26
Una cálida luz rojiza atravesó los cristales de la habitación e iluminó el rostro de Julián. Parpadeó varias veces, y vio a Roman levantado, acicalándose con su habitual esmero pese a que sus ropas no dejaran de ser las de un viajero. Se volvió, perezoso, sobre el costado izquierdo negándose a dejar el agradable lecho. La almohada era mullida y suave, lo contrario de la dura tierra en los campamentos de las noches pasadas.
Su tío, que procedía a arreglarse el bigote, acabó zarandeándolo y no tuvo más remedio que levantarse. Abrió las ventanas y una suave brisilla se coló en la habitación. El balconcillo daba a la plaza, que también despertaba. Un nuevo día amanecía en la ciudad de Cádiz.
Bajaron a la plaza y desayunaron en una fonda cercana, en una de las mesas que tenía dispuestas en la calle. Les sirvieron café y pan recién horneado y untado en mantequilla. Julián no pudo evitar una sonrisa mientras esperaba impaciente a que el camarero depositara el desayuno sobre la mesa. Llevaban semanas alimentándose a base de caldos aguados y panes duros como la roca y al ver aquello se le hizo la boca agua. Era la primera vez que probaba el café y le pareció un tanto amargo, pero tras seguir el consejo de Roman y añadir azúcar su sabor mejoró considerablemente.
Disfrutaron del desayuno y de la frescura de aquellas horas matinales. La plaza era muy bonita, blanca y colonial; rodeada de columnas y bancos de mármol, con naranjos y palmeras dando sombra a las terrazas de las posadas, de las fondas, las tabernas y los cafés.
Se oyeron las campanas de una iglesia cercana llamando a misa y con ellas el lugar se empezó a animar. Los comercios empezaban a abrir, apartando los tablones que protegían de noche sus vitrinas, instalando toldos en torno a las entradas para sacar sus mercancías y productos de cara a la plaza y las miradas de los transeúntes. Los cafés abrían y sus terrazas empezaban a llenarse de gente que, al igual que ellos, disfrutaba de un desayuno colonial mientras leía los periódicos.
Pasaban de las nueve cuando vieron un grupo de hombres caminando juntos en entretenida discusión. La mayoría eran jóvenes y de mediana edad.
—Son diputados que acuden a la sesión de las Cortes —dijo Roman, señalándolos con un movimiento sutil de cabeza—, y a juzgar por sus vestimentas parecen liberales.
Roman le aclaró que lo suponía así porque iban vestidos a la moda liberal, traída de las Américas. Llevaban sombreros ligeros de junco, corbatines claros, pantalones estrechos y botas de borla, con los fracs y los chalecos abiertos.
Aprovechando su presencia, resolvieron levantarse para seguirles, saliendo de la plaza. Atravesaron parte de la ciudad que ya comenzaba a vestirse de su amable bullicio y volvieron a salir por la Puerta de Tierra en dirección a la Isla. La bahía respiraba tranquila, con el mar en calma.
Tras cruzar el istmo, pronto se adentraron en las callejuelas del pueblo de San Fernando, llegando a su destino tras los pasos del grupo. El señor Watson les había dicho que el antiguo teatro de la Isla, conocido como la Casa Coliseo de las Comedias, había sido acondicionado para las sesiones de las Cortes.
Entraron al edificio poco después de que lo hicieran los diputados.
El interior estaba acabado en madera, recién barnizada y restaurada. Nada más cruzar el umbral, un hombre que había junto a la puerta les indicó que subieran por unos escalones que conducían a la sala principal donde se celebraban los debates.
Encontraron asiento en uno de los palcos del piso superior entre la gente que, en silencio, aguardaba el inicio de la sesión. Tras acomodarse, Julián observó la escena con expectación.
Abajo, en el salón central, bajo un dosel con el cuadro a tamaño natural del ausente Fernando VII, se reunían los diputados. En el centro había una mesa y cinco sillones en los que se sentaban el presidente y los secretarios de la Asamblea. A cada lado había una hilera de sofás y detrás otras dos de asientos corridos en las que se sentaban los demás diputados. Vieron cómo el grupo al que habían seguido tomaba asiento junto a otros diputados que ya aguardaban el inicio de la sesión.
Volando sobre el salón se sucedían los palcos donde se encontraban ellos, destinados a los oyentes del público. El teatro estaba casi lleno. Había algunas damas, caballeros, forasteros, desocupados, embajadores y varios redactores de periódicos preparados para tomar nota de cuanto se decía allí.
