22
El sudor brillaba en el lomo pardo de Lur cada vez que sus músculos se contraían.
Julián lo espoleaba con brío, clavando rodillas en los flancos mientras cruzaban a toda velocidad el Camino Real. El frisón negro de Roman cabalgaba a su lado y ambos caballos cabeceaban y piafaban por el intenso esfuerzo.
Julián miró atrás por enésima vez, continuaba sin ver nada.
—¡Creo que los hemos dejado atrás!
Roman se había inclinado ligeramente sobre su montura para reducir la resistencia que oponía el viento. Tras él, los arbustos y los árboles eran masas verdes que surcaban el aire como flechas, sin cesar. Negó con la cabeza.
—¡Será mejor no detenerse! —exclamó entre el rugir de los cascos—. ¡Resistamos hasta el desvío!
Julián concentró su mirada en el camino. Aún sentía escozor en el hombro, pero solo se trataba de un rasguño. La bala le había rozado la piel haciendo que cayera por la ventana y tuviera que amarrarse a la cuerda en el último momento. Roman le había esperado abajo, y cuando los franceses asomaron por el hueco de la fachada le había cubierto las espaldas con la eficacia de su fusil Brown Bess.
Tomaron el desvío que los sacaba de la Llanada y les conducía al valle de Haritzarre. Cuando hubieron recorrido media legua por el sendero redujeron la velocidad al paso. Al esfumarse la tensión de la huida, Roman miró a su sobrino con gesto preocupado, intuía lo que había sucedido.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Desde que redujeran la marcha, la mirada se le perdía a Julián y cuando escuchó la pregunta, le costó alzarla, pestañeando varias veces antes de contestar.
—Sí —mintió, y se mordió la lengua hasta hacerse sangre. El rasguño del hombro no era la peor de las heridas.
—Cuando lleguemos al valle cargaremos las alforjas y nos iremos —informó Roman. Miró a su tío, se había desprendido del sombrero y su canoso cabello estaba recogido en una coleta.
—¿Rumbo a Cádiz?
Roman inclinó el mentón en señal de asentimiento.
—Antes de partir habré de contarte algunas cosas —le reveló entornando los ojos ante el polvo que levantaban las monturas—. Pero primero lleguemos a casa y comamos algo.
Cruzaron el cañón de entrada al valle. El cielo estaba azul, solo aisladas nubes bajas se resistían adosadas a las cumbres más altas.
Sus planes se vieron truncados cuando remontaron la última colina que los separaba de la casa torre. Ambos jinetes detuvieron sus monturas en lo alto del promontorio.
—¿Qué demonios…? —se extrañó Julián ante lo que veían sus ojos.
En el tronco de un olivo cercano a la casa había cuatro caballos anudados por sus riendas.
Roman recorría los alrededores con la mirada inquieta.
—Nos verán si permanecemos aquí. —Su tostada frente se había contraído—. Escondamos los caballos tras el cobertizo y recojamos todo lo que podamos.
—¿Quiénes serán?
Su tío señaló los cuatro caballos.
—Por el color de las cantimploras que cuelgan de sus arreos son monturas imperiales.
Julián sintió un nudo de nerviosismo oprimiéndole la garganta. Tragó saliva no sin cierta dificultad. ¿Eran sus perseguidores? ¿Cómo se les habían adelantado?
Con cuidado de no astillar ramas con las patas de los caballos bajaron por la colina y dejaron las monturas tras el cobertizo de madera, anudadas a una tablazón del tamaño de un brazo que sobresalía inclinada como una estaca. Julián acarició el lomo de Lur para tranquilizarlo, la presencia de monturas desconocidas lo había alterado y un relincho demasiado alto podría revelarles. Roman sacó las dos pistolas de sus arzones de piel y le tendió una a Julián. Aunque no hubiera practicado con ella tanto como con su rifle Baker, se consideraba hábil en su manejo.
Se cercioraron de que ambas pistolas estuvieran bien cebadas con la pólvora seca y después las cargaron con movimientos mecánicos y expertos. Julián comprobó los cartuchos de su cinturón y se secó las manos en el pantalón porque las tenía empapadas en sudor. Después suspiró para templar sus nervios. Roman, en cambio, parecía muy sereno.
