32

Julián caminaba por las bulliciosas calles de Cádiz; lo hacía cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos de los calzones. Su semblante permanecía sombrío, ajeno a los entretenimientos que proporcionaban los comercios, las tabernas y las gentes que le rodeaban coloreando las calles.

La noche anterior, al igual que las demás durante la última semana, había esperado a Diana en la puerta de la posada para acompañarla a su casa y compartir lecho. Pero ella no había aparecido y después no había dado señales de vida.

Durante aquellos días Julián había descubierto algo desconocido para él. Diana le había enseñado secretos de alcoba que jamás se hubiera podido imaginar. Placeres fugaces e intensos que una vez concluidos le dejaban exhausto pero que volvía a desear poco después, hechizando su mente en un círculo vicioso.

No saber de Diana no era la única razón de su malestar. Aquella mañana se había despertado envuelto en una extraña sensación: pese al día soleado que hacía, parecía que el mundo sonreía un poco menos.

Mientras recorría una zona de tabernas en la que se ofrecían puestos de comestibles que olían a pescado fresco, su mente volvía a volar hacia sus recuerdos, rememorando la imagen de sus seres queridos y de sus amigos. Con el paso del tiempo, la necesidad de saber de ellos se hacía cada vez mayor y a veces la ansiedad lo dominaba. Al igual que muchos otros días, se sintió envuelto por la nostalgia y añoró la protección de aquel hogar que ya no tenía.

De camino de vuelta a la posada pensó en Roman. Continuaba ausentándose diariamente y aún no le había explicado la razón de ello.

Se detuvo frente a una tienda de mariscos, seducido por el atrayente aroma y los vapores que desprendían. Roman le había dado algunas monedas que guardaba en el bolsillo escondido de su capa, que tenía cerrado con hilo y descosía cada vez que necesitaba sacarlas. Aquel día no la llevaba consigo, pero en los bolsillos de los pantalones disponía de tres reales con veinte maravedíes, por lo que disfrutó de un buen bocado de aquel desconocido pescado para él, el cual tenía un sabor exquisito y muy fresco.

La noche se hacía ya en la ciudad cuando llegó a la posada.

Entró en la taberna con la esperanza de encontrar a Diana. No la vio, pero el posadero Ramón le hizo una seña desde detrás de la barra para que se acercara.

—Su tío lo ha estado buscando —le dijo mientras se secaba las manos con un trapo mugriento—. Parecía impaciente —añadió, señalando hacia el piso superior, hacia las habitaciones.

Julián asintió y le dio las gracias. Subió a la habitación y allí encontró a Roman, sentado en la única silla de la estancia, fumando su pipa. Se levantó del asiento nada más verlo.

—Por fin he encontrado lo que buscaba —le dijo con entusiasmo en la voz. Cogió la casaca que tenía desplegada sobre la cama y se puso su sombrero de tres picos—. Has de acompañarme.

—¿Adónde vamos? —preguntó, extrañado.

Roman se acercó y apoyó su ancha mano sobre el hombro del joven. Torció el grueso bigote en lo que parecía una mueca de complicidad y sonrió. Sus ojos grises lo miraban brillantes y vigorosos.

—Te lo explicaré por el camino.

Caminaron hacia el puerto, donde Julián percibió un ambiente más tenso que en el resto de la ciudad. Se rumoreaba que las tropas de los aliados generales Graham y Lapeña estaban embarcando para hacer una incursión en territorio enemigo. Al parecer, la exitosa campaña de Wellington en el norte de Portugal había provocado la necesidad de refuerzos franceses. Por ello, tropas que asediaban Cádiz se habían tenido que trasladar al frente luso, viéndose reducido el contingente francés sobre el sitio de la ciudad a unos quince mil hombres al mando del mariscal Victor.

Aprovechando ese momento de debilidad, los aliados guarnecidos en Cádiz habían decidido actuar. Se decía que tenían la intención de desembarcar en Tarifa y presentar batalla en el cerro Cabeza de Puerco.

