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Julián se detuvo ante el rastro del animal. Observó con ojo experto los indicios de su paso por aquel hueco que se abría entre los arbustos. Las huellas eran recientes y había ramitas rotas en el suelo. Sin duda alguna se trataba de un jabalí. Si conseguía alcanzar a su presa tendrían carne para todo el mes. Y en los tiempos inciertos que corrían, aquello supondría un verdadero alivio.

El bosque se iba cerrando a medida que subía por la pendiente. La niebla que cubría el valle empezaba a quedarse atrás y el muchacho pudo apreciar cómo el día despertaba despejado. La luz se filtraba entre las copas de los árboles, arrancando brillos y destellos al rocío que cubría la selva de helechos que le rodeaban y apenas le dejaban ver el camino. Tenía frío. Las plantas le estaban calando los calzones y las polainas y agradeció los primeros rayos de sol.

Julián tenía dieciséis años recién cumplidos. Se encontraba en ese punto en el que uno alcanza la altura de un hombre pero no su cuerpo. Su constitución aún era delgada y ligera, a pesar de que sus brazos y su espalda fueran fuertes y firmes por el duro trabajo en el campo. Portaba un rifle de caza envuelto en un paño para protegerlo de la humedad de los helechos. No sería la primera vez que la cazoleta le fallaba porque la pólvora se había mojado. Llevaba un pequeño macuto del que colgaba una cantimplora de piel y un cinturón con varios cartuchos de papel encerado.

Caminaba agazapado, pisando como su padre le había enseñado: posando el pie con suavidad sobre la mullida tierra, y siempre atento de no aplastar ramas y hojas caídas. Se detuvo expulsando nubes de vaho que se deshacían en el aire y escrutó los alrededores en busca de algún movimiento extraño. No se veía nada. Debía andar ojo avizor, los jabalíes podían ser animales peligrosos si se veían amenazados.

Los domingos no trabajaban en el campo y antes de la hora de misa subían a los montes que rodeaban el valle en busca de alguna presa que cazar. Aquel día no fue diferente salvo porque su padre no lo había acompañado. Hasta no hacía demasiado tiempo, ambos cazaban juntos. Él le había enseñado los secretos del bosque, le había enseñado a interpretar huellas, a poner cepos, a usar el rifle, a distinguir las plantas medicinales y a reconocer las setas y los frutos comestibles.

Sin embargo, últimamente, su padre se ausentaba a menudo. Tenía asuntos que resolver con su abuelo Gaspard y solía permanecer varios días o incluso semanas fuera, durante los cuales Julián se hacía cargo del trabajo en el campo.

Habían transcurrido siete días desde que Franz partiera rumbo a la capital del país, asegurando a Julián que volvería aquel día. «Viajaré de noche, hijo. Estaré de vuelta la mañana del séptimo día». Julián estaba deseando volver a verlo.

Un pequeño chasquido captó su atención. Provenía de un hayedo que se extendía a su derecha. Antes de avanzar hacia allí, resolvió mantenerse inmóvil, conteniendo la respiración y aguzando el oído. El aleteo de un pájaro en las alturas de las copas, el pulular de un búho, gotas de agua cayendo sobre las hojas, su corazón retumbando en sus sienes… Con cautela, retiró el paño que envolvía el rifle y lo guardó en el macuto. Extrajo un cartucho del cinturón; lo mordió y cebó la cazoleta de pólvora. Después, sacó una bala de un bolsillo del cinturón y la introdujo en el cañón. Finalmente, empujó suavemente con la baqueta, evitando hacer ningún ruido y terminando de cargar el rifle.

Avanzó hacia el hayedo, apartando con cuidado los helechos a su paso y con el arma en alto, alejada del agua que desprendían las plantas. Entonces volvió a oír aquel ruido, tras la selva de helechos.

Siguió avanzando, cada vez más rápido. Su corazón se aceleró, sus manos apretaban la madera del rifle. De pronto salió a un claro.

Y allí estaba su presa, entre hayas y montones de nieve, en una pequeña hondonada.

Desde su posición, Julián no gozaba de buena visión y dudaba de que pudiera hacer blanco con fiabilidad. Solo disponía de un tiro, en caso de errar el animal huiría antes de que pudiera cargar de nuevo. Se tumbó y avanzó a rastras entre pequeños neveros y raíces de árboles. El viento venía de frente, bajando de las alturas, y evitaba que el animal pudiera olerlo.

