36
Julián corría desbocado por las empedradas calles de Madrid. Su dificultosa respiración emitía vahos de vapor que quedaban suspendidos en el aire a su paso. Sus piernas amagaban con fallarle en cada zancada, en cada impacto. Sus lágrimas se habían congelado en sus mejillas mientras sentía su pecho arder y tosía a cada paso debido al humo inhalado.
Se detuvo para recuperar el aliento y miró hacia atrás. Una densa y gigantesca nube de humo se alzaba hacia el oscuro cielo que cubría la capital. Oyó varios estruendos que provenían del final de la calle. La cárcel ardía y se desplomaba por la locura que acababa de cometer.
La ciudad despertaba antes de lo previsto. Se había dado la voz de alarma y a lo lejos se oían los gritos de piquetes franceses al salir de sus guarniciones y dar órdenes para capturar a los fugados, que ya se desperdigaban y huían por las tortuosas calles. Algunas ventanas se iluminaron y vecinos alarmados empezaban a asomarse a los balcones. Cuando veían las llamas alzarse sobre los tejados comenzaban a proferir exclamaciones de terror. Después veían a Julián apoyado en una tapia de yeso, respirando con dificultad, tosiendo, empapado en sudor y con la mirada ida. Algunos comenzaron a señalarle y a gritar:
—¡Al fugado! ¡Al fugado!
Otros en cambio le animaban a que corriera y huyera.
—¡Corre! ¡Que vienen los franceses!
Alentado por estos últimos, reinició la carrera y salió disparado rumbo a las afueras de la ciudad. Iba rezagado, los demás fugitivos habían tenido más tiempo para huir antes de que el incendio de la cárcel despertara a las guarniciones. En aquel momento estarían ya lejos de las construcciones, corriendo por los campos.
Las sombras oscuras de las ventanas y de los huecos de los portales pasaban fugaces a ambos lados. Las exclamaciones de los vecinos desde sus balcones lo delataban cuando pasaba ante ellos, pero enseguida quedaban atrás.
A su izquierda se abrió una plazoleta y con ella varios gritos en francés. Inclinó la cabeza mientras corría y pasó de largo como una centella. Cuando lo hubo hecho y la plaza quedaba atrás, volvió la vista, pero sin llegar a detenerse. Entonces vio un piquete de soldados franceses correr tras él. Gritaban y le ordenaban que parase. Uno se detuvo y apuntó con su fusil. Se oyó un estruendo y una polvareda de humo envolvió al soldado. Julián volvió la vista al frente y cerró los ojos. La bala pasó silbando a medio palmo de su cabeza.
Aumentó el ritmo todo lo que sus piernas y sus pulmones le permitieron. La calle lo expulsó de la ciudad y sin dudarlo ni un momento se internó en un campo de trigo. El corazón le retumbaba en el pecho y parecía estar a punto de salírsele; las piernas hacía rato que se negaban a responderle con agilidad. No podría aguantar aquel ritmo mucho tiempo. Los pulmones, extasiados, le pedían más aire y él no podía dárselo. Jadeaba.
Volvió la vista y comprobó cómo los soldados le seguían por el campo, aunque a mayor distancia. El hecho de estar sacándoles ventaja le insufló ánimos renovados. Pero la tierra estaba húmeda y levantada, y pesados montones de barro se le adosaban a las botas y hacían que estas pesasen más. Pronto, comenzó a sentir cómo perdía el control absoluto sobre sus piernas, que, inmersas en un estado de ebriedad, no le respondían.
Ante su nublada vista, se percató de que el día comenzaba a clarear, tornándose el cielo en un azul oscuro. Bajó un poco el ritmo y escrutó los alrededores. Lo rodeaban inmensos campos de trigo, pero pudo distinguir las sombras de un bosquecillo a unos doscientos pasos. Se vació de fuerzas hasta llegar a él. No volvió la vista atrás, solo miraba aquella masa oscura de árboles acercarse y hacerse grande, era su refugio, su escapatoria. Saltó un riachuelo que regaba los campos y se internó al amparo de los pinos. Las ramas y las agujas verdes le golpearon la cara a su veloz paso. Se protegió con los brazos. A punto estuvo de caer en unos arbustos. Se adentró más en el pinar sin mirar si los franceses le seguían. Finalmente, las piernas le fallaron y cayó rodando por una pendiente.
Se detuvo entre unos zarzales, boca arriba y jadeando. Las vueltas lo habían mareado y desconocía dónde se hallaba. Cerró los ojos y enseguida procuró acompasar la respiración en un afán por evitar que los jadeos le delatasen. Pronto se hizo el silencio en el bosque, y tras conseguir recuperarse un tanto, intentó aguzar el oído.