Cuando desembocaron en el paseo de las murallas, Roman tosió ligeramente y se aclaró la garganta.

—¿Aún conservas la lista que me enseñaste?

Se detuvieron frente a un baluarte que daba a la bahía. Un hombre uniformado comenzaba a encender los faroles y las antorchas del paseo mientras los centinelas cambiaban de guardia. Cuando una pareja de enamorados pasó de largo, Julián extrajo el papel de su bolsillo y lo desplegó a la luz de los faroles. Roman volvió a escrutar lo escrito en la hoja que ya empezaba a adquirir tonos ocres.

—Cuando me hablaste de tus sospechas —comentó con los ojos entornados en torno al papel—, hubo algo que me inquietó y me hizo pensar. Y fue esto. —Roman señaló la penúltima frase de la lista. Julián se inclinó ligeramente para verla, aunque se la sabía de memoria:

«Recuerda que siempre habrá de haber alguien que conozca de los legajos de Gaspard; si no fuera así, preguntad por el guardián de vuestro legado».

—Cuanto más pienso en ella más seguro estoy de que contiene un mensaje oculto —continuó su tío mientras reanudaban la marcha—. Creo que Franz quiere que leamos entre líneas.

—Por no mencionar que en ella habla de unos legajos —añadió Julián con tono de reproche—. Como propuse desde el principio.

—Sí, Julián. Pero yo entonces desconocía tu lista. Hasta que no me la enseñaste y leí las palabras de tu padre antes de morir, no encontraba sentido a todo esto.

—Dudo de que no supieran nada dentro de la Orden —repuso el joven—. El otro día me encontré al hermano Gauthier en la taberna y me aseguró que los rumores existían.

Roman tenía la mirada perdida en la oscura bahía del otro lado.

—Desde luego que existen —aseguró. Después bajó la voz y agachó la mirada hacia el suelo adoquinado—. Hay otro aspecto que también me tiene un tanto desconcertado… —carraspeó, inquieto, y miró a Julián—. Aquellos hombres, los franceses que requisaron tu casa… dijiste que buscaban algo, ¿verdad? Algo entre los libros.

Julián asintió.

—Sí, estoy seguro.

Roman se pasó la mano por el bigote, reflexivo.

—Me desconcierta que entre los propios miembros de la Orden no sepan con certeza de su existencia y esos franceses estuvieran tan seguros —comentó.

Julián se detuvo.

—Entonces, ¿tú también crees en la posibilidad de que haya un espía dentro de la hermandad? ¿Un traidor?

Su tío continuaba acariciándose su enorme mostacho canoso con la mirada desviada.

—Es posible.

Julián volvió a señalar la lista.

—¿Crees que puede tener algo que ver con esto? —Su dedo se posó bajo la frase «No puede ser él…»—. Según el boticario, lo dijo mi padre antes de morir, aunque estaba delirando. ¿Se referiría a algún conocido? ¿A alguien cercano a la Orden?

Un pronunciado surco cruzó la frente de su tío.

—Tal vez… —murmuró.

—Si el asesino de Franz es el espía de los franceses, y este le robó el último de los legajos de Gaspard, ¿por qué siguen buscando, si ya tienen lo que querían?

—Tal vez solo tengan una parte de ellos —le atajó Roman—. Tú mismo lo has dicho: «el último de los legajos de Gaspard». Según eso, Franz solo llevaba una parte consigo cuando lo mataron. Debería haber más. —Roman reanudó la marcha, con paso decidido—. Y lo que debemos hacer es descubrir dónde se encuentran —añadió.

—¿Tiene eso algo que ver con tu ausencia los últimos días?

Roman lo miró y una amplia sonrisa de orgullo iluminó su rostro.

—El caso es que mientras tú te dejabas atolondrar por esa joven, he estado investigando con los recursos que me proporcionaba la ciudad —comentó—. Conozco a varios refugiados que me han ayudado a buscar a un hombre cuyo testimonio tal vez pueda arrojar ciertas luces. —Roman hizo una pausa para retirarse el sombrero y peinarse con la palma de la mano—. Se trata del escolta personal de Gaspard.

