46
Clara aguardaba en la toldilla de la balandra, con las manos apoyadas en la barandilla, junto al palo mesana. Desde la altura de popa, observaba cómo los marineros se asomaban a la borda de cubierta y tiraban de los cabos para subir a los dos liberados.
Sus ojos permanecieron fijos en aquel punto, expectantes, aguardando el momento en que la cabeza de su amado, la tan ansiada imagen, asomara por la borda. Las emociones se le agolpaban caóticas, revoloteando en su interior, pinchándola e inquietándola. Expectación, nerviosismo, alegría, temor… Tanto revuelo y confusión tenía una consecuencia sencilla en ella: el corazón retumbando, cada vez más fuerte, y las manos blancas apretadas en torno a la barandilla de madera. Todo mientras sus ojos se agrandaban esperando a que Julián apareciera.
Y entonces lo hizo.
Los marinos le ayudaron a subir a cubierta. Tras él apareció Pascual y los dos hombres que habían ido a rescatarlos. Julián aún no la había visto; nada más aparecer cruzó varias palabras con el guardiamarina y este le señaló al capitán Patanegra. Clara no podía verlos con claridad ya que la cubierta estaba sumida en la oscuridad para que no se hiciera demasiado visible desde la isla. Sí pudo apreciar cómo Julián y el corsario parecían enzarzarse en una ardua discusión. Uno negaba con la cabeza mientras el otro alzaba la voz.
—¡… no podemos dejarlos ahí!
—… lo siento, no volveré a arriesgar a mis hombres…
La discusión se demoró ante la resistencia tenaz de Julián, que parecía muy indignado. Clara contemplaba todo eso y se percató de que estaba arañando la madera con las uñas y las astillas le empezaban a hacer sangre. Tras unas duras palabras y gritos de ofensa, el capitán dejó a Julián cabizbajo y abatido, y comenzó a lanzar órdenes por la cubierta para desplegar lonas y salir de allí cuanto antes. Se armó alboroto entre los marineros, que corrían de un lado para otro, tiraban de cabos y subían a liberar las velas de los palos.
Clara sintió de nuevo acelerarse su corazón cuando Julián se dio la vuelta entristecido tras la discusión con el capitán. De pronto, pensó en su prominente barriga y la invadió un temor incontrolable.
Intentó mantener la compostura y adquirir una pose erguida, de dama o princesa, con el mentón alzado, sobre la barandilla de la balandra. Esta disimulaba su embarazo, pero cuando Julián subiera se daría cuenta de todo.
El joven cruzó la cubierta y entonces, por primera vez, pudo verlo con nitidez a la tenue luz del farol que colgaba del alcázar. Se llevó la mano a la boca, aterrada. Julián se encontraba en un estado lamentable, casi cadavérico. Sus ojos aparecían ensombrecidos y las mejillas se le hundían en el rostro y le marcaban los pómulos. Tenía una barba poblada y enmarañada, y vestía una camisa sucia y harapienta que le colgaba como un camisón. Los pantalones estaban hechos jirones e iba descalzo, con los pies negros. Su vigor y fiereza de antaño parecían haber desaparecido. Por un momento, Clara creyó no reconocerlo y se sintió terriblemente turbada. Las lágrimas empezaron a asomar a sus ojos. Le dolía mucho verlo en aquel estado.
Entonces, él alzó la vista y sus miradas se cruzaron.
Los hundidos ojos de Julián se iluminaron con intensidad, como un farol en la noche más cerrada, y se revelaron apasionados y salvajes, como antaño. Fue en aquel fugaz instante, cuando Clara lo reconoció.
Era él, la persona que amaba.
Las lágrimas acabaron asaltándola, imparables. Eran lágrimas de alegría, de emoción contenida. Olvidó toda pose seductora; olvidó su embarazo, la barandilla que lo escondía, y corrió escaleras abajo, hasta fundirse en un abrazo con él.
Antes de hacerlo, puedo ver cómo él tenía los ojos humedecidos de felicidad. La rodeó con unos brazos frágiles y delgados, pero Clara reconoció esa fuerza que tanto añoraba y que tan segura la hacía sentir. Se quedaría así, acurrucada en sus brazos, toda la vida.
