CAPÍTULO 24

Mi conversación con Kadar obtuvo los efectos que yo esperaba: más tiempo en la cubierta del barco… y, por lo tanto, más oportunidades para fortalecer mis vínculos invisibles con el mar.

Pronto me acostumbré a escuchar al rey mientras, en mi interior, trabajaba en silencio para afianzar esos lazos que me permitían comunicarme con las aguas y recibir una parte de su poder. Cada día el hilo de plata que unía mi mente a ese poder se volvía un poco más resistente, duraba un poco más.

No tardé en descubrir que podía intensificar la relación de una zona cualquiera de mi cuerpo con el agua si me concentraba en ella lo suficiente. A veces resultaba difícil practicar mis habilidades sin perder el hilo de la conversación con Kadar, y en más de una ocasión me quedé en blanco mientras él esperaba una respuesta a una pregunta que yo ni siquiera había oído.

Kadar, pese a todo, se mostraba extraordinariamente paciente con mis «ausencias». Desde que nuestra relación había mejorado se esforzaba mucho por agradarme. Yo me sentía más cómoda a su lado, y poco a poco llegamos a ser capaces de charlar con tranquilidad, sin hacernos reproches, sin mantenernos constantemente en guardia.

Yo sabía que él se sentía culpable por mantenerme prisionera en mi camarote cuando no estaba a su lado. Tenía miedo de que me arrojase al mar y escapase, supongo. Por mi parte, yo no me quejaba de mi cautiverio, y creo que eso le desconcertaba. Si le hubiese suplicado una y otra vez que me diese más libertad, tengo la impresión de que la situación habría sido más fácil para él. El hecho de que no le pidiese nada le hacía sentirse mezquino y cruel conmigo.

Empezaba a conocerle bien; y eso no simplificaba las cosas para mí. Me estaba entrenando para enfrentarme a él, para impedir que me hiciese daño. Pero eso implicaba que, tarde o temprano, sería yo quien le hiciese daño a él.

Unas semanas antes, casi habría disfrutado con esa perspectiva. Ahora las cosas habían cambiado… Y me inquietaba pensar en lo que ocurriría cuando llegásemos a la isla.

Desembarcamos en el puerto de Orestia al amanecer de un día frío y neblinoso. Jirones de bruma cubrían las cimas volcánicas de la isla, resaltando por contraste el intenso verde de sus laderas.

Me envolví en una gruesa capa de terciopelo para bajar del barco. Una carroza negra tirada por cuatro caballos nos estaba esperando para conducirnos al palacio. Me sorprendió que Kadar se subiese al vehículo conmigo… Normalmente prefiere cabalgar, siempre que es posible.

En cuanto el carruaje se puso en marcha, me di cuenta de que el rey quería decirme algo, y de que no sabía cómo hacerlo. Durante los primeros minutos permanecimos en silencio, mientras él miraba absorto por la ventanilla. Sus dedos no dejaban de tamborilear sobre el brocado verde del asiento.

Por fin me miró. Y esbozó un intento de sonrisa.

—Mañana es la boda —me soltó de golpe—. No tienes que preocuparte por nada, todo está preparado.

Intenté ocultar la zozobra que me producían sus palabras. Él esperaba una respuesta, pero yo no me sentía capaz de hablar sin traicionar mis sentimientos.

Kadar bajó bruscamente la mirada, como si no pudiera soportar la espera por más tiempo.

—Sé que estás asustada —murmuró—. Y sé que la culpa es mía. Ahora que las cosas están a punto de cambiar entre nosotros, creo que ha llegado el momento de que te pida perdón por todo lo que te he hecho sufrir desde que nos… conocimos. Quiero que esto funcione, Kira. Quiero iniciar nuestro matrimonio con buen pie. ¿Tú qué dices?

—Yo… quiero lo mismo —contesté, eligiendo con cuidado mis palabras—. Pero tú sabes que para eso necesito tiempo.

La expresión de Kadar se endureció instantáneamente.

—No, Kira —me advirtió—. No sigas por ese camino.

Sin embargo, yo necesitaba intentarlo al menos. Había captado su inseguridad, su miedo a que las cosas saliesen mal. En el fondo, estaba lleno de dudas. Tenía que aprovecharlas para intentar ganar tiempo.

—Kadar, me dices que quieres que esto funcione; y te creo. Estoy empezando a verte de un modo distinto, pero las heridas no se curan en unos pocos días. Hasta hace una hora me has tenido encerrada en un camarote como tu prisionera. Y mañana pretendes que me convierta en tu esposa… Cualquiera se daría cuenta de que no puede salir bien.

Noté que estaba intentando dominar su frustración antes de hablar.

