CAPÍTULO 12
Han pasado dos semanas desde el ritual de la fuente, pero aún seguimos en Akheilos.
Por lo visto, nuestro próximo destino es la fortaleza de Hebe, a unas doscientas millas al oeste. En los viejos tiempos, antes de que las fuentes sagradas se secasen, Hebe era el centro de una próspera industria de tejidos de seda. Cuando la fuente murió, las moreras de las que se alimentaban las orugas de la seda se marchitaron, y toda la región se hundió en la miseria. Los caballeros del Desierto se han esforzado por devolverle una parte del esplendor perdido situando allí algunas de las principales herrerías y armerías del país. No obstante, los habitantes de la zona siguen viéndolos como a unos intrusos, ya que la mayor parte de los jefes de taller procede de la capital, Asura.
Nadie me ha explicado con claridad por qué no nos hemos puesto todavía en camino. Elia dice que oyó hablar en las cocinas de una caravana de comerciantes de armas que fue atacada en la ruta de Hebe por un grupo de bandidos. No solo mataron a todos los mercaderes, sino que también se quedaron con sus mercancías: espadas de acero negro recién forjadas, ballestas encargadas por el ejército de Kadar, y hasta, según dicen, tres cañones de pólvora que el rey había ordenado fabricar para probarlos en la guerra contra Hydra.
Esas armas, ahora, están en poder de los bandoleros. Y podrían usarlas en sus nuevos ataques. Supongo que por eso Edan ha mandado a un grupo de exploradores a inspeccionar la ruta antes de que nos pongamos en camino. Si envían noticias favorables, cualquiera de estos días partiremos; y si no…, seguiremos esperando.
Desde el ritual de la fuente Edan y yo no hemos vuelto a hablar a solas, y casi me alegro. Lo veo únicamente a la hora de la cena, cuando nos reunimos con Moira y el comandante de la fortaleza en uno de los salones principales del castillo. De acuerdo con las costumbres austeras de la orden, nos sirven un solo plato, que generalmente es un asado de perdices o de cordero. Mientras comemos, uno de los caballeros más jóvenes nos lee pasajes de antiguos cantares de gesta. Decia tiene, al parecer, una larga tradición épica, que se remonta a los primeros siglos de su fundación.
Las lecturas en voz alta me liberan de tener que conversar con el resto de los comensales. Únicamente debo escuchar, y lo cierto es que resulta bastante entretenido. Además, esas historias me están ayudando a entender un poco mejor este reino y la imagen que los decios tienen de sí mismos. Se consideran guerreros implacables, a menudo desafortunados.
Es una información interesante.
Las cenas son los únicos momentos del día en los que comparto la vida del castillo. El resto del tiempo lo paso recluida en mi dormitorio o paseando por el pequeño huerto de la fortaleza con Dunia o con Elia. Moira me llama a sus aposentos de vez en cuando para charlar un rato, pero no pasamos juntas tanto tiempo como antes. Desde el ritual, tengo la sensación de que se siente incómoda conmigo. No me ha preguntado por lo que pasó, pero me imagino que Edan se lo habrá contado. Si es así, espero que no haya olvidado mencionar que pude dejarle morir y no lo hice. Es cierto que la subida de las aguas estuvo a punto de ahogarle, pero de eso no deben culparme a mí. No podría devolver la vida a las fuentes sagradas sin desplegar mi poder, y eso tiene sus riesgos.
Mi única ocupación interesante, en estas semanas, ha sido la de entrenar el don de Elia. Ya que no dispongo de los medios para seguir progresando con mis propios dones, encuentro cierto consuelo en despertar la magia dormida en esa muchacha que tanto ha sufrido.
No soy una experta en ayudar a otros a desarrollar sus dones, ni mucho menos. Por suerte tuve uno de los mejores instructores de Hydra, y fue mucho lo que aprendí con él. Una parte de ese aprendizaje con Hader me sirve ahora para entrenar a Elia. Sé, por ejemplo, que lo primero que debe hacerse para liberar su magia es ayudarla a vencer su miedo. Necesita sentirse segura, confiar en sí misma. Cuando lo logre, veremos hasta dónde puede llegar su capacidad para captar lo que sienten los demás a su alrededor. Si el don es lo bastante fuerte, quién sabe…, hasta podríamos intentar una conversión en las aguas sagradas. Que yo sepa, hace más de cuatro siglos que en Decia no se registran conversiones… Sin embargo, ahora que las aguas están volviendo a ocupar en el reino el lugar que nunca debieron perder, puede que eso cambie. ¿Quién sabe?
Hasta ayer no me había atrevido a hablarle a Elia de las conversiones. No quería asustarla. Pero ayer por la tarde, después de un entrenamiento con las aguas de Akheilos que resultó especialmente prometedor, me decidí a contarle algo.
