35
Al quinceavo golpe, el cuerpo de Roman se dobló por la mitad. En el silencio de las mazmorras, las costillas crujieron como las ramas de un árbol al caer talado. Croix estaba fuera de sí. Cuando le pegaba con la barra de hierro, sus cinco púas le desgarraban la piel en pequeñas tiras rectilíneas. Tras cada golpe, lo agarraba del pelo y lo levantaba como si de un muñeco se tratase, dejándolo erguido sobre el mástil de madera para asestar mejor el siguiente.
—Maldito miserable… ¡Habla!
Tras el decimosexto golpe se detuvo y escupió con la respiración entrecortada mientras miraba al general Louis Le Duc a la espera de la orden para seguir. Tenía salpicaduras de sangre que no era suya en la boca y en la barba.
El general guardó silencio mientras sus ojos oscuros contemplaban al viejo. Tenía la nariz rota y los ojos hinchados con enormes hematomas que empezaban a ennegrecerse. El rostro y el pecho estaban cubiertos de sangre, que emanaba de las múltiples heridas que le provocaban las púas. Al despojarle de sus atuendos poco antes, habían apreciado cicatrices viejas en su espalda, brillando, plateadas, a la luz del único farol de aquella celda en lo más profundo de las mazmorras.
No era la primera vez que le torturaban.
Al recibir la orden, Croix le volvió a pegar con el puño cerrado, en el estómago. Roman se dobló por la cintura, al tiempo que soltaba un sordo gemido.
Bajo su semblante impasible, mesié Le Duc apretó las mandíbulas. Los golpes eran tan fuertes que hasta para él suponía un suplicio contemplarlos.
Con los brazos muy abiertos y cubiertos de sangre, Croix jadeaba como un animal tras una carrera a la caza de una presa. No estaba acostumbrado a tal resistencia.
—¡Habla, joder! ¡O te corto los huevos! ¡Lo juro!
Un nuevo golpe, esta vez en la cara. Saltaron gotas de sangre.
El general apartó la mirada. Una gota le alcanzó la casaca negra. Se mantuvo erguido y altivo, con las piernas ligeramente abiertas y las manos juntas detrás. Se había despojado del sombrero y en aquel momento se desprendía del pañuelo del cuello. Allí, en los sótanos de aquella cárcel en Madrid, solían proceder con los interrogatorios y las torturas los guarnecidos en la capital con todo brigant y sublevado capturado. Después, los arrojaban en las celdas de los pisos superiores.
Normalmente no aguantaban tanto, la experiencia decía que al décimo golpe si no sabían la verdad decían cualquier cosa con tal de aliviar el dolor. Pero aquel hombre se mantenía en silencio, recibiendo cada golpe sin gritar, ni llorar, ni pedir clemencia. Marcel hacía tiempo que se había ido, contrario a procedimientos de aquella índole.
Croix levantó al robusto hombre y lo empujó con extrema violencia contra la pared, tan fuerte que su espalda produjo un sonido sordo al impactar contra la oscura piedra. El general se pasó la mano por el cuello alto de la inmaculada casaca, holgándosela para poder respirar. Si continuaban con aquello, podían perderlo.
Pero Croix no atendía a razones. Parecía fuera de sí. Salió de la celda y volvió con una nueva barra de hierro. En esta ocasión su extremo brillaba al rojo vivo, recién salido del horno que había en una dependencia ajena.
—¡Ahora verás!
Levantó la barra sobre el rostro de Roman. El hombre tenía los ojos cerrados pero su rostro se iluminó de un rojo intenso. Motitas de luz volaban de la barra con serenidad y dulzura, ajenas a la atrocidad que se iba a cometer. Esta comenzó a caer, cuando un grito la detuvo.
—¡Ya es suficiente!
Croix se volvió con el hierro en las manos, mirando a su superior con cara de sorpresa. Unas venas grises asomaban por la frente de este.
—Mesié, déjeme terminar. Siempre hemos terminado.
—Ya es suficiente… —La voz del francés se había serenado—. No sabe nada.
El secuaz frunció el ceño cubierto de sudor, jamás habían detenido un interrogatorio. Dejó la barra en el suelo y se limpió las manos en los pantalones.
—Entonces, ¿qué hacemos con él? —escupió.