Julián abrió mucho los ojos. ¿Cómo no había pensado en ello? Gaspard disponía de un ayudante personal, un hombre que le acompañaba en casi todos sus viajes y no se despegaba de él. Cada vez que su abuelo les visitaba, él se alojaba en alguna posada de Vitoria. Era un hombre muy reservado, pero fiel y leal. Intentó recordar su nombre.

—¡Antón Reiter! —acabó diciendo, casi sin aire.

—El mismo. —Su tío esbozó una sonrisa—. Veo que posees buena memoria.

Julián asintió y sonrió para sí.

—Ojalá pudiéramos elegir lo que olvidamos —comentó—. Y pudiéramos recordar solo lo que queremos.

—Ojalá… —murmuró Roman con la mirada perdida—. En fin —reanudó tras haber permanecido en silencio—, me informaron de que era un refugiado más de la ciudad. Antón siempre fue un hombre muy devoto, un viejo soldado que mantenía una vida espartana. Tu abuelo le salvó de la miseria hace muchos años y desde entonces le protegía con su vida, acompañándole en todos sus viajes. Tras casi dos semanas buscándole, creo haber dado con él. Tras la muerte de tu abuelo, parece haber caído en horas bajas y frecuenta tabernas en busca de algo con lo que bañar su garganta. El otro día lo vieron en la playa de la Caleta…

La playa de la Caleta era una capa de fina arena de color canela que se adosaba a las murallas de Cádiz en forma de un arco perfecto. Estaba en la parte occidental de la ciudad, frente al Atlántico, y protegida de la bahía.

Flanqueada y amparada por el castillo medieval de Santa Catalina, muchas embarcaciones de poco calado fondeaban en sus inmediaciones en busca de la protección frente a las bombas francesas procedentes de la bahía. Durante el día solía ser escenario de puestos de pescado y marisco. Pero de noche, las tornas cambiaban y la playa se convertía en lugar de dudosa fe, asiento de música, bailes y contrabando donde personajes de toda índole se reunían para beber, jugar y pelearse. Dada su situación fuera de la muralla quedaba aparte de la jurisdicción de la ciudad. Era un lugar en el que uno debía andarse con cuidado de dónde ponía los pies y de con quién trataba.

Atravesaron una puerta guarnecida por un centinela que les hizo caso omiso y bajaron unas estrechas escaleras que daban a la playa. Era ya noche cerrada y apenas había luna. La temperatura era agradable, con la suave brisa del océano colándose en la oscuridad. La playa aparecía iluminada por una serie de antorchas clavadas en hilera a lo largo de ella, bajo los muros.

Estaba repleta de gente; sentada en simples tablones de madera clavados en la arena, bajo lonas marinas y velas de barco que cubrían los cobertizos abiertos donde se servía la bebida. Aquello era un caos sin ley: conversaciones ruidosas, hombres bebiendo y cantando canciones marineras, alguien haciendo sonar la guitarra, alguna pelea por desacuerdos del juego… Había marineros, petimetres engalanados haciendo vida nocturna, forasteros y refugiados y gentes extrañas de toda clase.

En el preciso instante en que llegaban, vieron cómo varios destacamentos de soldados ingleses embarcaban en un bote desde uno de los muelles que había en la playa. A los uniformados británicos se les llamaba salmonetes por el color rojizo de sus casacas. A unos cien pasos de distancia, en la negrura del mar, vieron las sombras de varios navíos ingleses fondeados en la zona. Al parecer, ya estaban embarcando las tropas para la incursión prevista.

Se acercaron a un botero que no daba abasto, llenando media docena de enormes jarras de cerveza en uno de los barriles que había bajo las lonas.

—Perdone, buen hombre —lo saludó Roman—. ¿Sabe si Antón Reiter frecuenta estos lares?