Pronto la balandra dejó de existir y los murmullos de los marineros quedaron lejos; solo había calor y ternura, silencio y amor. Un momento tan ansiado, tan esperado, tan idealizado siempre corría el riesgo de no estar a la altura. Pero aquel lo estuvo, al menos durante el tiempo que duró el abrazo.
Cuando este se intensificó y la abultada barriga de Clara oprimió el vientre liso y duro de Julián, el lazo que los unía se soltó y los brazos de él aflojaron su presión. Ella despegó la cabeza de su pecho y la alzó para mirarle a los ojos. Estos pasaban del arrobo del amor a la confusión de la sorpresa. Julián se apartó ligeramente y descendió la mirada para confirmar lo que temía.
La curvatura de la barriga de Clara. Su embarazo.
Se quedó muy quieto, contemplando lo que ella no podía esconder. Clara contuvo la respiración, esperando una reacción. Sentía que se ahogaba.
Julián no emitió sonido alguno, tampoco preguntó ni pidió explicaciones. Su rostro afilado y barbudo no reveló a simple vista gran reacción. Pero Clara pudo ver cómo sus ojos se volvían a hundir, perdiendo la intensidad y el brillo que había visto renacer en ellos poco antes.
Transcurrían las horas con una lentitud exasperante y continuaba sin tener noticias suyas. Clara estaba en su camarote, dando vueltas, caminando de un extremo a otro del estrecho habitáculo. Empezaba a hartarse de aquel desesperante y continuo vaivén; en la ida apenas le había molestado, pero en aquel momento suponía una tortura.
Las cuadernas crujían, el suelo se movía, los candiles colgaban y su luz jamás estaba quieta. No podía dejar un vaso sobre la mesa porque acabaría por derramarse su contenido. No podía mantener la vista fija en un punto, porque las sombras oscilaban y la ponían más nerviosa. Por suerte, las arcadas y los mareos de los primeros meses de embarazo hacía tiempo que habían desaparecido, de lo contrario, aquella travesía habría sido un auténtico infierno.
El barco estaba de vuelta, rumbo a las costas españolas de la península. El capitán Patanegra había dicho que llegarían al día siguiente cerca del mediodía.
Los dos amigos rescatados se habían retirado a otro de los camarotes para descansar y recuperar fuerzas. En otra situación, Clara habría acompañado a Julián en su descanso. Lo estaba deseando, ella quería volver con él. Pero no se atrevía.
¿Qué habría pasado por su cabeza al descubrir su estado? ¿Qué estaría pensando en aquel preciso momento? ¿Y si pensaba abandonarla? ¿Y si no estaba dispuesto a compartir la vida juntos con un hijo que no fuera suyo?
Las preguntas y los temores se amontonaban en su cabeza, torturándola con agudas punzadas que no podía obviar. Pese a su impaciencia, comprendía que Julián necesitaría un tiempo para asimilarlo. Y ella debía dejarle respirar para que asumiera la nueva realidad. Temía que si se mostraba demasiado insistente, acabaría abocando su relación al desastre. Si no lo había hecho ya.
Angustiada, no podía evitar sentirse embargada por un terror atroz. No contemplaba un mundo sin él, no después de todo lo que había pasado, después del infierno de su matrimonio con el general francés, después de su paliza, después de huir y de luchar todo lo que había luchado por volver junto a su verdadero amor. No podía perderlo.
Intentó tranquilizarse pensando en que ella misma también había odiado al bebé y a todo lo que tenía que ver con él, pero con los meses aquel oscuro sentimiento se había esfumado y en aquel momento amaba a la vida que se desarrollaba en su vientre. Esperaba que a Julián le sucediera lo mismo y con el tiempo lo acabara aceptando.
Hubiera deseado tener a Simón consigo para que la tranquilizase, pero se había quedado en tierra, cuidando de Teresa y Miriam y de todo lo que habían dejado allí. Ella debiera de haber hecho lo mismo, más en el estado avanzado en que se encontraba su embarazo, pero se había negado con rotundidad.
