27
Era noche cerrada cuando se adentraron en la población de la Isla. La bahía respiraba tranquila y las olas alcanzaban las playas con suavidad, acariciando la arena. Los barcos fondeaban cerca, iluminadas sus oscuras formas por algún farol colgando de sus cubiertas. Al otro lado de la bahía, en los riscos de La Cabezuela, los cañones franceses dormían a la espera de abrir fuego al amanecer.
En la población de la Isla apenas había gente cruzando las calles. El guía que les había enviado el inglés Hebert los conducía hasta el punto de reunión que utilizaba la Orden. Pronto alcanzaron una zona alejada de las callejuelas centrales que parecía despoblada. Muchos edificios presentaban destrozos en sus muros y derrumbamientos en sus tejados. Los bombardeos franceses habían hecho mucha mella allí.
Al final de una calle, el guía se detuvo.
—Es aquí —les dijo, señalando a las sombras de un edificio.
Frente a ellos se extendía una enorme verja con barrotes de hierro terminados en puntas de flecha. Tras esta, protegida por la espesa arboladura de un jardín sombrío, se alzaba, tenebrosa, la silueta de un palacio abandonado. La puerta de la verja estaba entreabierta y en su parte superior una inscripción rezaba: «Casa de los Palma Amador».
Tras irse el guía, cruzaron la valla y se adentraron en el jardín. Los helechos y las plantas se abalanzaban sobre ellos y sobre el camino empedrado que conducía a la entrada, un portón de madera ennegrecida por la humedad y el tiempo. Llamaron varias veces y tras oír unos pequeños pasos acercarse por un largo pasillo, un hombrecillo de rasgos afilados abrió el portón. Portaba un candil y lo levantó para poder verles la cara. Roman dijo la contraseña.
—Obuses.
El hombre, con unas cejas blancas muy pobladas y la nariz aguileña, abrió por completo el portón.
—Han comenzado ya —dijo sin más preámbulos. Se dio la vuelta y comenzó a andar, desapareciendo en las tinieblas del palacio. Sin vacilar un momento, le siguieron.
El hombrecillo, de baja estatura, los condujo por un amplio pasillo en penumbra. A ambos lados, Julián apreciaba las trazas de cuadros y estatuas de gárgolas y seres fabulosos, iluminados al paso del candil y vueltos otra vez a pertenecer a aquel mundo de sombras y tinieblas palaciegas.
—Esta fue la casa de los Palma Amador, célebre familia comerciante de la ciudad —pronunció el portero. Su voz formaba un eco que se perdía en los lejanos rincones de los pisos superiores del edificio—. Hará poco más de un año un par de bombas destrozaron la zona norte de la casa. Una de las hijas murió en el incidente y la familia se fue a las Américas, a vivir en una plantación de tabaco que poseían en Cuba. Desde entonces ha estado abandonado y sus amigos pagan bien para poder reunirse.
—¿Usted no pertenece a la Orden? —se extrañó Julián.
—A mí lo que hacen aquí me trae sin cuidado. Fui chófer y portero de la familia, pero estoy viejo para cruzar océanos. Así que me he quedado aquí, cuidando de lo que queda, anclado y cogiendo polvo como cada uno de estos cuadros.
Desembocaron en un patio central presidido por una gran escalinata de mármol. Sobre esta colgaba la mitad de una araña de cristal, la otra parte se la habría llevado el impacto. De las patas que aún resistían colgaban varias velas de cera que iluminaban tenuemente la sala. El espacio, de doble altura, discurría hasta los restos de una cúpula, de la que solo se apreciaban los nervios que la sostuvieron en su momento, recortando en quebradas formas, un cielo estrellado.
El portero señaló con el dedo hacia el final de la escalinata.
—Es arriba.
Subieron por la palaciega escalera y se detuvieron ante una puerta de doble hoja que permanecía cerrada. El hombrecillo les gritó desde abajo:
—Toquen dos veces y podrán pasar.
Hicieron lo indicado y entraron a lo que parecía un amplio salón, seguramente la mejor estancia de la casa.
La escena impactó a Julián.
Frente a ellos, alrededor de una veintena de figuras enfundadas en túnicas blancas se reunían en torno a una gigantesca mesa circular. Una de ellas estaba de pie, tenía tomada la palabra cuando se percataron de su presencia. El hombre en pie interrumpió su discurso y junto a él se alzó sonriente el maestro Hebert.
—Os esperábamos, hermanos. —Los recibió con los brazos abiertos. Al contrario que en el café, los tuteaba—. Tomad dos túnicas. —Recogió dos prendas blancas de un cajón que había bajo la mesa—. Dentro de la Orden no hay distinciones, todos somos iguales. Sentaos.
»Bien, prosigamos —añadió el señor Hebert una vez que se hubieron sentado. No había hecho presentaciones—, hablaba el hermano Ibárrui sobre las posibilidades de que la ley apoye lo discutido hoy en la sesión. Éramos mayoría porque dos de los monárquicos extremeños nos han apoyado.