El botero no dijo nada y se limitó a señalar con la cabeza, puesto que las manos las tenía ocupadas. Su mentón se dirigía a una de las mesas que había más cerca. Allí había un hombre sentado solo de espaldas a ellos, con la cabeza gacha y una botella de aguardiente medio vacía ante sí.

Se dirigieron hacia él.

Mientras cruzaban las mesas, Julián se deshizo como pudo de un borracho que se le echó encima pidiéndole un cuarto de vino. Pasaron junto a un grupo exaltado de marineros que estaban armando bulla en torno a una elevada tablazón de madera. Sobre esta había una gitana bailando al son de una guitarra. Movía sensualmente las caderas y tenía la falda sutilmente subida, enseñando los morenos muslos.

—¡Súbete esa falda, gitana!

Julián se fijó en la sonrisa forzada de la muchacha. No tendría más de quince años y pensó que lo más probable era que aquella noche acabara contentando al mejor postor de aquellos babosos de la mesa. Quizás un marinero deseoso de gastar la miseria ganada en las cartas esa misma noche.

Se detuvieron frente a la mesa, en cuyo extremo el hombre tenía apoyada la cabeza, dormitando con constantes ronquidos. Julián pudo verle la cara; lo recordaba más joven, sin barba y con menos ojeras. Tras observarlo unos instantes, asintió.

—Es él.

Lo zarandearon por el hombro hasta que despertó con la mirada turbia. Tenía el cabello sucio y largo, la tez curtida y llena de arrugas y la casaca repleta de serrín. Una cruz de madera colgaba de su cuello. Tras recobrar la compostura, los miró extrañado.

—¿Quién demonios son ustedes? —balbuceó con la lengua pastosa—. ¿Los alguaciles?

Roman se dirigió a Julián.

—Trae un vaso de agua mientras yo le refresco la cara.

Hizo lo que le había ordenado y pidió una jarra de agua fría al botero que les había atendido antes y que parecía estar más tranquilo. Al volver, vio a Roman cargar con el borracho hacia la orilla para refrescarle la cara y espabilarlo.

Una vez en la mesa, cuando estuvo más lúcido, Antón miró a Roman con una sonrisa emocionada y señalándole repetidamente dijo:

—El hijo de Gaspard… mucho tiempo sin verle, supongo que ya sabrá lo bien que trabajé para su padre… —su tono denotaba una ironía desesperada—, debería ser yo el que estuviera criando malvas… —añadió, refrescándose el gaznate con la jarra de agua.

—Le hemos buscado por toda la ciudad —comentó Roman con severidad una vez que se sentaron.

—¿Ah, sí? —vociferó Antón—. ¿Y qué desean? ¿Darme trabajo? —Emitió una sonora carcajada.

—Queremos que nos hable de mi abuelo —dijo Julián, mostrando la misma seriedad que su tío.

Antón arqueó las cejas con aspecto burlesco.

—Veamos, caballeros… —dijo entonces—. Para que se hagan una idea. Pasé con el señor Giesler quince años de mi vida. ¿Pretenden que les haga un resumen o prefieren que les escriba un libro y se lo entregue por correo? —volvió a reír—. Por los clavos de Cristo, no sean como los demás, hagan el favor de concretar… —Miró a Julián con el ceño fruncido—. Por cierto, usted es el hijo de Franz, ¿verdad? Dios mío, se ha hecho todo un hombre, seguro que tiene varias mozas detrás…

Julián prefirió hacer caso omiso y se centró en lo que el hombre había dicho poco antes.

—¿No sean como los demás? ¿Acaso ha venido alguien más preguntando?

Antón suspiró y los ojos se le desviaron hacia la jovencita que bailoteaba sobre la mesa de enfrente. Acababa de subirse la falda y los hombres gritaban emocionados.

