25

Desde aquel alto las vistas se extendían hacia el horizonte. El sol había alcanzado su cenit y comenzaba a descender despacio, vago de movimiento y fuerte e intenso de luz. El agobiante calor era aliviado por la brisa procedente del mar. Por lo que decían, los veranos se alargaban allí hasta bien entrado el otoño.

Ambos observaban la ciudad de Cádiz desde uno de los altos que la rodeaban. Desde allí podían contemplar maravillados cómo el paisaje relucía en todo su esplendor. La bahía comenzaba al fondo, en el lado oeste, y trazaba una irregular curva, alternando suaves playas con salientes rocosos por debajo de ellos hasta el lado opuesto, a su izquierda.

Y en el centro de la bahía, adentrada en el mar, brillaba la ciudad blanca, resplandeciente tras sus murallas, orgullosa y mágica bajo el sol, como extraída de un cuento. Desde allí, parecía vivir al margen de los horrores de la guerra, como si su realidad fuera otra, como si viviera dentro de una burbuja, en otro mundo.

Estaba rodeada por un intenso mar azul que destellaba por su movimiento constante bajo los rayos de luz. Junto a las murallas se extendía un bosque de palos, mástiles y baupreses, de los barcos fondeados en sus muelles.

La ciudad solo tenía un punto de unión con el continente, un estrecho y alargado arrecife de piedras y arena que discurría a lo largo de casi dos leguas hasta alcanzar la costa de la península. En el otro extremo del arrecife se encontraba la Isla de León, con el pueblo de San Fernando. Esa población era el frente de Cádiz y el punto de unión con la línea costera de la bahía. Ese encuentro estaba formado por unos inmensos terrenos fangosos de marismas y laberintos de caños.

Roman señaló hacia esa zona.

—Esas son las verdaderas murallas de Cádiz. Ese terreno —explicó— es el caño de Sancti Petri, que aísla la población de San Fernando y la separa del continente. —Roman recorrió con el dedo índice toda la línea costera que discurría bajo ellos.

Observó lo que su tío señalaba: aquel terreno rodeaba y aislaba el pueblecito amurallado de la Isla, y se extendía a lo largo de varias leguas hacia el interior, hacia ellos, acabando en las faldas de las colinas donde se encontraban.

—Y es por ahí por donde tendremos que pasar —añadió—. Nuestra única oportunidad de conseguirlo.

«Y una verdadera locura», pensó Julián.

Cádiz constituía el último reducto, el último suspiro de la España libre, y desde el comienzo de la guerra había acogido miles de refugiados procedentes de la zona ocupada. Sin embargo, la llegada del asedio francés había propiciado un cambio drástico en la situación, de manera que, para evitar la entrada discreta de espías franceses, se había desarrollado un control en la Audiencia Territorial. Esto exigía informes de identidades, largos procesos de acreditación y la obtención del permiso residencial. Desde la llegada de los franceses ante sus murallas, la entrada de la ciudad se había vuelto difícil, muy difícil.

La única manera «reconocida» para entrar era vía mar. Para ello había que pasar por el barco aduana fondeado en la bahía, junto al muelle. Pero los permisos eran difíciles de conseguir, se tardaba tiempo y se necesitaba dinero. Roman había asegurado que los tendrían una vez que consiguieran entrar. Por lo tanto habían tenido que buscar otras vías alternativas de carácter ilegal. Aquella era tierra de contrabandistas, y desde el inicio del asedio, muchos de ellos se habían pasado al tráfico ilegal de personas.

El día anterior habían descendido a un pueblecito costero que había al final de la bahía, al oeste, conocido como el Puerto de Santa María. Era terreno ocupado y allí habían conseguido contactar con un contrabandista que, según decían, poseía una barca con la que durante las noches de calma y exentas de luna, pasaba gente al puerto de Cádiz.

—El viaje y las cartas de residencia cuestan ochocientos reales —les había dicho el hombre. Era mucho dinero. Ante las quejas de ambos viajeros, el contrabandista había sido tajante y escueto—. Se lo dejaré claro, señores. Tengo una mujer y cinco hijos esperando en casa y cada vez que paso a alguien al otro lado me juego el pescuezo. Las autoridades se han puesto muy serias, casi todas las semanas las rondas de mar pillan a alguno que cruza la bahía ilegalmente. A todo aquel que se le trinque sin papeles en regla se le considera espía. Y no hace falta que les diga lo que significa eso.

—No necesitamos cartas de residencia, tenemos a alguien dentro que nos las consigue —había dicho Roman.

—Muy bien, en tal caso son quinientos reales. Les avisaré con tiempo. No les tendré esperando mucho, a lo sumo dos meses y salimos.

—¿Dos meses?

El hombre había soltado una risotada.

—¿Qué se piensan ustedes? Tengo a dos familias y tres diputados esperando para salir, y como ya les he dicho, hay que hacerlo en noches oscuras.

Dos meses era demasiado, no podían aguardar tanto y por eso habían desechado la idea de cruzar por mar. La única opción que habían contemplado entonces era cruzar por los caños de Sancti Petri, directamente por el frente. Y por esa razón aquel mediodía de finales de verano, Roman y Julián observaban desde los altos que asomaban al frente costero, dispuestos a cometer una estupidez.