Roman saludó con la cabeza a un caballero vestido a la inglesa que se encontraba en un palco enfrentado al suyo. Estaba junto a una dama, una de las pocas que había en la sala.
Por su parte, Julián enseguida centró su atención en el debate que ya daba comienzo. En aquella sala se estaba decidiendo el futuro de la nación y el joven albergaba gran curiosidad por saber lo que aquellos hombres representantes de cada una de la provincias del país iban a exponer. Pronto se sintió maravillado por la sencillez de las intervenciones y la solemnidad con la que se debatía. La importancia de lo que allí estaba aconteciendo no le pasaba desapercibida a nadie y la gente escuchaba con emoción.
No tardó mucho en percatarse de que predominaban dos grupos con ideas diferentes: por un lado los que supuso que debían de ser los liberales, defensores de la soberanía del pueblo y las libertades de expresión, y por el otro los monárquicos e intransigentes, defensores de la figura del rey como soberano. También había eclesiásticos, la mayoría partícipes de las ideas conservadoras. A pesar de ello, no todo era blanco o negro y también apreció posturas difusas. Según los temas tratados, había ocasiones en que las diferencias ideológicas quedaban mezcladas entre los miembros de un bando y de otro.
Roman le tocó el brazo derecho señalándole hacia varios de los diputados.
—¿Ves a esos dos de la derecha, los de la primera fila? —Julián entornó los ojos y distinguió a dos hombres vestidos a lo liberal. Asintió—. Y ¿a esos otros tres del fondo? —El joven volvió a sacudir la cabeza y Roman bajó mucho la voz—. Son varios de los miembros de la Orden que ostentan cargos políticos.
El joven volvió a asentir en silencio, sin apartar la vista de la sesión. Se fijó en aquellos hombres que permanecían sentados, escuchando y sin intervenir.
El tema tratado de aquel día era la libertad de imprenta, y en aquel momento tenía la palabra un joven liberal. No era de la Orden, al menos no lo había señalado Roman. Tenía el chaleco y el corbatín desabrochados y defendía las libertades de expresión del ser humano con apasionada valentía:
—La libertad del individuo de hacer públicas sus ideas —declaró alzando la voz— es uno de los derechos más legítimos que tiene la sociedad, como lo es el derecho a hablar y a moverse.
Sus palabras generaron multitud de aplausos y apoyos desde la grada.
Pronto intervino otro liberal de mayor edad con rasgos americanos. Un redactor que tomaba notas al lado de ellos les informó de que se trataba del señor Morales Duárez, procedente de Perú como diputado de Lima. Este se explayó largamente a favor de la misma libertad, fundamentando sus argumentos en muchas razones políticas, leyes y hechos históricos.
Lo secundó en su idea el diputado Evaristo Pérez Castro, de rasgos afilados y patillas largas y canosas.
—La opinión del pueblo es la que se debe consultar para no errar. ¿Y cómo conoceremos la opinión general si se niega la libertad de imprenta? Señoras y señores, miembros de la sala, no olvidemos que la nación es nuestro continente, y nosotros, los aquí presentes, no somos más que sus apoderados.
Los aplausos se intensificaron, pero pronto fueron silenciados cuando otro diputado, de aspecto más formal y vestido con levita y casaca redonda, intervino con un claro acento andaluz oponiéndose con duras palabras a dicha libertad en cuanto no hubiese previa censura.
—¡Si no existe una censura previa, esta libertad va en contra de la sociedad y de la patria! —exclamó el monárquico. Hubo algún aplauso aislado que quedó silenciado por multitud de abucheos, quedando claro que la mayoría del público secundaba las ideas liberales en aquel asunto—. Acuérdense de lo que les digo —continuó el andaluz alzando la voz—, el abuso de la perversidad pasará a estar a la orden del día y entonces una vez que la decisión esté tomada ya no podrá remediarse con ninguna medida posterior. La censura, señores, ¡será muy útil estando bien manejada!
Tras aquellas palabras se armó mucho jaleo entre los asistentes del público.
—¡Abajo la censura! —decían algunos.
—¡Viva la libertad de expresión! —decían otros.
Entre los diputados se inició una ardua discusión y el presidente agitó la campanilla pidiendo silencio y amenazando con continuar las sesiones a puerta cerrada. La gente se calló y tomó la palabra el conocido diputado Argüelles, el cabecilla del grupo liberal.
Defendió la libertad de imprenta mediante un discurso repleto de razones políticas, y recordó los males de tiempos pasados, de la esclavitud por la falta de libertad de pluma en los hombres ilustrados y amantes de la nación.