Louis Le Duc se pasó el pañuelo por la frente y, con el sombrero en la mano, se dirigió al umbral de la gruesa puerta.
—Que traigan unos paños mojados y le limpien las heridas —ordenó con un soplido antes de irse—. No creo que pase de esta noche.
Roman tiritaba en la oscuridad de aquella celda enterrada en los infiernos.
Habían sustituido su atuendo por un camisón y unos calzones sucios y deshilachados. Aunque estaban secos, no impedían que la humedad de aquella sombría piedra se filtrara hasta sus huesos.
Tendido en el suelo de aquel habitáculo, permanecía en posición fetal, la misma en la que lo habían dejado. No tenía fuerzas para moverse. Las heridas no dejaban de sangrar y le costaba respirar. Notaba varias costillas rotas y quién sabía si algún órgano vital. Parpadeó ligeramente y comprobó que apenas veía por el ojo izquierdo.
Pero lo peor era el frío. El dolor se había entumecido y si no se movía podía mantenerlo alejado. El farol de la pared estaba a punto de consumirse. No quería quedarse a oscuras. La calidez de su llama era reconfortante, le ayudaba a recordar, a evadirse.
La búsqueda de un recuerdo cálido y feliz había sido la llave para mantenerse alejado de todo lo que le rodeaba mientras le maltrataban. No era la primera vez que le torturaban y en su turbulento pasado le habían enseñado técnicas para evadirse y separar la mente del dolor físico. Era la única forma conocida de guardar silencio.
Pese a estar dispuesto a dar la vida para preservar el secreto de la Orden, si no hubiese sido capaz de controlar el dolor, todas sus convicciones se habrían desmoronado con tal de no sufrir más.
Mientras le pegaban, él había cerrado los ojos, y solo se había dejado atraer por la luz del farol. El resto había desaparecido. Su mente había viajado tiempo atrás, muy lejos de aquella celda, a un momento maravilloso de su vida. Y la calidez de aquella luz que provenía de algún lugar ya lejano, le había ayudado a mantenerse inmerso en su recuerdo. Su calor reconfortante había despertado unos nuevos sentidos, y en vez de sentir los golpes, sentía el contacto de su mujer, Emelie, sujetándole de la mano. Sentía su sonrisa, dirigida solamente a él, y su cabello rojizo ondeándole al viento, y aquellos ojos azules y llenos de vida, mirándolo. Cuanta vida, se había dicho; era tan intensa que solo podía ser verdad, tenía que existir.
Ahora ya nadie le golpeaba. Y a la luz del farol volvió a buscar ese recuerdo. Sonrió. También estaban Danielle, su hija mayor, y sus dos pequeñas mellizas, Gwen y Julie, con el mismo cabello rojizo que su madre. Paseaban todos juntos por un campo de trigo bajo un cielo muy azul. Solo había eso, campo y cielo… y ellos.
Julián aguardaba con el abrigo calado hasta las cejas, protegido tras la sombra que le proporcionaba el umbral de aquel portal. Observaba la calle desierta, iluminada tenuemente por faroles en las esquinas. Madrid era una ciudad peligrosa cuando caía la noche.
Vio la figura de un hombre acercarse junto a los muros de la fachada de enfrente. Caminaba ligeramente encorvado, con el rostro protegido por el abrigo y un sombrero de ala. Cuando se acercó a él y cruzó el umbral, se desprendió del sombrero. Era Pascual y traía el rostro contraído por la preocupación.
—Demonios, Julián…, lo ejecutan mañana. En la plaza de la Cebada.
El joven no dijo nada; su rostro, envuelto en las sombras del abrigo, produjo una débil mueca.
Se encontraban en una callejuela perdida a las afueras de Madrid, entre el Palacio de Oriente y la Puerta Cerrada. Pascual venía de ver a un viejo amigo de la infancia, funcionario presidiario en la cárcel de la Corte, situada en el antiguo convento del Salvador, en el centro de la capital. Su contacto era afín a las causas patrióticas y no había puesto objeción alguna para informarles. La cantidad de prisioneros en Madrid había aumentado de una manera considerable debido a la guerra, y muchos de los guerrilleros y sublevados capturados habían tenido que ser trasladados de la cárcel de la Corte a otros edificios acondicionados como prisiones, por falta de espacio.
