19

Las nubes oscuras se deshacían en jirones y las ruinas del poblado Artaze aparecieron perfiladas a la luz de la luna invernal. Su iglesia se alzaba en lo alto de una colina y, pese a que le faltaba parte del muro este, persistía su perfil de torre.

Julián tiró de las riendas y guio a Lur a través de unos campos en barbechera, rumbo al poblado. A su izquierda, entre árboles, divisó las casitas de la aldea de Víllodas sumidas en el silencio de la noche y más tarde oyó el rugir de las aguas del Zadorra, que serpenteaban en forma de masa oscura cerca de allí.

Se abrochó la capa, protegiéndose la garganta del frío nocturno. Se había calado un sombrero de ala, para no mostrarse demasiado. Llevaba su rifle Baker bien enfundado en los arzones de piel y había cogido el viejo sable con el que había entrenado aquellos meses. Sabía que estaba corriendo un riesgo acudiendo al encuentro del extraño que firmaba como V. G. Podía tratarse de una trampa y no pensaba hacerlo con las manos vacías.

A medida que se acercaba apreció algo que iluminaba los muros de la iglesia, arrojando oscilantes haces de luz. Unas agudas punzadas de inquietud le sacudieron la boca del estómago.

Al llegar a la base de la colina, comprobó cómo el camino se adentraba en el pueblo y ascendía por un serpenteante recorrido de piedras rodeado de casas abandonadas. Apretó los dientes bajo el sombrero de ala y se internó entre las ruinas.

Comprimió los costados de Lur, que piafaba resoplando nubes de vaho que se deshacían grises en las sombras de la noche. Su amigo ya estaba recuperado y subía la cuesta sin problemas. Julián no dejaba de mirar a ambos lados del camino, a las tenebrosas entradas sin puerta de las casas abandonadas.

Pronto un olor a leña quemada invadió la empinada calle.

Al alcanzar lo alto de la loma, los muros de la iglesia asomaron ante él. Había una hoguera encendida en la base del muro oeste.

Y junto a ella, sentada sobre una roca desprendida, la silueta de un hombre.

Julián apretó el pomo de la espada bajo la seguridad que le proporcionaba la capa.

El hombre disfrutaba de una humeante taza mientras se protegía del frío con su oscuro abrigo. Tenía la capucha ligeramente retirada hasta su coronilla, por lo que Julián pudo verle el rostro a la luz de la hoguera. Sus facciones eran alargadas, portaba unas lentes para la vista y sus pobladas cejas contrastaban con su fino bigote. Cuando las luces de la hoguera oscilaron en sus afiladas formas, creyó reconocer en ellas al extraño de aquella noche en Vitoria. «Tu amigo de las tinieblas», le había escrito.

El individuo dejó su taza sobre la tierra y observó al joven.

—Me alegro de que hayas venido, Julián. —Señaló hacia un pequeño tronco que había junto a la hoguera—. Por favor, siéntate. ¿Deseas un poco de té?

Julián negó con la cabeza y anudó las correas de Lur a un árbol cercano. Vio la silueta de un caballo un poco más lejos, pastando en lo que antaño debió de ser una huerta adosada a una casa. Pasó la mano por el lomo de su amigo; este temblaba, nervioso.

—Tranquilo, compañero —le susurró al oído—. Pronto volveremos a casa.

Muy a su pesar, dejó el rifle en las fundas del arzón y se aferró al sable que mantenía bajo la capa. Volvió a la fogata y se sentó en el tronco frente a aquel individuo que volvía a sujetar su tacita de té con aire relajado. Miraba a las casas que los rodeaban.

—Curioso pensar que una vez estuvo habitado, ¿verdad? —comentó—. Los domingos los aldeanos acudirían a misa y las campanas repicarían en lo alto. Ahora solo quedan sombras y abandono.

No dijo nada. Aquel individuo hablaba con un ligero acento francés; había algo en él que le provocaba escalofríos.

—Me pregunto qué habrá sido de los habitantes de este lugar… —volvió a decir—. Hay un cementerio con decenas de cruces detrás de la iglesia.

—No he venido para hablar de los muertos de este poblado.

—Pero sí para hablar de otro muerto —pronunció el hombre—. Para hablar de tu padre.

Un nuevo escalofrío recorrió su espalda. Tragó saliva.

—Para eso mismo.

El extraño esbozó algo que parecía una sonrisa, pero que se quedó en una mueca impropia. Cogió la tetera del fuego y volvió a llenarse la tacita.

—¿Cuánto tiempo llevas alejado de tu aldea? —le preguntó de pronto.

Julián arrugó la frente.

—¿Cómo sabe eso?

El hombre dio un pequeño sorbo.

—La gente habla y yo sé preguntar. En tu aldea todos estaban muy afectados por lo sucedido. No tardaron en decirme que tu casa estaba controlada por los franceses.

