49
Desde el incidente con el Buitre la tensión entre los hombres había disminuido. Los más afines al exiliado ya no se mostraban tan rebeldes y acataban las órdenes sin protestar. La partida parecía unirse poco a poco, reduciendo las diferencias que existían entre hombres de principios muy dispares.
Julián sabía que, entre los treinta y cuatro hombres que lo acompañaban, había algunos con dudosos antecedentes. Eran contrabandistas, desertores, bandidos y salteadores de caminos, que, echándose al monte, habían podido dar rienda suelta a su espíritu delictivo. De esa manera, se camuflaban entre labradores, artesanos, herreros, armeros, soldados veteranos, clérigos e incluso estudiantes, cuyas razones para guerrear presentaban principios más honorables.
Aunque continuara habiendo ciertas desavenencias entre unos y otros, Julián quería ver la guerrilla como un instrumento para reconducir el comportamiento de esos hombres. Además, él creía haberse ganado el respeto, y eso era lo que se necesitaba para mantener al grupo unido, alguien en quien confiaran.
Después de cargar con los víveres suficientes en el pueblo de Tarmanda, habían recorrido durante dos semanas los márgenes de los caminos principales, esperando encontrar convoyes o columnas imperiales a los que pudieran emboscar con garantías de éxito, pero sin demasiada suerte. Aquel día de principios de primavera volvían a la guarida, mientras a su alrededor las nieves terminaban de derretirse y los pastos comenzaban a florecer.
Desde su llegada de Cabrera, Julián aún no había visto el pequeño poblado de la guerrilla y había dormido en campamentos improvisados, inmerso en la vida nómada de la partida. Pese a que se había acostumbrado a dormir bajo el cielo raso sobre suelos húmedos y duros, echaba de menos un jergón mullido y un techo bajo el que guarecerse.
Pensaba tomarse varios días de descanso y cuando las cosas estuvieran asentadas en el campamento, se ausentaría varios días para viajar al monasterio donde se recluía la orden clerical del hermano Agustín, «el guardián de vuestro legado», como decía Franz en su carta.
Calculaba que desde allí habría medio día a caballo, pero no estaba seguro porque jamás había estado en el monasterio. Aunque por las indicaciones que había recibido el día en que llegaron a la casa torre tres años antes, creía saber dónde se encontraba: cinco leguas al norte del valle de Haritzarre, siguiendo una estrecha senda que subía a los picos que lo rodeaban.
Al volver a la península, se había percatado de que apenas había pensado en aquello durante los meses de cautiverio en la isla. Apenas había pensado en la Orden, en los documentos, en el asesinato de su padre, en Le Duc, en Croix… Su mente se había alimentado de otros pensamientos, más livianos y luminosos, en forma de sueños viejos y atemporales. Los tormentos de la isla le habían ayudado a encontrar ese alivio.
El campamento de la guerrilla se escondía en una cuenca formada por montañas bajas en su perímetro y tapizada por verdes bosques y tierras pastoriles en su interior. En mitad de todo eso se abría un claro, y ahí se asentaba la guarida.
El sendero que recorrían salió de un robledal y enseguida pudieron verla.
Habían aprovechado un antiguo refugio de pastores para construir el campamento; aunque, en realidad, aquello parecía un fortín. Se acercaron por el camino embarrado, el cual se había ensanchado lo suficiente para que entrara una carreta. Cruzaron un pequeño foso que rodeaba el recinto, cuya tierra excavada se había amontonado al otro lado, formando un cerco alrededor del poblado. Aprovechando la altura que daba la tierra, se había reforzado con una pequeña empalizada de madera que alcanzaba la altura de un hombre.
Las puertas estaban abiertas, y cuando las cruzaron, las familias acudieron a recibir a los fatigados guerrilleros. Muchos hombres desmontaron de sus caballos, sucios y mugrientos, para fundirse en abrazos con sus mujeres e hijos. Otros, los que no tenían a nadie esperando, se limitaron a descargar los enseres.