Tras enfundarse la túnica, Julián había tomado asiento junto al maestro inglés y se dispuso en la misma posición que tenían adquirida todos los presentes: ambas manos juntas sobre la mesa, sin anillos ni atuendos distintivos que pudieran diferenciarlos. Se percató de que sobre el enorme tablón circular perfectamente barnizado y brillante no había objeto alguno. Si alguien tenía que leer algún documento, lo extraía de los cajones que había debajo. Percibió varias miradas posadas en él, iluminados sus rostros por las antorchas que colgaban de las paredes de la sala.
—Creo que sería buena idea —sugirió el señor Ibárrui, un hombre corpulento de voz grave y acento vasco—, dejar ya el tema de la libertad de imprenta y retomar las cuestiones de la semana próxima; en los debates sobre la soberanía nacional los absolutistas nos plantearán una batalla más encarnizada.
—Muy bien —intervino otro de los presentes—, mañana intentaré citarme en privado con el cabecilla de los liberales para aclarar las ideas que ellos tienen sobre el asunto y remar todos en la misma dirección.
—Amadeo —el maestro Hebert se dirigió al que acababa de hablar—, tú eres el enlace con Europa Central, ¿has vuelto a recibir noticias de Prusia?
—El mensajero aún no ha vuelto, pero todo indica que las logias del hermano Walter están cumpliendo con su trabajo suministrando alimentos y armas a las partidas rebeldes.
—Muy bien, muy bien…
El maestro Hebert se frotó las manos y a partir de aquel momento el debate se centró en los aspectos pertenecientes a la soberanía nacional que se podían tratar en las futuras sesiones de las Cortes.
Debatieron durante más de una hora hasta que el propio maestro Hebert dio por concluida la reunión. Los asistentes se despojaron de sus túnicas blancas y las dejaron sobre la mesa perfectamente dobladas, cada una delante del asiento que habían ocupado. Muchos se despidieron y abandonaron la sala no sin antes lanzar una mirada a Julián; algunos incluso, lo saludaron.
Solo se quedaron algunos pocos, charlando amigablemente mientras disfrutaban de una copa del vino que había traído el portero al finalizar la reunión. Stephen Hebert invitó cortésmente a Roman y Julián a que le siguieran hasta unos sillones que había al fondo de la estancia, junto a una estantería repleta de libros y alejados de las voces de los demás.
Cuando hubieron tomado asiento, el portero volvió a entrar en la sala y se les acercó con varias tazas de café humeante.
—Gracias, don Emilio —dijo el inglés.
—Servidor, señor Hebert. Siempre será un placer… —respondió el portero mientras les servía.
—Un personaje curioso —dijo Stephen, una vez que dejó la sala tras una leve reverencia—. Pero buen hombre… y fiel.
El señor Ibárrui, que se había quedado a charlar, fue a abandonar la sala tras el portero y se despidió con la mano. Tras hacer lo propio, el maestro se refirió a él en voz baja.
—Ibárrui trabajaba como funcionario en Madrid y era uno de nuestros infiltrados en la corte del rey José I —les relató—. Tuvo gran influencia en la decisión del monarca francés de suprimir todas las órdenes clericales existentes en los dominios de España. Para los franceses eso fue un grave error, pero no para nosotros, puesto que provocó la ruptura entre el Gobierno y las órdenes religiosas, propiciando así que los frailes tomen el camino de la guerra, engrosando las filas de las guerrillas y llamando al pueblo a la cruzada contra el francés. El clero alberga un gran poder de convicción en este país, y por lo tanto debemos acercarlo a nuestros intereses. Muy buen trabajo el del señor Ibárrui…
—Por lo que veo todos tienen aquí su cometido… —murmuró Julián.
—Oh sí, desde luego —contestó Hebert mientras les acercaba el cofrecillo de los azúcares—. Como habéis podido ver, Amadeo es el enlace que tenemos ahora mismo con la zona central de Europa. Allí también están sucediendo cosas. O, por otro lado, el joven alto que ha hablado más tarde coordina todas las imprentas rebeldes del país, y reparte propaganda, panfletos y folletos liberales que, a espaldas del francés, abrazan y extienden la causa popular.
Julián asintió, pensativo, mientras se servía dos terrones de azúcar. Empezaba a vislumbrar ciertas cosas pero aún desconocía cómo funcionaba realmente la Orden. Habían hablado de Prusia, ¿hasta qué punto estaban extendidos?
Roman pareció intuir sus pensamientos e intervino con una sonrisa en el rostro.
—Maestro Hebert, si no le importa me gustaría que relatara a mi joven sobrino la historia de la hermandad.
El inglés se había recostado sobre la silla, sostenía la taza cerca de su rostro, y a pesar de que su contenido humeaba velando ligeramente su rostro, Julián pudo apreciar cómo lo observaba pensativo, tras los cristales de sus lentes.
—Oh, por supuesto, amigo —dijo saliendo de su ensimismamiento y dejando la taza sobre la bandeja de cerámica. Un candil de aceite cercano producía reflejos en sus lentes—. Pero será mejor que os pongáis cómodos porque comenzaré desde el principio, hablando de Gaspard, por supuesto.
Julián dejó el café sobre la mesa y se irguió en su silla, centrando su atención en el inglés. Este desvió la mirada y comenzó el relato:
«La mayoría de lo que pienso contarte ya lo sabrás, pero para que la historia acoja todo el sentido, hay detalles que no podré omitir.