Más silencio. Todo parecía dormido salvo los árboles, que oscilaban por el viento que soplaba arriba en sus copas. No oía voces, ni ramas al romperse, ni bailoteos de hojas movidas, ni pisadas sobre la tierra. Nada.
Resolvió aguantar un poco más, inmóvil entre los zarzales, esperando ese crujido, ese susurro que delatara a los franceses. Pero todo seguía en calma. Al cabo de unos minutos se levantó, miró alrededor y tras no ver nada sospechoso terminó de cruzar el bosque. Lo más probable, pensó, era que los soldados no se hubieran internado en el pinar. Ningún francés en toda España se atrevía a hacerlo si no era con un fuerte contingente a sus espaldas. Pero Julián no se relajó, cabía la posibilidad de que lo estuvieran rodeando.
Salió del bosquecillo. Según su orientación, el pueblo de los padres de Pascual debía de estar en aquella dirección. Volvió a surcar campos esquilmados, secos y fríos. Pronto comprobó que estaba en lo cierto. Tras subir una pequeña loma sin pelaje alguno, desembocó en el camino que unía Madrid con el pueblo. La vía se empezaba a iluminar por el amanecer y cruzaba como una fina línea blanquecina los campos convertidos en manos muertas. Caminó a la sombra del borde, gracias al amparo de una acequia que discurría paralela al camino.
Pronto divisó el pueblo. Cuando se introdujo entre sus casas procuró hacerlo con cautela, con cuidado de que nadie le viera.
Tocó en la puerta de sus amigos y estos lo recibieron con las ojeras de una noche en vela. Teresa temblaba con un rosario entre las manos y Pascual estaba muy blanco. Miriam permanecía acurrucada en los brazos de su abuela con los ojos abiertos como platos.
—¡Tienes la ropa chamuscada! —exclamó Pascual—. ¿Qué demonios ha pasado?
Miró a sus amigos durante largo rato; el joven tenía el rostro contrariado y los ojos muy brillantes, aunque algo extraviados. Tardó en reaccionar, como si le costara asimilar lo que había sucedido. Finalmente pareció negar con la cabeza y bajó la mirada. Aquel gesto fue suficiente para que todos callaran. Teresa comenzó a rezar con voz temblorosa. Pascual lo miraba con preocupación. Entonces Julián cruzó la estancia en dirección a la huerta del otro lado, donde pastaban los caballos.
—Estando aquí os pongo en peligro —dijo—. He de irme.
Su amigo lo siguió afuera.
—¡Atiza!, Julián. ¿Qué cojones has hecho?
El joven no respondió. Preparó sus alforjas y ató las de Roman al lomo de Lur. Después miró dentro de ellas y rebuscó entre unos papeles. Sacó un sobre y se lo metió dentro de la camisa.
—Quedaos la montura de Roman. Os vendrá bien. Podéis venderla si queréis.
Pascual lo miraba sin comprender.
—No conseguiste entrar en la cárcel.
Julián le contestó sin mirarle a la cara.
—Sí que lo hice, pero fue demasiado tarde.
La tranquilidad del amanecer sumía al poblado en el silencio. Por eso, cuando se empezó a oír un vago rumor acercarse desde lejos, la inquietud se apoderó de sus casas. Pronto aquel murmullo se hizo más nítido y más intenso; pronto se empezaron a distinguir las decenas de pasos que retumbaban en el pueblo. Pascual abrió mucho sus ojos azules, asustado y confundido. Fue a decir algo, pero los zarandeos de los uniformes y los chasquidos de las botas al formar en el camino del otro lado lo acallaron. Enseguida llegaron las voces en francés. Los ojos del labriego parecían estar a punto de salirse de sus órbitas.
—Julián… ¿qué diablos ha pasado?
El joven se volvió hacia él y lo miró a los ojos. Su mirada brillaba con una extraña intensidad. En su cara tiznada por el humo se distinguían regueros de lágrimas.
—He quemado la cárcel y he liberado a los presos.
Pascual se llevó las manos a la cabeza.
—Por el amor de Dios…
Entonces los primeros golpes estremecieron la puerta de la casa. Las voces extranjeras del otro lado instaban a que abrieran. Pascual reaccionó de inmediato y agarró a Julián de la mano. Lo condujo hasta el almacén y retiró la alfombrilla que escondía el sótano. Abrió la trampilla y le indicó que bajase. El joven fue a decir algo pero el otro lo silenció con la mano.
—¡No me jodas…! ¡Baja!
Nuevos golpes, esta vez más fuertes, sacudieron la puerta. Teresa abrazaba a su hija y a Caridad. Las tres permanecían sentadas tras la mesa, con las miradas clavadas en la hoja de madera. En su estado brumoso, Julián comprendió que no podía seguir poniéndoles en peligro y aceptó esconderse en el sótano. Tras el cierre de la trampilla, todo se volvió oscuro y dejó de oír lo que sucedía en la superficie. La inquietud comenzó a carcomerle las entrañas.
