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Los días transcurrían eternos en aquella isla remota. Era una tortura lenta, que consumía sin prisas pero con una determinación implacable. Los días pasaban y el bergantín de los víveres continuaba sin aparecer. Los estómagos aullaban hambrientos y alocados, y las mentes vagaban cegadas por la desesperación.
Julián y Pascual no habían tardado mucho en languidecer como los demás en la profunda letanía de aquella mísera vida. El sol les abrasaba durante el día, y por las noches el frío y la humedad les entumecían los huesos y muchas veces tenían que mantener el fuego para calentarse. En los días ventosos las rachas eran muy fuertes en la playa, y las cabañas se zarandeaban violentamente obligándoles a permanecer en vela. Lo habitual era pasarse los días tirados bajo las rudimentarias tejavanas, guardando las pocas fuerzas que tenían. La única diversión era jugar a los dados, lo que hacían durante horas, ya por inercia, en un estado casi letárgico. Los días más animados organizaban pequeñas cacerías por la isla, donde la captura de alguna lagartija o pequeño roedor era festejada con júbilo.
Pese a ello, se podían considerar afortunados. Ellos sobrevivían a base de plantas comestibles y migajas de pan que los prisioneros franceses de su refugio habían conseguido racionar. En otras cabañas, algunos habían empezado a desprenderse de las pocas ropas raídas que tenían, del cuero de sus cinturones o los cordones de sus botas, para cocinarse caldos. Cualquier zapato, hebilla o cinturón servía como moneda de cambio. Pero lo peor era la escasez de agua. En la isla no parecía haber manantiales y los recipientes que tenían se estaban agotando tras muchos días sin lluvia.
Durante los últimos años de guerra, Julián había visto cómo la gente pasaba mucha hambre; incluso él la había tenido en ocasiones. Pero jamás había llegado a concebir cuán cruel y despiadada podía ser esta realmente. Desgarraba la mente y consumía el cuerpo. Nadie merecía semejante tortura, ni el más villano de los seres humanos.
Una mañana en la que el sol se alzaba con fuerza, quemando las pieles y secando las bocas, Julián vagaba por la orilla de la playa, dejando que sus delgados pies gozaran de la frescura del agua. La luz se reflejaba con intensidad en la arena blanca y en el agua turquesa, haciendo que entornara los ojos mientras observaba lo que precedía sus pasos en el ondear de las olas. «Ojalá pudiera mojar los labios…», pensó.
De pronto le pareció ver una sombra serpenteando bajo el agua. Tensó músculos y se adentró en ella, cauto y atento, con la precisión que daba la experiencia de haber cazado en los bosques de la Llanada. Se detuvo cuando estaba cubierto hasta la cintura y observó. No llevaba la lanza, pero tal vez pudiera atrapar a su presa con las manos. Estuvo un buen rato mirando entre sus pies, con la esperanza de ver al pececillo, pero este parecía haberse esfumado. Desanimado, retrocedió a la orilla.
Al salir, vio a Pascual vagando cerca de allí, con el ceño fruncido y la vista puesta en el fondo marino. No eran muchos los que salían de los refugios para intentar pescar algo; el paso de los días desanimaba y sabían que volverían exhaustos y con las manos vacías.
Cuando su amigo alzó la vista y le vio se encogió de hombros, asomando en él una sonrisa cómplice. Julián le devolvió el saludo y volvió a concentrarse en el agua, pero enseguida notó que le abandonaban las fuerzas y desistió. Fue entonces cuando Pascual, que se le había acercado por detrás, le pasó una mano por el hombro. Sus ojos, antaño saltones y vivos, estaban más hundidos que nunca. A pesar de ello, jamás desaparecía la sonrisa de su boca.
—¡Atiza!, Julián, alegra esa cara. Esto no durará siempre.
Julián sonrió.
—Por supuesto que no.
—Aunque un poco de agua no vendría mal… —añadió Pascual, señalando al mar.
Su broma hizo que ambos rieran.
Después, paralelos a la orilla y al sonido del mar, acabaron retomando el camino a la cabaña envueltos en aquel silencio al que ya se habían acostumbrado. En la isla, la mayoría de las conversaciones se daban en soledad, dentro de uno mismo.