—Cádiz y la Isla están rodeadas por los ejércitos franceses de Soult y Claude Víctor —le explicó Roman con los ojos entornados por el sol. Se había informado el día anterior en una tasca de un pueblo cercano, mientras Julián se aseguraba de alimentar a los caballos en unos establos desprovistos de mozos—. Sus tropas están atrincheradas a lo largo de toda esa línea —señaló la franja costera que formaba la bahía—, concretamente desde el Puerto de Santa María donde estuvimos ayer, pasando por los salientes de La Cabezuela y El Trocadero hasta estos altos donde nos encontramos, los altos de Chiclana.

Julián miró hacia abajo, hacia las pendientes de los montes donde se encontraban. Vio dos cinturones de fortificaciones y reductos que se extendían hacia el oeste uno frente al otro, el francés y el español. Y entre ellos dos, un terreno pantanoso de marismas de más de una legua de anchura.

—Y lo único aparte del mar que los separa de Cádiz y su población de la Isla es este laberinto pantanoso de canales y fangales. Esta tierra de nadie —añadió Roman—. A las tropas napoleónicas les resulta imposible atravesarlo porque los aliados están fuertemente atrincherados tras sus sólidas fortificaciones al otro lado. Un ataque por ahí sería suicida. Es una maravilla del terreno y un verdadero alivio para esta nación.

—Entonces —inquirió Julián para aclararse—, Francia se limita a mantener el asedio y a bombardear continuamente desde aquellos altos de allí.

—Desde los altos de La Cabezuela y El Trocadero —confirmó Roman—. Y desde las fortificaciones que rodean Sancti Petri.

—Y nuestra segunda opción es cruzar esas dos leguas de laberinto fangoso… —murmuró Julián con un suspiro de exasperación.

Roman se volvió hacia él y enseñó sus dientes tras el plumado mostacho en lo que parecía una mueca de complicidad.

—Esperaremos a que anochezca. Bajaremos por estos montes para escurrirnos entre las líneas francesas y nos adentraremos en el interior de la marisma. —Volvió a perder la mirada en el infinito horizonte—. Después, solo nos tocará rezar para que lleguemos antes del amanecer a las avanzadillas españolas del otro lado.

Julián se estremeció pese al calor que hacía.

—¿Y si amanece antes de que lleguemos?

—Como nos vean, nos curtirán a balazos, tanto los de un lado como los del otro. Cada uno nos dará por enemigo suyo.

Julián tragó saliva y observó el caño de Sancti Petri.

Todo se veía en calma, un silencio intranquilo gobernaba la extensión de canales y marismas. Solo se oían las olas romper contra las zonas rocosas y las gaviotas revolotear al son del viento. Se imaginó a los combatientes de un bando y otro esperando tras sus defensas, separados solo por varias leguas intransitables.

«Tierra de nadie», pensó.

Llevaban cinco horas vagando en la oscuridad por aquel laberinto de marismas. Pronto amanecería.

La noche respiraba tranquila, cubriendo la tierra con su mágica bóveda celeste. Apenas soplaba el viento. Avanzaban lentamente, con los fusiles en alto, formando suaves y tranquilas ondas en la negra agua que los cubría hasta la cintura. Caminaban descalzos, hundiéndose en el terreno fangoso y sintiendo cómo el salitre les hacía arder los pies.

El terreno no permitía relajaciones o despistes, de pronto cruzaban un ancho canal de más de veinte pasos donde el agua les cubría hasta el cuello, como se adentraban en estrechos caños rodeados de bancos de arena pantanosa.

Habían dejado los caballos en los establos más decentes que habían encontrado en territorio ocupado, pagando una pequeña fortuna de treinta reales al posadero y prometiéndole pagos extra a la vuelta. Julián se había resistido a separarse tanto tiempo de Lur, pero Roman le había hecho comprender que sería imposible entrar en la ciudad con dos monturas, y menos escabullirse entre las líneas enemigas como lo habían hecho: gateando bajo los muros franceses una vez que había anochecido, mientras oían cómo los vigías charlaban y reían sobre ellos.

Roman, que iba delante, se detuvo a beber un trago de agua junto a un banco de arena. Julián hizo lo propio y destapó la cantimplora, dejando que la frescura del agua aliviara la sequedad de su garganta. Mientras disfrutaba de otro trago, miró al cielo con preocupación; la noche aún era oscura y las estrellas brillaban ante la ausencia de la luna. Si les pillaban de día, perdidos en aquella tierra de nadie, no durarían mucho. Tras colgarse la cantimplora del macuto, escrutó el oscuro horizonte y distinguió centenares de puntitos de luz en el frente que pertenecían a las fortificaciones de la Isla. Les habían servido de guía durante la nocturna andadura. No sabría decir cuánto les quedaba. Media legua a lo sumo.

No se detuvieron demasiado y reanudaron la marcha.

Tal y como habían temido, pronto el negro de la noche empezó a tornarse en un azul oscuro. Julián se volvió para mirar los altos de Chiclana donde habían estado tumbados aquella mañana. Tras los muros franceses, las puntas de los pinares más altos empezaban a brillar rojizas.

—Falta poco para el amanecer —le espetó a su tío con un susurro en la voz—. Hay que darse prisa.