Tu abuelo, Gaspard Giesler von Valberg, vino al mundo el 2 de julio de 1750 en el castillo de Valberg, situado en la Baja Sajonia, concretamente en unas llanuras bañadas por el cauce del río Elba que se extienden a los pies de las montañas de Harz.
Hijo de Friedrich Wilhelm von Valberg y Catherina Vulpius, perteneció a la alta nobleza alemana. Fue hijo único y desde la niñez mostró una gran astucia, siendo precoz en sus primeras palabras y, bajo la tutela de un maestro privado que acudía al castillo de los Valberg, aprendiendo a leer antes de los cinco años.
Cuando tenía siete, una grave enfermedad pulmonar se llevó a su padre y el joven Giesler heredó una biblioteca personal en la que empezó a pasar la mayor parte de sus horas libres. Allí se cultivó en obras de historia antigua, filosofía y medicina. Los días de verano salía a las grandes extensiones de campos que rodeaban el castillo y pasaba horas observando la naturaleza, dibujando en su cuaderno todo tipo de plantas, animales e insectos.
Poco después, su madre falleció, dejándolo huérfano. A los quince años se matriculó en la Universidad de Leipzig, dominando ya para entonces el latín y el griego. Se licenció a los veinte años mostrando un dominio que rozaba la genialidad en leyes, clásicos, lógica y filosofía. Y tras su graduación no se dudó en otorgarle un puesto docente en leyes.
Ya desde el inicio, sus clases tuvieron gran éxito entre los alumnos. El joven Gaspard tenía una manera de entender la vida, la historia y la sociedad muy avanzada para la época. En vez de estar protagonizadas por la impartición de aburridos y eternos listados de leyes, sus clases eran amenas charlas y tertulias en las que hacía participar continuamente al alumnado. En ellas se hablaba sobre filosofía y ética, sobre las verdaderas aspiraciones del ser humano, la libertad, la felicidad… Hacía sincerarse a sus alumnos y buscaba en ellos su verdadera opinión de las cosas.
Gaspard innovó de tal manera que empezó a considerársele un visionario de la enseñanza. Pronto los alumnos empezaron a acudir en masa a sus clases y la voz corrió, alcanzando las altas instituciones de la universidad, y más tarde, el Gobierno alemán. Muchos de los temas que trataba en sus clases eran motivo de incomodidad para mucha gente, especialmente en la corte, porque situaban en entredicho leyes y tradiciones ancestrales hasta entonces incuestionables.
Tras un año intenso como profesor, el Consejo de la Universidad le relegó de su docencia. Hubo protestas entre los alumnos, pero nadie hizo nada al respecto. Tras este episodio, Gaspard regresó a su castillo en Valberg; pero no se quedó encerrado allí, anclado entre sus libros.
Comenzó un viaje por todo el mundo que duró más de ocho años. En él conoció muchos países y entró en contacto con otros grandes pensadores de la época. Fue entonces cuando empezó a embarcarse en las ideas de los ilustrados, que coincidían con esos principios en los que él creía y que tanto fervor habían causado entre los alumnos de Leipzig. Llegó a ser miembro de una logia masónica, Las Nueve Hermanas, donde se reunían grandes visionarios, entre los que se encontraban los franceses Voltaire, Diderot y D’Alembert, además del representante oficial estadounidense, que por aquella época viajó por Europa, Benjamin Franklin.
Fueron años de apasionadas tertulias, años de aprendizaje en los que sus ideales se afianzaron, adquiriendo formas más definidas y claras. Durante aquel tiempo, Gaspard contrajo matrimonio con una joven procedente de una importante familia española, hija de uno de los miembros de la logia a la que pertenecía. Ella era tu abuela Catalina, y pronto tuvieron a Roman y a Franz. Pero, desgraciadamente, poco después de que tu padre naciera, Catalina murió por una grave pulmonía y Gaspard tuvo que criarlos solo.
Años después, el año de gracia de 1789, varios de sus compañeros ilustrados se rebelaron ante el rey Luis XVI en la Asamblea General en París y se iniciaron las revueltas que dieron lugar a la revolución. Gaspard siguió de cerca los acontecimientos que se sucedieron: por un momento, el pueblo parecía querer amarrar las riendas de su propio destino, parecía abrir los ojos y mirar de frente a la vida, sin ataduras ni grilletes. Pero todo fue un espejismo. Durante los años próximos, la República se tambaleó y el pueblo perdió la fe en ella. El hambre y la miseria volvían a adueñarse de las casas. Desesperada, la gente en Francia abrazó la primera alternativa que se presentó: el golpe de Estado de Napoleón, por aquel entonces un general de gran fama tras sus exitosas campañas en Italia.
Gaspard había dedicado su vida al estudio de la condición humana, y tras permanecer años en silencio observando los pormenores de la revolución, creyó descubrir las razones de su fracaso.
Por un momento, se había producido un hecho insólito, todo el mundo se había unido para acabar con el poder impuesto. Pero cada individuo lo había hecho impulsado por sus propias razones. Y esas diferencias dejaron de estar camufladas con el paso de los años, convirtiéndose en grandes fisuras. Y la fuerza de la que dispusieron al principio se esfumó como una débil llama ante una ráfaga de viento.