Julián volvió a pensar en Clara; desde que estaban en aquella isla no dejaba de hacerlo. A veces, tenía la sensación de que le aliviaba el hambre, como si soñar con ella sustituyera a la comida. A menudo se quedaba largas horas sentado en la arena con la vista perdida en el horizonte, y se imaginaba junto a ella. Recurría a aquello con asiduidad, como si perderse en la infinidad del mar fuera lo único que le hiciera sentir mejor.
Aquello le ayudaba a dormir y a levantarse cada día con fuerza para seguir buscando peces en la orilla. Si Pascual le sonreía como siempre y le acompañaba en sus frustradas pescas, era porque también encontraba alivio en sus silencios. Mientras caminaban de vuelta a la cabaña, Julián le miró de reojo. Se alegraba de tenerlo a su lado.
Cuando entraron en el refugio, Henri los recibió con su habitual buen humor. A él no parecía afectarle la falta de comida, al menos no a su actitud, porque cierto era que su cuerpecillo cada vez menguaba más. «Henri es un poco corto de luces», les había dicho Climent en tono confidencial días después de llegar a la isla.
Como de costumbre estaban también los otros cuatro, tirados o sentados en la arena, al amparo del refugio. Quentin y Climent parecían estar enzarzados en otra de sus frecuentes discusiones. Siempre acababan de la misma manera, aunque Julián sabía que en el fondo se apreciaban.
Armand permanecía en su posición habitual, sentado y sumido en sus pensamientos, con los ojos en sombra bajo el sombrero inclinado. No era muy hablador, aunque parecía tenerse ganado el respeto en el grupo, porque cuando decía algo todos callaban y solían darle la razón. Parecía mucho mayor de lo que realmente era. Su mirada, cansada y melancólica, revelaba la indiferencia de alguien que ya no quiere ver más.
Por último estaba el anciano mudo: Le Ancien Meditant, el Viejo Pensante le llamaban todos. Nadie sabía su verdadero nombre porque casi nunca hablaba. Julián apenas le había oído pronunciar tres palabras desde su llegada. Permanecía apoyado sobre la pared de listones, con sus largas y esqueléticas piernas cruzadas. Su barba era larga y blanca como la espuma del mar. Sus ojos, azules y sabios, parecían guardar muchas cosas, todas las que su boca callaba.
Cuando se sentaron en sus sitios habituales, un tanto apartados del resto de los franceses, Henri les enseñó con entusiasmo su nueva obra. Le gustaba construir piezas y objetos sin demasiado sentido. Pero aquella vez sí que parecía tenerlo. Sostenía una tabla de madera en la que había dibujado una trama de rectángulos. Era un tablero de ajedrez.
—¡Mirad lo que estoy haciendo!
Le podían haber felicitado por la obra, pero no lo hicieron.
—¿Y los objetos? —preguntó Pascual en francés. Sus recursos eran limitados pero estaba aprendiendo algunas palabras. Se acompañó con gestos de las manos simulando las piezas de ajedrez.
—Pronto las tendré listas —contestó Henri cuando le hubo entendido.
No le hicieron demasiado caso y, finalmente, Henri buscó acomodo en otro lugar.
La relación con los franceses no era sencilla para los dos labriegos. Al oírles hablar en el idioma galo no podían evitar imaginarles con un uniforme azul y el correaje blanco cruzado en el pecho. No era fácil olvidar lo que sucedía en la península, dejar atrás el dolor causado por aquellos hombres que les habían invadido, entrando en sus casas, robándoles la comida, violando a sus mujeres. Aunque aquellos cinco prisioneros les trataran con camaradería e igualdad, había una herida abierta que les separaba.
En aquel momento, sin embargo, mientras Julián observaba cómo Henri se entretenía con el tallo de una de las piezas, le costó imaginárselo con un rifle en las manos.
Poco después de la hora de comer en la que no hubo comida, se oyeron unas voces que provenían del exterior. Al salir, vieron a un hombre que acababa de llegar al campamento, exhausto y jadeando tras haber corrido.