Durante el entrenamiento, Elia había captado un brusco cambio de humor en Moira, a pesar de que la princesa se encontraba en su habitación y en todo el día no habíamos visto a Esther, su doncella. Elia tenía las manos hundidas en un recipiente con agua de Akheilos, y yo la estaba observando. De repente, vi en su rostro una mueca de dolor. Observé, alarmada, que el agua se había teñido levemente de rojo, como si alguien hubiese lavado en ella un paño manchado de sangre.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Algún problema?
Elia tuvo que hacer un esfuerzo evidente para contestarme.
—Yo… Es muy doloroso. ¡Es casi insoportable!
—¿A qué te refieres? Elia… Si quieres, lo dejamos ahora mismo.
—No…, no es mi dolor. Es decir, yo lo siento, pero el dolor no está en mí, sino en la princesa Moira.
—¿Qué le ocurre? —pregunté alarmada.
—Es su pierna derecha —contestó Elia sin vacilar—. Se ha torcido… La princesa está en un grito de dolor.
Inmediatamente interrumpimos la sesión y envié a Elia a interesarse por la salud de Moira. Regresó a los pocos minutos con una sonrisa entre triunfante y acobardada. Esther le había contado que la princesa había sufrido una caída por la mañana, al intentar pasar ella sola desde la cama a la silla de ruedas. Al caer se hizo daño en su deformada pierna derecha, y estaba sufriendo mucho.
—Ha sido una demostración impresionante, Elia —la felicité—. Está claro que tu don es mucho más poderoso de lo que pensaba. Y esto lo has conseguido simplemente hundiendo tus manos en una palangana con agua… Me pregunto qué pasaría si te sumergieras por completo en las aguas sagradas.
—¿Qué podría pasar? —me preguntó ella con curiosidad.
Me quedé mirándola un momento, dudando si debía contárselo.
—¿No hay leyendas en tu pueblo acerca de personas como tú que de repente un día, al entrar en contacto con las aguas, se transforman en sirenas?
—Las ancianas cuentan leyendas de sirenas, pero son historias inventadas…, no sobre personas reales.
—¿Estás segura?
Elia empezó a comprender adónde quería ir a parar.
—¿No es así? —preguntó asombrada—. ¿No son historias inventadas?
—No lo sé; pero es posible que haya algo de verdad en ellas. Ignoro lo que ocurre en Decia con las personas como tú, pero en Hydra… un don como el que tú posees iría acompañado de la capacidad de sufrir una metamorfosis.
—¿Una metamorfosis?
—Nosotros lo llamamos una «conversión». Al sumergirse en ciertas aguas con un poder especial, el cuerpo experimenta un cambio brutal, que transforma las piernas en una cola de escamas brillantes. En tu caso serían rojas, porque ese es el color del don de la compasión, que es el tuyo, sin duda. ¿No has visto el color del agua hace un rato, cuando sentiste el dolor de Moira?
Elia asintió con los ojos brillantes.
—¿De verdad creéis que yo podría sufrir alguna vez esa metamorfosis?
—Solo hay una manera de saberlo —contesté yo—. Intentándolo. Las aguas de Akheilos tienen mucho poder, quizá nos sirvan. Si quieres, mañana descenderemos juntas a la fuente y haremos la prueba.
* * *
Estaba dispuesta a cumplir mi promesa, por supuesto. Y la habría cumplido…, pero al final no ha sido posible.
Esta mañana, al amanecer, bajamos las dos juntas a la gruta del manantial. No había vuelto a visitarla desde el ritual. Ahora, las aguas sagradas forman una laguna azul y profunda en el centro de la caverna, desde la que alimentan la cascada.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Elia, agachándose para rozar la superficie del agua con la mano.
—¿Sabes nadar? La primera conversión puede ser peligrosa. Quizá debería enseñarte a nadar en agua normal antes de intentar algo aquí.
—Sé nadar —me interrumpió Elia sonriendo orgullosa—. A veces, cuando vivía en casa de mis padres, me escapaba por la noche a la alberca del terrateniente para el que trabajan y, sin que nadie se enterase, me daba un baño.
—Excelente. Entonces, si te atreves…
Me interrumpí al ver aparecer una silueta a contraluz en la entrada de la caverna. Era Edan.
—Estaba haciendo guardia en la torre y os he visto bajar aquí —dijo, viniendo hacia mí directamente, sin mirar a Elia—. ¿Qué creéis que estáis haciendo?
—Nadie me ha prohibido que baje a la fuente —me defendí—. ¿Qué tiene de malo?
—Me refiero a ella —Edan apuntó hacia Elia, aunque seguía sin mirarla—. ¿La estás instruyendo, Kira? ¿Le estás enseñando tus trucos?
—Solo la estoy ayudando a descubrir su don. ¿Por qué te pones así? Forma parte de su naturaleza, es justo que aprenda a conocerlo.