Asfixiada por las dudas y los temores, decidió salir del camarote y cruzar el pasillo. Subió a cubierta en busca de aire y con la remota esperanza de encontrar allí a Julián.
El barco navegaba por las tranquilas aguas. Uno de los grumetes más jóvenes paseaba por cubierta en su turno de guardia. Aparte de él y el timonel, no se veía a nadie más. El cielo se estaba tiñendo de un azul violáceo en el horizonte, revelando el amanecer cercano. Clara preguntó al timonel y este le dijo que tanto Julián como Pascual descansaban en sus camarotes y no habían salido durante toda la noche.
Suspiró, no sabía si por alivio o por desesperación.
Finalmente, regresó a su camarote y resolvió tumbarse en el jergón, más por descansar que con la esperanza de dormir. Sin embargo, su mente la protegió del dolor y recurrió a la mejor coraza que tenía, el sueño.
El alboroto despertó a Clara de un sueño profundo. Los sonidos se sucedían con pronunciado revuelo: pies descalzos que corrían por la cubierta, voces, órdenes y gritos de los marineros, graznidos de gaviotas revoloteando sobre el barco, ondear de banderas y velas.
Pronto alguien llamó a su puerta y ella se levantó con brío, recomponiéndose de inmediato y airada.
—¡Adelante!
El segundo de a bordo asomó por la puerta. Clara respiró, no se trataba de Julián.
—Enseguida llegamos, señorita. Prepárese. —El marino posó una taza de café sobre la mesita del camarote.
Clara le dio las gracias y cuando se hubo quedado sola, la tomó de dos sorbos.
Debía prepararse para la llegada. Desembarcarían en un pueblecito pesquero que se escondía entre acantilados unas veinte leguas al sur de Barcelona. Allí no había guarnición francesa y según el plan, debían estar esperándoles Simón, Teresa y Miriam.
Seguía teniendo un nudo en el estómago, pero no era solo debido a su embarazo y su porvenir con Julián, aunque sí tenía que ver con él.
Desde el asalto que protagonizó a la cárcel de Madrid y la posterior emboscada a un pelotón imperial, Julián se había convertido en una leyenda. Había incendiado la cárcel, había liberado a más de ochenta presos, la mayoría guerrilleros, y según se decía había acabado él mismo a golpe de espada con ocho infantes franceses antes de que lo apresaran. Sus hazañas se habían propagado como la pólvora entre el pueblo, su figura se había mitificado por toda la nación, entre los sublevados, desfigurándose hasta el punto de que algunos creían que no era humano, que se trataba de un siervo enviado por Dios para liberarles del yugo invasor.
Cuando Clara comenzó a organizar su rescate, muchos hombres se le habían unido queriendo salvar al héroe sublevado para después poder servirle en una partida guerrillera capitaneada por él.
Las cosas habían cambiado para Julián. Había gente aguardando su vuelta, esperando de él a un líder que les condujera en busca de la libertad, luchando frente al invasor en la guerrilla. Temía que no estuviera preparado para semejante responsabilidad, pero ella no era capaz de hallar otra solución. Los héroes guerrilleros, que cada vez vencían más al francés por toda la nación, no podían negarse ante la responsabilidad que tenían de salvar al pueblo. No podían defraudar a toda esa gente que, escondida y aterrada en sus empobrecidas casas, aún albergaba esperanzas de que un día la guerra pudiera acabar gracias a la labor que ellos ejercían.
Julián debía saber eso y Clara tenía que explicárselo.
Cuando desembarcaron en el estrecho muelle del pueblo todo en él parecía estar tranquilo. La enmohecida pasarela de madera desembocaba en una placita donde en tiempos mejores debía de hacerse el mercado. Las casas se apartaban para apiñarse entre ellas, dejando un espacio ancho que podría albergar más de diez puestos. Pero, en aquel momento, como en casi todos los poblados de la nación, aparecía desierta.
Clara cruzó el muelle y vio a sus amigos esperando junto a la fuente que se alzaba en el centro de la plaza. Se fundió en un abrazo con ellos. Durante aquellos meses había cogido un inmenso cariño a Teresa y su hija. Ella era una mujer encantadora que la había ayudado durante su embarazo, cuidándola con el amor y la ternura de una madre. Su hija, a la que Clara quería con locura, era como un narciso en primavera, siempre alegre y feliz.