Julián observó el interior del campamento. Todo estaba embarrado por las pisadas de la gente y de los caballos. En el centro había un refugio de piedra que supuso que sería el original de los pastores. Alrededor, se habían aprovechado las buenas maderas del bosque que rodeaba el claro para construir media docena de edificaciones. Eran sencillas, con un apilamiento de piedras en la base para protegerlas de humedades y unos tejados construidos en madera y cubiertos por paja y helechos grandes. Al parecer habían construido chimeneas en sus interiores, porque emanaban varias columnas de humo de los huecos que se abrían en las cubiertas. También había cinco tiendas de campaña de lona robadas a los franceses. Aquellas y las casuchas debían de ser las viviendas de los guerrilleros. Por el bullicio que generaban hombres y mujeres cargados de macutos entrando en el refugio de piedra, Julián supuso que sería el almacén de los enseres y la munición. Adosadas a sus muros de piedra, distinguió varias bordas de uso común, como una cuadra, un retrete y una pequeña capilla.
Desmontó de Lur y se dispuso a conducirlo a la cuadra cuando vio acercarse a Teresa y Miriam. Pascual, que había entrado junto a Simón, bajó de su montura y dejó que sus dos joyas se abalanzaran sobre él para abrazarlas con fuerza.
Entonces apareció Clara, caminando hacia ellos desde el almacén con una sonrisa en la cara.
Julián tuvo un momento para contemplarla. Había cambiado. Lucía una blusa que le quedaba holgada y que disimulaba su embarazo, aunque no podía esconder una barriga cada vez más prominente. Su cuerpo era algo más voluptuoso, aunque seguía conservando sus estrechas caderas y sus finas y largas piernas. Tenía las mejillas más enrojecidas y llenas de vitalidad, y debía de haber estado realizando alguna tarea porque se le había manchado la cara de barro. Ella no se había dado cuenta de ello, y en contraste con sus movimientos gráciles y elegantes, la dotaba de un encanto que turbó por momentos a Julián. Sintió deseos de abrazarla.
Pero no hizo nada. Se quedó quieto y se limitó a devolverle la sonrisa.
Ella abrazó a Simón, el cual le limpió la cara con un gesto cariñoso. Mientras contemplaba la escena, Julián se sentía un completo estúpido. Él quería acercarse a ella y acariciarle la tripa, preguntarle qué tal se encontraba y darle un beso; pero sus pies no sabían cómo conducirlo y su boca no sabía qué decir.
Desde el reencuentro en el Orionis y tras los dos meses de emboscadas sin verse, parecía que se había alzado una muralla entre ellos dos, enfriando sus palabras y sus miradas. Era normal que, tras meses de matrimonio, Clara estuviera embarazada. Pero Julián la había visto antes de irse a Cabrera y no tenía el vientre hinchado. Se habían abrazado y besado, se habían prometido no volver a separarse. Había sido demasiado perfecto y después, tras soñar día y noche con ella en la isla, la sorpresa a la vuelta lo había aturdido tanto que no había sido capaz de mostrarle el cariño que ella se merecía.
Cuando, poco después, Simón le relató las vivencias de Clara, el abuso de su marido, las palizas, la huida desesperada y la sorpresa de su embarazo, Julián no pudo sentirse peor. Y en aquel momento, cuando más deseaba solucionar las cosas, no sabía cómo hacerlo.
Tras dejar los caballos en la cuadra y los enseres en el almacén, les enseñaron la casucha donde dormían. Era de una sola estancia, apenas con espacio para los jergones. Allí se habían alojado las tres mujeres durante los dos meses que habían durado las emboscadas. Teresa tenía la blusa remangada y el ceño fruncido, parecía haberlo organizado todo.
—Simón, usted dormirá en aquel jergón de allí. Lo he limpiado esta misma mañana —dijo, nada más entrar en la casa. Después se dirigió a Pascual y le señaló el jergón que tenían al lado—. Cariño, nosotras dormimos en este de aquí, así que ya sabes, toca arrimarse.
Finalmente, se volvió hacia Julián y lo miró a los ojos.
—En ese de ahí dormiréis Clara y tú.
Julián miró el estrecho jergón arrinconado en un extremo de la estancia, junto al único ventanuco que había. Asintió sin decir nada.
Aquella noche se acostaron temprano y Julián fue el primero en tumbarse. Cuando Clara se acomodó junto a él no se movió ni un ápice; se quedó quieto, tenso como una rama helada. Pronto se apagó la vela que los iluminaba y no pasó mucho tiempo hasta que los primeros ronquidos de Pascual acabaron con el silencio. Julián continuaba sin moverse y a su lado sentía cómo Clara se había acomodado en una posición más relajada. Podía notar el calor de su cuerpo y su respiración ligera cerca de él.