—¡Vete! —bramó Edan, dirigiéndose a Elia—. Desaparece de mi vista, ¡pronto! Tengo que hablar con tu señora.
Elia salió corriendo, asustada. Nos quedamos los dos solos, a la orilla del agua.
—Nunca te cansas de atormentarme, ¿verdad? —dije, sin ocultar mi rabia y mi frustración—. En cuanto empiezo a levantar cabeza, a encontrar placer en alguna ocupación, ahí estás tú para aplastarme de nuevo.
—Piensa lo que quieras. De ahora en adelante, se te prohíbe instruir a esa joven en los dones de tu pueblo.
Nunca había visto a Edan tan rígido, tan distante. Ni siquiera su voz me resultaba reconocible. Era como si quisiera dejar bien claro que todo lo que había ocurrido entre nosotros es cosa del pasado, y que ya no significa nada para él.
No puedo soportar su frialdad. Me saca de mis casillas… Si lo que quería era provocarme, desde luego lo consiguió.
—Tú no puedes darme órdenes —le desafié—. Pronto seré tu reina. ¿Qué vas a hacerme si te desobedezco? No puedes hacerme nada, y lo sabes.
—Yo que tú, no me confiaría. No eres más que una extranjera aquí, Kira. Sin mi protección…
—No necesito tu protección, tengo la del rey. ¿Qué crees que dirá Kadar si le escribo contándole esto? Él fue quien decidió convertir a Elia en mi doncella. La salvó de la turba que intentaba lincharla por ser diferente de los demás, ¿no lo sabías?
Edan me sostuvo la mirada. Una pálida sonrisa afloró a sus labios.
—No, no lo sabía —admitió—. Mi hermano nunca deja de sorprenderme… De todas formas, la prohibición sigue en pie. Soy responsable de tu seguridad hasta que regrese el rey, y eso te obliga a obedecer mis órdenes. Escribe a Kadar, si lo deseas… Mientras tanto, harás lo que te he dicho.
Estaba claro que mi amenaza no le intimidaba, al contrario. Me maldije internamente por haber sido tan torpe.
—¿Por qué te molesta tanto que le enseñe a controlar su don? —pregunté, cambiando de estrategia—. ¿Qué hay de malo en ello?
La sonrisa de Edan se convirtió en una mueca de exasperación.
—No puedo creer que me hagas esa pregunta. ¿Es que no sabes lo que está pasando? Elia no es más que una más entre muchos otros. Las aguas están despertando una parte de su naturaleza que siempre había estado dormida. Son cientos, Kira, tal vez miles. Y han sufrido mucho… Han vivido como apestados dentro de sus propias aldeas, rechazados por todos. Nos odian, odian todo lo que representa Decia, y algunos de ellos están dispuestos a vengarse.
Dejé escapar una carcajada.
—Así que es eso —dije—. Les tienes miedo… Tienes miedo de esa pobre gente. Elia no es más que una chica desvalida, sin nadie en el mundo, repudiada hasta por sus propios padres. Kadar y yo le salvamos la vida, nos está agradecida. Estoy segura de que jamás haría nada para perjudicarnos.
—Tal vez no, de momento. Pero ¿qué pasará cuando se encuentre con otros como ella? Se están organizando. Ya hay bandas enteras de malditos asaltando los caminos, y puede que no se conformen con eso. El ataque en el que murió Luther, por ejemplo. Podrían haber sido ellos. Me enseñaron las flechas, y eran como las de los hidrios. Quizá estén recibiendo armas desde tu país.
—Eso es absurdo. Y aunque fuera verdad, no tiene nada que ver con Elia. Ella no forma parte de ninguna de esas bandas.
—Sí, pero ¿y si la capturan? Podría enseñarles a los otros lo que tú le has enseñado. Es demasiado riesgo… No voy a permitirlo.
Se quedó mirándome, esperando a que yo le contestara. Sin embargo, ¿para qué iba a hacerlo? Él ya había tomado una decisión, y nada de lo que yo pudiera decir le haría cambiar de idea.
—Debí dejar que las aguas te arrastraran —murmuré, volviéndome a contemplar la tranquila superficie de la laguna—. Ojalá lo hubiera hecho.
—Sí. Pero no lo hiciste.
Su tono se había suavizado de pronto. Me volví a mirarle.
—Sé que estoy en deuda contigo, Kira —dijo él, y desvió la mirada, como si de repente ya no fuese capaz de enfrentarse a mí—. No te preocupes, algún día te lo compensaré.
—No hay nada que puedas hacer para compensarme —dije con dureza—. Nada. Mi felicidad ya no depende de ti… y hace mucho que aprendí a no creer en tus promesas, así que guárdatelas para quienes no te conozcan como te conozco yo.