Alcanzó el tronco de un árbol a escasos cincuenta pasos de su presa. Apuntó. El animal se comportaba de manera extraña; permanecía sobre las cuatro patas, pero agitaba la cabeza con nerviosismo y su cuerpo parecía temblar con violencia. Julián rozó el gatillo con su dedo índice. De pronto algo le hizo detenerse. Un bulto cayó al suelo entre las patas del animal. El joven entornó los ojos, y entonces, aquel bulto empezó a moverse. Parpadeó, aturdido, y levantó la cabeza para ver mejor, no podía creer lo que estaba viendo.

Era una cría. Estaba pariendo.

El animal volvió a estremecerse y otro bulto cayó al suelo. Una segunda cría. Entonces la madre cayó exhausta mientras sus crías se arrimaban a ella en busca de calor.

Julián levantó el arma conmocionado por la escena. Jamás había visto nacer a un jabalí. Los observó unos instantes más. Las crías parecían haber sobrevivido al parto y se arremolinaban en torno a su madre. Esbozó una sonrisa. «Otra vez será».

Volvió sobre sus pasos y se encaminó pendiente abajo.

Si el joven hubiese disparado a aquella hembra, sus crías habrían quedado indefensas, y habrían muerto enseguida. Habría roto el curso de la vida. Desde pequeño, su padre le había enseñado a aprovechar todo lo que les proporcionaba la tierra. Pero siempre con gran respeto por esta, puesto que su maltrato les negaría el uso de ella en el porvenir. Sus vidas y las de los demás pobladores del valle estaban directamente relacionadas con la naturaleza y sus elementos. De ella extraían el trigo que plantaban en las eras, y las verduras y las legumbres en los huertos. De ella extraían los frutos silvestres en primavera y verano, o las setas y las castañas en otoño. Aunque había algunas setas que comenzaban su brote en primavera. Ella les proporcionaba animales que cazar y ríos donde pescar. Vivían gracias a ella y tenían que respetarla.

En años de malas cosechas, los que no tuvieran algún corral, cerdos que sacrificar o los reales suficientes para acudir al mercado en busca de alimentos con que completar su dieta, podían llegar a pasarlo realmente mal. Por ello había un sentimiento de comunidad en la aldea y cuando una familia sufría estrechez se la ayudaba, proporcionándole tierras comunales de la aldea para su cultivo.

Julián salió a un claro dejando atrás la oscuridad del bosque. Se deleitó durante unos instantes bajo los rayos solares, dejando que le calentaran el cuerpo y le secaran la ropa.

El claro se abría como un balcón sobre el ancho valle rodeado de blancas montañas. Pudo distinguir las murallas de Vitoria en el centro, encaramadas a lo alto de una loma. Desde allí, la villa coronaba el valle, con sus cuatro torres recortadas por las finas mantas de la neblina desgarrada.

Alrededor de ella se extendía el inmenso valle donde Julián había desarrollado toda su vida; conocido como la Llanada, se trataba de un paisaje ondulante que alternaba terrenos llanos y suaves colinas y moría en las faldas de las montañas nevadas. Desde el lugar donde se encontraba, en las pendientes de las montañas del sur, Julián podía apreciar el mosaico infinito de colores verdes y pardos que formaba el tapiz que cubría la Llanada; eran cientos de campos de cultivo, ríos, espesos bosques y las pequeñas aldeas de los campesinos y los pobladores del lugar, que asomaban con timidez entre las finas columnas de humo de las casas y los campanarios de las iglesias.

Una de esas congregaciones de casitas era su aldea. Se asentaba un poco más al este, en las faldas de las mismas montañas donde se encontraba. Observó el sol y dispuso las dos manos abiertas entre la posición del astro y el horizonte. Cabían dos manos y media, unos diez dedos porque el pulgar no contaba. Si había amanecido a las ocho serían las diez y media, una hora por cada cuatro dedos. No quedaba mucho para mediodía. Debía darse prisa. Sus dos amigos lo esperaban un poco más abajo y debían llegar a misa para las doce.

Aceleró el paso pendiente abajo, dejando el pequeño balcón natural atrás. Cuanto más bajaba, el bosque era menos espeso, ya no había nieve y hacía menos frío. Poco después halló otro claro. Y allí los vio, esperándolo.