Pero aquella llama recién esfumada tuvo su sustituta en la mente de tu abuelo. Aquellos días de oscuridad para el pueblo, se empezó a forjar una idea que podía cambiar el mundo, una idea atemporal que Platón en su día llegó a esbozar. Una idea que tras muchos años nos ha traído hasta aquí.
Gaspard se encerró durante semanas en su castillo, dejando que aquellos pensamientos fueran adquiriendo forma en su revolucionaria mente. Pronto fue completando una lista de antiguos tertulianos y compañeros de universidad que pensaba que podíamos ayudarlo en su proyecto. Éramos individuos activos, dispuestos a luchar por nuestros ideales, por la libertad del pueblo y la destrucción del muro.
Fuimos convocados a una reunión el 5 de diciembre de 1799 en el castillo de Valberg, un mes después del golpe de Estado decretado por Napoleón. Allí acudimos doce personas, y entre los gruesos muros del castillo nos explicó la enorme empresa que pretendía emprender. Aún recuerdo aquellas palabras, la manera en que emanaron de su boca, como una melodía embriagadora, que nos hizo emocionarnos a los allí presentes. Por aquel entonces —dijo refiriéndose a Roman—, Franz y tú estabais estudiando en la Universidad de París, si no recuerdo mal…
Estuvimos dos meses recluidos entre aquellas poderosas paredes, donde pusimos por escrito nuestra visión con base en el pensamiento ilustrado, trazando y detallando el proceder de la hermandad a partir de entonces. Allí escribimos y firmamos la Declaración, allí se crearon los principios de la Orden de los Dos Caminos.
Cuando concluimos, todos estábamos extenuados. Habían sido largos días de arduo trabajo, discusiones acaloradas, reflexiones y puestas en común. Pese a ello nos sentíamos emocionados y expectantes, creíamos haber iniciado algo grande. Solo quedaba ponerlo en marcha, el gran reto. Sabíamos que un gran proyecto nos esperaba, probablemente el gran proyecto de nuestras vidas, una empresa de enorme magnitud. Nos proponíamos extender las ideas que allí acordamos por el máximo territorio que pudiéramos alcanzar, por cada ciudad, cada pueblo, cada hogar. Llegaríamos allí donde nuestros recursos nos lo permitieran.
La forma más adecuada que resolvimos emplear, consistía en que, de manera paralela, cada uno llevaría a cabo el mismo procedimiento en su propia localidad, emprendiendo tertulias entre los vecinos y amigos. En un principio se promoverían temas informales, para después introducir aspectos acordados y redactados en la Declaración. Queríamos extender las charlas que una vez se dieron entre los alumnos de Leipzig. Pretendían hacer ver a la gente más allá del muro, hacerla despertar como el hombre de Platón, para cuestionarse cosas que, hasta entonces, tal vez no se hubieran atrevido a hacerlo. Los hacíamos salir del aislado mundo que rodea a todo individuo para situarse en una perspectiva lejana que vislumbraba la sociedad desde fuera. De esa manera se reflexionaba sobre el mundo que formamos todos en conjunto, sobre la realidad que influye directamente en nuestras aisladas burbujas que conforman el día a día de nuestras vidas.
Participaban personas de toda condición, y el ambiente que se creaba, así como las lecturas que se escuchaban y los temas innovadores que se mencionaban, iba atrayéndoles de modo que el boca a boca comenzó a producirse al tiempo que la emoción y el entusiasmo se apoderaban de los contertulianos.
Con el tiempo las reuniones se fueron sofisticando y pasaron a convertirse en sociedades organizadas, las logias, con lugares de encuentro y calendarios preestablecidos.
Según lo planteado en Valberg, al alcanzar tal punto debíamos dividir cada logia en dos grados, llamados el Primer Camino y el Segundo Camino. Al primero pertenecían los más jóvenes y celebraban sus encuentros los primeros domingos de cada mes. Al segundo grado acudían los adultos, los segundos domingos de cada mes.
Los miembros de las sociedades solo conocían los dos primeros grados, pero había un tercero al que solo pertenecíamos los doce firmantes, que nos reuníamos con Gaspard en el castillo de Valberg tres veces al año para gestionar y estabilizar los avances de cada logia. Solo nosotros sabíamos cuál era el verdadero objetivo de aquellas sociedades. Cada una iba creciendo ilusa, desconocedora de que en otros lugares de Europa lo hacían también otras gemelas con el mismo objetivo.
Pronto fueron engrosándose de tal forma que algunas llegaron a alcanzar los cien miembros, acudiendo gente de otros pueblos, atraídos por buenas palabras de familiares y amigos. Mantener la clandestinidad se convirtió en un reto y resolvimos proceder con el siguiente paso de nuestro proyecto. Expandirse. Cada firmante poseíamos un miembro de confianza al que poder revelar la existencia del tercer grado, de otras logias similares en otras ciudades, de la Orden.