Julián asomó la cabeza y observó el final de la calle. No tenía salida, se cerraba por un edificio lóbrego que hubiera pasado desapercibido de no ser por los dos guardias que custodiaban su entrada. Vestían uniforme francés, con los chacós puestos y las bayonetas caladas. Pese a la falta de oficialidad, aquella construcción era una de las prisiones acondicionadas. Según les habían dicho vecinos del lugar, debía haber cientos de prisioneros en su interior, hacinados como ratas. Muchas noches se oían aullidos de dolor, algunos de ellos desgarradores. Las torturas debían de ser muy habituales puesto que los sublevados solían disponer de informaciones privilegiadas sobre las guaridas de las partidas guerrilleras. El amigo de Pascual había trabajado en aquella cárcel hacía un año, cuando se puso en marcha y las autoridades locales andaban escasas de empleados. Conocía su interior como la palma de su mano.
Julián se volvió y miró a su amigo.
—Gracias —dijo al tiempo que se alzaba las solapas del abrigo—. Dime, ¿cómo te ha dicho que puedo entrar?
Pascual desvió la mirada por el callejón y dio una patada al aire, como maldiciendo.
—Cáscaras, Julián —farfulló con cierto temor en la voz—, no me fastidies, no puedes seguir con esa idea en la cabeza. Eres hombre muerto si entras ahí.
—He de hacerlo.
Pascual seguía con la mirada puesta en algún lugar de la calle, pensativo. Pareció dudar, pero acabó reaccionando con brío.
—Está bien, pues cuenta conmigo. —La voz le temblaba ligeramente. Se remangó las mangas del tabardo con una sonrisa no muy convincente—. Un par de buenos brazos labradores no te vendrán mal.
El joven sacudió la cabeza.
—No te arriesgarás —dijo con firmeza—. Lo haré yo solo. A ti te esperan Teresa y Miriam, no puedes abandonarlas.
Las facciones de su amigo se endurecieron.
—Lo llevas claro si te dejo entrar ahí. Huele demasiado a gabacho para ti solito. Si te pasa algo, Teresa me cose a palazos, y si por un casual sobrevivo a la experiencia, me rajo el cuello yo mismo, por necio.
Julián esbozó una sonrisa triste al tiempo que apoyaba la mano en el hombro de su amigo. Valoraba mucho su apoyo, porque sabía todo lo que Pascual temía entrar en aquella cárcel; el viejo labriego sabía lo que significaba dejar a su mujer e hija solas, y, aun así, se arriesgaba por él.
—Te lo agradezco, amigo mío. Pero he de ser sigiloso, la clave reside en que no me vean. Si fuéramos los dos, aumentaríamos ese riesgo.
Pascual se quedó observándolo, fijamente, y a los ojos. Después, agachó la cabeza y se miró las abarcas. Julián le apretó el hombro.
—Anda, Pascual, dime cómo entrar.
Subir a los tejados no fue lo más difícil. De pequeño solía trepar a los árboles más altos para conseguir miel y albergaba cierta práctica. Además, era ligero, nervudo y de brazos fuertes. Tras haberse colado en los huertos que había en la parte trasera de la calle, se había subido a una tapia que separaba dos de ellos y de ahí había saltado al primer tejado.
Las tejas estaban sueltas y había que andar con cuidado para no resbalar. Dio gracias a Dios cuando la luna comenzó a iluminarle dejándole ver con más claridad. Los nubarrones de la tarde parecían haberse disipado en jirones que, salvo en momentos puntuales, dejaban que la luz nocturna se adentrase con su tibia fuerza. La temperatura había bajado con la caída de la noche y los dientes le empezaron a castañear. Se había desprovisto del abrigo e iba en camisa y pantalones, y el frío era el precio que debía pagar si pretendía estar ágil de movimientos. Llevaba el sable colgado del cinturón y en la huerta se había embadurnado con tierra húmeda la camisa y el rostro, para camuflarse en la oscuridad.
Anduvo unos cincuenta pasos encorvado y pisando sobre la cubierta con toda la suavidad de la que era capaz. Las tejas brillaban bajo sus pies y algunas se tambaleaban a su paso. Tras unos instantes de equilibrio, llegó a un muro sumamente agrietado. Se ayudó de las juntas abiertas para poder escalar a la segunda y última techumbre.