Lur permanecía con el hocico en la tierra, pastando en los hierbajos del claro. Era un maravilloso caballo de pelaje castaño. Lo había acompañado desde pequeño, estando presente en los momentos más importantes de su vida. Juntos habían compartido infinidad de aventuras, protagonizado excursiones por la Llanada y los reinos de alrededor, descubriendo lugares inhóspitos y vírgenes, rincones escondidos que nadie conocía. Juntos habían compartido cientos de noches estrelladas en las que solo existían ellos dos y los sueños del más allá. Era un hecho poco común disponer de caballos entre los agricultores, a no ser que fueran de origen salvaje. Además, podía resultar costoso mantenerlos. Pero Lur, junto con su hermano Haize, que era el ejemplar que montaba su padre, habían sido dos regalos de su abuelo hacía ya ocho años. Y pese a la comida y el cuidado que requerían en el establo de casa, habían llegado a ser muy útiles en los campos, comiéndose las malas hierbas y abonando la tierra con sus excrementos. Además, en alguna ocasión los habían ayudado como animales de carga, cuando la tierra estaba muy dura y era difícil ararla a mano.

Lur levantó la cabeza al olerlo y movió la cola. Se alegraba de verlo y Julián sonrió.

—Hola, viejo amigo —le susurró al oído mientras le acariciaba el lomo y la crin. El caballo lo miró con sus enormes ojos negros y el joven sintió cómo sus músculos se relajaban bajo su contacto. Amplió su sonrisa—. ¿Y dónde se esconde nuestra pequeña acompañante? —añadió, mirando alrededor.

—No soy pequeña…

Una niña de unos siete años apareció de los árboles que rodeaban el claro cargada con una cesta más grande que ella. Avanzaba con dificultad, sus bracitos no le daban para abrazar la carga y parecía que su contenido se fuera a caer en cualquier momento.

—Si fuera una niña pequeña no la habría cargado de perretxikos.

Dejó caer la cesta al suelo y se sentó en una piedra con los brazos cruzados. Julián rio alegre ante la presencia de la niña.

—¿Has tenido algún problema para encontrarlos? —le preguntó.

—¡Qué va! —exclamó Miriam, orgullosa—. Perretxikos de primavera: en febrero solo nacen en claros bajo el sol, tienen un sombrero blanco y se encuentran en grupos.

Julián aplaudió con efusividad.

—¡Veo que te has aprendido bien la lección!

Ella le restó importancia con un ademán de la mano muy exagerado.

—Ya te lo decía. No soy tan pequeña como tú te piensas. —Se había vuelto a levantar porque unas ramitas le habían llamado la atención—. ¡Mira! —exclamó mientras las alzaba emocionada—. Secas y pequeñas. ¡Perfectas para hacer un fuego!

Julián rio con agrado y observó a su pequeña amiga. Miriam era una niña incansable. Tenía la tez pálida y un revoltoso pelo enmarañado, y sus intensos ojos azules se movían curiosos, deseosos de captarlo todo. Estaba hecha un palillo y parecía tremendamente frágil, pero ello no impedía que se moviera con brío.

Julián recogió la cesta y la ató a los arreos de Lur.

—Vamos, Miriam, nos esperan en la aldea.

La niña asintió y dejó su juego a regañadientes. Julián estaba impaciente. Quería llegar a la aldea cuanto antes porque sabía que su padre ya estaría de vuelta. Bajaron por un estrecho sendero hasta el Camino Real.

El Camino Real era el principal y más transitado de aquella zona. Unía las principales ciudades del país y cruzaba el valle de lado a lado, entrando por el suroeste, pasando por Vitoria y saliendo por el este. Alrededor de él, asomaban cientos de caminos y senderos más estrechos y embarrados que se perdían en el laberinto de campos y bosques de la Llanada. Algunos conducían a las aldeas, otros a ermitas perdidas por el valle, muchos comunicaban los campos de labranza entre sí, y también había los que conducían a las montañas y a las tierras pastoriles como el que habían empleado ellos. Julián llevaba años recorriendo esos senderos, y siempre acababa descubriendo nuevas rutas y nuevos lugares.

Miriam montaba a Lur, porque, aunque no quisiera admitirlo, estaba cansada.

—Madre y padre estarán muy contentos de que sepa montar a Lur —comentó ella, relajada.