Por un momento se percató de que estaba en la situación que había soñado durante años. Ella le amaba y estaba junto a él. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué no estaba rodeándola con sus brazos?
Abrió los ojos en mitad de la oscuridad. La tenue luz de la luna se colaba por la ventana, pero estaba creciente y aún no iluminaba con fuerza. Pese a ello, pronto se empezaron a dibujar las formas oscuras que había en la casa. Julián ladeó la cabeza ligeramente. Clara estaba de espaldas a él, de costado, y pudo apreciar las curvas de sus caderas, la caída de su cabello abierto en dos cascadas que enseñaban la finura de su hombro. Le hubiera gustado verle el rostro, bello hasta en la oscuridad de la noche, hasta en los sueños. Quiso deslizar las yemas de sus dedos por su piel, recorrer las líneas de su cuerpo, acariciarlo.
Cerró los ojos con fuerza. No pudo hacerlo.
Los días en el campamento transcurrieron agradables. Los despertares eran tardíos y perezosos, cuando el sol ya entraba por la ventana y la luz calentaba sus cuerpos. Al salir afuera, eran recibidos por mañanas frescas y llenas de vitalidad. Los pájaros cantaban y el valle iniciaba el nuevo día con una sonrisa.
Las comidas eran calientes. Se preparaban en ollas enormes sobre un gran fuego que había junto al refugio de piedra. Se reunían todos alrededor de él, sentados en taburetes y sillas de madera. Comían caldos y sopas de carne conservada, pescado en salazón, guisos de patatas y cada noche se repartían varias calabazas con una pinta de vino para compartir.
Las historias y los cuentos eran frecuentes, normalmente al anochecer, tras la cena. La presencia de niños hacía que su contenido fuera restringido, pero no evitaba que el ambiente fuera entrañable.
El mayor animador de las veladas era Pascual, quien hacía reír a Miriam y a los otros niños. Precedido por su nariz aguileña y su sonrisa, gesticulaba y no dejaba de saltar y de mover los brazos en el centro junto a la hoguera. Un día, cogió un trapo y se confeccionó un sombrero de dos picos muy al estilo de un general francés, y comenzó a imitar a Napoleón. Nadie había visto jamás al emperador de los franceses, pero por lo que se decía de él, todos se habían hecho una idea de cómo era y las actuaciones de Pascual obtuvieron mucho éxito. Cantó unas coplas de cosecha propia que dejaban bastante que desear, aunque hicieron reír a todos:
Y ahí estaba mi buen Napoleón,
¡jugando al ajedrez con un español!
Y entonces dijo Napoleón:
¡Caray! ¡Esto es pan comido!
¡Pero el pan estaba muy podrido y el cuerpo le dejó muy molido!
Una noche la conversación se animó cuando la única mujer que había participado en las emboscadas tomó la palabra. Era una mujer fuerte y robusta, de facciones redondas y conocida como Ilebeltza, que significaba «la del pelo negro». Había sido apodada con ese nombre por su revoltoso pelo negro que crecía en lugares poco habituales para una mujer, lo cual a veces era motivo de burla entre los hombres.
—¡Doña Encarna, que le ha salido una sombra en el morro!
Por mucha burla y mofa que pudiera haber, Ilebeltza se había ganado el respeto entre los hombres siendo más valiente que la mayoría de ellos. Cuando entraba en combate, Julián la había visto ponerse hecha una fiera, gritando como una endemoniada. Aquella noche criticó al resto de las mujeres que había por no participar en las emboscadas.
—Escuchadme, habéis de saber que tenéis el mismo derecho que los hombres a luchar por nuestra libertad —en su tono había ofensa—. No os dejéis embaucar por vuestros maridos, que os quieren aquí formalitas y quietecitas para cuando vuelvan.
—¿Y quién cuidará de nuestros hijos? —preguntó una mujer.
—Turnaos con vuestros maridos, que se queden ellos a cuidarlos —contestó Ilebeltza, airada.
—¡Por los clavos de Cristo, doña Encarna! —dijo Tres Palmos—. No les meta pájaros en la cabeza.
La conversación derivó en una pequeña disputa que no llevó a ningún lado. Entonces, Clara habló. Estaba sentada junto a Julián y lo hizo en voz baja. Parecía que estuviera hablando para ella misma, pero Julián enseguida comprendió que se estaba dirigiendo a él.