Entonces se encontró con la ventana de una buhardilla. Según el amigo de Pascual, era la casa del verdugo y dentro de ella había una puerta con acceso directo al interior de la cárcel.
Respiró aliviado cuando comprobó que las contraventanas no estaban cerradas. Las hojas interiores sí que lo estaban, pero carecían de uno de sus cristales en el cuadro superior de la derecha. Metió la mano por el hueco que había entre la cruceta y el marco y consiguió llegar a la cerradura interior.
Antes de proseguir, dudó unos instantes. ¿Y si el verdugo continuaba despierto? Ser descubierto significaría el fin de la aventura y el fracaso en su intento de salvar a Roman. No podía concebir la idea de que lo ejecutaran. No podía permitirlo, debía sacarlo de allí antes del amanecer. Respiró hondo e hizo acopio de todo su aplomo. Debía arriesgarse y rezar por que el hombre estuviera dormido. Estiró el brazo y sintió el tacto frío de la cerradura. Tras forcejear unos momentos, notó el chasquido que hizo que la ventana se abriera. Al empujarla chirrió de manera escandalosa y el corazón se le aceleró. Contuvo la respiración.
Asomó la cabeza y observó el interior. La vivienda parecía estar tranquila. No se oía nada. Volvió a empujar la hoja de la ventana lo justo para poder entrar. Después, se tumbó boca arriba e introdujo los pies primero y el cuerpo después, con cuidado de que no le estorbara la hoja del sable. Finalmente, consiguió posarse en el suelo con sumo cuidado para que las maderas no crujieran.
Se agachó y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Confiaba en que, con aquella escasez de luz, su cara y sus ropas oscurecidas apenas se apreciaran. Tras unos instantes de ceguera, las formas de su entorno empezaron a perfilarse y comprobó que se encontraba en la estancia principal. Era muy pequeña, había una mesa en el centro, una chimenea con las brasas aún encendidas, y una pequeña cocina. Escrutó las paredes y encontró tres puertas. Dos permanecían cerradas y la otra ligeramente entreabierta. Se acercó a ella y miró por el hueco. Vio una cama y un bulto que se revolvió sobre ella. Era el verdugo. Se le oía respirar con fuerza. No roncaba pero sus soplidos acompasados le sirvieron para saber que estaba dormido. Había tenido suerte. Se volvió y observó las otras dos puertas. Comprobó las paredes, las golpeó suavemente con el puño. Una parecía más gruesa que la otra. Tenía que ser el muro que daba a la cárcel. La puerta que daba a esa pared tenía las llaves puestas en la cerradura. El manojo parecía muy robusto, de hierro basto. Lo tomó y giró.
La puerta se abrió enseguida y un viento húmedo se coló desde el otro lado. Pronto un olor denso y fuerte invadió la habitación; parecía provenir de un ambiente diferente y aquello le hizo creer que estaba en el camino correcto. Sin dudarlo ni un instante más, se adentró en la cárcel y cerró la puerta tras él.
Unas escaleras descendían en la oscuridad, a escasos pasos delante de él. Respiró hondo y bajó por ellas. Los escalones eran de madera y parecía muy vieja. Se apoyaba en uno de los extremos, para que el vuelo de los tablones no crujiera. Cuando descendió al que debería ser el piso superior de la cárcel, se encontró con un enorme pasillo.
Estaba iluminado tenuemente por decenas de candiles que colgaban de las paredes de piedra. A ambos lados se abrían huecos cerrados con barrotes. Eran las celdas.
El suelo, compuesto por enormes e irregulares tablones de madera encerada y resbaladiza, era igual de viejo que la escalera y el techo.
Avanzó con sumo cuidado. El pasillo era estrecho, apenas dos pasos de anchura. Los candiles arrojaban sombras danzantes sobre las paredes y los barrotes de las celdas. El fuerte olor a humanidad se intensificó por momentos. Se oían las respiraciones de los presos según pasaba ante sus celdas y, salvo por alguna tos aislada, algún ronquido y un goteo monótono sonando en la lejanía, todo parecía tranquilo.
Al final del pasillo, vio a un guardia recostado en una silla, interpuesto entre él y la siguiente escalera que bajaba al piso inferior. Julián sabía que tenía que dirigirse hacia abajo, a las mazmorras. Según Pascual, ahí estaban las celdas de castigo, las más lúgubres y húmedas, bajo tierra y desprovistas de ventanas. Ahí debía de estar Roman.