Era hija única. Sus padres vivían en la casa más humilde de la aldea y, desde que Julián tenía memoria, ambas familias, la suya y la de Miriam, habían sido inseparables. Por ello, muchas veces Miriam hacía compañía a Julián mientras trabajaba o subía a los montes en busca de frutos.

—Mi madre dice que eres un cielo. Dice que te estará agradecida toda la vida por enseñarme tantas cosas.

—Pues dile que eres mi amiga y a los amigos hay que cuidarlos.

Teresa, la madre de Miriam, e Isabel, la de Julián, habían compartido una estrecha amistad desde su infancia. Ambas habían vivido toda la vida en la aldea, compartiendo juegos, secretos de niños y no tan de niños, experiencias alegres y también experiencias tristes. Siempre se habían tenido la una a la otra para apoyarse mutuamente hasta que una extraña enfermedad se llevó a la madre de Julián cuando este contaba cuatro años.

Tras aquello, y tras la muerte poco después del hermano mayor de Julián, Miguel, Teresa y su marido, Pascual, se habían volcado en ayudarlo a él y a su padre. A menudo, ella se había prestado para limpiar su casa y lavar sus ropas en el lavadero; por otro lado, Pascual había sido el inseparable compañero de Franz durante las largas y duras jornadas de trabajo en el campo.

A pesar de ello, el mayor apoyo que había tenido Julián durante todos aquellos años era el de su padre. Y sabía que el sentimiento era mutuo. Ellos habían convivido bajo el mismo techo, aquel que albergaba aún el olor de sus seres queridos, compartiendo aquellas largas noches de invierno en silencio, con las miradas perdidas en el fuego de la chimenea y en los felices recuerdos de años atrás. En aquellos momentos junto al calor de la hoguera apenas hablaban. No lo necesitaban. Tenían el firme sentimiento de que aquella carga la compartían entre los dos, y el joven sabía que cuando una carga así la compartes con un ser querido, su peso no se reduce hasta la mitad, se reduce mucho más.

Lo había percibido con los años, cuando empezó a ser consciente del orgullo que delataban los ojos de su padre cuando lo miraba, del empeño con que le enseñaba los secretos del campo y del monte, de la ilusión con que le levantaba cada día, cuando todavía era de noche, para desayunar juntos e iniciar el nuevo día con las estrellas aún centelleando en la oscuridad.

—Tienes que buscar tus sueños, hijo, y no dejes que nadie se interponga en tu camino hacia ellos —solía decirle casi de madrugada, mientras pasaban el arado por los duros surcos de tierra—. Yo encontré mi sueño aquí, en estas tierras, en nuestra casita, en la vida junto a tu madre y junto a vosotros.

Cuando le decía eso, no podía disimular la melancolía que le embargaba la voz.

Julián era muy pequeño cuando sucedió, aún albergaba un corazón de niño, y cuando se es niño uno tiene una especie de coraza alrededor que lo protege de los golpes de la cruda realidad, velándolo todo como si de un sueño se tratase. Aun así, con los años comenzó a darse cuenta de que lo único que le quedaba a su padre en el mundo era él, su verdadera razón para continuar sonriendo, el último trazo de su sueño, aquel que, si no fuera por su existencia, se habría desmoronado hacía tiempo. Y Julián, consciente de ello, se había esforzado siempre por ser un buen hijo y no defraudarlo.

Franz provenía de una antiquísima familia noble de origen alemán. Había nacido en el castillo de Valberg, en la Baja Sajonia alemana, y era hijo de Gaspard Giesler von Valberg y Catalina de Marlón, los abuelos de Julián. Catalina había fallecido antes de que él naciera. Franz siempre había tenido un espíritu inquieto, de pensamientos propios y muy firmes. A los veinte años había abandonado sus estudios y su vida en Alemania para emprender un viaje por otros países. Según sus palabras, «en busca de una nueva vida, en busca de sus sueños».

Y allí, en aquella remota aldea al sur de la Llanada, había encontrado a Isabel. Los padres de ella, a los que Julián jamás llegó a conocer, eran labriegos de origen humilde, pero a Franz jamás llegó a importarle, la vida que encontró en la Llanada era la vida con la que había soñado siempre.