Aligeraron la marcha y avanzaron sin descanso durante varios minutos, hasta que algo los detuvo. Roman se quedó muy quieto, agachado tras un matorral. Julián hizo lo propio y aguzó el oído.

—¿Qué sucede?

—He oído algo…

Aguardaron a la espera de algún sonido extraño. Pero no volvieron a oír nada. La prisa les apremiaba; el cielo se aligeraba irremediablemente, y tras ellos, la rojiza línea de luz bajaba ya hasta las fortificaciones. Pronto les acabaría por iluminar.

Al levantarse, un balazo los detuvo. Seguido de otro que levantó la arena a escasos dos palmos de la cara de Julián.

Se tumbaron en el fango con las manos en la cabeza y el corazón en la boca. Entonces se oyó una voz cerca, a no más de treinta pasos.

—¿Quién vive?

Habían hablado en castellano y Julián, que al contrario que su tío no tenía acento, contestó desde su escondite en la arena:

—Somos españoles, estamos intentando buscar refugio en la ciudad.

Se hizo el silencio.

—¿Y cómo se les ocurre meterse por aquí?

Julián permaneció en silencio, tratando de hallar una respuesta creíble.

—¡No teníamos otra opción! —explicó finalmente alzando la voz—. ¡Debemos estar en las Cortes cuanto antes!

—¿Son diputados? —se oyó preguntar al otro.

—¡Sí! —respondió Julián con apremio; para entonces, sus figuras ya se adivinaban en la oscuridad cada vez más ligera—. ¡Venimos del norte, de las provincias vascongadas!

Hubo un silencio. Si les tomaban por diputados sería más fácil ganarse su confianza. Julián rezó para que acabaran cediendo cuanto antes.

—¡Vamos a salir!

Asomaron dos hombres armados con fusiles. Uno era mucho más joven que el otro, pero ambos compartían la misma nariz chata y los mismos ojos rasgados; parecían padre e hijo. Les apuntaban con las bayonetas caladas, desconfiados. El más desgastado era un hombre de mediana edad, con grandes patillas negras y la cara curtida y llena de arrugas. El joven, espigado y con la cara surcada de granos, parecía muy nervioso, apretando con fuerza la madera del fusil.

Julián y Roman se mostraron con las armas en alto. Tras escrutarlos con la mirada, el hombre dijo:

—Salgamos de aquí o nos curtirán a balazos.

—Pese a resistir a la ocupación, la vida en la Isla no tiene nada que ver con la de Cádiz —les explicaba Fermín Castro mientras los conducía a su casa.

Aunque aún no pudiera comparar, mientras cruzaban la población de la Isla de León, Julián pensó que a Fermín no le faltaría razón. Con el frente a escasos pasos de distancia, la población de San Fernando, en la Isla, estaba totalmente militarizada. Continuamente pasaban patrullas españolas y británicas por sus calles; estas últimas estaban allí porque habían decidido reforzar sus intereses políticos contra Francia, ayudando a la resistencia.

La pequeña población de San Fernando tenía la guerra en las mismas puertas de sus casas. Los franceses, al no alcanzar con sus cañones las murallas de Cádiz, se estaban ensañando con la Isla en un continuo bombardeo desde los altos de La Cabezuela y El Trocadero, y desde las fortificaciones del otro lado de las marismas. A pesar de ello, la inexpugnable línea de defensa que tenían los aliados frente a las marismas mantenía a los franceses a raya. A ello había que añadir la presencia de varios buques británicos fondeados junto a la Isla, que servían de apoyo cuando los bombardeos se ponían feos.

—Lo que ustedes acaban de hacer es una verdadera locura —continuaba diciéndoles el padre mientras su hijo Daniel caminaba junto a ellos en silencio y con el arma terciada al hombro—. Ya les digo, porque vienen por causas patrióticas a escribir esa Constitución, que si no, lo mismo les dejo en mitad de las marismas.

Fermín Castro era renegón, pero se le veía buen hombre. Una vez en la población de San Fernando, les había ofrecido un almuerzo en su casa. Y a ella se dirigían.

Antes de la guerra, había desarrollado su vida como salinero en las marismas del lugar. Como la mayoría de los hombres del pueblo, al iniciarse la contienda Fermín se había alistado en la Compañía de Escopeteros de las Salinas. Era una tropa irregular, que practicaba la guerrilla en las marismas y los caños de la zona. La tropa la formaban antiguos salineros y lugareños que habían dedicado su vida a aquella tierra y conocían los laberintos de caños y pantanales como las palmas de sus manos. Apoyaban a los regulares aliados haciendo incursiones furtivas de observación y cogiendo datos sobre las líneas enemigas. Guerreaban con avanzadillas francesas y habían hecho de guías en más de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo que ocasionalmente se producía en los caños. Aquella madrugada, padre e hijo habían hecho una de las habituales rondas para ver que todo continuaba en su sitio.

La familia poseía una choza a las afueras de San Fernando. Era una vivienda muy humilde, provista de tres habitáculos en torno a un patio en cuyo centro había una pequeña huerta de hortalizas.

—Les presento nuestra humilde morada, no es mucho, pero sirve para que vivamos con dignidad.