Se agachó a cierta distancia y observó al guardia. Pudo distinguir su uniforme, su casaca y el fusil que tenía apoyado en la pared, cerca de él. Comprobó que respiraba rítmicamente y que tenía la cabeza inclinada hacia abajo, con las manos cruzadas sobre el regazo y las piernas estiradas. Dormía.
Pretendía levantarse cuando una voz lo sorprendió cerca de él, a su izquierda. El hedor de un aliento lo invadió por momentos, provenía de una de las celdas.
—Eh… ¿Qué hace usted? ¿Está escapando?
Una figura se movía entre las sombras de la celda. Julián se llevó el dedo índice a la boca para que el preso guardara silencio. Este soltó una risita ahogada y terminó tosiendo. Sin embargo, el encuentro parecía haber despertado a otros presos y pronto se empezó a armar un pequeño revuelo de excitación en las celdas. Algunos le preguntaban qué demonios hacía, otros le animaban, reían y murmuraban entre sí.
Julián comenzó a ponerse nervioso. Si el soldado se despertaba y daba la voz de alarma, todo se habría terminado. Tenía que salir de allí cuanto antes.
Se acercó al guardia con cuidado de no hacer ruido al pisar las tablazones de madera y maldiciendo en silencio a los presos que no se callaban, animándole con susurros desde sus celdas. Cuando pasó junto al carcelero apreció cómo seguía durmiendo, con las llaves de las celdas colgándole del cinturón. Llegó a la escalera con el corazón en la boca y comenzó a bajar. Asomó al piso inferior y se detuvo. Comprobó que la escalera continuaba su descenso y se perdía en una oscuridad más profunda, fría y húmeda. El goteo que se oía provenía de allí. Tenían que ser las mazmorras.
Comenzó a descender los escalones con decisión, pero algo lo detuvo. La escalera desembocaba en un nuevo pasillo de celdas y en su inicio había una mesa iluminada por un candil. En ella había tres guardias jugando a las cartas. Reían y charlaban. Uno estaba de cara a él, y si continuaba escalera abajo hacia las mazmorras, lo descubriría.
Maldijo de nuevo entre dientes y se quedó inmóvil. Aquel obstáculo se antojaba infranqueable, debía hallar la forma de distraer a los guardias. Se estrujó la cabeza durante unos segundos, buscando alguna solución mientras permanecía agachado en el hueco de la escalera. Pensó en el recorrido que había hecho dentro de la cárcel, en lo que había visto, en las voces de entusiasmo y excitación de los presos al verlo. Pensó en el guardia, durmiendo. En sus llaves, colgándole del cinturón… ¿Cómo podía distraer a aquellos hombres? Su rostro se iluminó en las tinieblas de aquella cárcel.
Sembrando el caos.
Impulsado por su idea, resolvió subir de nuevo al piso superior con el corazón a punto de estallar. Lo que pensaba hacer era una locura, pero parecía su única alternativa. Los presos continuaban murmurando y a Julián le sorprendió que el soldado siguiera durmiendo. Por suerte, cuando lo vieron acercarse a él, todos callaron, expectantes. El pasillo pareció transformarse en un teatro, una representación en la que Julián era el protagonista, y los presos, el público.
Tras hurgar con la mirada unos instantes, el joven volvió a ver las llaves colgando del pantalón del soldado. Sin pensárselo, introdujo la mano entre la espalda y el respaldo de la silla. El frío había desaparecido y las gotas de sudor le recorrían la frente. Mientras su mano se movía con precisión, notaba el cuerpo en absoluta rigidez. Aguantó el aire en el pecho, mientras acercaba las yemas de los dedos a su objetivo y recogía con sumo cuidado el manojo de llaves. Cuando las tuvo en la mano y notó su peso, las levantó con cuidado, soltándolas del cinturón. Y después su brazo hizo el recorrido inverso. Cuando terminó, suspiró con profundo alivio. Lo había conseguido, le había quitado las llaves y el guardia no se había enterado. Era el momento.
Se dio unos segundos para calmarse. Le temblaban las piernas.