—Hace unas dos semanas —mencionó, sin apartar la mirada de la danza—, un hombre vino preguntando por el señor Giesler. Se me acercó en un tugurio de la Viña y el muy perro fue listo, pretendiendo engatusarme con varias jarras del mejor vino que ofrecían en el local. Yo acepté encantado, pero, a mis años, la sangre de Cristo ya no me suelta tanto la lengua. Como no me hizo gracia el tipo aquel, le conté una mentira como una casa.

—¿Qué le preguntó sobre Gaspard?

Antón Reiter se volvió hacia ellos, por un momento la bruma de sus ojos se disipó y Julián pudo ver una mirada perspicaz oculta tras ellos. Los observó durante unos momentos, en silencio.

—Verán —acabó diciendo con una sobriedad desaparecida hasta entonces—, sé que el señor Giesler los apreciaba mucho a ambos. Él ahora está muerto y ciertamente no tengo entre mis manos ninguna gran verdad que él me revelara. Pero hay algunos hechos singulares… —no terminó—. En fin, ustedes son sus descendientes y me imagino a qué se debe tan repentino interés…

—¿Qué quiere decir con eso?

—Supongo que buscarán lo mismo que aquel extraño que se me acercó… —Los miró con interés—. Tienen suerte de llevar la sangre de Gaspard, lo haré por él. Les contaré una experiencia singular que quizá les sirva de algo…

»Fue en una de las visitas que hizo el señor Giesler a vuestra pequeña aldea —comentó el hombre señalando a Julián—. Después de estar con ustedes no volvimos a Valberg, como de costumbre. Continuamos más al norte de vuestras tierras y nos adentramos en lo más profundo de esos valles vascones. Aquello era un laberinto de frondosos bosques, valles nublados y montañas escarpadas. Me perdí enseguida, pero el señor Giesler parecía saber dónde nos encontrábamos porque seguía un mapa.

»Finalmente, llegamos a un pequeño castillo abandonado. Una de esas casas torre que llaman ustedes, los resquicios de sus guerras banderizas del pasado. Montamos el campamento allí durante dos días, mientras el señor Giesler estudiaba la zona. Yo jamás le preguntaba nada, me limitaba a hacer lo que me pedía.

»Pronto dio la orden de ponerse en marcha y anduvimos durante una jornada por un camino empinado que nos condujo a un monasterio asentado en las paredes de una montaña. Pasamos una temporada entre sus muros, haciéndonos pasar por penitentes. Desconocía qué diablos hacíamos allí, pero no quise interponerme en los asuntos del señor Giesler.

»La vida en el monasterio era muy tranquila y nos alimentaban bien. Solo teníamos que fingir nuestro viaje de peregrinación y acudir a las oraciones.

Antón pareció detenerse, pensativo, recordando viejos tiempos.

—Conocemos lo que nos dice —intervino Julián—. Hemos estado en la torre que ha mencionado. Fue restaurada por los monjes de ese monasterio en el que se alojaron.

El hombre pareció volver a la realidad.

—¡Ah!, sí, por supuesto —exclamó—. Gaspard siempre soñó con aquellas tierras verdes de las que venís. Cuando murió Catalina —el hombre se santiguó y besó la cruz de madera que colgaba de su cuello—, que en paz descanse, la soledad le invadió en el castillo de Valberg. Creo que le venía demasiado grande y le traía recuerdos dolorosos. Por eso tuvo la idea de cambiar de aires y buscar un lugar donde retirarse.

—La casa torre del valle de Haritzarre —lo interrumpió Julián.

—Sí, eso… cómo se llame —continuó Antón mientras se frotaba las manos—. Pero yo no creo que la búsqueda de la torre fuera el único objeto de nuestro viaje… —carraspeó, inquieto—. Durante la estancia en aquel monasterio sucedió algo extraño. Los viajes solíamos completarlos con la única compañía de nuestras monturas. Sin embargo, en aquella ocasión fue diferente. Llevábamos otras dos bestias que cargaban con un pesado carro.

—¿Con un pesado carro? —preguntó Julián—. ¿Y qué llevabais en él?