—Las mujeres son las que más sufren… Ellas son violadas por regimientos enteros. Ellas son las que sufren en silencio en sus casas, rezando por que sus maridos e hijos no mueran en el campo de batalla…
Sus palabras, frías y duras, habían fluido acompañadas de una mirada perdida en la hoguera.
—Al marido de doña Encarna lo colgaron de un árbol en Santo Domingo —continuó ella—. Al día siguiente aparecieron tres franceses degollados y ella había huido del pueblo… —Dio un largo suspiro—. Después de eso, ¿crees que es justo arrebatarle su derecho a luchar?
Julián miró a Clara, parecía emocionada. Era la primera vez en aquellas semanas que hablaban de algo que no fuera una banalidad. Le costó responder.
—Doña Encarna es más valiente que la mayoría de los hombres…
Se volvió a hacer el silencio entre los dos. Alrededor de la hoguera la gente parecía haberse animado y el Algodones cantaba una copla:
Ya viene por la ronda,
José Primero,
con un ojo postizo y el otro huero.
Ya se fue por las Ventas,
el rey Pepino,
con un par de botellas para el camino.
Julián sentía cómo el sudor le recorría la espalda lentamente. Clara había dado un primer paso hacia él hablando de algo que le hacía humedecer los ojos. Ahora era su turno, sabía que ella estaba aguardando que le dijera algo. Se miró las manos, después se volvió.
—Dentro de dos días habré de irme. He de terminar con algo que comencé hace años —dijo.
Los ojos de Clara se desviaron del fuego para clavarse en él. Su rostro mostraba suma sorpresa.
—¿Te vuelves a ir? —le preguntó, contrariada.
—Solo será para unos días.
Las facciones de Clara se relajaron un tanto.
—Es por lo de tu padre, ¿verdad? —le preguntó—. Sigues queriendo buscar respuestas…
Julián volvió a mirarse las manos.
—Algo así… —murmuró.
Hubo un silencio que se hizo eterno para ambos. Julián no movió la cabeza y se refugió en su restringido ángulo de visión que se limitaba a sus manos y poco más. La coraza que formaba ante sus hombres se desvanecía en el aire ante la presencia de Clara. Vio cómo ella paseaba la mirada por las caras iluminadas de los congregados en la hoguera. Todos reían y cantaban, animados por las coplas satíricas y burlescas.
—Podría acompañarte —dijo al fin—. Si quieres.
Julián alzó la cabeza y la miró. Sus ojos se desviaron por un momento hacia su tripa. «No sé si deberías», pensó en decirle. Pero su rostro estaba tan serio que no se atrevió a contradecirla.
—Sería un placer.
Después de eso y, animado por el avance, pasó a relatarle su historia. Le habló de la aventura que había vivido desde que ella le viera por última vez saltar por la ventana el día de su boda, años atrás. Le habló de Roman, de sus enseñanzas, de su amistad. Le habló de la guerra, de Cádiz, de la isla de Cabrera y de sus amigos que aún seguían atrapados en ella. Le contó todo sobre la Orden de los Dos Caminos; hablándole de su papel imprescindible en la confección de las leyes de las Cortes en Cádiz, de su funcionamiento, de los cientos de logias que albergaba en todo el mundo. Le habló de la reunión que mantuvieron con el maestro Stephen Hebert, del encuentro con Antón Reiter. Después le contó lo de las cartas de Franz y le enseñó la lista que aún guardaba en el papel doblado. «Mi padre sabía que estaba en peligro y por eso escribió aquella carta —le explicó—. Creo que ya conocía la existencia de un traidor dentro de la Orden». También le habló del legado de Gaspard, de los rumores que corrían acerca de los secretos que su famoso baúl albergaba, del poder que representaban esos documentos, aunque nadie supiera qué contenían.
Clara escuchó en silencio durante más de dos horas. Cuando terminó de hablar, solo quedaban ellos dos junto a la hoguera. La gente se había retirado a dormir.
—Entonces, por fin descubrirás qué contienen esos documentos.
Julián asintió.
—El legado de mi abuelo.
—Es curioso —reflexionó Clara con una sonrisa enigmática—. Todos ansían buscarlos, incluso el mismísimo Napoleón teme por ellos.
—Por eso envió al general Louis Le Duc —respondió Julián—. Para encontrarlos y destruirlos. Dicen que es la única manera de controlar el poder de la Orden.