—¡Han encontrado agua! —exclamaba entre sudores—. En lo alto del monte, ¡entre las rocas! —Señaló hacia las alturas.
A medida que la noticia se extendía, la gente en la playa estallaba de alegría; todos dejaron lo que estaban haciendo y subieron por las pendientes de los montes, caminando por una estrecha senda de arena que conducía hacia las alturas, donde los árboles dejaban paso a calveros de hierba alta.
Al llegar al lugar, lo que vieron fue un enorme risco que se alzaba sobre un claro. Cientos de hombres cadavéricos ya esperaban su turno formando una enorme cola de más de doscientos pasos de longitud para llegar a la mole de roca. Julián y Pascual se unieron impacientes al resto, detrás de sus compañeros de cabaña.
—Tanto tiempo en la isla y no la habíamos visto —comentó Quentin.
—¿Si no salimos de las cabañas cómo vamos a encontrarla? —le contestó Climent—. Nunca piensas antes de hablar y por eso dices tantas tonterías, Quentin.
Julián dejó que siguieran discutiendo y cerró los ojos. Se acarició la barba y los labios, profundamente agrietados por el sol y el viento. Empezó a imaginarse el agua dulce deslizándose por ellos.
Esperaron durante varias horas. Pese a ello, la emoción no menguó en ningún momento, la gente en la cola charlaba animada como no lo había hecho en días. Hasta que no se hubieron acercado lo suficiente, no descubrieron la razón de tanta demora. Entre las centenarias rocas, caía un pequeño reguero de agua pegado a la pared. Era tan insignificante que la única manera de obtenerla era lamiendo la roca. La gente se demoraba en ello intentando obtener lo máximo posible. A algunos era difícil despegarlos de allí.
Quedaban pocos hombres por delante cuando alguien señaló hacia lo alto del monte, más arriba.
—Mirad, hacia la colina.
Todos volvieron la vista hacia allí. Julián entornó los ojos. No se apreciaba demasiado bien, pero en la cresta del alto, recortadas por los rayos solares que se proyectaban del otro lado, se veían unas pequeñas siluetas, demasiado definidas para ser rocas o arbustos. Durante unos instantes todos guardaron silencio, esperando, hasta que una de aquellas siluetas se movió.
—¡Son cabras! —gritó uno.
La cola se desmoronó en cuestión de un suspiro. La gente salió corriendo en estampida. Los dos amigos se miraron.
—El agua siempre estará ahí, volveremos —dijo Julián.
Pascual se mostró dubitativo, mirando alternativamente al reguero y a la colina.
Salieron corriendo, viéndose, de pronto, a la carrera entre cientos de hombres que gritaban hambrientos, en persecución de las cabras. Cuando remontaron la colina, los animales se asustaron y huyeron hasta el extremo de la cresta, al borde del acantilado. Al otro lado las paredes caían en el abismo, donde el mar golpeaba con fuerza.
Consiguieron acercarse a ellas y rodearlas. Eran una docena, y no tenían escapatoria. ¿Cómo se habían podido esconder durante tanto tiempo? Tras ellas, el precipicio caía tan bruscamente que ni siquiera las cabras, tan hábiles en terrenos inhóspitos, serían capaces de descender por él. Desde ahí, podían oír cómo las olas rugían imponentes al embestir contra los riscos.
Julián sintió su hambriento estómago gruñir ante la posibilidad de conseguir carne fresca. Lo mismo veía en los ojos de los demás hombres que gritaban y acorralaban encolerizados a las pobres cabras. Nadie les podía arrebatar su comida. En aquel momento, aquellos hombres eran capaces de hacer cualquier cosa por conseguir el preciado manjar.
Pero las cabras, por puro instinto y aterrorizadas ante los enloquecidos hombres que las amenazaban, huyeron por la única salida que les quedaba.
Se tiraron al vacío.
Los impotentes hambrientos vieron cómo desaparecían entre las olas que rompían con violencia contra los peñascos.
En la isla el hambre continuaba extendiéndose como una sombra fatal, entrando silenciosa en las cabañas, de la mano de la muerte.