Varias personas fueron iniciadas en el tercer grado y estas adquirieron la responsabilidad de crear nuevas logias en otros lugares. De este modo, se dio pie a un proceso de crecimiento a modo de cadena, emanando nuevas logias de las que ya habían crecido lo suficiente. Y así, comenzaron a extenderse núcleos en diferentes puntos de Europa. Recuerdo cuando empezamos con solo diez logias. Al cabo de tres años, se rumoreaba con que había alrededor de cien repartidas por todo el Viejo Mundo. Al cabo de cinco años ya perdimos la cuenta.
A las reuniones trianuales del tercer grado cada vez acudían más miembros nuevos. Hubo un momento, sobre todo a partir de la reunión primaveral del año 1805, en que algunas logias iban en representación de otras porque abarrotábamos el castillo».
El maestro guardó silencio y la historia se detuvo. Julián parpadeó varias veces, absorto. Los hechos relatados por el inglés le habían evadido y se había olvidado por completo de cuanto le rodeaba.
El maestro sonrió, se levantó y se acercó a la estantería que había junto a ellos. Tomó un pesado libro de una de las baldas y de él extrajo un gran papel doblado. Tras abrirlo, se lo tendió a Julián. Este lo admiró asintiendo para sí, repetidamente, con un intenso brillo en los ojos. Era un mapa de Europa. En él había trazados decenas de puntos, como centros de unos círculos cuyas líneas a veces se entrelazaban entre sí.
—Cada punto representa una logia —le explicó el maestro Hebert mientras volvía a tomar asiento—, y los círculos son sus radios de acción, la zona hasta donde alcanza su acogida. Ese dibujo lo hicimos hace siete años, cuando aún las conocíamos todas.
Julián no podía creerse lo que estaba viendo.
—No puede ser… —musitó—. Es demasiado… es enorme.
El maestro Hebert soltó una risotada contenida, la cual fue acompañada por una sonrisa de Roman, que recostado sobre la butaca, disfrutaba de su pipa.
—Eso es lo que decían casi todos los recién iniciados en el tercer grado —dijo el inglés.
Julián contemplaba el mapa que aún sostenía entre sus manos. Reconoció el lugar donde estaba la Llanada y la ciudad de Vitoria. Había un punto.
—Así que mi padre… —musitó con un hilo de voz.
—Franz fundó una, pero no llegó a desarrollarse demasiado. Tras la invasión francesa tuvo que disolverse —respondió Hebert, asintiendo con la cabeza—. Aunque no lo supieras, tú conociste los dos primeros grados, como la mayoría. Hoy has conocido el tercero.
—Pero yo no sabía que se tratara de primer o segundo grado…
—Ni tú ni nadie que no perteneciera al tercer grado —le explicó el inglés—. Era el precio a pagar por la seguridad de la Cúpula. Y al mismo tiempo, la verdadera clave del poder de la Orden; las logias son independientes entre sí. En caso de producirse alguna traición, alguien que nos vendiera a algún gobierno o al mismo Napoleón, solo caería una logia, el resto quedaría a salvo.
—Salvo que el traidor perteneciera al tercer grado —intervino Roman.
—Por supuesto —admitió Hebert.
Julián aún estaba intentando asimilar todo aquello. Para él, los encuentros que organizaba su padre habían sido parte de su vida; una manera de divertirse, de estar con la gente y de aprender cosas nuevas. Había sido como la escuela a la que nunca llegó a acudir. Pronto lo comprendió todo; eran charlas como las que infundió Gaspard años atrás en la Universidad de Leipzig. La Orden era una escuela secreta. Y si cada miembro del tercer grado había hecho lo mismo en diferentes lugares del mundo… Julián sintió cómo el corazón se le aceleraba.
—Las ideas de mi abuelo estarán muy extendidas…
El maestro inglés acompañó su reflexión.
—¡Ahí radica la fuerza de todo esto! —exclamó, entusiasmado—. Verás, ha llegado un momento en que las ideas, la semilla implantada por tu abuelo y los demás firmantes, está floreciendo imparable y hay que dejar que crezca sola en la mente del pueblo. Estamos haciendo lo que no hicieron los ilustrados hace veinte años. Al fin y al cabo, la única arma es la fuerza del pueblo unido, precisamente lo que faltó en la Revolución Francesa.
—¿Y hasta dónde ha podido llegar todo esto? —preguntó Julián.
—Quién sabe… —suspiró Roman mientras expulsaba una bocanada de humo—, sería imposible conocer su verdadero alcance. Tal vez Gaspard tuviera algún indicio sobre ello.
—Podría ser —lo acompañó Stephen—. Gaspard gestionaba todas las logias desde Valberg, él era el único punto de unión, el centro de todo. Pero él también tuvo que perder la cuenta.
Julián escrutaba los ojos del inglés cada vez que el reflejo desaparecía de sus lentes. En el papel que tenía doblado en el bolsillo de su chaleco había una lista con preguntas que aún no tenían respuesta. El maestro inglés no había mencionado nada acerca del legado de Gaspard, su Gran Secreto, como decía Franz en su carta.
—¿Y cómo habéis llegado hasta aquí?
El inglés frunció el ceño.
—¿Disculpa?
—Me refiero a qué es lo que sucedió el día en que mi padre falleció. ¿Qué sucedió aquella noche en Madrid? ¿Os reuníais allí?