—Ya… —Clara se golpeaba los labios con la yema del dedo índice, pensativa—. ¿Jamás te has parado a pensar que todo esto no tiene demasiado sentido?
Julián frunció el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé… —murmuró Clara—, es solo que me parece extraño que tanta gente ansíe buscar algo que escondía tu abuelo. Algo que, como tú has dicho, proporciona el control sobre la Orden y la llave para poder destruirla. Me desconcierta que todos parezcáis tan seguros de eso cuando realmente nadie conoce el verdadero contenido de esos documentos. Nadie, salvo tu abuelo o quizá tu padre, los ha visto jamás. Si es así, ¿cómo podéis estar tan seguros de que lo que se puede guardar dentro de un baúl pueda llegar a albergar semejante poder? ¿Solo por unos rumores?
Julián volvió a mirarse las manos. Fue a decir algo pero solo le salió un débil balbuceo.
—Ya…
Las últimas llamas de la hoguera acabaron por extinguirse. Solo quedaron las brasas.
Como todas las mañanas, Julián cepillaba a Lur en los establos cuando se le acercó uno de sus hombres. Era Tiburcio Pernas, un soldado valiente, de rasgos anchos y patillas enormes.
—Señor —le saludó, no terminaba de acostumbrarse a que le llamaran así—. Alguien ha llegado al campamento. Pregunta por usted.
Julián se extrañó.
—¿Ha dicho su nombre?
—No, señor.
Cuando cruzó la explanada del centro del campamento, enseguida distinguió la silueta de un hombre aguardando junto a su montura, en el umbral de la entrada. Dos guerrilleros lo custodiaban sin dejarle pasar. El jinete vestía completamente de negro, con una capa oscura cubierta de polvo colocada de lado de modo que le cubría el brazo izquierdo.
Al llegar a su altura, el extraño se retiró el sombrero de ala que le cubría la cabeza. Una mata de pelo le cayó por la frente y las sienes. Sus pobladas cejas y su perilla eran acompañadas por unas lentes que escondían unos rasgos afilados y sombríos.
Julián esbozó una sonrisa al instante, se trataba de un rostro inconfundible. El hermano Vail Gauthier.
—Bienvenido seas —lo saludó.
Se estrecharon la mano efusivamente.
—Me alegro de volver a verte, Julián.
Él también se alegraba. Ver a un miembro de la Orden, viejo compañero y amigo de su padre, siempre era agradable. Llevaba tiempo sin estar con alguien que compartiera el secreto de la hermandad y los recuerdos oscuros del asesinato de su padre. La mayoría de la gente con la que había tratado los últimos meses solo conocían al Julián de las emboscadas.
El hermano Gauthier paseó su mirada negra por el campamento.
—Supongo que acogerás a un viejo amigo.
Julián asintió de buena gana.
—Supongo que me informarás de la razón de tu estancia aquí.
Vail esbozó una mueca que podría haber sido una sonrisa.
—Desde luego.
—El pasado diecinueve de marzo, entre el clamor popular y el atronar de las salvas de ordenanza en la ciudad libre de Cádiz, quedó aprobada la nueva Constitución.
Las palabras de Vail Gauthier generaron un murmullo entre los presentes. Pese a que hablara el castellano a la perfección, tenía un ligero deje de acento francés, pero a nadie en la guerrilla parecía molestarle.
—Por consiguiente —alzó la voz, para que todos alrededor de la hoguera escucharan lo que tenía que decir—, las Cortes han ordenado la jura de la Constitución en todas las villas libres. Algunos nos hemos ofrecido voluntarios para portar este mensaje y hacer que se jure la nueva redacción. Son unas leyes que defienden al pueblo, unas leyes que os apoyan en vuestra lucha. Dicho esto, mañana procederemos al juramento. Gracias.
Se oyeron vítores y exclamaciones de apoyo entre los guerrilleros. Vail volvió a sentarse sobre su taburete y esta vez habló en voz baja, para Julián.
—La Orden ha hecho todo lo posible por conseguir que las leyes redactadas apoyen al máximo los derechos y libertades civiles del pueblo. La Declaración de Valberg ha tenido una gran influencia y podemos considerarlo un éxito. Aun así, no han podido evitar que los absolutistas se salgan con la suya. En caso de que se gane la guerra, el legítimo heredero al trono, Fernando el Deseado, tomará las riendas de la nueva nación.
