CAPÍTULO 34

Kadar avanza a través del túnel sin mirar atrás, corriendo en aquellos tramos donde se puede correr, y yo trato de seguirle tan deprisa como me lo permiten mis piernas. De vez en cuando oímos algún grito lejano procedente de la superficie, y en un momento dado sentimos el retumbar de los cascos de un caballo justo encima de nuestras cabezas.

El miedo hace que todo me parezca irreal; avanzo sin sentir mi propio peso, igual que en un sueño.

Hasta que el túnel se empieza a llenar de humo… Entonces el sueño se convierte en pesadilla. Parece que por fin hemos llegado al palacio.

Un resplandor tembloroso ilumina la estrecha galería desde arriba. El incendio.

—Tápate la boca con la capa, Kira —me grita Kadar—. Ven, dame la mano…

Salimos al infierno de la bodega en llamas. Una viga ardiendo se desprende del techo casi en el mismo instante. Si Kadar no hubiese saltado hacia atrás, le habría aplastado. Los dos nos ponemos a toser convulsivamente. La protección de la tela no impide que el humo se cuele en nuestros pulmones.

Casi sin proponérmelo, invoco el vínculo invisible que me une a las aguas.

Soy la Reina de Cristal. Mi voluntad consigue cambiar el sentido de las corrientes, torcer el curso de los ríos y de las aguas subterráneas. Las microscópicas partículas de vapor que flotan en la bodega se condensan cuando las llamo, y empieza a llover bajo las vigas incendiadas.

Al mismo tiempo, un tumulto de aguas ocultas en las entrañas de las rocas inicia su ascenso.

Kadar y yo no nos detenemos a esperarlas. Atravesamos corriendo la bodega, sorteamos los barriles en llamas y alcanzamos las escaleras. Salimos a la superficie y nos dejamos caer en la tierra, exhaustos.

Estoy a punto de perder la consciencia. El humo ha debido de intoxicarme…

Kadar tira de mí, y me pongo en pie. Avanzo a trompicones hacia la fachada trasera del palacio, que también está ardiendo en algunos puntos. Invoco una vez más al agua de la atmósfera, a la de los acuíferos que duermen bajo el suelo de piedra. Sé que antes o después acudirán a mi llamada. Extinguirán el fuego.

Si solo fuese eso, un fuego…

Sin embargo, el incendio no es más que el rastro que van dejando los invasores. Y no es el único: hay otro más sangriento. En nuestra carrera a través del jardín ya nos hemos tropezado con dos cadáveres.

Uno era el de la joven hija de Sir Rostach. Tenía una brutal herida en la cabeza y los ojos vidriosos. Nunca olvidaré su trenza rubia empapada de sangre.

Esto es lo que hacen las guerras. Llevarse por delante a gente inocente como esa pobre muchacha. Ninguna causa puede justificar una atrocidad así. Jamás, jamás perdonaré a Ode.

La rabia me impulsa hacia delante, me hace olvidar el cansancio y el miedo. ¿Dónde está? Quiero verle la cara, quiero que me mire a los ojos y me explique por qué. Por qué tienen que morir muchachas inocentes, niños, ancianos, gentes que nada tienen que ver con las luchas de poder entre los hidrios y los decios. ¿Qué es tan importante como para que merezca la pena toda esta destrucción? Quiero oírlo de sus labios.

Dentro del palacio todo son llantos, gritos, llamadas de socorro. Pasa un lacayo herido junto a nosotros, sin mirarnos. Hay otros dos hombres tirados en el suelo al pie de las escaleras, muertos. Uno tiene un puñal clavado en un ojo.

Subimos las escaleras. Una mujer que baja a la carrera se cruza con nosotros, nos contempla un instante con ojos desencajados.

—Majestad… Nos dijeron que habíais huido…

—¿Dónde están? —pregunta Kadar, agarrándola por un brazo—. ¿Quién está al mando?

—Están por todas partes. Buscan a la reina, señor —añade, mirándome.

Kadar la deja ir, y nosotros seguimos subiendo.

Cuando llegamos arriba, nos dirigimos a mis aposentos, en el ala derecha del edificio. Las cortinas de la sala de música están ardiendo. Hay sillas rotas en el suelo, mesas volcadas, estatuillas de porcelana hechas pedazos.

Al fondo del corredor, donde se encuentra mi dormitorio, oigo voces, y entre ellas reconozco la voz de Ode.

—Volvamos —ordena—. Al otro lado…

Él y otros tres hombres vienen hacia nosotros a la carrera. Se detienen al vernos. Todos llevan espadas.

Kadar, en cambio, se encuentra desarmado.

Pero eso no le impide lanzarse rugiendo como un león furioso contra uno de los hombres. Su movimiento es tan rápido e imprevisto, que pilla al otro por sorpresa, y en un instante consigue arrebatarle la espada.

Antes de que los demás puedan reaccionar, se la ha clavado en el pecho, casi hasta la empuñadura. El hombre cae hacia delante como un muñeco de cartón.

