonar. Se dirigen a la costa, a tomar un barco que surcará los mares y los océanos y le llevará a una nueva tierra donde quiere volver a empezar. Una tierra lejana donde pueda encontrar aquello de lo que una vez le hablaron y llegó a olvidar.
Miguel solo lleva una pequeña maleta. Con algo de dinero y ropa. Lo suficiente para retomar el camino.