Entonces se acercó a las celdas y comenzó a abrirlas. Los presos no cabían en sí de excitación y alegría. Algunos salieron corriendo, otros lo abrazaron o le dieron palmadas de agradecimiento en la espalda; algunos gritaban de júbilo y se arrodillaban para llorar de alegría tras meses de cautiverio. Como era de suponer, el guardia se despertó, sobresaltado. Pero para cuando lo hizo, el caos era absoluto. Algunos presos lo empujaron, arrojándolo al interior de una de las celdas y maniatándolo a los barrotes.
Terminaba ya de liberar todas las celdas cuando los guardias de abajo aparecieron en el pasillo. Para entonces, este era un hervidero de presos corriendo de un lugar para otro. Aprovechó el caos y se hizo pasar por un prisionero más. Se unió a un grupo que se enfrentaba a los tres guardias. Estos ni siquiera tenían las bayonetas caladas ni los fusiles cargados y no pudieron detener a la jauría de desesperados que se les abalanzaban. En el forcejeo se derramó el aceite de uno de los candiles de las paredes y la madera del suelo prendió en llamas. Los presos no le hicieron caso. Si la cárcel ardía, tanto mejor.
La avalancha de gente descendió al piso inferior y Julián los siguió. Una vez abajo, continuó valiéndose del caos generado para seguir abriendo el resto de las celdas que había. Aparecieron más guardias en el pasillo y se empezaron a generar violentos enfrentamientos. Se oían gritos de desesperación y de guerra. Muchos de los presos eran guerrilleros y tenían experiencia en combate. La guardia fue cayendo poco a poco.
Al parecer, el fuego del piso superior estaba extendiéndose y un humo denso se empezó a colar por el hueco de la escalera. En poco tiempo, apenas se veía nada en la oscuridad. Julián se protegió el rostro con el cuello de la camisa y se dirigió a la escalera. En la estrechez del pasillo se amontonaban los cuerpos de los heridos por los enfrentamientos. Los que huían los pisaban y en más de una ocasión arrojaron a Julián al suelo. Finalmente alcanzó los escalones y bajó en el preciso momento en que una viga de madera caía calcinada a su espalda. El fuego se estaba extendiendo de manera incontrolable y ya descendía por la escalera.
Desembocó en las mazmorras.
Al contrario que en los pisos superiores, el suelo era de piedra y estaba cubierto de paja aprisionada. El humo no se percibía allí todavía y en el lugar reinaba una asombrosa calma. No era un pasillo, era una estancia rectangular de unos diez pasos por diez en la que había tres puertas de madera con gruesos postillones de hierro. No había guardias. Julián tenía la camisa empapada en sudor. Oyó varios estruendos que venían de arriba y que se unieron al griterío general de los presos liberados. Las viejas vigas de madera estaban cayendo por el incendio. Si la estructura empezaba a fallar, el edificio se derrumbaría. Debía darse prisa.
Abrió las puertas con el manojo de llaves que llevaba. Dos de ellas estaban vacías, pero en la tercera halló un cuerpo en el centro de la celda, tendido en el suelo.
El lugar olía a cerrado y a humedad. Julián entornó los ojos en el umbral de la puerta. El cuerpo pareció moverse un ápice, apenas perceptible si no se observaba con atención. Entonces se oyó un hilo de voz, un murmullo, débil pero grave.
—Por favor… enciende el farol, por favor…
Julián sintió cómo se le helaban los sentidos. Era la voz de Roman. Le había costado reconocerla, parecía desgarrada y moribunda. Se asustó.
—El farol, el farol…
Inmóvil en el umbral, se había olvidado de la petición de su tío. Cuando reaccionó, salió afuera y cogió uno de los candiles que colgaban de la pared. El humo empezaba a descender con una velocidad vertiginosa, pronto las llamas alcanzarían las mazmorras.
Cuando entró de nuevo en la celda y la iluminó, el terror le atenazó la garganta. Su tío yacía en posición fetal sobre un enorme charco de sangre. Su rostro aparecía desfigurado, apenas reconocible. Sintió sus manos temblando descontroladamente. Roman había recibido una brutal paliza.
Se arrodilló y dejó el candil sobre la piedra, junto al rostro de su tío. La luz hizo que brillaran sus hematomas y sus heridas.
Roman dibujó una débil sonrisa al sentir el calor y la luz en su cuerpo.