Entonces se levantó uno de los miembros de la Orden que vestía a la moda liberal pero en tonos oscuros y discretos.
—Miembros de la sala —comenzó con emoción en la voz—, ¿no se dan cuenta de la oportunidad que se muestra ante nuestros ojos? Por primera vez en nuestra historia gozamos de un camino allanado, dispuesto para crear una nación libre, con todos los individuos que la componen iguales ante Dios, con las mismas oportunidades y las mismas libertades. Quien busque este sueño, señores, ¿cómo puede pretender alcanzarlo sin dar libertad a los pensamientos de las personas? ¿Alguien es capaz de concebir un concepto de libertad más puro que ese?
El hombre volvió a sentarse secundado por un conmovedor silencio, que se disolvió en un mar de aplausos y gritos de apoyo. Ante el alboroto, el señor presidente dio por concluida la sesión mediante campanillazos.
Entonces comenzaron los murmullos y el público lentamente fue abandonando la sala.
En la calle la gente se había reunido en grupos, comentando el transcurso de la sesión. Algunos discutían acaloradamente a favor o en contra de los temas tratados.
En la base de la escalinata de entrada les esperaba con una amplia sonrisa el caballero inglés al que su tío había saludado en el interior. El hombre lucía lentes y vestía un frac de color pardo con chaleco ombliguero, medias de seda y zapatos con hebillas de plata. Se apoyaba en un bastón e iba acompañado de aquella dama que Julián supuso que sería su mujer.
El inglés se soltó de ella para estrechar efusivamente la mano a Roman.
—Realmente me alegro de verlo de nuevo, don Roman.
—El placer es mío, maestro Hebert. —Se acercó a la dama para besar su mano con sutileza—. Señora. —Después se volvió hacia Julián—. Les presento a Julián de Aldecoa Giesler, el hijo de Franz y mi sobrino —señaló al inglés—. Este es el maestro Stephen Hebert, del que ya has oído hablar.
Julián alargó la mano; aquel era el hombre de la carta, el que les había facilitado la entrada en la ciudad, un miembro de la Orden. El caballero le estrechó la mano con exagerada cortesía, mostrando un colmillo de oro en la dentadura superior.
—Aunque puede llamarme Stephen, amigo —le dijo con acento inglés—. Entre nosotros no hay distinción, y menos con un Giesler.
»Y esta es la señora Eulalia Alcalá Galiano. —Julián la saludó con una leve inclinación de cabeza y beso en la mano, como indicaba la etiqueta. La dama, alta y de esbelta figura, le devolvió el saludo con una ligera sonrisa.
Después de las presentaciones, el señor Hebert los invitó a tomar un refrigerio en un café cercano donde los diputados solían refrescarse en los descansos de las sesiones. Mientras se dirigían a él precedidos por sus acompañantes, Julián se fijó en la pareja. Mucha gente parecía conocerlos y caminaban saludando por doquier.
Ella vestía con la elegancia propia de la aristocracia y se movía con solemnidad; con una mano se unía al maestro que caminaba con una profunda cojera, y con la otra se protegía del sol con una pequeña sombrilla de color violeta.
Alcanzaron el local tras detenerse en varias ocasiones en las que la pareja resolvía encuentros con conocidos que paseaban por aquella zona. Finalmente, entraron al café.
La estancia estaba cuidadosamente decorada por veladores de mármol, mesas de madera y de mimbre, y sillas de rejilla. Había allí una ligera neblina producida por el humo del tabaco. En la entrada un grupo de estudiantes jugaba en una mesa de billar y en torno a la barra varios hombres discutían con algunos diputados los acontecimientos de la sesión del día. Al fondo, en una zona más tranquila, había un salón de lectura.
El caballero inglés les invitó a sentarse en una mesa apartada, al fondo del salón e hizo una señal a uno de los camareros.
—¡Joven! Sírvanos, por favor, una ronda de café.
Cuando hubieron tomado asiento, el camarero trajo una cafetera humeante y colocó varios pocillos de cerámica sobre la mesa. Julián enseguida percibió aquel olor recientemente conocido, impregnando el aire con su intenso aroma. Tras probarlo, comprobó que la dama lo miraba sonriente.
—Del más puro —le dijo con voz suave—, recién traído de Colombia. Como ve, aquí estamos mal acostumbrados.
Julián asintió exponiendo su mejor sonrisa.
—De donde vengo, probar esto es impensable.
La mujer dio un ligero sorbo a su tacita.
—Cádiz está abierta al mar y a los secretos del mundo —comentó con cortesía—. Este es uno de ellos.