Pese a la nueva fuente de agua, había pasado una semana desde el suceso de las cabras y los víveres continuaban sin llegar. No era extraño ver a hombres caminando por la playa con la mirada extraviada y murmurando frases ininteligibles. Cada vez aparecían más cadáveres muertos por inanición, semidesnudos, tirados en la arena.
Julián pensó que si algo no cambiaba, pronto no quedaría alma con vida en aquella isla.
Afortunadamente, en la cabaña aún les quedaban restos para hacer un caldo aguado por día. Y pese al sufrimiento, aquella noche el buen humor surgió junto a la hoguera, alimentado más bien por un estómago caliente que lleno. Climent contaba una de sus historias. Era un buen orador, aunque un tanto bravucón y Julián dudaba de que fueran siempre verdad. Pese a ello resultaban divertidas y todos reían. Incluso el Viejo Pensante esbozaba alguna sonrisa de vez en cuando.
Pascual atendía, entusiasmado, comprendiendo cada vez mejor el idioma.
Cuando la historia comenzó a desvariar y las bromas verdes tomaron protagonismo, Julián se levantó y salió al exterior. Necesitaba tomar el aire, algo dentro de él le preocupaba y no podía dejarlo de lado.
Respiró la brisilla que traía el mar. La noche era agradable y la playa estaba en calma. La luna colgaba en su plenitud, llena, enorme en mitad de la bóveda celeste. Su reflejo ondulaba en el lejano oleaje.
Parecía mentira que en un lugar tan bello pudieran estar muriéndose de hambre. A veces la belleza hacía sangrar. Mientras contemplaba el vaivén del inhóspito mar, sentía un gran temor. No quería morir allí. Él quería volver a casa.
La luz de la luna era tan intensa que uno podría llegar a leer. Entonces, por primera vez desde que Roman muriera, se sintió preparado para abrir su carta. Volvió al interior de la cabaña. Climent continuaba con su historia, dando detalles carentes de tapujos de cómo había cortejado a la primera mujer con la que hizo el amor. Julián se acercó al hueco donde dormía y rebuscó entre sus escasas pertenencias. El chaleco de su padre estaba cuidadosamente doblado sobre la arena. Extrajo de su bolsillo la carta de Roman.
Tras salir de nuevo, se acercó a la orilla y se sentó sobre la arena. Podía oír la voz de Climent y las risas de los demás a lo lejos, pero se sintió en la intimidad. Mientras la suavidad de las olas le acariciaba los pies, abrió el sobre. La blanca luz de la luna le reveló una letra pulcra y cuidada.
Para Julián, algún día en tu porvenir.
Sé que, si lees esto, será debido a que no he podido contártelo yo mismo y ya no estoy contigo. Espero que nuestra despedida no haya sido demasiado dramática.
Estas letras las estoy escribiendo durante nuestra estancia en Cádiz. Es necesario poner en orden algunos pensamientos que me rondan desde hace meses. Llevo tiempo pensando en que mereces saber quién soy y de dónde vengo. Durante nuestra convivencia he conocido tus pensamientos más íntimos y tus mayores temores y no he ofrecido nada a cambio.
Antes de nada, deseo que sepas que me has ayudado a ver algunas cosas con claridad, ciertas verdades olvidadas desde hacía mucho tiempo.
Para que comprendas de qué te estoy hablando, comenzaré desde el principio.
Esta es mi historia, Julián.
Como ya sabrás, cuando tu padre y yo cumplimos la edad mínima para ir a la universidad, Gaspard nos envió a París. Yo estudié Derecho, y tu padre, Filosofía. Desde el principio me apliqué en mis estudios con entusiasmo y pasión. Pero Franz hizo todo lo contrario, él tenía otras ideas en la cabeza. Para desgracia de nuestro padre, no duró mucho entre los libros y las clases diarias. Enseguida dejó sus estudios y se dedicó a viajar.
Al principio, nuestro padre estuvo muy disgustado con él.
—La vida no tiene sentido sin sacrificio —le decía—. No puedes dejar que pase sin hacer nada con ella.