—Un baúl enorme. Desconozco qué contendría. Pero cuando salimos del monasterio ya no lo llevábamos.

La sorpresa se hizo palpable nada más oír aquello. Julián miró a su tío y sus ojos grises le respondieron con visible emoción. Antón pareció intuir la sorpresa, por lo que añadió:

—Si ese baúl solo contenía papeles, debía de haberlos a miles. Se lo digo porque pesaba como un demonio. —El hombre hizo una breve inclinación—. Si me permiten mi humilde opinión, señores, creo que Gaspard hizo aquel viaje por dos razones: una, buscar una morada donde retirarse. Y dos, guardar ese baúl en un lugar seguro y cercano a su morada. Durante nuestra estancia en el monasterio el señor Giesler entabló amistad con uno de esos monjes… un tal Agustín, si no recuerdo mal. Se pasaban el día hablando sobre la vida y todo ese tipo de varapalo filosófico… ya saben ustedes —esbozó una sonrisa y puso los ojos en blanco—, cosas de viejos. Ese monje era un tanto afeminado y para mí que bebía los vientos por el señor. Pero en fin, eso solo son conjeturas mías. El caso es que el maestro algo debió de ver en él, porque le confió nuestro pesado baúl. —Antón se excusó de manos—. Ahora bien, no me pregunten dónde demonios estábamos porque me perdí desde el principio. Para mí que subimos al purgatorio de Dante y volvimos a bajar a nuestro humanizado mundo. —Antón se cruzó de manos, satisfecho. Parecía haber concluido su relato—. ¿Desean algo más, caballeros? —dijo con tono irónico.

Al oír aquello las miradas de tío y sobrino se encontraron un instante, compartiendo las dos bocas amigas una sonrisa cómplice. No necesitaron palabras, tenían lo que querían. Entonces Julián pareció recordar algo, y se volvió hacia Antón.

—¿Quién era el hombre que preguntaba por mi abuelo?

El otro se encogió de hombros.

—Un forastero de los muchos que pueblan esta ciudad —respondió—. Muy hábil, el lobo de él.

Aguardaron mayores detalles, y Antón los miró.

—No recuerdo su aspecto, si es lo que desean saber —su tono se ironizó—. El vino mezcla los rostros, en especial en las tabernas, con tanta gente.

—Ha sido usted muy amable y le agradecemos su tiempo —intervino entonces Roman.

—Líbreme Dios, faltaría más —contestó el señor Reiter, visiblemente complacido—. Ha sido un placer.

Ambos se levantaron y estrecharon la mano al viejo escolta. Cuando se fueron a ir, Roman se volvió.

—Gaspard siempre tuvo buenas palabras para usted. Lo llamaba «mi sombra buena».

Antón les sostuvo la mirada, pero no dijo nada. Vieron cómo volvía a desviar los ojos, pero en aquella ocasión no fueron hacia la bailarina, sino hacia el mar. Le dejaron solo, sentado a la mesa, junto a una jarra de agua fría.

—¡El guardián de vuestro legado! —exclamó Julián mientras volvían, presurosos, a la posada—. Mi padre se refería al monje Agustín. Él es el guardián, ¡el guardián de vuestro legado!

Roman parecía mantener la calma más que su sobrino.

—Debemos recoger las cosas de la posada y conseguir que el maestro Hebert nos proporcione una embarcación para salir de Cádiz —dijo.

Julián asintió con un brusco movimiento de cabeza. Tenían un largo viaje por delante, pero se sentía emocionado. Iban a conocer los secretos de Gaspard, a desvelar el misterio. Seguro que su padre se sentiría orgulloso de él.

—¿Por qué nos lo dijo con un acertijo? —preguntó entonces.

—Los acertijos le agradaban mucho a tu abuelo —respondió Roman—. Son una medida eficaz para proteger un mensaje. Franz sabía que podía caer en manos equivocadas.

Cuando llegaron a la posada, Julián se detuvo en el umbral de la puerta y su tío lo miró desconcertado.