Después de aquella fugaz conversación, Stephen Hebert se colocó sus lentes, enseñó su colmillo de oro y tomó la palabra.
—Realmente me alegro mucho de verles… Fue una grata sorpresa cuando recibí su carta, don Roman. Desconocía que estuviera de vuelta, y por lo que veo —añadió realzando más la sonrisa—, bien acompañado… Por cierto, ¿qué tal el alojo?, ¿se encuentran cómodos?
Roman asintió, encendida ya su pipa.
—Le agradezco las cartas de residencia, maestro Hebert. La posada es agradable y limpia.
—Faltaría más… —se excusó este—. Antes de nada, quiero decirles que siento profundamente la pérdida de Franz y Gaspard —su voz se tornó baja y respetuosa—. Ha sido un duro golpe para todos…
Ambos agradecieron las condolencias y tras un breve silencio, el inglés volvió a tomar la palabra.
—¿Qué les ha parecido la sesión? —preguntó con entusiasmo—. ¿No es verdaderamente increíble que se esté dictando una nueva ley para la futura nación que ha de crearse tras la guerra?
—Desde luego es un hecho único el que se está dando aquí —contestó Roman.
—No solo eso —añadió Hebert—, es un acontecimiento histórico para la nación española de la península y de ultramar. ¡Es algo único para el futuro de muchas naciones! ¡La redacción más moderna vista hasta ahora!
Por un momento Julián se dejó llevar por la pasión del inglés, pero pronto la verdadera realidad cubrió toda ilusión.
—Para conseguir eso —intervino él entonces—, primero tendremos que ganar la guerra. —Pensó en lo visto durante el camino a Cádiz—. Más allá de estos muros solo hay miseria y desolación.
—Tras la victoria de Bailén, Napoleón lo ha reconquistado todo —aclaró Roman—. Pese a los bombardeos, Cádiz vive en otro mundo, muy alejado de la verdadera realidad del país.
El maestro se recolocó las lentes con aire pensativo. Miró cómo pasaba el camarero por delante y se dirigió a ellos.
—Es cierto lo que ustedes dicen… —murmuró—, pero Napoleón ya no está aquí, ¿verdad?
Julián se terminó lo que le quedaba de café.
—Pero con Napoleón o sin él —repuso—, los franceses están por todas partes, controlan la península hasta las mismas puertas de esta ciudad.
La señora Alcalá Galiano habló tras haber permanecido en silencio.
—¿No se han enterado de las nuevas que vienen desde Portugal? —preguntó. Ambos negaron. La dama se inclinó sobre la mesa con un sutil movimiento y les relató los últimos acontecimientos—. Después de la marcha de Napoleón a tierras austriacas, los compatriotas ingleses de mi querido Stephen volvieron a desembarcar en Portugal al mando de un prometedor general llamado sir Arthur Wellesley.
—¿Sir Arthur Wellesley? —preguntó Roman.
La dama inclinó ligeramente la cabeza.
—Un joven y prometedor general —añadió—. Ya lo verán, es un brillante estratega.
—¿Con cuántos hombres?
—Casi treinta mil —respondió el maestro Hebert.
—Vaya… son buenas noticias —murmuró Roman—. Pese a ello los franceses les quintuplican en número, se necesitan más hombres.
En las palabras de su tío Julián comprendió que trataba de mostrar entusiasmo por la causa, pero venían de un largo viaje por la península y ambos sabían lo que habían visto. Su sentimiento, aunque pareciera pesimista, no dejaba de ser real.
—Por supuesto —respondió Stephen—. Sir Arthur comprende que Inglaterra no puede mantener a más de sesenta mil soldados en la península, pues supondría un coste imposible de asumir. Su alternativa es engrosarse de efectivos locales, y por ello están adiestrando un ejército portugués. Y, háganme caso —el maestro esbozó una sonrisa y se reajustó las lentes sobre su nariz—, la estrategia de Wellesley está siendo brillantísima. En vez de enfrentarse en campo abierto a las numerosas tropas francesas está optando por desgastarlas. Ha creado una línea infranqueable en Torres Vedras, alrededor de Lisboa, dejando ante él un territorio devastado. Durante este invierno pasado, las tropas francesas acampadas en Portugal no han encontrado suministro alguno. ¿Y cuál ha sido el resultado?: ¡diez mil franceses perecieron por las enfermedades y el hambre durante el invierno! La logística de ese hombre, mis queridos amigos, ¡es más efectiva que una victoria en batalla!