Miriam enseguida se liberó y echó a correr hacia el muelle. Por él venía Pascual, tan delgado como Julián, pero sin que a él se le notara tanto porque siempre había tenido esa constitución. Cuando vio a su hija correr hacia él, gritó de alegría y la abrazó con intensidad. Teresa había ido tras ella y se unió al encuentro. Pascual las comía a besos, loco de felicidad.
Clara se había emocionado al ver el amor que desprendía la familia y deseó con todas sus fuerzas poder gozar en su vida con algún momento así. De pronto, la invadió una profunda desesperanza; para conseguir eso, primero Julián había de aceptarla y amarla, y después debían terminar con aquella guerra, saliendo indemnes de ella. Sintió cómo Simón, que se había quedado junto a ella sujetando del ronzal a un Lur impaciente, le acariciaba la creciente barriga con ternura. Su tío siempre estaría ahí, acompañándola en los momentos en los que se sentía sola.
—¿Cómo ha ido, querida? —le preguntó.
Clara desvió la mirada hacia el muelle, esperando ver a Julián. Lanzó un suspiro de apatía.
—No muy bien… —musitó—. No sé cómo se lo ha tomado.
Simón asintió con la cabeza.
—Dale su tiempo —la tranquilizó—. ¿Sabe todo el resto? —añadió señalando hacia la boca de la plaza. Clara miró hacia allí y vio media docena de hombres aguardando de pie junto a sus monturas. Los conocía a todos. Iban armados con rifles, escopetas, navajas y sables adquiridos al francés en emboscadas. La mayoría portaba un pañuelo coloreado anudado a la cabeza que caía por su espalda con aire negligé, otros se protegían con sombreros redondos de fieltro de color pardo o gris. Iban con chaquetillas oscuras y fajas anchas de terciopelo, calzones cortos y polainas para protegerse de las nevadas y los caminos embarrados.
Los estaban esperando.
Clara negó con la cabeza.
—Aún no se lo he contado.
Julián acabó cruzando la estrecha pasarela que unía el barco con el muelle. Su aspecto había cambiado un tanto. Vestía ropas nuevas que no le quedaban tan holgadas y se había afeitado. Lo cual le dotaba de un aspecto más pulcro, pero, contrariamente, acentuaba aún más la delgadez de su rostro. Llevaba un macuto pequeño, donde habría guardado sus escasas pertenencias. Sus ojos no se cruzaron con los de Clara y se centraron en Miriam y Teresa. Tras los recibimientos, las sonrisas y los abrazos, Simón soltó a Lur del ronzal y dejó que se acercase a su dueño.
Todos dejaron un momento de intimidad para que compartieran ambos amigos. Julián acarició el lomo y el hocico de su montura, lo rodeó con los brazos y le susurró palabras al oído. Clara vio amor y ternura en sus gestos y en su sonrisa y deseó recuperar eso, lo quería para ella. Tras un largo momento en que les dejaron a solas, Julián se acercó a ellos.
Estrechó la mano a Simón y con ciertas dudas en sus movimientos renqueantes, saludó a Clara con un leve gesto de cabeza, como si fuera una desconocida. Ella apenas pudo mantener la compostura para no estallar en lágrimas y huir de allí. Después, los ojos de Julián se quedaron fijos en ella durante un instante, revelando cierta confusión. Pero inmediatamente se desviaron hacia los hombres que aguardaban al final de la plaza.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Simón miró a Clara y al ver que esta no reaccionaba tomó las riendas de la situación.
—Hay varias cosas que has de saber… —comenzó.
—Nos dijeron que te habían llevado a Cabrera… —La voz de Clara se alzó sobre la de su tío. Había dolor contenido en su expresión—. Necesitábamos buscar ayuda para sacarte de allí y acabé encontrando a un corsario que nos podía llevar. Mientras buscaba tripulación en Cádiz, empezaron a correr rumores de que seguías vivo y que estabas preso en esa isla. La gente había oído hablar de ti, de lo que hiciste en Madrid.