—Gracias —musitó, agradecido.
Julián no sabía qué hacer. Estaba asustado. Arrodillado, apoyó las manos en el suelo y desplazó su propio peso sobre ellas, en un afán porque su tío no apreciara el temblor que las asolaba.
—Te sacaré de aquí —le dijo con toda la firmeza de la que fue capaz.
Roman rio débilmente aunque enseguida le invadió un repentino ataque de tos y acabó escupiendo sangre. El estremecimiento hizo que gimiera de dolor.
—Sería más difícil de lo que crees —balbuceó con cierta ironía—. Primero deberías concederme un cuerpo nuevo…
El joven negó con la cabeza. Sentía cómo las lágrimas asomaban a sus ojos. Su tío no podía verle llorar, no cuando solo dependía de él.
—No. Saldremos de aquí.
Se acercó al cuerpo moribundo para tirar de él y le pasó ambas manos por debajo de la espalda. No sabía si podría levantar todo su peso, su tío era grande y robusto.
—No, Julián. Por favor…
Sin hacerle caso, hizo acopio de todas sus fuerzas para tirar de él. Apenas lo levantó medio palmo y el grito que emitió su tío fue desgarrador. Lo volvió a tender sobre el suelo mientras él gemía de dolor, impotente, sin poder moverse. Julián contempló su rostro contraído, los tendones marcados en su cuello. No podía creérselo. Lo había conseguido, había llegado a su celda tras burlar a los guardias, podía liberarlo. No podía quedarse a las puertas.
—Tiene que haber alguna manera… —acabó, diciendo con la voz en un puño.
Su tío hizo un gran esfuerzo para mirarlo, levantó la mano y lo agarró del cuello de la camisa.
—Ha llegado mi momento, Julián…
—No… —musitó el joven. Pero Roman lo atrajo hacia sí. Por un momento, sus palabras recobraron el vigor de antaño.
—Solo hay una ocasión en la vida en la que no podemos forjar nuestro propio destino. Solo una. Y es cuando llega nuestra hora.
Julián ya no pudo más, y las lágrimas lo invadieron, implacables. Comenzó a llorar, junto a su tío. Lo hizo por él y por todo.
Un nuevo estruendo sacudió el edificio y una viga cayó por el hueco de la escalera, llegando sus restos hasta las mazmorras.
Roman le alzó el rostro. Julián lo miró, hundido.
—Has de terminar con todo esto y hallar el legado de Gaspard. —Lo zarandeó de la camisa con brío—. Has de descubrir lo que tu padre quería de ti. Has de hallar el camino. Estás cerca de conseguirlo, Julián…
Tosió con violencia y su cuerpo se estremeció. Sus ojos se abrieron como platos, suplicantes.
—Debes irte —musitó.
—No —dijo Julián—. No me queda nada ahí fuera.
La voz de Roman se contrajo, invadida por la emoción.
—Sí que lo hay. Y lo sabes.
Roman desvió la mirada hacia el humo que entraba ya en la celda. Volvió a centrarse en su sobrino.
—Hay algo que quiero que leas —se apresuró a decir—. Está en mis alforjas. Tienes que volver a por ellas.
Se empezaron a oír miles de llamas crepitar al otro lado. No solo el humo, el fuego también estaba llegando a las mazmorras. Su tío lo zarandeó del cuello.
—¡Si quieres salvar la vida has de marchar! —gritó con la voz quebrada por el dolor.
Julián se quedó aturdido. Roman le empujó con la mano débilmente en un afán porque el joven reaccionara. Después, volvió a tenderse, exhausto. Su fuerza de antaño había desaparecido.
—Por el amor de Dios… Ve…
Se levantó con el rostro desencajado, sin apartar la mirada del cuerpo que yacía ante él.
—¡Ve!
Cerró los ojos y se volvió. La imagen de su tío, tendido en el suelo y con la mano alzada instándole a que se marchara, se quedó ahí, forjada en su memoria, para toda la vida. No volvió la vista atrás y salió corriendo. Antes de abandonar la estancia, oyó una débil voz murmurar tras él.
—Gracias, Julián…
Roman cerró los ojos y esperó. La luz del candil le iluminaba el rostro. El humo colonizaba la celda y flotaba sobre él en un silencio implacable y bello a la vez. Pronto la calma comenzó a envolverle con su manto sereno.