—Entonces apenas se ha avanzado —inquirió Julián.
—Desde luego que se ha avanzado —terció Vail—. El rey no será el único soberano, compartirá poder con el pueblo. Se han aprobado libertades que antes no había.
—Confiemos en el rey, pues —musitó Clara. Estaba sentada junto a Julián y el modo despectivo en que había pronunciado la palabra «rey», dejó muy clara su opinión al respecto.
Julián temía que la solución tomada por las Cortes pudiera generar desavenencias en el futuro. El rey y el pueblo, absolutistas y liberales, dos fuerzas, dos dirigentes… Recordó la confusión que se generó tras la Revolución Francesa entre los jacobinos y girondinos, y que acabó en una dictadura militar. ¿Acaso estaban ante la misma historia?
Vail entornó los ojos, escondidos tras sus robustas cejas.
—Pero hay algo más —añadió. Se movió ligeramente y sus lentes emitieron un destello rojizo—. Las Cortes de Cádiz no solo han escrito y aprobado una nueva ley, también están operando para ganar la guerra al francés porque es la única manera de validar la redacción. ¿Sabéis lo acontecido en Arapiles?
Julián asintió. Pocas semanas antes habían recibido noticias de que el ejército aliado anglo-hispano-portugués, al mando del general sir Arthur Wellesley, había derrotado a las tropas francesas al mando del mariscal Auguste Marmont, en una sangrienta batalla al sur de Salamanca, en las colinas de Arapiles. Se decía que los aliados habían sufrido más de cinco mil bajas, y los franceses, doce mil. La contienda había resultado fundamental, porque había abierto paso franco a la meseta castellana y a Madrid. El ejército napoleónico y la corte del rey José habían abandonado la capital y se habían dirigido al norte, a defender Burgos y la línea del río Ebro. Allí habían reunido un numeroso ejército que había protagonizado una gran ofensiva, haciendo retirarse a las tropas de Wellesley al frente portugués y recuperando de nuevo la capital.
—Tras la batalla de Arapiles —continuó Vail—, los aliados demostraron que se puede vencer en campo abierto a las tropas francesas. Por ello, las Cortes de Cádiz han nombrado comandante del ejército nacional al general inglés Wellesley, recientemente nombrado duque de Wellington. Tanto él como las Cortes saben de la indiscutible labor que está efectuando la guerrilla hostigando al francés. Por ello se ha decidido incorporarlos al ejército regular. Seguiréis operando por vuestra cuenta, pero recibiréis órdenes de los aliados para ayudarles en la campaña que tienen previsto iniciar tras el invierno próximo. Será la definitiva y necesitarán de vuestra labor de hostigamiento más que nunca.
—¿Y cómo habremos de proceder? —preguntó Julián.
—Según las instrucciones que recibí en Cádiz, vuestra partida operará bajo las órdenes del recién nombrado general Francisco Longa Anchía. Mantendréis correspondencia con él y os uniréis a su División de Iberia cuando sea necesario.
Julián asintió. Se alegraba de que Cádiz mandara órdenes para que las fuerzas se unieran por un bien común. Eso significaba que todo aquello parecía estar cerca de ver su final.
No era la primera vez que oía hablar del guerrillero Longa. Las boscosas y montañosas tierras del norte eran propicias para emboscar y esconder partidas y bandas de la resistencia. Por eso las guerrillas allí eran muy numerosas y estaban muy bien organizadas. Su dominio en el campo era tal, que Vitoria y las demás villas del norte estaban incomunicadas. Las partidas recibían la ayuda de las Juntas de la Resistencia, que, bajo órdenes de las Cortes de Cádiz, operaban a escondidas en reuniones clandestinas y servían de enlace entre Inglaterra y la guerrilla. Londres había llegado a enviar más de diez mil fusiles para las tropas irregulares vascas. Era tal la importancia y el grado de oficialidad que habían adquirido las bandas en el norte que hacía tiempo estaban integradas en el ejército regular. La División de Iberia era la más conocida; había sido en sus orígenes una partida guerrillera y estaba formada por los jefes guerrilleros Francisco Longa, Sebastián Fernández de Leceta, Dos Pelos, y Eustaquio Salcedo, que habían unido sus bandas para operar juntos. A veces también unían fuerzas con las partidas navarras de Javier Mina. La división tenía una muy reconocida importancia militar, estaba compuesta por más de cuatro mil hombres perfectamente equipados, armados, adiestrados y disciplinados, y se dividía en varias partidas para operar en todo el reino de Álava y sus inmediaciones. Pero mantenían contacto directo y continuo, uniéndose para ayudar a las fuerzas del ejército regular de Wellington, algunas de las veces para batallar en campo abierto.