—No me enorgullezco de eso —cortó Julián.
—Pero la gente sí —le contestó Clara, tajante—. Cuando se supo que contratábamos tripulación para poder rescatarte muchos se nos unieron. —La joven miró a los hombres armados que los aguardaban—. Muchos lo han perdido todo y solo quieren matar franceses. Otros dejaron las casas para unirse a la lucha, también hay quienes vinieron con sus familias, sus mujeres e hijos porque no tenían dónde vivir. Todos ellos acudieron a mí atraídos por tu nombre.
—¿Por mi nombre? —había cierto enojo en la voz de Julián.
—Quieren que lideres una partida, Julián —le dijo ella. La sorpresa tensó el rostro curtido y delgado del joven—. Son veinte, treinta contando a las familias, y me han seguido a mí durante tu ausencia. Mientras esperábamos a embarcar y ante mi inexperiencia, decidí unir nuestras fuerzas a una partida mayor. La del viejo Rodrigo de Urturi. Su partida cuenta con más de treinta hombres y opera al sur de nuestras tierras vascas cortando convoyes, correos y realizando emboscadas cerca del Camino Real por la zona de La Puebla. Tienen su guarida en lugar seguro, en una zona pastoril entre los reinos de Álava y Navarra. Desde allí inician y organizan todas sus incursiones. Es como un poblado. Pero… —Clara tomó aire, ya todo estaba dicho— tus hombres te seguirán a ti, no a Rodrigo de Urturi.
Julián tenía un surco de incomprensión que atravesaba su tostada frente.
—¿Por qué han de seguirme? ¿Qué demonios he hecho yo para que eso sea así?
Clara se encogió de hombros y suspiró.
—Esos hombres servirán bajo tus órdenes y harán lo que les digas. Te seguirán hasta la muerte si es preciso.
—Yo no quiero llevar a nadie hasta la muerte. Ya ha habido suficiente en mi vida.
Clara respiró hondo, sabía que no iba a ser fácil. Ablandó su voz e intentó que Julián la comprendiera.
—Julián… —murmuró con delicadeza—. Las cosas han cambiado desde que te fuiste… no solo para ti, para todos. Esos hombres y toda la nación albergan la esperanza de que esto pueda terminar gracias a la labor de la guerrilla y del ejército aliado en el frente portugués. —Se acercó un tanto a él y se centró en sus ojos, Julián pareció turbarse—. Estamos más cerca de conseguirlo… Los franceses son cada vez más débiles, solo hay que arrimar el hombro y luchar por la causa.
El rostro de él se mostraba duro como una roca.
—Esta guerra no tiene sentido —dijo—. Matar franceses, matar guerrilleros… ¿Por qué?
—Porque de alguna manera hay que terminar algo que carece de sentido —intervino Simón.
Julián se volvió a él sorprendido, como si se hubiera olvidado de su presencia y sus palabras hubieran resquebrajado algo en su firmeza.
—La gente quiere volver a vivir —insistió Clara con la esperanza de convencerlo—. Las mujeres quieren que sus maridos e hijos vuelvan a casa. El pueblo quiere volver a sentirse libre, quiere volver a crecer y seguir con sus vidas y sus sueños. —Clara se acercó aún más y abrió los ojos queriendo gritar con ellos: «Como nosotros, Julián. ¡Como nosotros!».
—Y la esperanza de poder hacerlo reside en individuos como tú —añadió Simón—. Sé que no lo has elegido, Julián, pero creo que el destino así lo ha decidido. Hay que terminar con esta guerra.
—Solo así podremos seguir con nuestro camino… —terminó murmurando Clara.
El rostro de Julián se contrajo. Algo en su dureza parecía estar tambaleándose; tenía los puños apretados y la mirada desviada hacia algún punto de la nada, absorto en sus propios pensamientos. Permaneció así durante unos instantes que se demoraron en la eternidad, como si todo se hubiera detenido para él y solo existiera su propio mundo interior, donde se intuía una lucha encarnizada entre dos bandos opuestos por naturaleza. De pronto su rostro se ablandó.
—De acuerdo.
Sus ojos volvieron y miraron a Clara.