Se sentaron a una mesa en lo que parecía la estancia principal. Había una niña de pelo enmarañado jugando en el suelo, algo más allá. Fermín les presentó a su mujer, Dolores. No tendría más de treinta años, pero su cara estaba surcada por profundas arrugas. Sus rasgos mostraban los resquicios de una belleza hacía tiempo marchita.

—Dolores, cariño, trae ese guiso de garbanzos que sobró ayer. ¡Y un poco de vino! ¡Tenemos invitados!

Dolores trajo un puchero y varios cuencos. La comida no era muy abundante y el padre se excusó.

—Perdonen que no tengamos nada mejor, pero la situación es la que es. De vez en cuando traemos algo de los canales, peces o aves, pero no es nada fácil. Antes teníamos total libertad para la caza, ahora con los franceses ahí al lado, es harto complicado.

Se oyeron a lo lejos varios estallidos que hicieron retumbar la casa. Concretamente fueron tres, uno detrás de otro. Padre e hijo miraron hacia La Cabezuela.

—¡Esa no ha venido hacia aquí! —exclamó el hijo con excitación.

—Últimamente les veo obcecados con Cádiz —dijo Fermín mientras se rascaba una patilla—. Antes no llegaban a las murallas, pero me han dicho que la semana pasada hicieron blanco en la zona de San Juan de Dios. Aunque el objetivo habitual somos nosotros. —Señaló a una alfombrilla que había bajo ellos—. Debajo hay una trampilla a un cuartucho soterrado. Cuando las cosas se ponen feas bajamos ahí, abrazamos a la chiquilla y no salimos hasta que paran. La gente suele refugiarse en las iglesias parroquiales, aunque —añadió con cierta resignación en la voz—, supongo que no estaremos tan mal como en la península. Por las noticias que llegan aquello debe de ser un auténtico infierno.

—No le falta razón, don Fermín.

El padre continuó hablando sobre la situación del pueblo con la guerra en sus mismas puertas. Julián se fijó en Dolores, que recogía los cuencos vacíos. Había algo melancólico en su manera de moverse. Su mirada parecía cansada.

—Al menos servimos a la patria —decía Fermín—. Todo sea por la libertad de la nación y la salvación de nuestro querido rey, Fernando VII.

Ante las palabras del salinero, Julián prefirió guardar silencio. Pero su mujer no lo hizo y detuvo sus tareas.

—Hasta que un día te lleven por delante y nos quedemos solas —dijo. Su voz, pese a ser débil y estar cansada, se escuchó en toda la casa.

Fermín se encogió de hombros y miró a su mujer con gesto preocupado.

—Dios no lo quiera, cariño. Pero has de saber que si un día sucediera tal cosa os ayudarían, recibiríais la pensión.

—Eso habría que verlo —terció Dolores con enojo—. Mira la familia del difunto Ricardo… socorrida por la parroquia porque no tienen ni para comer…

Fermín guardó silencio y se quedó cabizbajo. Cuando su mujer abandonó la estancia poco después, habló con la boca pequeña.

—Aquí la verdad es que tampoco andamos demasiado bien. Casi toda la comida se la llevan el Ejército y la Real Armada. Pero ya verán —añadió con entusiasmo renovado—, Cádiz no tiene nada que ver. ¡Aquello es el Nuevo Mundo! Dicen que la nueva España, incluso. Pero yo digo que Cádiz ha sido así siempre, y ahora todas las fuerzas que le quedan a este marchito país se centran entre sus murallas. Además, los franceses no dominan nuestros mares y a los muelles de Cádiz siguen llegando productos del exterior. El comercio no para y la comida es abundante entre sus murallas.

Roman se recostó en la silla.

—Tenemos que ir a la ciudad —dijo—. Le agradeceríamos que nos ayudara a encontrar la Posada del Marinero Tuerto. Estaríamos dispuestos a ofrecerles quince reales.

—Las Cortes aún se celebran aquí, en el Teatro de San Fernando. Pero me da que con lo fea que se está poniendo la cosa, pronto se trasladarán a la ciudad.

—Entonces, ¿acepta?

Fermín hizo un gesto con la mano, como restando importancia al asunto.

—Mi hijo y yo disponemos de pasavante en regla para ir a la ciudad —explicó—, no tenemos que acudir al cuartel hasta mañana. Claro que aceptamos, todo por ayudar a unos diputados… aunque sería una desfachatez cobrarles, señores. Vienen a ayudar a la patria. Eso sí que no lo acepto.

Aquella misma tarde Fermín los condujo a lo largo del arrecife, un istmo de casi dos leguas de longitud que los llevaría a la ciudad, y a cuyos lados se extendían playas de arena y piedra. Mientras lo recorrían, dejando a un lado el Atlántico y al otro la bahía, una suave brisa acariciaba sus rostros con amabilidad.

Al final del istmo, se enfrentaron a la colosal Puerta de Tierra. La única entrada a Cádiz, un enorme baluarte guarnecido con ciento cincuenta bocas de fuego.

Julián se quedó cautivado ante los imponentes muros. De sus atalayas asomaban vigías con las armas a la espalda. De sus huecos emanaban los cañones que, en amenaza silenciosa e inquietante, apuntaban sobre sus cabezas hacia el frente francés.

Tras cruzar por una de las enormes puertas custodiadas por guardias fuertemente armados, las calles de Cádiz se presentaron ante ellos.