—¿Estás preparado? —le preguntó su tío. Se percató de que lo miraba muy serio.
—Claro —respondió con firmeza.
Roman asintió y entonces, pegados a los muros de piedra, rodearon la torre atentos a cualquier sonido extraño que proviniera de su interior. Zarzas y flores salvajes nacían de entre las piedras y trepaban por los muros, obligándoles a tener cuidado de no cortarse. Julián prestaba atención a las saeteras y a las aperturas de la loggia que tenían sobre ellos, pero no veía nada. Tampoco apreciaba movimientos entre los árboles del bosque.
Alcanzaron la única puerta de entrada; con la mano derecha sosteniendo el arma en alto, Roman acercó la izquierda a la robusta hoja de madera y empujó para abrirla.
Tras un ligero chirriar, ambos entraron con las armas por delante. Julián apuntó a todas las esquinas y recovecos, a la escalera y al hueco del único ventanuco. No vieron a nadie.
—Vamos —le instó Roman con un susurro. Señaló hacia la planta superior.
Subieron los escalones con sumo cuidado de que no crujieran. Cuando alcanzaron la planta noble, esta parecía desierta, tal y como la habían dejado. Roman le señaló con el dedo hacia arriba, indicándole que subiera a la loggia para recoger su macuto.
Julián asintió y subió por la estrecha escalera con suma cautela. Lanzó un suspiro de alivio al ver que la estancia estaba vacía. No había signos de revuelo. ¿Dónde demonios se habrían metido?
Sin darse un respiro, dejó la pistola sobre la mesa, cogió su macuto y metió le escasa ropa que no llevaba puesta, la capa y el sombrero de ala que había llevado la noche del encuentro con V. G. Se cercioró de que la bolsa contuviera su hilo de coser, sus cordeles para hacer cepos, sus escasos reales y las hojas de papel que le quedaban debidamente dobladas. Después terminó guardando el manuscrito de Platón que yacía sobre el sillón.
Antes de marcharse recogió la pistola de la mesa y se la introdujo dentro de los calzones. Lanzó una última ojeada y sintió cierta nostalgia al contemplar su habitación, la loggia, aquella que le había acompañado durante los largos meses de estancia en el valle.
Sin permitirse más tiempo, cerró la puerta y salió a la escalera.
Al descender a la planta noble una exclamación de sorpresa lo detuvo. Alzó la mirada. En la desembocadura de la escalera que subían desde el zaguán, sobre el último escalón, había un soldado francés con el sable desenvainado.
Apenas pensó en sus movimientos. La mente se le había puesto en blanco, los sentidos sumamente despiertos. Para cuando quiso darse cuenta su mano derecha acariciaba el pomo de su sable. Bajó los escalones restantes con el macuto a la espalda y deslizó la hoja de la vaina con serenidad, sin temblores.
El francés tenía la casaca abierta y la nariz torcida; enseñó unos dientes amarillos e inclinó el cuerpo prestándose para el combate. Julián visualizó el encuentro en el espacio tan reducido del salón y meditó sobre el posible control de las tres partes de su contrincante.
El soldado avanzó unos pasos y al llegar a la altura de la cocina la silueta corpulenta de Roman apareció desde el lateral y se abalanzó sobre él.
El impacto fue tremendo y el soldado cayó derrumbado sobre el suelo de la sala. Con el golpe las alforjas de su tío habían salido despedidas, desparramando su contenido por el suelo. Julián vio cómo el francés se revolvía aturdido, buscando el sable que se le había escapado de las manos. Su tío apartó el arma con una patada y apoyó su enorme bota sobre el pecho del soldado. Se volvió hacia Julián.
—Espérame con los caballos.
Apenas le circulaba sangre en la mano que apretaba el sable. Se había quedado muy quieto, contemplando al soldado que se revolvía en un afán por librarse de su tío.
—¡Julián! —La voz de este lo despertó—. ¡Vamos!