—Confía en mí, padre, solo busco algo por lo que merezca la pena luchar —le contestaba Franz.
Tiempo después, apareció anunciando que había contraído matrimonio con una campesina en unas desconocidas tierras al sur de los Pirineos. Era tu madre, por supuesto. Tu preciosa madre. Nos dijo que tenían una casita a los pies de unas montañas y que se iba a dedicar a trabajar sus tierras. Para mi sorpresa, tu abuelo apoyó su decisión. Ni él ni yo reprochamos nada a tu padre, él ya había elegido.
Para entonces yo casi había concluido mis estudios de Derecho. Al acabar, pude presumir de un brillante expediente, pero había estado tan volcado y concentrado en el estudio de las leyes que ni siquiera me había parado a pensar si de verdad me satisfacía. La mayoría de la gente ni siquiera se plantea estos dilemas, y menos alguien que puede ejercer de abogado y tener una vida acomodada. Pero tu abuelo nos había enseñado a ser sinceros con nosotros mismos. Nos había enseñado a mirar en nuestro interior sin dejarnos influenciar en exceso por lo externo.
Cuando regresé licenciado al castillo de Valberg, Gaspard ya me había colocado en un afamado gabinete de abogados en Berlín. Sin embargo, tras haber visto la valentía con que Franz había encarado su vida, dejándolo todo en pos de sus sueños, y asolado yo mismo por las dudas, rechacé el trabajo. Tras años de duro estudio, creía haberme ganado el derecho a decidir mis próximos pasos.
Y, curiosamente, era el pasado el que acudía a mi mente con asiduidad, recordándome que de niño buscaba la aventura, el ejercicio físico en la naturaleza, la emoción que da la caza de una ardilla o de un conejo tras haber descubierto su madriguera, el cosquilleo en el estómago al ser sorprendido por un animal más grande.
Aquello que había sido aparcado en un rincón de mi memoria comenzaba de nuevo a aflorar y me convenció de que necesitaba una vida alejada de la seguridad que me proporcionaría un bufete de abogados.
Por aquel entonces mi padre ya había empezado a planear en la clandestinidad la creación de la Orden de los Dos Caminos y procedí a ayudarle en aquellos primeros meses. Acudí a los primeros encuentros entre los maestros y colaboré en la redacción de las leyes.
Un día tu abuelo recibió la visita de un oficial del ejército prusiano. Mi padre me lo presentó, era el duque de Maschuitz, un aristócrata del norte de Sajonia, general y veterano del ejército. Pese a ostentar un alto cargo en la cúpula del gobierno del rey Federico Guillermo II, era un hombre de ideas liberales, amigo de mi padre y afín a sus ideales revolucionarios. Iba a colaborar con nosotros, y su posición elevada nos podía servir de gran ayuda.
—Les podré ayudar desde el Gobierno alemán, pero la verdadera amenaza para el pueblo no reside en el absolutismo del rey Federico, reside en Francia, y en su nuevo líder, Napoleón —nos reveló—. El rey Federico sabe el peligro que supone compartir fronteras con Francia y por eso Prusia no ha participado en la Segunda Coalición que hará frente a los franceses, manteniendo su neutralidad. Pero la situación actual de paz no se demorará mucho, pues Napoleón pretende conquistar Europa entera. No hay ejército que pueda hacerle frente. Si en algún lugar necesitamos hombres que trabajen para la Orden es en París.
—Somos conscientes de ello —respondió Gaspard—. Por ello estamos esforzándonos con denuedo en las logias de Francia, pero desgraciadamente no contamos con hombres infiltrados en la cúpula de su gobierno.
—Pues es precisamente eso lo que se necesita. Hablo de alguien que coordine a las logias francesas desde la corte parisina —terció el duque.
—Para ello deberíamos infiltrar a un hombre, un informador —dijo tu abuelo.
—Un espía —dije yo.
—En efecto, un espía. Nosotros disponemos de hombres capacitados para ello en el ejército, pero el problema es que ninguno pertenece a la Orden y mucho menos es miembro del tercer grado.