Julián se detuvo y contempló aquello maravillado. Jamás había visto algo así.

Las edificaciones eran blancas y exóticas, con amplios balcones y regaderas y plantas colgando de ellos. Muchas estaban coronadas por cúpulas y torres de color dorado que refulgían bajo el intenso sol. Las gentes eran morenas y vestían ropajes claros y ligeros; hablaban con un acento hermético desconocido para él y, a diferencia de lo que sucedía en Vitoria y en la península, allí se movían con tranquilidad, deslizándose por el empedrado con asombrosa parsimonia, saludando y sonriendo por doquier.

Fermín afirmó que Cádiz era la ciudad más antigua de Occidente. Dijo que fue fundada tres mil años antes por los fenicios, bajo el nombre de Gades; y desde entonces griegos, romanos, árabes y cristianos la habían poblado.

—Pero como pueden ver ustedes —dijo—, desde que Colón descubrió el Nuevo Mundo, Cádiz parece pertenecer más a él que al podrido país al que apenas se une.

Julián afirmó entusiasmado.

Se adentraron en una de las calles contiguas a la Puerta. Pasaron bajo varias lonas marinas y velas de barco que la cubrían tendidas de los pisos superiores. Julián dedujo que las habían puesto para protegerse de la luz solar, porque la dejaba filtrar parcialmente haciendo del espacio interior un lugar muy agradable y fresco. Una suave brisilla, dulce y sosegada, entraba desde el fondo de la calle ondulando las lonas y acariciándoles la cara y los ropajes. A Julián le pareció una sensación muy placentera y tranquilizante.

—Es la brisa del mar que se cuela entre las calles —comentó Fermín con una sonrisa. Julián se sentía sumamente agradecido, acostumbrado como estaba a vientos glaciares en invierno o días calurosos de verano, en los que el viento no hacía acto de presencia.

Disfrutó del paseo respirando aquella atmósfera sosegada, casi mágica. Bajo la lona y los balcones repletos de plantas, helechos, macetas y geranios pasaron por multitud de comercios que exhibían sus mercancías. El agua caía fresca de uno de los balconcitos mojando el empedrado junto a ellos y Julián miró hacia arriba; una mujer regaba unos geranios y se disculpó con una sonrisa y un acento cerrado.

Pasaron por una pequeña fonda con un par de mesas dispuestas en la entrada donde un pequeño grupo tomaba algo que parecía limonada fresca. Varios niños correteaban y jugaban sobre el empedrado. Había mujeres, junto a los portales, charlando animadamente y compartiendo risas y cotilleos. Algunas de ellas, las más jóvenes, se giraron con simpatía para mirar a los forasteros con disimulo insinuado y una pícara y alegre sonrisa.

Aquel lugar desprendía un olor característico que aumentaba por momentos. Era un ambiente húmedo. Julián también creía haberlo apreciado en el pueblecito de la Isla.

—¿Qué es ese olor? —preguntó a Fermín. Este torció el gesto en señal de extrañeza, no parecía captar ningún olor especial. Roman se adelantó:

—Es el olor del mar —dijo.

Fermín sacudió la cabeza.

—Cierto —afirmó, y señaló hacia el frente—. Nos estamos acercando a las murallas que dan a la bahía.

La calle desembocó frente a ella. Julián corrió hacia el borde de las murallas y se asomó por los muros de piedra. Bajo un intenso cielo azul, sin apenas nubes, el mar brillaba resplandeciente.

La bahía estaba tranquila. Solo se oía el sonido de la brisa haciendo ondear la bandera en un mástil cercano y el somnoliento golpear de las olas sobre las murallas y las rocas de abajo. A poca distancia los barcos se mecían suavemente, crujiendo sus cascos de madera. Julián se quedó un largo rato disfrutando de aquellas vistas, hasta que Roman y el escopetero le reclamaron para continuar.

Siguieron por el paseo que discurría por las murallas.

Había mucho revuelo de gaviotas volando sobre ellos, graznando y posándose sobre las palmeras y las edificaciones pesqueras. La gente paseaba tranquila, hombres con finos sombreros de bejuco blanco, con las manos juntas atrás y la mirada perdida en el mar; mujeres burguesas con vestidos de tonos claros y abanico bajo el brazo, acompañadas de algún caballero vestido a la inglesa, con su cadena de reloj colgando del bolsillo del chaleco, medias de seda y zapatos con hebillas de plata; niños de los barrios pesqueros jugando al aro, militares, clérigos…

Pasaron junto a baluartes con sus cañones apuntando al otro lado de la bahía y miembros de la Guardia Valona rondando junto a sus garitas con las bayonetas caladas en el fusil. Algunos dejaron por un momento sus quehaceres oficiales, y fusil al hombro se asomaron al mar por una de las troneras mirando cómo picaban y coleaban en el aire peces atraídos por las cañas de algunos pescadores del lugar.

Pronto alcanzaron una zona más bulliciosa. Eran los muelles. Al parecer, acababan de fondear un par de barcos mercantiles y había descargas de mercancías por marineros de pieles curtidas y mirada cansada tras los largos días en el océano. Julián vio pasar por delante cajas repletas de frutas de todos los colores y especias que desprendían fragancias desconocidas para él. Vio pasar jaulas con animales exóticos, desde monos y chimpancés hasta canarios y aves de colores llamativos que no sabía reconocer.