Por lo que Julián sabía, que Franz contrajera matrimonio con una campesina no supuso ningún problema para su padre. Gaspard era un hombre visionario que hacía caso omiso de las arraigadas costumbres aristocráticas a las que por apellido y poder pertenecía, y Franz había heredado esa misma actitud desinteresada. En torno a la figura del abuelo de Julián siempre había habido un halo de misterio. Los visitaba a menudo, sobre todo cuando Franz y él habían de emprender alguno de sus viajes. Cada una de sus visitas era diferente y el muchacho siempre las esperaba con ilusión. Su abuelo era un gran contador de historias y le deleitaba con ellas al calor de la chimenea.

Su padre siempre hablaba de Gaspard como si fuera uno de aquellos héroes caballerescos de los libros. Decía de él que no había nadie en la Tierra que hubiera visto más mundo. Según sus palabras, había recorrido en solitario caminos que vagaban por los límites del mundo conocido, descubriendo reinos lejanos cuyos habitantes vivían en tribus y hablaban lenguas ininteligibles. Decía, incluso, que había compartido mesa con reyes y gobernantes de otros países y que había conocido a las personas más inteligentes y más sabias de la Tierra. Personas con dones especiales, personas que sabían cómo leer el pasado, el presente y el futuro en la manera que se dejan leer.

Cuando era pequeño, Julián no entendía por qué su abuelo vivía en un castillo y ellos en una humilde casa de labriegos.

—Padre, ¿por qué el abuelo vive en un castillo y nosotros no? —le había preguntado.

Franz lo había mirado con ternura.

—¿Eres feliz, hijo mío?

—Sí… aunque lo estoy más cuando juegas conmigo o cuando tenemos carne con verduras para cenar.

—Pero son más las veces que estás contento que las que estás triste, ¿verdad?

Julián había asentido con efusividad, como dando por sentado algo que ya se sabía.

—¡Claro que sí!

—Entonces —le había dicho su padre—, ¿para qué quieres un castillo?

Ante la pregunta Julián no había sabido qué responder y Franz le había posado la mano en el hombro, sonriéndole con cariño.

—Verás, hijo. El que uno posea un castillo no significa que vaya a alcanzar la felicidad. Puedes tener todos los tesoros del mundo guardados entre sus muros, pero jamás serás capaz de amarlos a todos porque tu corazón no es tan grande. Te sentirás perdido, cegado por tanto brillo. Yo prefiero tener unos pocos tesoros bien elegidos a los que sienta que dedico todo el amor que se merecen…

Miriam lo despertó de sus pensamientos. Absorto en ellos, se había quedado algo rezagado.

—Vamos, ¡a tu paso no llegaremos!

—¡Ya voy, ya voy! —Julián corrió hacia ella, las botas crujían sobre la tierra helada.

Tenía ganas de volver a ver a su padre. Tal vez, con un poco de suerte, Gaspard estaría con él.

En algunos puntos el camino era lo bastante ancho para que pasaran dos carros a la vez. Aquel día no se habían cruzado con nadie, puesto que aquellas horas pertenecían a la iglesia y la gente se acicalaba con sus mejores ropas para acudir a misa.

En otros tiempos los caminos habían sido más seguros, pero las crisis de las cosechas habían producido un aumento considerable en los asaltos y las emboscadas, con especial ímpetu en las zonas más boscosas. Estas, pobladas de encinas y robles, además de albergar buena leña y abundantes bestias que cazar, habían pasado a ser refugio de bandidos y proscritos.

El camino trazaba una ligera curva hacia la izquierda, encarándose a la ciudad de Vitoria, la cual aún no veían y que Julián calculaba que tenía que hallarse a menos de una legua de distancia. Enseguida debían encontrar el desvío a la derecha que conducía hasta la aldea.

La curva no les permitió oír el sonido de los cascos de media docena de caballos que venían por detrás. Era un escuadrón de jinetes franceses y pasaron al galope muy cerca, casi rozándolos. Lur caracoleó inquieto y Miriam soltó un pequeño grito. Los jinetes se alejaron dejando una nube de polvo tras de sí, ninguno volvió la mirada.

Julián cogió a Lur por el ronzal y le acarició el hocico para que se relajase.

—Soo… tranquilo, tranquilo. —Levantó la mirada hacia su pequeña amiga. Estaba algo asustada—. ¿Estás bien?

—Quiero bajar… —musitó con los ojos humedecidos.