En aquel momento, frente a mi padre y el veterano de guerra, sentí cómo una puerta se abría ante mí. Fue un impulso, una llamada. Los instintos que habían permanecido dormidos durante mis estudios despertaron de su letargo.
—Lo haré yo —acabé diciendo. Ambos me miraron sorprendidos.
—Es un puesto peligroso, Roman —se preocupó mi padre—. Estamos hablando de años de dedicación. Es un trabajo sucio y sacrificado.
—Lo haré yo, padre —insistí—. Domino el francés, con mis estudios y tus contactos puedo optar a un cargo importante en París.
Al contrario que Gaspard, el duque de Maschuitz parecía entusiasmado con mi idea.
—Solo necesitarías entrenarte para convertirte en un verdadero informador —comentó—. El Gobierno alemán prepara a este tipo de hombres. Podrías trabajar para nuestro gobierno y para la Orden al mismo tiempo.
Los años posteriores transcurrieron determinados por aquel pensamiento fugaz que atravesó mi mente mientras mi padre y el duque hablaban. Fue una chispa que apenas duró un segundo pero que hizo abrir mi boca y selló mi destino. Es un gran misterio conocer el origen de nuestras decisiones, a veces me asusto al pensar en ello.
La semana siguiente me encontraba en Pforzheim, una villa al sur de Alemania, junto a los frondosos bosques de la Selva Negra.
Allí me prepararon durante dos años. Fueron meses de entrenamiento en condiciones extremadamente duras. Nos instruyeron en técnicas de combate, convirtiéndonos en verdaderas bestias del combate cuerpo a cuerpo y en precisos francotiradores. Nos enseñaron a sobrevivir en la Selva Negra durante días enteros, con solo un cuchillo y una cantimplora. También teníamos interminables clases teóricas, sobre política y tácticas militares, mucho más duras que las que recibía en la carrera de Derecho. Acabamos conociendo los entresijos del funcionamiento de un país moderno, desde las decisiones de un alto cargo hasta las consecuencias de estas en el pueblo.
Pese a la dureza y el sacrificio, había encontrado un lugar que me satisfacía. Mis instintos básicos volvían a resurgir con fuerza.
De veinte que comenzamos la instrucción, solo acabamos tres. La mayoría habían abandonado, otros tuvieron que ser hospitalizados tras accidentes en los entrenamientos o tras ser socorridos en los bosques de la Selva. Solo los hombres más fuertes tanto física como mentalmente conseguimos terminar la instrucción. Éramos la élite del ejército prusiano.
En el año de gracia de 1801 estaba en París, trabajando como funcionario en la Fiscalía. Al principio fue emocionante. Ejercía mi falso trabajo con disciplina pero sin esforzarme demasiado, solo lo suficiente para no levantar sospechas. Reservaba mis esfuerzos para coordinar las logias francesas y mientras tanto conocer gente interesante, gente que trabajaba cerca del mando militar francés.
Me codeé con oficiales, secretarios de altos cargos, mensajeros y hasta con empleados de la limpieza de los edificios militares y administrativos. Me relacionaba con ellos y mientras tanto analizaba con sutileza sus ideales y tendencias políticas. Desechaba a los afines a los ideales napoleónicos, y me afanaba con los que me parecía que dudaban.
Realizaba misiones de espionaje. Robé documentos importantes e incluso llegué a desbaratar un ataque sorpresa francés sobre un fuerte alemán en la frontera del Rhin, al detener al correo que transportaba las órdenes desde París. Era un verdadero profesional, me habían preparado para ello.
Pero no creas que todo era sacrificio. También tuve tiempo para enamorarme. Y lo hice perdidamente. Se llamaba Emelie Briand y la conocí en un pequeño pueblecito a las afueras de París. Trabajaba en la tienda de sus padres, que tenían una humilde sastrería.
Aquel mes pagué cuatro trajes distintos que no necesitaba. Al fin, tras mucho insistir, llegando incluso a hacer el ridículo en varias ocasiones con mi intocable orgullo arrastrado por los suelos, conseguí conquistarla y nos casamos en la iglesia del pueblo. Tenías que verla con aquel vestido, su pelo rojizo recogido en trenzas y aquellos ojos azules. Dios mío, cómo me miraban aquellos ojos azules rodeados de pequeñas pecas… Aquel día no paraba de sonreírme. Era maravillosa. Dejé mi pequeña vivienda en el centro de París y me mudé al pueblo.