De pronto, se vieron rodeados de muchísima gente envuelta en sus quehaceres diarios. Se oían voces y acentos de infinidad de lugares de la península, ultramar y el extranjero. Había comerciantes voceando sus mercancías tras sus puestos, criados haciendo las compras diarias para sus señores, jóvenes gaditanas con la cesta de la compra mirando con atención algún puesto de frutas mientras desocupados y forasteros las observaban con poco disimulo. Julián se fijó en unos frutos rojos que se amontonaban en una cajita de un puesto. Brillaban con intensidad porque desprendían gotas de agua, sintió cómo la boca se le humedecía imaginando su dulce sabor fresco.

Fermín se detuvo ante ellos.

—Hasta aquí les acompaño, señores —les dijo entre la multitud—. El sol se pondrá pronto y la próxima madrugada tenemos otra incursión. —Les señaló hacia una calle que se abría a la bahía un poco más allá, junto a un puesto de pescado—. Creo recordar que la posada que buscan se encuentra en la plaza San Antonio. Para ello han de tomar esa callejuela y enseguida desembocarán en la calle Ancha que les llevará directos a la plaza. Pregunten allí.

Roman le estrechó la mano con efusividad.

—Ha sido usted muy amable, don Fermín.

El hombre restó importancia al asunto mediante un gesto con la mano.

—¡Por el amor de Dios! No ha supuesto nada, don Roman —se irguió e hinchó el pecho—. ¡Todo sea por la patria, las Cortes y el rey Fernando!

Se despidieron de Fermín y se dirigieron hacia donde les había indicado.

Mientras se alejaban de los muelles, Julián pensó en el salinero y su familia, y sintió cierta lástima y admiración a la vez. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de que al día siguiente Fermín y su hijo pudieran perecer en los caños de Sancti Petri. ¿Qué sería de Dolores y su pequeña hija? ¿Quién se haría cargo de la familia, quién los mantendría? ¿El Gobierno? ¿Fernando VII desde su palacete en Francia?

Mientras se adentraban en las calles de Cádiz, Julián pensó que el mundo tendría menos sentido si no fuera por personas como Fermín; individuos fieles y honrados, con principios. Aunque estos últimos residieran en un espejismo.

La Posada del Marinero Tuerto daba a la plaza San Antonio en uno de sus rincones. Cuando llegaron, el cielo se estaba tornando violeta y los faroles de la plaza empezaban a iluminarse. En unas mesas dispuestas en la entrada había varios forasteros leyendo los periódicos y conversando animadamente en inglés.

La planta inferior disponía de una recepción con un mostrador y unas escaleras que daban a las habitaciones, y una taberna repleta de gente en una sala lateral. Un hombre calvo con el ceño fruncido y patillas negras muy pobladas los observó entrar mientras se apoyaba con ambas manos en la tabla del mostrador. El delantal blanco atado a la cintura acentuaba su incipiente barriga.

—Buenas noches, caballeros —los saludó con indiferencia mientras miraba hacia el barullo de la taberna—. En qué puedo servirles.

—Soy Roman Giesler y este es Julián de Aldecoa. Venimos de parte de Stephen Hebert.

El rostro del posadero se contrajo y aquella vez los miró con más atención. Fue a decir algo pero un borracho que salía de la taberna los había oído y se acercó con un mareante olor a vino.

—¿Steephen Hebeeert? —exclamó mientras se tambaleaba empujando a Julián—. ¿El maeestro filósofo? ¿El de las tertulias?

—¡Fuera de aquí! —lo espetó con nerviosismo el posadero. El pobre hombre se amedrentó ante la imponente voz del dueño, y sin decir palabra alguna, se fue dando tumbos.

El posadero volvió a mirarlos con seriedad.

—Disponen de una habitación y dos jergones limpios —les dijo mientras les tendía unas llaves—. Segunda planta, tercera puerta a la izquierda. Todos los gastos están sufragados por su amigo. Pero antes de que suban —les señaló hacia una mesa de la taberna, su potente voz tornándose en un susurro—, ese hombre de ahí, el de la mesa más cercana, les dará lo que buscan… ya saben ustedes, las cartas de residencia.

Ambos asintieron y dejaron la recepción para adentrarse en la taberna, la cual estaba abarrotada.

El ambiente se volvió cargante por el denso olor a vino, tabaco y sudor. A pesar de ello, la estancia parecía bastante limpia, el suelo era de madera y no lo cubría la típica paja para esconder inmundicias. Había multitud de candiles colgando del techo. Un hombre tocaba la guitarra mientras una mujer bailaba y cantaba una copla satírica sobre la afición del rey José I a la bebida; la clientela, de pie junto a la barra o sentados en las mesas, aplaudía, reía y vitoreaba con entusiasmo.

Se acercaron a la mesa que el posadero les había indicado, en la parte más alejada. Estaba ocupada por un hombre de tez pálida y pelo rojizo que bebía de una jarra de cerveza mientras tarareaba la canción. No tenía aspecto de ser del sur. El caballero los miró con extrañeza cuando se detuvieron frente a él.