—De acuerdo, bajemos entonces. —Y Julián ayudó a su amiga a bajar del caballo—. No te preocupes, enseguida llegaremos a casa —empleó su tono más tranquilizador, no quería que la niña se asustase por aquellos extranjeros.

Ya habían transcurrido tres meses desde que las tropas francesas cruzaran los Pirineos y llegaran a sus tierras y aún seguían acampados en el valle; sobre todo en Vitoria y sus inmediaciones. Aunque, en realidad, por las noticias que traían los arrieros y mercaderes de otros lugares, se debían de haber asentado en todo el país, en torno a los caminos principales y las ciudades más importantes.

En los últimos tiempos todo el mundo había oído hablar de las conquistas que el emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, protagonizaba en otros lugares de Europa, los cuales sonaban lejanos e inhóspitos para la mayoría de la gente. Sus poderosos ejércitos vencían allá donde iban, borrando fronteras, cambiando dinastías y tejiendo un gran imperio.

Muchos hablaban en favor del emperador, diciendo que traía la modernidad y el progreso que la Revolución Francesa había engendrado veinte años atrás. Pero otros se referían a él como un dictador, un cruel y despiadado caudillo que ambicionaba ser el dominador del mundo y que solo traía muerte y desolación con sus guerras.

El pueblo no entendía de alianzas y tratados, pero se confiaba en el buen hacer de los reyes. Por eso, cuando Carlos IV, rey de España, y sus más allegados asesores firmaron aquel tratado con el emperador francés, todo el mundo creyó que era por el bien de la nación.

A pesar de ello, cuando a principios de noviembre del año anterior asomaron los primeros rumores de la inminente llegada de las tropas francesas, la gente comenzó a presentir con resquemor, curiosidad e incluso miedo los inminentes acontecimientos.

Julián y su padre habían acudido a Vitoria para presenciar el espectáculo. La ciudad se había paralizado de tal forma que las obras más importantes que se estaban llevando a cabo, como la reforma del hospital de Santiago, se suspendieron en su totalidad. Recordaba con claridad aquel día. El cielo estaba encapotado y hacía un frío que penetraba hasta los huesos. Eran las diez de la mañana cuando se empezaron a escuchar los redobles de los tambores a lo lejos, aumentando en intensidad. Poco más tarde, el retumbar del paso firme y marcial de la infantería francesa y las pisadas de los caballos inundó las calles repletas de gente. Todos los vitorianos, confundidos, inquietos y excitados al mismo tiempo, veían atravesar por sus calles miles de soldados franceses a bandera desplegada con destino a Portugal. Julián recordaba a un oficial, encaramado en lo alto de un carro, pregonando con acento francés que, en virtud de aquel dichoso tratado que los reyes habían firmado, mientras las tropas se alojaran en suelo español estas deberían ser alimentadas y mantenidas a costa de los nativos.

Al principio aquello no preocupó demasiado a la gente, pero no pasó mucho tiempo antes de que la extraña situación empezara a adquirir tintes más oscuros.

Al pasar la primera avalancha de soldados, quedaron acampados en Vitoria y sus inmediaciones más de seis mil hombres al mando de un conde francés llamado Verdier. Todos en la ciudad y en las aldeas pensaban que estarían solo unos pocos días, pero las semanas pasaban y aquellos hombres seguían allí acuartelados, conviviendo con ellos. Empezaron a llegar noticias de que estaba pasando lo mismo en otros puntos de la península, con el estacionamiento de guarniciones. Se empezaron a oír rumores de desmanes cometidos por las tropas francesas, de nuevos impuestos y requisas que se hacían a la fuerza por los soldados intrusos para mantener y costear su alojamiento. Los nervios aumentaron cuando en diciembre un segundo cuerpo del ejército francés hizo su entrada en Vitoria. Se dijo que su general, un tal Dupont, desde el primer contacto con las autoridades locales había dado muestras de una actitud muy poco amistosa.

La confianza en el buen hacer de los reyes perdía firmeza, y lo que aquel tratado traía consigo se revelaba como una situación inquietante que despertaba temores en el pueblo.

Al menos, en la aldea la vida continuaba su curso habitual. Se hallaba a cinco leguas de la ciudad, al amparo de las montañas y entre colinas y bosques, privilegiada aún de no ser testigo directo de la presencia francesa. A pesar de ello, los vecinos se mostraban temerosos de ser objeto en breve de los sangrantes impuestos para alimentar a las tropas extranjeras.