A lo largo de los años siguientes tuvimos tres hijas. Igual de preciosas que su madre. La mayor se llamaba Danielle y tenía su misma sonrisa. Las dos más pequeñas eran mellizas y se llamaban Gwen y Julie, ambas con el pelo rojizo.
Tal vez no llegué a pensarlo demasiado entonces, pero mientras escribo esto sé con claridad que aquella fue la época más feliz de mi vida. Tal vez durante aquellos años debiera haberme parado a pensar más en esto último. Pero son lamentaciones de viejo que se dan con el tiempo, cuando ya solo quedan los recuerdos.
Con los años la doble vida que llevaba comenzó a hacer mella en mí. No quería involucrar a mi familia y sufría por no poder hablarles de ciertas cosas, por dar excusas, por mentir a Emelie acerca de mis ausencias de casa para comunicar cierta información o acudir a algún encuentro. Pronto decidí que no podía continuar así. No podía.
Jamás he hablado de lo que sucedió a continuación. Durante muchos años me ha faltado valor para mirar atrás.
En el año 1805 la situación en Europa cambió drásticamente y mi seguridad en París también. A finales del año anterior, Napoleón se coronó emperador de Francia, fundando así un imperio que pretendería conquistar el mundo entero. En el año 1806 se formó la IV Coalición entre Prusia, Sajonia y Rusia contra el Imperio francés y entraron en guerra. En septiembre de aquel año Napoleón lanzó todas sus fuerzas sobre el Rhin aniquilando al ejército prusiano en la batalla de Austerlitz.
Por otro lado, empezaron a correr rumores de alemanes residentes en París que habían sido detenidos e interrogados. Mis compañeros de trabajo me miraban con recelo. Para entonces yo ya llevaba meses intentando desvincularme de mi doble vida; mi intención era dejar el trabajo en la Fiscalía y ayudar a Emelie en la sastrería. Estaba deseando volcarme en una vida segura y feliz junto a mi mujer y mis tres hijas, lejos de las mentiras.
Así pues, al día siguiente del ataque de Napoleón acudí al trabajo dispuesto a anunciar mi dimisión. Hablaría con mi superior, le comunicaría mis deseos y me iría. Quería regresar a casa para la hora de comer, ya que ese día Danielle cumplía cinco años y queríamos celebrarlo. Sin embargo, cuando entré en el despacho del señor Beaumont, con él había dos hombres vestidos de negro a los que reconocí al instante. Eran de la Guardia Secreta francesa.
Beaumont me miró con preocupación.
—Estos hombres han venido preguntando por usted. Desean hacerle unas preguntas.
Me llevaron a un edificio que parecía abandonado pero que estaba habilitado para interrogatorios que parecían alargarse durante días. Me golpearon, me amenazaron con la vida de mi familia y me llegaron a torturar. En mi instrucción había sido preparado para aquello y pude soportarlo todo sin abrir la boca. Pensé que no iba a salir de allí con vida, pero, finalmente, me soltaron.
Pese a las heridas y al dolor, corrí. Corrí sin detenerme, rumbo a casa. Apenas entré en el pueblo cuando vi el humo. Me arrastré entre las callejuelas y entonces fue cuando mi mayor temor se hizo realidad.
Nuestra casita estaba en llamas.
Los vecinos del pueblo intentaban en vano sofocar el incendio con cubos de agua, pero era demasiado tarde, la casa se estaba desmoronando, aunque a mí eso no me importó. Entré a buscar a mi familia. Recorrí entre las llamas todas las estancias del piso inferior. No encontré nada. Subí a las habitaciones.
Y allí las encontré. Primero a mis hijas, pequeñas y frágiles, cada una en su cama con los ojos cerrados como si disfrutaran de un plácido sueño. Y luego a mi mujer, tendida en nuestro lecho con los brazos cruzados sobre el pecho.