El joven sacudió la cabeza un tanto aturdido. Al envainar su lámina de acero sintió una extraña vibración contenida. En cuanto dejó la sala noble y accedió a las oscuras escaleras, se percató de que su corazón estaba a punto de estallar.
Se dirigió a los establos del zaguán. Bajó por los escalones de dos en dos, dando saltos sobre el entablado. Las piedras del muro pasaban a su derecha muy brillantes y borrosas.
Enseguida se percató de que alguien más esperaba abajo.
Ese alguien era el hombre cuya sonrisa lobuna tantas noches había revivido. El hombre que destrozó las tinajas de su madre, el hombre que le arrebató su hogar, el hombre que le pinchó en el cuello y le hizo oler la muerte.
Croix.
Tenía la casaca abierta y el chaleco desabrochado a la altura del pecho, igual que aquella mañana. El sable estaba en su mano derecha, con la correa enrollada.
No se detuvo. Simplemente saltó hacia un lado cuando quedaban cuatro escalones por bajar. En el momento en que volvió a mirar a los ojos de aquella bestia, ya tenía el sable desenvainado.
El cruel soldado no pudo reprimir una mueca de sorpresa.
—Oh là là… —murmuró en francés con marcada ironía—. Un sable reluciente para el muchacho. Me voy a divertir con…
Julián no le dejó terminar la frase. Lanzó un mandoble a su costado izquierdo. Fue fugaz como un rayo, cruzó el aire en un suspiro y el francés lo detuvo a duras penas.
Croix sonrió y fue a decir algo, pero Julián no le permitió respirar, volviendo a propinarle dos nuevos sablazos, los cuales fueron detenidos en segunda con gran destreza. El francés no pudo evitar una cara de asombro ante el sorprendente ímpetu del joven, pero enseguida retomó su expresión habitual.
—¿Sabes cómo encontramos vuestro escondite, rapaz? —lo espetó con una horrible sonrisa en la boca cuando se hubo librado de la presión del joven—. Cogimos a tu amiguita de la aldea… la jovencita…
Julián abrió mucho los ojos y sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Croix se percató de la reacción del chico.
—Miriam creo que se llama… —añadió—. No tuvimos que presionar mucho para que hablara…
Un escalofrío le recorrió la espalda y un arrebato de furia le obligó a apretar los dientes para no gritar.
Una nueva finta cortó el aire con desesperada fuerza y Croix la bloqueó con facilidad. Julián volvió a intentarlo mediante la fuerza bruta en dos ocasiones más, pero con resultados nefastos. Sostuvo el sable con ambas manos y asestó un golpe con todas sus fuerzas. No consiguió desmoronar la defensa de su oponente. Gritó de rabia. Croix ni siquiera se inmutaba, era más fuerte que él. Le sonreía abiertamente, retándole.
El joven intentó serenarse y llamó a su mente, que yacía apartada. Dejó su macuto a un lado para que no le molestara. Respiró hondo y dejó que sus músculos se relajaran. Las pulsaciones bajaron un tanto, las piedras dejaron de brillar. No podría batirle así. Era imposible. El arma de su oponente era más gruesa y tosca, sus brazos, el doble de anchos.
Entonces, consciente de su ineficaz obstinación, resolvió cambiar de estrategia. Se aferró al control de su mente y se olvidó de todo, liberándose de cualquier emoción; las palabras y los insultos de su oponente dejaron de existir para él. Solo visualizaba el movimiento de sus propias piernas, la distribución de su peso y el equilibrio que existía entre su brazo y el sable.
Una extraña calma fue adueñándose de sus sentidos, la fuerza se acantonaba en sus músculos, presta para liberarse mediante pequeños sorbos y un trago definitivo en el momento oportuno.
Su oponente se había hartado de esperar y pasó al ataque. Bloqueó una directa estocada en tercera, a la altura del pecho; después hizo lo propio con otra en segunda que se dirigió al costado, dando un pequeño paso hacia atrás. Croix lo intentó varias veces más, amagando en quinta y atacando en vertical, directo a perforarle las tripas. Julián se escabullía mediante hábiles movimientos de pies, se arrodillaba y se apartaba con destreza cuando el filo de la hoja rasgaba el aire a escaso medio palmo.