Apreció cómo las facciones del extraño se oscurecían y sus ojos se clavaban en él como dos brasas encendidas.

—También hablé con el boticario Zadornín —continuó—, y tras mucho insistir me reveló que esperabas a alguien enviado por tu padre… ¿Cómo se encuentra Roman?

Julián abrió mucho los ojos.

—¿Conoce a mi tío?

—Os vi en el mercado de la ciudad. Si fuisteis a abasteceros allí, no estaréis muy lejos. ¿Dónde os escondéis?

Fue a abrir la boca pero una repentina ráfaga de prudencia le hizo callar. No podía revelar su escondite a un desconocido. Un aire gélido se coló entre las casas y silbó sobre sus cabezas. Julián se frotó las manos y se acercó más a la hoguera. El calor le avivó los sentidos.

—¿Quién es usted? —preguntó entonces—. ¿Por qué me ha hecho acudir aquí? ¿Qué es lo que tiene que contarme?

Los dientes del hombre brillaron ante el fuego.

—Tu padre era un buen hombre y su muerte merece esclarecerse. He sido enviado a estas tierras para descubrir quién lo mató y por qué lo hizo.

—¿Enviado? —se extrañó Julián—. ¿Por quién?

El extraño emitió una risa ahogada que se esfumó en el aire nocturno.

—Esos franceses buscaban algo cuando fueron a tu casa, ¿verdad?

Julián sintió cómo el corazón se le aceleraba.

—Unos documentos, creo —respondió inquieto—. Pero no encontraron nada. —Se irguió sobre su asiento—. ¿Qué demonios buscaban? ¿Qué querían de mi padre? ¿Fueron ellos los que lo mataron?

—No lo creo —aseveró el hombre tras un suspiro—. Pero esos hombres son muy peligrosos y te advierto que pretenden encontraros. Te avisé de que había lobos acechando.

—¿Qué demonios quieren de mí?

—Es posible que de ti nada… de momento. Tal vez quieran encontrar al hermano de tu padre.

—¿A Roman? ¿Y por qué?

—Porque él es el otro hijo del maestro Giesler. Y sabe cosas.

—¿El maestro Giesler? ¿Se refiere a mi abuelo Gaspard?

El hombre asintió mientras una mueca asomaba a sus labios.

—Veo que Roman aún tiene muchas cosas de las que hablarte.

Julián lo miró con fijeza.

—Hábleme usted de ellas.

El extraño no respondió al instante y se puso a recoger su juego de té.

—No debería inmiscuirme en los asuntos de tu familia —dijo, levantándose con cierto apremio—. Yo solo soy un peón en el tablero. No tengo poder de decisión.

Julián se levantó tras él.

—No se vaya —le suplicó—. Estoy cansado de esperar respuestas.

—Pues búscalas donde debes.

El hombre se caló la capucha y salió del círculo de luz. Su voz surcó el aire nocturno cuando apenas se adivinaba su silueta.

—Nos volveremos a ver, Julián… Pronto.

Cuando llegó a los establos de la casa torre y despojó a Lur de sus arreos, apenas quedaban dos horas para que amaneciese.

Subió al piso intermedio y comprobó que la puerta de Roman permanecía cerrada. Sin detenerse, encendió un candil y recorrió con la mirada la oscura estancia de la sala. Colgadas sobre una silla estaban las alforjas de su tío.

Dejó el candil sobre la mesa y a la luz de este, las abrió con dedos temblorosos.

Buscó a tientas algo que le llamara la atención. Sacó un libro con tapa de cuero y en su portada resplandecieron las letras de un título dorado: Kritik der reinen Vernunft. «Crítica de la razón pura», consiguió traducir. Una obra del pensador Immanuel Kant. Gracias a muchas de las lecturas de Gaspard, que no tenían edición en castellano, había aprendido, desde pequeño, a descifrar muchas palabras en alemán. Fue a devolverlo a su sitio cuando se desprendió una carta de entre sus páginas. Se inclinó para recogerla del suelo.

Observó el sobre. Era de un papel grueso, resistente. Palpó su rugosidad entre las yemas de los dedos y por un momento, dudó.

Finalmente, lo abrió y extrajo la carta, retirando con un suave crujir un papel más fino de su interior. Lo desplegó a la luz del candil y descubrió un trazo de tinta negra que se deslizaba con elegancia, escrito en alemán. Entonces reconoció la letra y las lágrimas le embargaron.

Era una carta de su padre.

Se frotó los ojos y estos comenzaron a deslizarse por la pulcra letra.

9 de enero de 1808

Querido hermano:

Padre me habló de lo sucedido y me dijo que desde entonces vives en el castillo de Valberg. Deseo que encuentres la fuerza necesaria para poder avanzar. Lo sé porque creo haber pasado por algo similar, y hallarla se ha convertido en el verdadero reto de mi vida.