—Ah, sí… desde luego —se excusó el inglés—. He olvidado mencionar eso.
»Verás, tras el golpe de Estado de 1799, el pueblo francés recuperó la ilusión; veían en Napoleón a un dirigente que traería poder y riqueza a la nación. Pero pronto empezaron las conquistas de Bonaparte por toda Europa y el terror empezó a extenderse. Miles de muertos en los campos de batalla, miles de víctimas civiles, gente inocente castigada por las guerras, enormes extensiones de campos y cosechas destrozadas, hambruna, violencia, horror…
»Años después, tras el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807, empezaron a correr rumores de las verdaderas intenciones de Napoleón: apartar a los borbones del trono español y poner a alguien de su confianza, su hermano Joseph.
La Orden enseguida supo ver la oportunidad que ello significaba: un país en guerra por su independencia ante un opresor, con un gobernante extranjero y odiado. El pueblo se iba a encolerizar y de la misma manera que en la revolución de 1789, un nuevo alzamiento podía suceder. Fue entonces cuando España se convirtió en el epicentro de nuestras operaciones.
»Pero la revolución contra el invasor ha de convertirse en una revolución contra el Gobierno absolutista y las tradiciones erróneas propias de esta sociedad, un cambio respecto a lo que había antes de la invasión. Y eso se está dando aquí, en las Cortes de Cádiz. Y por eso la Orden se refugia ahora entre sus muros. Queremos que la Declaración que escribimos en Valberg tenga su reflejo en la Constitución que aquí se cree. Es una oportunidad inmejorable.
Julián asintió, reflexivo. Había algo que aún lo confundía.
—Según vosotros —comentó—, el trabajo de la Orden debería verse reflejado en el pensamiento de la gente que haya entrado en contacto con ella. Debería haber una unión… —Hizo una pausa y pensó en lo que había visto hasta entonces, en la aventura vivida desde que aquella guerra comenzase casi tres años atrás—. Desconozco hasta qué punto estará esto extendido, pero en mi tierra yo no he visto unión en la gente. Yo veo que cada uno lucha por sobrevivir. Unos se unen al invasor por afinidad o por supervivencia; otros se sublevan y luchan en las guerrillas odiando a Francia y amando a Fernando; otros se esconden en sus casas y rezan porque todo acabe. Aquí, en las Cortes, están los absolutistas y los liberales luchando entre sí. ¿No es lo mismo que sucedió en la revolución de 1789? ¿No es lo mismo que contaba Platón en su mito?
—Es cierto lo que dices —respondió Hebert—, pero no estamos seguros de cuánta gente ha entrado en contacto con las ideas de la Orden. Tal vez aún haya que esperar a que esto crezca más, tal vez aún no sea suficiente.
Roman decidió intervenir.
—Julián, lo que has mencionado era precisamente el mayor de los temores de Gaspard. Él decía que jamás podrá contemplarse en el mundo poder más grande que el del pueblo unido; pero es tan inmenso, que se fisura constantemente. Muchos han dicho que la idea de Gaspard fracasará por eso.
—¿Entonces…? —Julián alzó los brazos y señaló a su alrededor—. ¿Para qué todo esto?
La voz de Roman le respondió con serenidad.
—En tu aldea Franz inició una de las logias. No creció mucho, pero aun así, gracias a la benevolencia de vuestro párroco, tuvisteis que trasladaros a la iglesia para reuniros. Ninguno de vosotros sabíais que pertenecíais a un grupo organizado, pero comenzasteis a entrar en contacto con algunas de las ideas procedentes del pensamiento ilustrado. Ahora bien, ¿cuántos aldeanos que conozcas se han sublevado, cuántos luchan en las guerrillas para conseguir un mundo mejor, cuantos conocen lo que aquí, en Cádiz, se está engendrando?
Julián no tuvo que pensar mucho para responderle.
—La mayoría continúan trabajando duramente para sacar buenas cosechas y aguantar un año más.
—Y, aun así, Franz les hizo entrar en contacto con las ideas de la Orden, las ideas de la Ilustración.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? —exclamó Julián—, vosotros también sois escépticos respecto a esto. Es difícil que cada miembro de una logia responda igual. Las palabras provocan diferentes reacciones en cada uno.
Roman le señaló el mapa con la pipa. Centenares de cruces brillaban en tinta negra.
—Cierto, pero mira esto… —murmuró con la mirada encendida—, mira su magnitud, su extensión. ¿Crees que algo así puede esfumarse con la primera ráfaga de viento? Tal vez la gente no reaccione en masa, tal vez no se atreva a unirse, pero la semilla estará plantada en muchos hogares. Y la rueda gira, cada vez haciéndose más grande. Y quién sabe cuál será su recorrido…
Julián guardó silencio ante lo dicho por su tío; al no verlo satisfecho, este retomó la palabra.
—Pocos meses antes de morir, Gaspard comentó algo. Dijo que el verdadero objetivo de la Orden ya se había logrado. Dijo que daba igual la reacción de la gente, que solo con dejar la rueda girar era suficiente para conseguirlo.
—¿Para conseguir qué?