Croix no tardó en impacientarse. Respiraba con cierta dificultad y sus ataques cada vez eran más desesperados. Julián enseguida comprendió que estaba perdiendo el control de sus tres partes. «Tendrás más fuerza —pensó—, pero mi control es duro como una roca y no podrás superarlo».
Pronto empezó a descubrir descuidos en los flancos de su oponente. Se percató de que estaba repitiendo una secuencia anterior, supo que la siguiente vendría en tercera y por ello se hizo a un lado antes de tiempo. La estocada de Croix se adelantó y Julián le tomó el costado. Pudo ver la sorpresa en el rostro del francés.
Su sable rasgó el aire y la frente de su oponente; sintió la carne al cortarse, las gotas de sangre al salir despedidas, el alarido de dolor.
Croix soltó su espada y se llevó las manos a la cara. Julián respiraba con fuerza mientras veía cómo su oponente se retorcía de dolor. Podría rematarlo. Podría acabar con él…
Sumido en sus oscuros pensamientos, tardó en percatarse de que Roman bajaba por la escalera. Le agarró de la camisa.
—¡Salgamos!
Aturdido, recogió el macuto y siguió a su tío. Antes de abandonar el lugar, se volvió para observar cómo su oponente se retorcía de dolor arrodillado sobre un charco de sangre en la arena del zaguán.
Sus ojos tardaron tres pasos en acostumbrarse a la intensa luz primaveral. El grito de guerra lo había oído antes de eso, y para cuando pudo ver, Roman ya se batía en duelo con otro soldado en el prado que había ante la casa. Tras observarlos ejecutar dos secuencias, comprendió que su tío no tardaría mucho en vencerlo. Después de recibir dos decididas estocadas, el francés se vio obligado a retroceder, momento que Roman aprovechó para lanzarle el macuto a su sobrino.
—¡Prepara los caballos!
Recogió la bolsa cuando ambos oponentes se volvían a batir. Corrió hacia los caballos cuando vio la silueta de otro francés acercarse a Roman por su espalda. Se quedó de piedra. El soldado pisaba con sumo cuidado para no delatar su presencia. Cuando estaba a escasos diez pasos de Roman, hizo una señal a su compañero para que lo entretuviera de espaldas a él. Enseñó los dientes mientras desenvainaba su hoja con sumo cuidado; lucía unas patillas enormes y parecía veterano. Julián se había quedado a poca distancia, observando la escena. El veterano gabacho no le había visto.
Pensó en salir corriendo y defender a su tío. El soldado ya había extraído la hoja entera, y comenzó a acercarse mientras los duelistas se enfrascaban en una lucha lenta y paciente promovida por el francés. Julián comprendió que no llegaría a tiempo para interponer su sable.
Se palpó las lumbares con nerviosismo y tras un momento de tensión absoluta, acabó encontrando la pistola cargada. La alzó y la apuntó hacia el soldado veterano, que en aquel preciso instante le daba la espalda. Apuntó sobre su columna cervical. Al centro. Lo tenía a tiro, sería fácil, pues no estaría a más de treinta pasos… Acompasó la respiración como bien le había enseñado su tío. Relajó los músculos y se centró en el blanco. «Un tiro por la espalda —pensó—. Limpio y certero. No sopla el viento, no fallaré. Un tiro por la espalda…».
Su víctima levantaba la hoja de acero mientras Roman continuaba cebándose con el otro. Solo quedaban un par de pasos. Julián rozó el gatillo y visualizó el disparo. El hombre se convulsionaría ante el impacto y por un instante se quedaría inerte con los dos pies aún en el suelo. Se imaginó su cara de sorpresa y la sangre emanándole por la boca; para entonces su corazón ya habría dejado de latir… Sintió cómo su dedo índice se contraía y apretaba… «Un tiro por la espalda…».
No sonó ningún disparo. Solo un grito de terror, de desesperada impotencia.
—¡Roman! ¡No!
Su tío se volvió para mirarlo, pero lo que encontraron sus ojos fue un terrible sablazo surcando el aire en dirección a ellos.