Alentado por lo ocurrido y la inquietud de sus pensamientos, Julián había acelerado el paso sin percatarse de que Miriam se había rezagado. La pobre niña daba dos pasitos mientras él, con sus largas piernas, solo daba uno.

Fue en ese momento cuando el estruendo de los cascos volvió a inundar el lugar. Julián vio asomar por la curva del camino seis jinetes franceses, acercándose al galope. El sol había secado la tierra y nubes de polvo secundaban a las bestias, que, con los pechos sudorosos, resoplaban emitiendo espuma por la boca.

Miriam se encontraba en mitad del camino y los caballos no aminoraban su imponente marcha. Eran sementales enormes, con unos cuartos extraordinariamente fuertes que hacían temblar la tierra. Miriam comenzó a correr todo lo que sus delgadas y cortas piernas le permitían. Parecía una flor bella y frágil bajo el estruendo de la terrible fuerza de los cascos que amenazaban con aplastarla.

Julián gritó. Gritó a Miriam para que se apartase del camino, gritó a los jinetes para que redujeran la marcha. Pero nadie le oía. Uno de los franceses azuzó a su montura y se adelantó de la formación. Sus cascos retumbaron, abalanzándose en imparable sentencia sobre la pobre niña.

Entonces hubo un ligero tirón de riendas, en el último momento. Sus flancos rozaron el cabello de la niña, haciendo que le ondulara suavemente, de manera despreocupada. Y el jinete pasó de largo.

Julián respiró. Miriam se había hecho a un lado del camino y estaba intacta. El jinete se detuvo, secundado de inmediato por el resto del escuadrón. Julián corrió hacia su amiga y la abrazó con fuerza. Ella lloraba.

Sin soltarla, fulminó con la mirada al jinete que casi la había atropellado, y le sorprendió ver una sonrisa amarillenta asomar en un rostro inquietante. El francés tenía la casaca azul propia de su ejército, descolorida y desabrochada hasta el pecho, y sujetaba a su montura de las riendas. Su sonrisa se amplió, arqueando una barba descuidada. No había disculpa en su mirada, solo burla. Una burla que enfureció a Julián e hizo arder sus venas. Había estado a punto de matar a una niña, y solo se había tratado de un juego para él. ¿Cómo demonios podía reaccionar de esa manera? ¿Cómo podía estar sonriéndole?

—Cuida mejor a tu hermanita —le chapurreó el francés en castellano.

—Cuide usted a su caballo y a su mente temeraria —le escupió Julián en un inesperado alarde de valentía.

Al francés no pareció agradarle la respuesta y su sonrisa desapareció. Su mano derecha soltó la rienda y se acercó al pomo de la pistola enfundada en uno de los arzones de piel que colgaban de su silla de montar. La rozó con la yema de los dedos.

—Más te vale esconder esa lengua, rapaz. O te la cortaré.

La amenaza tambaleó la firmeza del joven. Apretó más a Miriam contra su pecho en un afán por evitar que oyera aquellas palabras. Procuró no parecer amedrentado, aunque hubo de contenerse. Su lengua deseaba responder, no dispuesta a dejar pasar por alto la injusticia acontecida. Pero pensó en Miriam y supo de inmediato que corría gran riesgo si se mostraba demasiado imprudente. Resolvió mantenerse en silencio, aunque sin bajar la mirada.

Por un momento ambos se contemplaron en un reto silencioso.

Entonces, la voz de otro de los franceses alivió la tensión que se había producido. Era rubio y con dos trenzas colgándole de las sienes hasta los hombros. Su uniforme aparecía inmaculado, con un dormán azul brillando bajo el sol y los arreos de su montura impecablemente acicalados.

—Déjalo, Croix. Vámonos ya.

El francés de la barba descuidada fulminaba con la mirada a Julián. Permaneció quieto, sobre su montura, pensativo. Al fin pareció esbozar una nueva sonrisa, una sonrisa lobuna de dientes amarillos que no agradó al joven y sustituyó cualquier palabra. El soldado tiró de las riendas y se dio la vuelta, haciendo trotar a su cabalgadura hasta llegar a la altura de sus compañeros.

Volvieron a clavar espuelas y el escuadrón se alejó de allí.

Poco después, cuando el polvo se hubo disipado y el silencio se hubo hecho, la voz de Miriam asomó de entre los brazos de Julián.