Pascual corrió hacia la puerta y tras santiguarse tres veces la abrió con el corazón en un puño. Los severos rostros de varios soldados irrumpieron en la casa tras apartarlo de un empujón. Se cayó al suelo. Portaban los fusiles con las bayonetas caladas y se plantaron en la estancia con actitud amenazante. Sus enormes botas de campaña llenas de barro hicieron crujir el suelo de madera, las puntas afiladas de sus bayonetas amenazaban con rajar el techo. Pascual se reincorporó y corrió a interponerse entre los franceses y su familia. El campesino parecía diminuto ante los recién llegados.
Miró a sus tres tesoros; su hija, su mujer y su madre. Se abrazaban con fuerza, como si de ello dependiera protegerse del mal que las acechaba. Eran lo que más quería en el mundo. Significaban toda su existencia. Sin ellas, carecía de sentido vivir. Las vio tan frágiles y desprotegidas ante los imponentes uniformes extranjeros que al pobre labriego se le cayó el alma a los pies.
Tragó saliva e hizo una breve inclinación.
—Señores… en qué puedo ayudarles.
El más alto y corpulento movió su denso bigote castaño bajo el barboquejo de su chacó.
—Buscamos a un fugitivo que huyó hacia este pueblo —chapurreó en castellano—. Sabemos que ustedes alojan a dos forasteros. Sus vecinos les han delatado.
Pascual sentía el miedo comprimiéndole el pecho. Las palabras luchaban por no salir temblorosas. Respiró hondo.
—Pueden registrar la casa. Es muy sencillo, consta de dos habitaciones.
El zarpazo le cruzó la cara y lo hizo caer al suelo con el sabor de la sangre inundándole la boca. Teresa emitió un grito ahogado de terror y Miriam comenzó a llorar. Pascual estaba aturdido y no pudo remediar las fuertes manos del francés agarrándole de la camisa y sacudiendo su huesudo cuerpo.
Ante el maltrato que estaba recibiendo su padre, Miriam se zafó de los brazos de su madre. No comprendía por qué aquel hombre le pegaba, él no había hecho nada malo. Corrió hacia el francés, apenas le llegaba hasta la cintura. Le agarró del cinturón con sus delgadas manos e intentó en vano apartarlo de su padre.
—¡Déjale en paz!
El hombre, contrariado ante la nueva molestia, soltó su mano izquierda instintivamente y con mucha violencia impactó sobre la cabeza de Miriam. El frágil y ligero cuerpo de la muchacha apenas pudo hacer nada ante el brutal golpe de la enorme mano y salió despedido cayendo al suelo como un muñeco de trapo. Se levantaron motas de polvo que envolvieron su cuerpo y quedaron suspendidas como las almas de todos los presentes. Fue Teresa la primera en reaccionar, corriendo escandalizada al socorro de su hija. Gritaba de impotencia y de miedo.
El francés había posado su mirada en el cuerpecillo de la niña. Sus facciones parecieron ablandarse y sus manazas se abrieron, liberando a Pascual de su yugo. El padre corrió desesperado hacia su hija.
La muchacha no se movía cuando el piquete abandonó la estancia. El último en salir fue el del bigote castaño. Antes de hacerlo se detuvo en el umbral. Por un momento pareció que iba a volverse, pero acabó por cerrar la puerta y seguir a los demás.
Cuando Caridad le abrió la trampilla, Julián salió de un salto y enseguida supo que algo no iba bien. Tras la mesa del comedor distinguió un diminuto cuerpo tendido en el suelo. Apartó una silla de su paso y se acercó con la respiración entrecortada.
Era Miriam y no se movía.
No se movía.
Tenía un hematoma en un costado de la frente y un hilillo de sangre salía de él. Tenía los ojos cerrados y su rostro permanecía inmóvil en un gesto angelical, pacífico. Estaba ahí, tendido sobre la tarima de madera, su cuerpecillo pequeño y frágil. Teresa le limpiaba la blanca frente con un paño mojado. No paraba de llorar. Pascual permanecía muy quieto, con un tremendo golpe en el pómulo derecho y con la mirada descolocada en algún punto de la dulce cara de su hija. Gracias a Dios, su pecho pareció moverse débilmente, respiraba. Al ver que Miriam seguía viva, Teresa se santiguó repetidamente.
—Virgen María… gracias, gracias…
Julián respiró. Pero la visión del cuerpecillo de su amiga inerte en el suelo había hecho que algo comenzara a aullar dentro de él con una fuerza inusitada. Clara y Roman habían muerto y Miriam había estado a punto de hacerlo. Sintió que se quemaba por dentro. Un súbito y repentino descontrol comenzó a apoderarse de él. La sangre le empezó a batir en la cabeza y le retumbaba como un tambor de guerra, de venganza, haciendo que se le obstruyeran los pensamientos. Las palabras emanaron solas, excepcionalmente serenas para la situación.