Lo esquivó en el último momento.
Al no encontrar resistencia en el golpe, el soldado perdió el equilibrio y cayó de bruces. Roman se liberó de los dos franceses y corrió hacia Julián.
—¡Es el momento! ¡Huyamos!
Agarró a su sobrino por el cuello de la camisa y ambos corrieron hacia los caballos. Al alcanzarlos pusieron pie en el estribo y montaron bruscamente. Las bestias piafaban inquietas, prestas a salir veloces como un rayo. Julián guardó la pistola no disparada en el arzón y se pasó las riendas a la mano izquierda. No se dieron más tiempo. Espolearon salvajemente a sus monturas, clavando espuelas en los flancos e inclinándose sobre los largos cuellos.
Cabalgaron veloces como flechas, surcando el aire, remontando la colina. Se oyó un disparo y una bala pasó silbando sobre sus cabezas. Pero nada más.
Enseguida se alejaron de allí, se alejaron del valle, de la casa torre. Se hizo el silencio, solo quebrado por el estruendo de los cascos retumbando en el camino.
Julián lanzó una mirada a su tío. Aún seguía inclinado mientras sacudía las riendas de su frisón, sus ropajes ondeaban al viento. Por un momento le cruzó una imagen por la cabeza, una imagen fugaz pero muy nítida. Vio a su tío inerte sobre el lecho de hierba, con ambos soldados riendo junto a él. Y se vio a sí mismo, sosteniendo la pistola todavía cargada.
El sol estaba rojizo cuando el general Louis Le Duc llegó al lugar de los hechos. Ante el asombro de los invitados, se había ausentado del banquete, informando de que estaría de regreso para la noche de bodas.
La emboscada se había saldado con resultados nefastos. El soldado Franceaux, amordazado; Croix, con un horrible tajo en la cara, y los dos objetivos en cuestión habían huido. Marcel, que lo había acompañado desde Vitoria y no había participado en la emboscada, salió de la torre y se acercó con un sobre en la mano.
—Hemos encontrado esto sobre el suelo de la planta noble, mesié —le informó tendiéndoselo—. Franceaux ha dicho que se le cayó a uno de ellos cuando se abalanzó sobre él.
—La carta va dirigida a Roman Giesler —continuó explicando—. Es su tío, señor. El hermano de Franz Giesler y el otro hijo del maestro.
—Sé quién es —le cortó Le Duc con aspereza.
Alguien entre los soldados que le rodeaban avistó movimiento en el bosque y ordenaron que se acercase el escuadrón de húsares que les había acompañado como escolta. Aquella zona no era transitada y podía albergar peligros para las tropas imperiales.
Cuando los jinetes aseguraron la zona, el general francés abrió el sobre y lo leyó sin apenas inmutarse. Sus ojos se movían con rapidez saltando de línea en línea. Su expresión se mantenía erguida, inmóvil como una estatua. Solo se alteró durante un instante, apenas perceptible para alguien que no mostrara suma atención. Por supuesto nadie lo hizo, ni siquiera Marcel, que estaba junto a él. De haberlo hecho habría podido apreciar cómo sus ojos se oscurecían al igual que una noche sin luna.
A pesar de ello, todos contemplaron su mano derecha arrugar el papel con rabia.
—Se dirigen a Cádiz… —murmuró.
—Pero eso es territorio enemigo, mesié —le atajó Marcel con sumo cuidado—. Las tropas imperiales aún no han conseguido tomarlo.
El general apretó los dientes y no dijo nada. Contempló la torre que ya se alzaba como una sombra en mitad del valle. Se paseó por la explanada de tierra que había entre la casa y el bosque. Sus botas negras de ternera crujían con cada paso, su sable, colgado del cinturón sobre sus pantalones negros de gala, relucía cada vez que la luz rojiza del atardecer se reflejaba en la lámina de acero.
Una vez más se le habían escapado. Sus mandíbulas se contraían con fuerza cuando se volvió para mirar hacia la torre.
—Quemadla —fue lo único que dijo.
No se marchó hasta que sus ojos volvieron a arder ante el reflejo de las llamas.