Julián desconocía todo aquello y no pudo evitar verse invadido por un cierto optimismo. Por el rostro de Roman, dedujo que este se encontraba igual. Durante su viaje cruzando el país no habían recibido noticias de aquellos acontecimientos dado que, en territorio ocupado, era más difícil oír hablar de reveses franceses. En Cádiz todo era mucho más transparente, las noticias llegaban rápido gracias al mar y los franceses no podían ocultarlas.
Por lo que les contaban y por lo que habían visto en la ciudad, los ingleses parecían estar apoyando la causa del país, aunque las razones que albergaran para ello pudieran ser de cualquier índole.
—Aquí también hay presencia inglesa —comentó Julián—, hemos visto al menos una docena de buques y embarcaciones británicas en el puerto.
—Los franceses son superiores en tierra —respondió la señora Alcalá Galiano—, pero en el mar nadie hace frente a la poderosa y eficaz Armada Inglesa. Si ellos no defendieran Cádiz por mar, los franceses vendrían con sus buques y esta ciudad tendría los días contados. Constituye nuestra única resistencia y depende de la protección que nos proporcionan los ingleses.
Julián desvió su mirada hacia los caballeros que jugaban al billar mientras pensaba en lo que la señora Alcalá Galiano acababa de decir. Si Cádiz caía, Francia vencería, y eso no podían permitirlo los ingleses, sería demasiado poder para su principal enemigo.
Su tío había fruncido el ceño en señal de disconformidad.
—Me gustaría saber cuál es la verdadera razón de tanto interés británico en apoyar a España —dijo—. Hasta hace nada las dos naciones eran enemigas acérrimas.
—Para qué engañarnos, don Roman —admitió Hebert, el cristal de sus lentes brillaba ante la luminosidad del local y apenas podían verle los ojos—, si fuera por mí, que amo a este país tanto como al mío, lo defendería hasta la muerte sin interés alguno. Pero las intenciones de Inglaterra son otras. En estos momentos los ejércitos napoleónicos están muy desperdigados intentando controlar toda Europa, y mis compatriotas han visto una oportunidad en el frente español para derrotarlos. Si eso sucediera, la nueva potencia mundial sería Inglaterra.
Roman fumaba entre halos de humo; no dijo nada.
—Y es más —añadió Hebert—, aquí no solo hay buques ingleses. Las últimas semanas ha desembarcado infantería inglesa en la ciudad. Por lo que dicen, alrededor de seis mil efectivos… —Se inclinó sobre la mesa, bajando la voz—. Verán, el asunto aún no es oficial, pero los rumores hablan de una posible incursión de seis mil soldados españoles y esos otros tantos ingleses en tierras de ocupación francesa, a las afueras de Cádiz.
Roman arqueó las cejas. Julián tampoco se esperaba que los aliados estuvieran en condiciones de pasar a la ofensiva. No podían negarse ante la evidencia de que iban en serio con la guerra en España. Con la campaña de ese tal Wellesley en Portugal y la posible incursión de tropas aliadas en territorio ocupado, tal vez la guerra pudiera adquirir un rumbo favorable. Por primera vez en mucho tiempo Julián llegó a atisbar un buen final de todo aquello. Y no pudo evitar pensar en Clara. Si Francia era derrotada, su marido, el general Louis Le Duc, debería salir del país. ¿Se iría ella con él?
Tras la sorpresa, la conversación había quedado suspendida, cada uno sumido en sus pensamientos. Al final fue el maestro Hebert el que interrumpió el silencio. Lo hizo en voz baja, inclinándose sobre la mesa para que ningún indiscreto le oyera.
—La Orden se reúne esta noche —susurró mientras extraía un papel doblado de su chaleco ombliguero y se lo tendía a Roman—. Aquí tiene la dirección y la contraseña de entrada.
El rostro de su tío se oscureció.
—Le confirmo que andan tras nosotros y tras la Orden.
Stephen desvió la mirada con aire de preocupación.
—Lo sé… —respondió—. Napoleón no solo quiere tomar Cádiz por tratarse de la última resistencia. Sabe que si cae la ciudad, con ella lo harán muchas más cosas.
—Nos sorprendieron en nuestro escondite y a punto estuvieron de cogernos —intervino Julián.
—Son del Servicio Secreto —aclaró Roman.
El inglés se acarició el mentón, pensativo. Parecía saber de lo que hablaban.
—Son los mismos que la vez anterior —dijo entonces.
Julián sintió un ligero escalofrío.
—¿Se refiere a la noche en que murieron mi padre y mi abuelo? —preguntó.
El inglés lo miró tras sus lentes. Asintió.