—Buenas noches, buen hombre —se adelantó Roman mientras se descubría quitándose el sombrero—, venimos del norte, ¿conoce usted al maestro Stephen Hebert?

El hombre abrió mucho los ojos al tiempo que se levantaba.

—¡Dios Santo! ¿Son ustedes? ¿Los Giesler?

Asintieron con la cabeza y ambos se presentaron, estrechándole la mano.

—Llevo dos semanas esperándoles —les informó el caballero con un marcado acento inglés—. Soy Horatio Watson, ayudante principal del maestro Hebert en su red del sur. Siéntense, por favor. —Llamó al camarero—. ¿Qué desean?

—Una jarra de cerveza —pidió Roman—, tengo la garganta seca.

—Que sean dos —añadió Julián.

Tras irse el camarero, el inglés se frotó las manos.

—Por fin han llegado —suspiró con emoción—. El maestro me comunicó que se habían carteado y que llegarían por estas fechas, pero ya saben ustedes, alguien tenía que estar presente para recibirles. En fin —continuó—, les informaré de la situación.

Mientras refrescaban las gargantas con las jarras de cerveza, el señor Watson les dijo que las Cortes se habían constituido un mes antes y ya se había dado inicio a las sesiones que debían dar pie a las leyes de una nueva nación, aunque ya desde bastante antes habían ido llegando diputados y refugiados de la península y del Nuevo Mundo, reuniéndose en cafés y tertulias para preparar los temas a tratar en las Cortes. El señor Watson les informó de que en aquellos días se estaban protagonizando arduos debates sobre la soberanía nacional, la libertad de imprenta, la igualdad entre españoles y colonos americanos, la organización de la regencia y la redacción de una constitución política. Desde que se iniciaron oficialmente las sesiones, los diputados se habían estado reuniendo diariamente en el teatro de la Isla de León, en San Fernando, como bien les había dicho el salinero Fermín Castro. Pero el inglés les informó de rumores que indicaban que ante los continuos bombardeos franceses sobre la Isla, la sede de las Cortes se pensaba trasladar a Cádiz.

—Las sesiones comienzan a las diez de la mañana —continuó el señor Watson—, la mayoría están abiertas al público, pero también las hay a puerta cerrada. Nuestros hombres llevan allí desde el principio, todos miembros del grupo liberal. Tras la horrible pérdida del maestro Giesler, Stephen ha cogido su testigo, organiza las reuniones clandestinas de la Orden y sufraga los gastos; pero al no ser de nacionalidad española, él no puede participar en las Cortes y lo supervisa todo desde los palcos abiertos al público.

—¿Quién es Stephen Hebert? —inquirió Julián. Llevaba tiempo deseando preguntarlo.

El señor Watson detuvo su discurso y lo miró con cara de sorpresa. Roman intervino entonces.

—Es un recién iniciado en todo esto.

Horatio había arqueado una ceja pero tras las palabras de Roman asintió con la cabeza al tiempo que componía una amplia sonrisa.

—Stephen es el maestro de las logias del sur —le explicó con cortesía—, él lleva las reuniones en esta zona.

—¿Logias? —preguntó Julián.

—Aún desconoce el funcionamiento —aclaró Roman.

El inglés seguía asintiendo con la frente arrugada.

—Ah… —murmuró con cierta extrañeza—. No hay problema, la Orden se reúne casi diariamente para preparar el papel de nuestros miembros en las Cortes; por lo tanto pronto lo sabrá todo… De todas formas —añadió—, me extraña que siendo el hijo de Franz Giesler desconociera todo esto, señorito de Aldecoa.

Julián se encogió de hombros.

—Dígaselo a mi padre, o a mi abuelo —dijo.

—Ojalá pudiera ser… —respondió Horatio, y se santiguó—. Que ambos descansen en paz.

El jaleo de la gente se volvió ensordecedor y los interrumpió. Miraron hacia los artistas que parecían estar en el clímax de su actuación. La mujer, a la cual no veían bien por la clientela que la contemplaba en pie, pese a lo abrupto de su letra, cantaba con una voz realmente encantadora:

Anoche el Pepe Botellas, anoche se emborrachó, y le decía su hermano: borracho, tunante, perdido ladrón.

La multitud acompañaba el ritmo con golpes sobre la mesa, la cantante fue a terminar:

Con las balas que tira el mariscal Sul, ¡hace la gaditana mantilla de tul!

La taberna estalló en un mar de aplausos, vítores y risas.

—¡Menuda algarabía se ha montado! —comentó Horatio cuando todo se hubo relajado un buen rato después—. Esa mujer de ahí es un verdadero encanto, actúa los martes y vuelve locos a todos los hombres. Fíjense, señores, un verdadero tormento de mujer, de las que escandalizan.

Julián tuvo la oportunidad de observarla cuando la clientela se volvió a sentar. La joven conversaba animadamente con varios hombres en la barra de la taberna. Era morena, de tez tostada y cabello recogido en un moño. Lucía una sonrisa de blancos dientes en unos labios anchos y carnosos y parecía tenerlos encantados. Cuando no se reía abiertamente, sonreía con cortesía o se fijaba en sus acompañantes con una mirada pícara y descarada.