Los otros dos se han lanzado contra Kadar, pero él es muy rápido. Para un golpe con su espada, se revuelve y ataca al segundo adversario. Intercambian varias estocadas, mientras Ode y yo nos miramos en la penumbra del corredor, iluminado tan solo por el resplandor lejano de las llamas.

—Detenlos —le suplico—. Ode, tienes que parar esto.

—¿Quieres que le perdone la vida? —pregunta él, asombrado.

En el mismo momento, otro de sus guerreros cae al suelo con un gruñido de dolor. Kadar también está herido, tiene un tajo en el hombro que sangra abundantemente.

El tercer hombre se ha retirado un par de pasos, jadeante, a la espera. Kadar le ignora. Solo mira a Ode.

—Vas a pagar por esto —murmura, un segundo antes de lanzarse sobre él.

Ode se tambalea por la violencia de la acometida, pero ha logrado cruzar su espada a tiempo para detener la de Kadar. Cuando intenta devolverle el golpe, el rey le esquiva y arremete de nuevo contra él. Ode se aparta, pero la espada llega a rozarle el brazo.

El guerrero que queda en pie se acerca a Kadar por detrás, con la espada en alto.

—No —ordeno yo, sin gritar—. Por el poder de las aguas, detente.

El hombre me observa perplejo. Algo en mi expresión ha debido de asustarle, porque arroja la espada al suelo y huye corriendo.

Debo acabar con esto, detener esta locura. Ode tiene que escucharme.

Pero cuando corro a interponerme entre el rey y Ode, compruebo que ya es demasiado tarde.

Kadar cae de rodillas.

Se tapa con las dos manos una herida en el vientre, que sangra a borbotones.

Sus ojos claros y salvajes se clavan en mi rostro, extrañamente serenos. Una sonrisa se abre paso entre sus labios crispados.

—Buena suerte, Kira —dice.

Lo dice con firmeza, como si se estuviese despidiendo de mí antes de emprender un viaje que él mismo ha elegido.

Quizá ha sido así.

* * *

Estamos en algún lugar en el jardín de invierno. No sé muy bien cómo he venido a parar aquí.

Creo que no llegué a perder del todo la consciencia. Caí de rodillas junto al cadáver del rey, aturdida. En algún momento pensé que yo también iba a morir.

Pero no quieren que muera.

Podía oír la voz de Ode, una voz familiar y al mismo tiempo extraña para mí. No reconocía aquel tono imperioso, de alguien acostumbrado a dar órdenes. Ode no era así antes.

Allí, en el suelo, de pronto me encontré llorando por el antiguo Ode, aquel muchacho risueño y soñador al que conocí en Argasi. De alguna manera, él también está muerto, lo mismo que Kadar. El hombre que ha sembrado tanta destrucción a nuestro alrededor no tiene nada que ver con mi joven amigo de Argasi.

Lloré por el rey. Por su terquedad, por su locura. Por todo el daño que me hizo, y por la forma en que aquel daño terminó volviéndose contra él, transformándolo en un hombre distinto.

Y lloré por Hydra.

Y por Decia.

Por la escasez y los campos sedientos, por los errores de los hombres, por la despiadada indiferencia del mar hacia su sufrimiento.

Sobre todo, lloré por mí.

No estaba asustada, el miedo se había disuelto hacía tiempo. No temía lo que pudieran hacerme… Me dolía volver a estar sola. Sola entre desconocidos que no me dejarían en paz, que intentarían, como hacían todos, utilizarme como un arma de guerra.

Me han separado del cadáver de Kadar y me he dejado arrastrar al jardín como una marioneta sin vida. Una fina lluvia cae sobre los tejos y los rododendros en flor. La luna se ha ocultado, pero su resplandor aún se filtra a través de la gruesa capa de nubes, convirtiendo la lluvia en plata. Es hermoso.

Siento una mano nudosa y helada sobre la mía. La mano de Ode.

—Deberías dormir un poco —dice—. Mañana será un día muy largo.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —pregunto.

Por primera vez desde que Kadar murió me obligo a mirarle a la cara. Sigue teniendo el mismo rostro agradable e inteligente de siempre. Como si fuese aún el muchacho de Argasi, el hijo de Hader, y no el fanático despiadado al que acabo de ver en acción hace apenas un momento.

—Eres la reina —dice, sonriéndome—. No hace falta que hagamos nada, las leyes decias son muy claras al respecto. Tras la muerte del rey, y en ausencia de otros herederos directos, su cónyuge hereda el trono.

—Ode, eso no tiene sentido. Ni siquiera es mi país. Los decios no me aceptarán. Tienes que llevarme a Hydra…

—No. Ahora eres la reina. La reina hidria de un país que hemos conquistado para ti, y que tú gobernarás en nombre de nuestro pueblo. Lo que sientan los decios cuando te vean sentada en su trono no me importa ni lo más mínimo, Kira. Hemos ganado la guerra, y los vencedores son los que escriben la historia. ¿A quién le importa lo que sientan los vencidos? Dentro de unos años, ni siquiera ellos mismos lo recordarán.

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