—Iré tras ellos.
Volvió a la huerta y cargó su rifle y todos los pistolones de los que disponía. Se colgó el cinturón y comprobó con experimentados movimientos que los doce cartuchos estaban cebados con los papeles encerados de las balas de plomo. Después se colgó el sable y montó sobre Lur. Antes de hacerlo, una mano lo detuvo. Se volvió.
Era Pascual. Tenía la mano extendida.
—Dame el fusil de Roman.
Julián fue a negarse, convencido de que debía permanecer cuidando a su hija hasta que esta despertara. Pero algo en la mirada de su amigo le hizo cambiar de opinión. Jamás había visto esos ojos en él; unos ojos hundidos y oscuros, temblando por un sentimiento tan viejo como el mundo.
Sus ojos temblaban de odio.
Le señaló al frisón negro de Roman, sobre cuya silla de montar asomaba la barnizada madera del viejo rifle.
Salieron del poblado por la huerta, espoleando a los caballos salvajemente, clavando espuelas en los flancos. Cabalgaron veloces como flechas, cruzando los campos que bordeaban el camino que conducía a Madrid. Al galope, el cielo y la tierra se habían tornado en manchas difusas, como llamas en movimiento. El viento les golpeaba las caras, aturdiéndolas y sumiéndolas en un estado de embriaguez. Las monturas desprendían salivas blancas y piafaban desbocadas.
Pronto avistaron las figuras de los diez infantes que habían estado en su casa marchando por el camino de vuelta a su guarnición, levantando nubes de polvo a su paso. Los adelantaron camuflados en los aún oscuros campos dejando una distancia prudencial para no ser vistos, y cabalgaron un poco más, adelantándose un tramo para disponer de tiempo para preparar la emboscada. Se detuvieron tras los árboles de una vereda que crecía cerca del camino.
Julián descabalgó de Lur y le acarició el hocico, respiraba con fuerza. Después, contempló sus grandes ojos, los cuales le respondieron con intensidad. Un sentimiento profundo, portador de una ancestral amistad plagada de lealtad, complicidad y amor cruzó entre las miradas de ambos. Tras unos momentos de emotivo silencio, lo tomó de las riendas y lo encaminó de vuelta al pueblo.
—Vuelve a casa y espéranos allí.
Lur relinchó y piafó, contrariado, pero enseguida levantó las patas delanteras y cabalgó por los campos. El frisón negro de Roman hizo lo mismo y Julián vio cómo ambos se perdían en la lejanía de aquellos parajes yermos y faltos de vida.
Volvieron la vista al camino que discurría a unos cincuenta pasos de donde estaban. Se agazaparon entre los árboles y observaron cómo los infantes llegaban a su altura. Julián comprobó que tenía la cazoleta cebada. Pascual había hecho lo mismo con su fusil y se le había adelantado con gran rapidez, tumbándose sobre la tierra y apuntando. Julián se posicionó junto a él. Los observaron marchar impasibles, frente a ellos. Ambos aguardaron en silencio, con las yemas de los dedos índice rozando el gatillo.
Ninguna de las dos yemas temblaba.
El primero en disparar fue Pascual. El estruendo se alzó sobre los cielos y la nube de humo le cegó por momentos. Julián vio cómo el piquete se estremecía, confuso, mirando a todos los lados con gestos contrariados. Una figura cayó desplomada. Apuntó al infante que parecía lucir más galones. Disparó. El impacto dio en el objetivo.
En ningún momento pensó que se trataba del primer hombre que mataba en su vida.
Todo lo que vino a continuación careció de nitidez. Sus mentes habían quedado rezagadas en algún lugar del camino recorrido hasta allí. Los pensamientos habían dejado de existir, la sangre les batía en la cabeza y les retumbaba en las sienes, obstruyendo todo sentimiento. Solo existían sus brazos, sus armas y los franceses que los esperaban con las bayonetas caladas.
Julián aulló desesperado, acompañado por el grito de guerra de Pascual. Ambos salieron de su escondite y corrieron por el campo, con el sable desenvainado en una mano y el pistolón en la otra, las gargantas ardiendo y el corazón latiendo desbocado en todo el cuerpo mientras se abalanzaban sobre los franceses.
El último recuerdo nítido que guardó Julián de aquel día fue la imagen de su amigo, corriendo junto a él, con el cuchillo de cocina de dos palmos en la mano, aullando como un descosido.
A partir de entonces, un velo rojo de cólera le nubló la visión y los pensamientos.