—Quiero volver a casa…

Después de lo sucedido, Julián caminaba con brío mientras con una mano sujetaba a Lur del ronzal y con la otra agarraba la de Miriam con fuerza. Su pecho se estremecía bajo su camisa empapada en sudor; deseaba llegar a casa cuanto antes.

Las primeras casitas de la aldea los recibieron tras una colina y la sensación de estar de vuelta lo tranquilizó. Allí se sentía seguro.

La suya era la más alejada. Había que atravesar la aldea entera, que constaba de doce hogares, la iglesia y el lavadero, hasta acercarse a los pies de las montañas.

El lugar permanecía inmerso en un extraño silencio impropio de los domingos. No había nadie trabajando en los campos, ni en las huertas o las eras que rodeaban las casas. Tampoco vieron a nadie en la entrada a los zaguanes de aquellos hogares de piedra con buhardilla a dos aguas, ni en las cuadras y las bordas donde guardaban la paja, los granos y los aperos de labranza. No había nadie asomando por las ventanas.

No se oía el salmo del párroco en el interior de la iglesia.

—¿Dónde están todos? —preguntó Miriam.

Julián la tranquilizó. Desde el suceso con los franceses, la muchacha parecía estar muy sensible, deseando volver con sus padres.

—Vayamos a mi casa a dejar a Lur en el establo, y después los buscaremos.

Miriam asintió, de buena gana.

Pese a sus palabras, a Julián le extrañaba no ver ni una sola alma.

En cuanto recorrieron el sendero que conducía a su casa, supieron de inmediato que algo no iba bien. Enseguida descubrieron la razón de por qué la aldea estaba desierta. Sucedió al asomar los muros de su hogar al final del camino. En la entrada a su casa, estaban todos los habitantes de la aldea, reunidos en torno a algo que desde la distancia Julián no podía distinguir.

—¡Mira! —exclamó Miriam, soltándose de su mano—. ¡Están ahí!

Julián vio cómo los aldeanos se percataban de su llegada y se volvían hacia ellos. Vio a Pascual y a Teresa salir del grupo para reunirse con su hija, que ya corría con los brazos abiertos. Cuando llegó a la altura de su madre saltó sobre ella y la envolvió en un abrazo. Pero el semblante de esta estaba envuelto en lágrimas y enseguida dejó a su hija para centrar su atención en Julián.

Este había fruncido el ceño, extrañado ante la presencia de los aldeanos en la entrada de su casa. Cuando contempló cómo Pascual y Teresa se le acercaban, sintió una repentina sacudida en el estómago.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Las mejillas de Teresa brillaban bajo la luz del sol, cubiertas de lágrimas. Su voz tembló, quebrada por la emoción.

—Es tu padre… —balbuceó.

Julián sintió cómo la inquietud se apoderaba de él. El corazón se le cerró, contrayéndose en un puño.

Pascual, que acompañaba a su mujer del brazo, se le acercó con el semblante abatido. Sus ojos azules, siempre saltones y vivos, yacían hundidos. Su habitual buen humor había desaparecido. Sus botas crujieron al cruzar la tierra encharcada y se detuvieron frente a Julián.

—Franz ha muerto.

Franz ha muerto.

Fue un impacto, como un tremendo golpe en la cabeza. Un golpe que le sacudió la mente con una violencia brutal, sin piedad. Parpadeó, aturdido, sin entender lo que estaba sucediendo. Negó con la cabeza, y sintió cómo un velo brumoso lo envolvía con una serenidad heladora, convirtiéndolo todo en un gélido sueño, un sueño fatal. Pero no. La figura de Pascual seguía ahí. Delante de él, observándolo con el rostro derrotado. Y detrás estaban Teresa y Miriam. Y más atrás, el pueblo entero.

—No es posible… —Fue lo único que llegó a decir.

Pero en su interior lo repetía, lo repetía una y otra vez. «No es posible, no es posible…». Lo repetía, mientras se acercaba a la puerta de su casa, negando aquella realidad que cada vez se asentaba más y más en su interior, poco a poco, despiadadamente, con el peso de un yunque de hierro, aplastándole sin compasión, mientras los aldeanos se apartaban para dejarle pasar. Y al fin, ante él, asomó un carro, custodiado por dos alguaciles.

Tendido sobre los maderos estaba el cadáver de su padre.