Roman se llevó la pipa a la boca y se encogió de hombros. Guardó silencio, pero sus ojos no parecieron esconder nada. Stephen se cruzó de piernas.
—Desconocemos lo que quería decir Gaspard con ese comentario —dijo el inglés—; pero, como has podido comprobar, los esfuerzos de la Orden no solo se centran en las logias. Ahora hay otro cometido más importante entre los muros de Cádiz. La Cúpula de la hermandad posee miembros de cierto peso político entre los liberales. Podemos influir en las decisiones que en estas Cortes se tomen. La Declaración de la Orden puede tener su reflejo en la nueva ley que aquí se escriba, una ley reconocida por todos. Tenemos una manera legal de conseguir nuestro propósito.
Tras sus palabras se hizo el silencio y Julián se revolvió en su asiento, había una pregunta a la que Stephen Hebert aún no había contestado y decidió volver a formularla.
—¿Qué sucedió aquella noche en Madrid?
Las lentes del inglés parecieron brillar con mayor intensidad.
—Como ya he mencionado —respondió—, España se convirtió en el epicentro de las operaciones. Aquella reunión, organizada en una casa franca que poseía la hermandad, fue la última que se celebró antes de tener que refugiarnos en Cádiz. Aquella noche Gaspard estaba inquieto. Habían llegado noticias de que una de nuestras logias en Francia, la de Nantes, había sido descubierta por el Gobierno francés. Por suerte, su fundador consiguió escapar y la seguridad de la organización no se vio afectada.
»A pesar de ello, la preocupación era patente; sabíamos que el Servicio Secreto francés andaba tras nuestros pasos. Aún desconocemos cómo consiguieron encontrarnos, pero en cuanto sonaron las doce, alguien avisó de que fuera se percibían movimientos extraños. Cuando vimos a seis individuos entrar al jardín por la puerta principal, no lo dudamos ni un instante y escapamos por la salida trasera.
Julián asintió sin sentirse completamente satisfecho. Las palabras del inglés no habían terminado de convencerlo.
—Pero mi abuelo se quedó —acabó diciendo.
El rostro de Hebert dejó entrever una mueca de incomodidad que pronto solventó con una cordial sonrisa.
—En la casa había material que si caía en manos enemigas podía traernos dificultades —explicó—. Gaspard se quedó y lo quemó todo. Se sacrificó por nosotros. Yo lo comprendí, se trataba de salvar el proyecto de su vida.
—¿Y mi padre?
—Tu padre se quedó un poco más… —respondió Stephen con cierta duda en la voz—. Supongo que intentó convencerlo de que huyera también. Todos nos habíamos marchado para cuando debió de salir por la puerta trasera.
—¿Y cómo creéis que os encontraron? —insistió el joven.
El maestro Hebert se encogió de hombros.
—Ojalá lo supiéramos… —respondió, hundiéndose en el sillón.
Julián no pudo evitar hablar de lo que le rondaba por la cabeza.
—¿No habéis barajado la posibilidad de que haya un traidor entre vosotros? —preguntó sin tapujos—. Alguien siguió a mi padre… y tuvo que ir tras él desde la casa en la que os reuníais, o tuvo que esperarle en algún punto del camino.
El rostro de Stephen Hebert se contrajo.
—¿Insinúas que alguien de nosotros mató a tu padre? —Su voz mostraba ofensa, aunque no fue del todo firme.
—Tal vez alguien tuviera razones para ello —continuó Julián; pensó en las cartas de Franz, en sus últimas palabras antes de morir—. Tal vez hubiera ciertos documentos de por medio. Tal vez mi padre se retrasó porque Gaspard le legó algo en el último momento. Su Gran Secreto creo recordar…
Stephen Hebert abrió mucho los ojos ante aquellas palabras. A su lado, Roman permanecía en silencio observando a su sobrino. El inglés enseguida recuperó la compostura.
—Eso solo son rumores —dijo con indiferencia—, no hay pruebas convincentes de que existan.
Julián no dijo más, ya tenía lo que necesitaba: Stephen Hebert sabía de la posible existencia de aquellos documentos. «Rumores», había dicho. Por lo visto, también había secretos entre los miembros del tercer grado.
Julián miró al único reloj de pared que había en la sala. Acababan de dar las doce. El tiempo había volado. Se sorprendió al ver la estancia casi vacía, quedando solo un hombre en la mesa redonda, de espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.
—¡Vail! —gritó Hebert con un cierto deje de impaciencia en la voz—. Ya puedes venir, hemos terminado.
El hombre se levantó y se volvió hacia ellos. Su rostro estaba velado por la distancia y la penumbra, pero no tardó en revelarse ante ellos cuando se les acercó a grandes zancadas.
Vestía ropajes oscuros y hubo algo en su aspecto que dejó sin respiración a Julián. Su cabello le caía largo y violento por la frente y las sienes. Unas lentes, unas pobladas cejas, un bigote y una perilla cubrían su rostro y lo dotaban de un aire intrigante. De pronto, la hoguera y el pueblo abandonado de Artaze vinieron a su mente, traídos por aquel hombre.
—Os presento al hermano Vail Gauthier —dijo el maestro Hebert una vez que se hubo acercado.