Julián sintió cómo el corazón se le aceleraba cuando ella concluyó la conversación, paseó la mirada por el local y clavó los ojos en los suyos. Su mirada era sensual, arrebatadora y tuvo que apartar el contacto visual, completamente turbado. A pesar de ello, volvió a alzar la mirada y pudo ver cómo ella se acercaba a ellos, moviendo descaradamente las caderas, mientras todos a su alrededor se giraban embobados.

Se fijó en su vestido rojo, muy escotado y ceñido a unas sensuales curvas que quitaban el hipo a cualquier mortal.

Cuando alcanzó su mesa, volvió a mirar a Julián con una ligera sonrisa que delataba cierta provocación. Todos se quedaron callados y contemplaron cómo ella se mordía el labio inferior y se dirigía al señor Watson mientras se apoyaba sobre la mesa con los codos inclinándose ligeramente hacia delante, apreciándose, sutilmente, la curvatura pronunciada de sus pechos.

—¿Quiénes son sus acompañantes, señor Watson? —musitó con una arrebatadora sensualidad en la voz—. Aún no me los ha presentado.

El inglés se atragantó con la cerveza antes de responder y presentarlos. Roman besó su mano mientras Horatio la presentaba.

—La señorita Seoane, conocida por su nombre artístico como la Oceánica por su misterioso origen de ultramar, el cual nadie en Cádiz conoce —dijo con una exagerada admiración—. Más bien la trataría de sirena, señorita, si usted me lo permite.

La señorita Seoane dio una palmadita cariñosa en el encantado rostro de Horatio.

—Llámenme Diana —dijo al tiempo que se dirigía a Julián y le tendía la mano para que el joven se la besase. Este lo hizo con la mayor sutileza de la que fue capaz, intentando dominar el nerviosismo que le había provocado la mujer. Cuando lo hizo, ella le clavó sus enormes ojos al tiempo que volvía a morderse el labio inferior—. Supongo que nos volveremos a ver por aquí…

—Por supuesto… —musitó Julián totalmente embelesado. Ni siquiera pensó en lo que decía.

Diana se volvió y se alejó con un sensual movimiento de caderas que atrajo la mirada de todos.

—Vaya, vaya —dijo el señor Watson poco después—. Menuda suerte la suya, Julián. Lo que daría yo por una mirada así…

Este apenas oyó las palabras del inglés. Tenía aturdidos los sentidos, como si la cerveza se le hubiera subido a la cabeza.

—Pues ya se lo pueden agradecer al señor Hebert —parecía estar diciendo el señor Watson poco después—. Desde que comenzó la guerra, la ciudad tiene el doble de habitantes y es harto difícil encontrar una cama donde dormir. Cada vez llegan más forasteros y refugiados, en su mayoría gente caída en la miseria, arruinada, patriotas que se niegan a vivir bajo el dominio francés y funcionarios del Antiguo Régimen que se han quedado sin trabajo en el nuevo gobierno intruso. La escasez de vivienda es tremenda, las posadas y pensiones están repletas y las pocas habitaciones de viviendas son alquiladas por no menos de veinticinco reales al día…

El señor Watson continuó informándoles sobre la situación en la ciudad hasta bien entrada la noche. Tras cenar una sopa de verduras con abundante pan moreno y más cerveza, se despidieron de él y subieron a la habitación. A pesar de la larga jornada, Julián no se sentía cansado y se tomó un momento para acceder a la torre vigía que había en lo alto del edificio. Horatio les había contado que muchas construcciones, la mayoría casas de comercio, disponían de torres y terrazas en lo alto para dirigir mediante señas las llegadas de los barcos mercantiles.

Arriba la brisilla soplaba con más fuerza, aunque sin dejar de ser suave como la seda. Tomó asiento en el borde de la terraza.

Observó la cara nocturna de aquella ciudad, sus colores blancos y puros convertidos en tenues violetas, sus luces encendidas, sus farolas en las calles, los puntitos en el horizonte donde las líneas francesas daban tregua durante la noche. Contempló, desde las alturas, cómo las torres vigía y las terrazas encendían sus faroles para los barcos que llegaban durante la noche. Se dejó llevar por el sonido del mar que, oscuro como el cielo, inundaba la ciudad con el continuo rugir de las olas. Se dejó llevar por la agradable temperatura y su suave viento de poniente acariciándole con su embriagador soplido la frente y las mejillas.

La vida en aquella ciudad era próspera y tranquila. La gente mostraba una actitud despreocupada; desarrollaba su vida sin contratiempos, feliz, ajena a la realidad que se vivía tras sus murallas. Cádiz parecía irreal, alejada de todo lo conocido, como si su origen estuviera en un mundo lejano. Daba la sensación de que tuviera un pensamiento propio; solamente atada por aquel estrecho istmo, era como si intentara desprenderse de los horrores de la península y poner rumbo a un mundo de ultramar, al cual se sentía más perteneciente.

En aquel momento Julián sentía cierta embriaguez, como si estuviera flotando en un mar de desapasionada calma, ajeno a todo lo demás.

Tuvo la sensación de que aquello tenía que ser el porvenir de la nación, aquella vida. Cádiz era un símbolo del país que se estaba buscando, del país por el que se estaba luchando.

Al día siguiente, por fin, sabría si de verdad había posibilidades de hacer ese sueño realidad.