—¿Qué sucede?

—He de avisar a Diana. Tal vez quiera acompañarnos.

Roman emitió un breve gruñido.

—No sé si esa joven te conviene… —murmuró.

Julián hizo caso omiso de su consejo y se dio media vuelta.

—¡Volveré enseguida!

Cruzó media Cádiz corriendo. Era medianoche y la ciudad dormía, aunque algunas tabernas y tascas permanecían abiertas.

Llegó a la calle donde vivía la joven y se detuvo entre jadeos. Vio luz en su ventana. Empujó el portón de entrada y subió los escalones de dos en dos. Cuando llegó al piso superior le sorprendió ver la puerta entreabierta. Una luz amarillenta se filtraba del interior, de donde emanaron voces, y después una risa.

Tocó suavemente sobre la ennegrecida puerta de madera y la empujó con ciertas dudas.

Diana yacía sobre la cama, completamente desnuda. El cuerpo robusto de un hombre se movía sobre ella, embistiéndola con fuerza repetidamente. Sus piernas tersas y finas aparecían frágiles bajo los muslos poderosos del hombre. Sus gemidos de placer y su rostro anhelante congelaron el alma de Julián, anclándole sobre la tarima de aquella desconocida buhardilla.

Ella le instaba a seguir con ansia en la voz y él no paraba. No supo cuánto tiempo permaneció allí, observándolos, quieto como una estatua.

El rostro de Diana se contrajo cuando lo vio. Dejó de estremecerse.

—¡Julián! No… —exclamó.

El hombre se detuvo con fastidio y se dio la vuelta. Su rostro, amparado por unas patillas pobladas y muy negras que se unían en un bigote, mostró sorpresa ante la incursión, traduciéndose enseguida en un semblante repleto de ira. Le habían interrumpido en pleno acto y aquello era considerado algo despreciable. Se levantó. Era más alto y robusto que Julián.

El zarpazo le hirió la mejilla y lo que le quedaba de orgullo.

—Sucio cobarde…

Julián se hubiera podido defender, pero estaba tan aturdido que no pudo esquivarlo y cayó al suelo. El hombre lo agarró de la camisa, pero se escabulló y salió a gatas de la estancia, mientras oía la voz de Diana gritando tras él.

El hombre cerró con un portazo que estremeció la estructura de la casa y se hizo el silencio en el patio de la escalera. Julián respiraba fatigosamente y sangraba de la mejilla. Se quedó un rato allí, solo, tendido en el suelo del descansillo.

Al fin se levantó y bajó los escalones. El golpe en la cara le escocía, pero no tanto como la humillación recibida.

Cuando salió a la calle y le recibió una noche fresca y solitaria, pensó en lo estúpido que había sido. Se había dejado engatusar y le habían engañado.

Cruzó las calles con un andar titubeante, arrastrando los pies y clavando los ojos en el suelo arenoso y empedrado. En ningún momento percibió si la figura que andaba tras él lo hacía premeditadamente.

Poco después llegaba a la posada con un moratón en la mejilla y el cuello de la camisa rasgado. Roman lo miró con el ceño fruncido, aunque no pareció mostrarse excesivamente sorprendido.

—¿Qué demonios ha pasado? —le preguntó, sin embargo.

Julián no dijo nada y se limitó a recoger sus cosas, guardándolas en el macuto.

Su tío no insistió más. Solo le posó la mano sobre el hombro y le miró con fijeza a los ojos. Su voz sonó más tierna de lo habitual:

—Será mejor que te laves la cara y descanses. Tenemos un largo camino por delante.

De no haber sido por el escaso grosor de las paredes, sus palabras habrían flotado en la estancia, quedándose allí para siempre, teniendo a Julián como único testigo. Pero no fue así, puesto que alguien pasó por el pasillo de la escalera y se detuvo un instante al otro lado de la puerta.

Ese alguien escuchó las palabras, y asintió para sí mismo.