No puedo recordar con claridad lo que hice entonces. Las imágenes se amontonan borrosas. Recuerdo que me tumbé junto a mi mujer, llorando. La abracé y me quedé en aquella posición. Me daban igual las llamas. Me daba igual la muerte. Yo solo quería abrazarla y quedarme junto a ella.
No sé cuánto tiempo estuve así, tal vez solo fueran unos minutos o unos segundos. Recuerdo que entraron dos jóvenes del pueblo, dos mozos de la herrería. Al verme vivo me agarraron por los brazos para sacarme de allí. Yo pataleaba como un niño, suplicándoles que me dejaran morir con mi familia. Pero ellos me sacaron.
Los meses siguientes los pasé sumido en la locura. No era yo mismo. Hui de allí aquella misma noche y crucé el frente francés hasta llegar a los campamentos de las tropas prusianas. Me alisté y durante los siguientes días luché en el frente con desesperación, exponiéndome a la muerte constantemente, buscándola. Pero no llegó.
Intenté saciar en vano mis ansias de venganza llevándome por delante a decenas de soldados franceses antes de que perdiéramos la batalla de Jena. Días más tarde Napoleón entraba en Berlín. Desde entonces y durante meses, estuve perdido, vagando por el país, hasta que regresé al castillo de Valberg. Mis ilusiones se habían esfumado, ya no encontraba un sentido a mi vida. Cuando Napoleón invadió España poco después, tu abuelo acudió a los encuentros en Madrid, pero yo me quedé en Valberg. Estuve encerrado entre sus frías y oscuras paredes de piedra, sumido en el delirio, dejándome llevar como un despojo. Apenas comía, no salía y pasaba las noches en vela sentado en el sillón del salón principal, con la vista fija en algún rincón oscuro que nada tenía que decirme.
Entonces recibí la carta de tu padre pidiendo ayuda y hablándome de ti. Recuerdo haber sostenido aquel papel entre mis manos durante horas. Me gustaría decir que lo medité, pero apenas pensaba en nada. Aquella noche dormí por primera vez en mucho tiempo y a la mañana siguiente me desperté temprano, preparé las alforjas y monté a Tairón.
Nunca sabes qué es lo que en realidad te hace levantar del sillón. De algún modo imperan cosas que desconoces, como el día en que decidí convertirme en espía. Ahora creo que, en el fondo, aún conservaba la esperanza de encontrar la paz perdida. Pero no me atrevía a amarrarme a ella. La carta de tu padre sirvió de excusa para una mente que quería respirar pero se empeñaba en no hacerlo.
Cuando te conocí acababas de perderlo todo y el dolor te había nublado la mente. Venía sacudido por un mundo cruel y al principio pensé que debías afrontarlo tú solo, tal y como yo estaba haciendo. Pero con el tiempo empecé a verme reflejado en ti, y llegó un momento en que me sorprendí pensando más en tu dolor que en el mío propio.
Intenté ayudarte a afrontar los pensamientos sombríos y pronto descubrí que en realidad me ayudaba a mí mismo. Entonces supe que aquel atisbo de esperanza era real. Siempre lo será, hasta en el abismo más profundo, hasta en la frontera con la muerte.
Ahora puedo escribir esto y por primera vez en mucho tiempo soy capaz de pensar en mi mujer y en mis hijas. Y me siento más cerca de ellas. Encontrar la paz está en la búsqueda de los buenos pensamientos y en asumir que estos conviven con los sombríos.
Sé que en algún lugar ellas me esperan, y algún día volveré a abrazarlas.
No pierdas la esperanza de recobrar tu verdadero camino, Julián.
Cádiz, octubre de 1810
Julián dobló la carta con sumo cuidado. Las manos le temblaban. Las lágrimas llevaban tiempo recorriéndole las mejillas.
Volvió el sonido de las olas y la luz de la luna. Volvió la arena de la playa y volvió el hambre.
Pero algo había cambiado en su interior. Algo estaba volviendo a su ser. Una tibia fuerza salía de su escondite para avivar su mente.
Era el deseo de vivir.