Lo que Cádiz pretendía de la partida de Julián era unirse al contingente cuando este lo requiriera. Y en vísperas de una posible campaña decisiva, las tropas regulares necesitaban todo el apoyo necesario.
Se había quedado sumergido en sus pensamientos cuando la voz de Vail lo extrajo a la superficie.
—Supe lo de Roman —mencionó—. Te presento mis condolencias.
Julián hizo una breve inclinación de cabeza en señal de agradecimiento. A su derecha, Clara permanecía callada, pero notó cómo se revolvía en su asiento, inquieta.
Vail permanecía envuelto en su capa, demasiado abrigado para la agradable temperatura que tenían aquella noche. Tenía la mirada posada en algún punto de la gente congregada en torno a la hoguera, que conversaba alegre y despreocupada.
—Espero que hayas descubierto la verdad sobre tu padre.
Julián no pensó en su respuesta, simplemente habló.
—Creo estar cerca de hallar respuestas. Sé dónde buscar.
Vail se había quedado inmóvil, con la mirada clavada en dos chiquillos que correteaban alrededor del fuego.
—Te deseo el mejor de los porvenires… —musitó.
—Hermano Gauthier. —La voz de Clara los sorprendió a ambos—. Si no es mucha indiscreción, tengo curiosidad por saber cómo ha conseguido encontrar nuestro campamento.
Vail movió sus ojos oscuros y los clavó en ella. Por un momento se desviaron hacia su vientre, quedando absortos en él. A Julián le pasó desapercibido, pero un destello que no provenía de la fogata brilló, fugaz, en la mirada del francés. Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Cuando Vail alzó de nuevo la mirada, su semblante, impasible como un bloque de hielo, esbozó de pronto una mueca que no llegó a sonrisa. Introdujo la mano dentro de su capa y extrajo un cartapacio de cuero. De él sacó una hoja de papel, rematada con un sello.
—La Constitución —dijo, alzándola—. Recuerda que recorro los pueblos haciendo que la juren. Con este documento, cuando preguntaba por vosotros en las villas de estas tierras, era fácil que me respondieran la verdad.
A la mañana siguiente, tras la jura de la Constitución en la explanada central del campamento, despidieron a Vail.
—Te deseo un buen viaje —le dijo Julián con un fuerte apretón de manos.
—Lo mismo te deseo yo a ti —respondió Vail, al tiempo que lanzaba una mirada a Clara, la cual se mantenía a cierta distancia con las manos sobre su vientre hinchado, como protegiéndolo.
El hombre se caló su sombrero de ala y lo inclinó hacia ella sin obtener respuesta; después montó sobre su caballo. Julián le sujetó del ronzal mientras tanto, y aprovechó para acariciar el hocico del semental. Algo en él le resultó familiar, era de la misma raza que Lur.
—Un buen ejemplar —observó.
Vail tiró de las riendas para encarar la puerta.
—¡Me lo cedió un viejo amigo! —gritó antes de irse.
Clavó espuelas y salió al galope. Pedazos de tierra volaron tras su estela.
El francés se inclinó sobre su montura mientras la espoleaba. Nadie veía su rostro ya. Se quitó las lentes y relajó la garganta, forzada ante el cambio de voz. Su actuación había concluido. Entonces, sabiéndose a distancia, un grito desgarrado brotó de sus entrañas, quedándose ahogado en el surcar del viento. La había visto, seguía viva, con un bebé creciendo en su vientre. Su hijo.
Mientras cerraban las puertas del campamento, Clara se acercó a Julián y le agarró de la mano con fuerza.
—No me gusta ese hombre —le dijo con la voz encogida. Sus ojos mostraban temor.
Julián, sorprendido ante el repentino contacto de Clara, posó su mano sobre la de ella, en un afán por tranquilizarla.
—Confío en él. Ayudó a mi padre.
Ella no pareció relajarse y agachó la mirada. Julián le rozó el mentón y se lo levantó para poder contemplarla.
—Saldremos mañana —le susurró—. Antes del amanecer.