Entonces, el sonido de unos pasos hizo que abriera los ojos. Vio unas botas negras detenerse en el umbral de la puerta, estaban lustradas y lucían brillantes bajo el manto de humo.
Roman alzó la vista y vio al hombre que había ordenado su tortura. El hombre que pretendía acabar con la Orden. El general Louis Le Duc. Había algo en sus rasgos afilados que le provocaba escalofríos, pero no sabía decir de qué se trataba. El francés parecía hacer caso omiso al edificio que se derrumbaba sobre ellos y permanecía impasible, con aspecto relajado y de pie ante él. Roman sintió cómo lo penetraba con su mirada azabache.
—La resistencia que ha mostrado ante la barra de púas ha sido digna de admiración, señor Giesler —dijo el francés con frialdad—. He de admitir que me ha frustrado enormemente no extraerle nada. Y eso no es fácil de conseguir.
El general hizo una breve inclinación y dio unos pasos alrededor suyo. Llevaba un talego de lona sujeto en la mano derecha. El fuego ya descendía a las mazmorras, pero no parecía importarle.
—Me ha retrasado en mis planes. Ha sido una verdadera lástima que no haya hablado, tal vez hubiera sobrevivido…
El francés se detuvo de nuevo, ante él.
—Afortunadamente solo me ha retrasado. Tarde o temprano todo saldrá como tiene que salir… —Una sonrisa diabólica dibujó su sombrío rostro. Roman lo contemplaba horrorizado, tendido sobre el suelo. No fue una sonrisa, fue una mueca fantasmal—. Ya que no se salvará de esta, hermano Giesler, creo que ha llegado el momento de enseñarle mi gran obra. Lo que me llevará, al final, a conseguir mi verdadero propósito, la razón por la que estoy en este maldito país… Permítame, necesito sentir la satisfacción de enseñárselo…
Roman, inmóvil sobre el suelo, arqueó la ceja que tenía sana. No comprendía lo que estaba sucediendo. Louis Le Duc abrió el talego de lona y sacó de él unos bultos que Giesler no supo identificar en un principio. Entonces, ante sus atónitos ojos, el general comenzó a realizar la operación que le hizo temblar de temor.
—No…
Roman se había quedado paralizado ante lo que le mostraban sus ojos. Cuando la transformación hubo concluido, el individuo francés se paseó ante él, alzó el rostro y rio. Rio con una locura atroz. Su aspecto marcial y su frialdad habían desaparecido sustituidos por una risa malvada y gélida, propia de un lunático.
Roman no daba crédito a lo que veía. Aquello no podía ser cierto.
—No puede ser… —volvió a balbucear, aterrado.
El francés se giró para dejar la celda sin parar de reír, extasiado en su locura. Sus carcajadas no cesaron hasta que fueron ahogadas por el intenso crepitar de las llamas.
—No… —murmuró Roman—. He de avisarle…
Desesperado ante lo que acababa de ver, intentó levantarse. Sintió miles de punzadas perforándole por dentro. El dolor era insoportable pero tenía que levantarse. Intentó alejarse de él y evadirse como lo había hecho mientras lo torturaban. Finalmente, tras un inmenso esfuerzo, consiguió ponerse de rodillas. Temblaba.
—He de avisar a Julián… Tiene que saberlo…
Apoyó el pie derecho e hizo fuerza. Sintió que se mareaba. Se alzó ligeramente, pero la rodilla le falló y se desplomó como un peso muerto. Gritó de dolor. Sintió que ardía por dentro. Su maltrecho cuerpo no daba más de sí.
Dejó que la inercia le dejase boca arriba y suspiró abatido.
—Que Dios se apiade de ti, Julián.
Entonces, cerró los ojos.
El candil le iluminaba el rostro y le calentaba el alma. Y el candil lo ayudó a marcharse lejos de aquella celda. El tiempo dejó de pasar. Pronto sintió cómo lo invadía una paz serena. Pronto sintió cómo su cuerpo flotaba en un mar de desapasionada calma. Pronto sintió cómo los nuevos sentidos se intensificaban. Allí estaban ellas, esperándole.
Sus labios heridos se arquearon en una débil sonrisa con la que se despidió de este mundo para siempre.