Desgraciadamente, el objeto de mi carta no se reduce solo a esto. He de pedirte un favor. Probablemente el mayor favor que te haya pedido jamás. Pero solo habrás de concedérmelo si sucede una desgracia.

Supongo que sabrás que los franceses ya están aquí. Llegaron hace dos meses y lo hicieron con intención de quedarse. Todos en la hermandad sospechamos que nos han descubierto. Saben que mantenemos la Cúpula aquí y han venido con la intención de detenernos, de acabar con nosotros. Creo que corremos un peligro atroz.

Esta es la razón por la que te escribo, hermano. Si algo me sucediera, te ruego que te hagas cargo de mi hijo, Julián. Él no sabe nada de todo esto. Si nos descubren y me atrapan, quiero que le guíes en los tiempos difíciles que correrán. Deberá conocer el plan completo y su verdadera magnitud, para así poder sustituirme y continuar con el trabajo que nos concierne.

Nuestro padre acaba de adquirir una propiedad en los valles al oeste de la Llanada. En caso de que sucediera algo, te adjunto un mapa con su ubicación.

Pronto viajaré rumbo a la capital. Nos reuniremos los nueve maestros para decidir cómo enderezar la situación.

Padre me ha revelado su Gran Secreto. Creo que me encomendará la misión de poner el último de los legajos a salvo. Si así sucede, se me concederá una gran responsabilidad.

Con afecto,

Tu hermano,

FRANZ GIESLER

P. D.: Respecto a los legajos de Gaspard, recuerda que siempre deberá haber alguien que conozca su paradero; si no fuera así, preguntad por el guardián de vuestro legado.

Leyó las palabras de su padre una y otra vez, hasta que su voz se quedó grabada en su memoria. Por un momento pudo imaginárselo escribiendo aquella carta y fue como recobrar una parte de él, una parte viva. Una gota cayó sobre el papel ocre y se percató de que las lágrimas le recorrían las mejillas. Dobló la carta y la depositó dentro del sobre.

Al guardarlo entre las páginas del libro le sorprendió la presencia de otro sobre.

Lo abrió. No era la letra de su padre. Julián frunció el ceño, sorprendido, estaba fechada a 30 de septiembre de 1809, hacía solo tres meses antes. Se preguntó cómo la habría recibido su tío estando en el aislado valle de Haritzarre. La carta era escueta, escrita en castellano, con letra pulcra y precisa.

Roman Giesler:

En la Orden sabemos de su vuelta. Le informo que, después de que nos descubrieran aquella noche y acontecieran las desgracias que a punto estuvieron de destruirnos, nos hemos visto en la obligación de buscar un lugar seguro para reunirnos. El único reducto que resiste a la embestida francesa es Cádiz. Allí nos encontramos. Se ha promulgado la llamada a las Cortes y la hermandad está infiltrada entre los diputados y representantes de cada reino que acuden al refugio de los muros de la ciudad. Debemos influir en la creación de una nueva ley, de un mundo nuevo.

Esperamos su llegada,

Dr. STEPHEN HERBERT

Julián guardó la carta y metió el libro dentro de las alforjas. Después se dejó caer sobre el sillón frailuno. Estaba agotado, pero sus ojos permanecían muy abiertos y su mente muy despierta; dentro de ella se engendraba una tormenta, una tormenta de ideas y preguntas.

De pronto, se levantó de un salto y subió a la biblioteca. Instantes después bajó con un tintero, una pluma y un pedazo de papel.

Aún era de noche cuando se sentó ante la mesa y empezó a escribir. La pluma rasgaba sobre el papel y se humedecía en el tintero con obstinados movimientos, depositando las palabras que revolvían su mente. Agotó el papel con una lista de frases que solo albergaban sentido para él:

Preocupado por las alforjas, algo llevaba en ellas y se lo habían robado.

La Orden está en peligro.

No puede ser él.

No te desvíes del camino, hijo.

Padre me ha revelado su Gran Secreto, me enviará la misión de poner el último de los legajos a salvo.

Recuerda que siempre deberá haber alguien que conozca de los legajos de Gaspard; si no fuera así, preguntad por el guardián de vuestro legado.

Cádiz.

A la luz del candil, sus palabras brillaban intensas sobre el papel de tono ocre. Julián esperó, paciente, a que la húmeda tinta se fundiese con el lienzo, secándose y perdiendo intensidad, pero grabándose para siempre.

Lo dobló cuatro veces y se lo metió en el bolsillo del chaleco de su padre. Después, se derrumbó sobre el sillón, cerró los ojos y esperó a que amaneciese. A que su tío despertara.

Como le había dicho el extraño de la hoguera, Roman le ocultaba muchas cosas, más de las que había creído.