Julián no cabía en su asombro: era V. G., su amigo de las tinieblas. El individuo se inclinó ligeramente ante ellos, sin soltar el cigarrillo que aún humeaba entre sus manos.
—Un placer verte de nuevo, joven —dijo, mirándolo fijamente. Después, se dirigió a Roman—. Hermano Giesler.
Julián no sabía qué decir.
—Tú también perteneces a la Orden… —musitó, confundido.
El hombre fue a decir algo, pero Stephen Hebert se adelantó con cierta desgana en la voz.
—El hermano Gauthier —dijo mientras se revolvía en el asiento al tiempo que miraba su reloj de bolsillo con impaciencia— es uno de nuestros miembros más destacados. Sustituyó al difunto Pierre Montainer como maestro en la logia de Nantes. Pierre fue uno de los firmantes de Valberg y Vail era su gran pupilo en Francia. Se inició hace años en el tercer grado y ha colaborado enormemente en la fundación de nuevas logias. Ahora está aquí refugiado junto a nosotros, desde que les descubrieron en Nantes. Sentía un gran respeto por tu padre y tu abuelo y por esa razón, cuando lo asesinaron, Vail se prestó para investigar su muerte. Creo que ya os conocéis…
Julián asintió sin dejar de mirar al hermano Gauthier. Desde luego que era él. El mismo rostro que vio iluminarse a la luz de una hoguera en una fría noche de invierno.
Sonó el reloj de pared y Stephen intentó dar por concluida la conversación. Roman lo apoyó y ambos se levantaron de sus asientos. Julián se quedó con deseos de hablar con Vail, pero ya era demasiado tarde.
Stephen llamó al portero, y tras las despedidas oportunas, el viejo sirviente los acompañó hacia la salida.
Una vez que estuvieron solos, Roman no tardó mucho en hablar.
—¿Conocías a Vail?
Julián sintió cierta incomodidad ante la pregunta. Le había escondido sus encuentros con el francés.
—Tuve un par de conversaciones fugaces con él —contestó, intentando restarle importancia—. Después de morir mi padre.
Roman no dijo nada y permaneció en silencio mientras caminaban de vuelta a la posada.
—¿Qué sucedió en Nantes? —preguntó Julián en un intento por evitar silencios incómodos. Aunque lo cierto era que le interesaba sumamente la respuesta.
—Le llaman el héroe de Nantes —dijo Roman, refiriéndose a Vail—. Cuando sustituyó al difunto Pierre como maestro en la logia, esta contaba con demasiados miembros y decidió extenderse a las ciudades de Le Mans y Angers. Al parecer, uno de sus hombres de confianza al que iba a destinar a una de las nuevas logias simpatizaba a escondidas con el Gobierno francés y pensaba traicionarles. Cuando Vail lo descubrió, los agentes del Servicio Secreto llevaban meses controlándolos. Su reacción fue radical: desmanteló la logia y huyó. Si le atrapaban le harían hablar y por eso borró todo rastro con el resto de logias. Salvó la Orden de un desastre.
Julián asintió en silencio. Empezaba a comprender las extrañas preguntas de Vail en sus primeros encuentros. Investigaba para la Orden.
—Si el hermano Gauthier conocía a mi padre —reflexionó entonces—, tal vez sepa algo de él que nosotros desconocemos.
—Pareces muy convencido de la existencia de esos documentos —comentó Roman.
Pensó entonces que había llegado el momento de sincerarse con su tío. Abrió el bolsillo de su chaleco y sacó el papel arrugado, tendiéndoselo.
—Está todo lo que dijo mi padre antes de morir —le explicó—, lo que me contó el boticario Zadornín, el que lo encontró en el camino cuando aún vivía. También está lo que decía en su carta, aunque eso ya lo sabes.
Roman se detuvo en mitad de una callejuela estrecha, y escrutó el papel a la luz de un farol.
—Por eso y por las cartas de Franz creo en la existencia de algo más —continuó—. Hay algo que mi padre quiere que hagamos.
Su tío observaba el papel, absorto, con los ojos iluminados.
—«Recuerda —leyó—, que siempre habrá de haber alguien que conozca los legajos de Gaspard; si no fuera así, preguntad por el guardián de vuestro legado…».
Julián asintió.
—Cuando lo halló el boticario —le relató a su tío—, estaba tendido en el suelo, sin poder moverse y no paraba de preguntar por sus alforjas, por su contenido. Estoy seguro de que le habían robado algo.
—«Padre me ha revelado su Gran Secreto… He de poner el último de los legajos a salvo…» —continuó leyendo Roman. Sus ojos brillaban con intensidad.
Julián miró a su tío, seguro de lo que iba a decir.
—Estoy convencido de que realmente existe algo más. El maestro Hebert no lo ha negado y los hombres que nos persiguen trataban de buscar algo en mi casa. Creo que esa es la razón de que pretendieran cogernos aquel día en Haritzarre. —Señaló el papel—. Hay algo que Franz nos quiere decir con sus palabras. Tenemos que saber qué sucedió, qué le dio Gaspard antes de morir.
Roman asentía, sacudiendo la cabeza repetidamente, absorto en las palabras escritas.
—«Preguntad por el guardián de vuestro legado…» —musitó una vez más.