—Admito que no son las circunstancias ideales —comenzó—. Pero eso no puedo cambiarlo. Te he pedido perdón; es algo que nunca había hecho en mi vida antes de hoy. Podrías valorar mi gesto… Podrías apreciar lo que significa.

La voz le temblaba un poco, a pesar de sus esfuerzos por dominarse.

—Lo aprecio —me apresuré a contestar—. Aprecio tu gesto, y significa mucho para mí, pero no es suficiente. Necesito tiempo, Kadar. Tú me prometiste que lo tendría, que nunca me obligarías a…

—De modo que es eso…

Todas sus buenas intenciones parecieron esfumarse de golpe, dejando paso a una cínica sonrisa.

—Sigues viéndolo como una obligación. Lamento que sea así, Kira; he hecho lo posible por cambiar tu percepción de nuestra relación. Pero, si no es posible, tendré que aceptarlo.

—Es que no tiene por qué ser así. Si me dieras más tiempo, todo sería como tú quieres. No tendrías que imponerme nada que yo no desee. Si esperases a que yo…

—No. Los reyes no esperan —me cortó Kadar, tajante—. Son los demás los que esperan por ellos. ¿Crees que eres diferente de las anteriores reinas de Decia? ¿Crees que mi madre estaba más preparada que tú la víspera de su boda, o mi abuela antes que ella? Todas ellas fueron elegidas para cumplir su destino sin que nadie les preguntase su opinión. Lo cumplieron y ya está… ¿Y sabes qué, Kira? Fueron felices. Tal vez no al principio, pero con el tiempo terminaron adaptándose a su papel. Y a ti te ocurrirá lo mismo… Antes o después.

—Es que yo no deseo pasarme la vida interpretando un papel que ni siquiera he elegido —repliqué, olvidando toda prudencia—. Y tú tampoco deberías quererlo.

—Te estoy ofreciendo una vida que la mayor parte de las mujeres de Decia ni siquiera se atreverían a soñar. ¿De verdad era mejor lo que tenías en Hydra? Según me han dicho, tu situación no era muy diferente a la de una prisionera. Y había quien quería matarte.

—Sí. Pero al menos disfrutaba cada día de algunas horas de privacidad… Y no tenía que compartir mi cama con nadie.

La brutalidad de mis palabras pareció herirle profundamente.

—Está bien. Tú lo has querido, Kira. Si prefieres que hagamos esto por las malas, será por las malas.

—No te atreverás —le desafié.

Una cruel sonrisa se dibujó en su semblante.

—¿Eso crees? Mañana comprobarás si me atrevo o no.

* * *

Después de aquella amenaza, pues realmente había sonado como tal, no volvimos a cruzar palabra en todo el trayecto.

Para aliviar un poco la tensión de aquel silencio, me dediqué a observar el paisaje a través de la ventanilla. Orestia parecía una isla bastante melancólica, con ganado pastando en las colinas y altos arbustos de flores tropicales creciendo salvajes al borde de la carretera. Apenas se veían casas… De cuando en cuando pasábamos por delante de una granja aislada, de una choza de pastores o de un pequeño santuario parecido a los que pueden encontrarse en las aldeas de Hydra. Todas las construcciones tenían un aspecto humilde, pero acogedor.

Pensé en cómo serían las vidas de los habitantes de aquella isla, a qué dedicarían su tiempo, cuáles serían sus esperanzas… Probablemente, la existencia en aquel lugar no sería muy diferente de la de los pescadores de mi aldea. Una vida sencilla, sin lujos ni ambiciones, pobre pero tranquila.

El contraste con lo que nos esperaba a nuestra llegada a palacio no podía ser más llamativo. Se trataba de una elegante construcción de mármol, con tejas de porcelana verde y delicadas molduras doradas en las ventanas. En la escalinata habían colocado una alfombra de color verde, y a ambos lados nos esperaban, en fila, los criados, cocineros, lacayos y doncellas que trabajaban en el edificio. Todos iban impecablemente vestidos con sus uniformes de gala, y se inclinaban o doblaban la rodilla a nuestro paso ejecutando una respetuosa reverencia. Imitando a Kadar, yo les devolvía el saludo con una leve inclinación de cabeza. Envuelta en mi capa manchada de humedad y salitre, me sentía como una vagabunda en medio de tanto lujo.

Kadar se separó de mí en cuanto llegamos al salón principal del castillo. Me había dejado bajo el cuidado de una anciana de rostro risueño cuyo nombre es Sofía, y que hace las funciones de ama de llaves.

—Os estábamos esperando con mucha ilusión, mi señora —me dijo con una gran sonrisa en cuanto nos quedamos a solas—. Este palacio ya iba necesitando a una reina desde hace tiempo… Su Majestad está entusiasmado, y nos lo ha contagiado a todos. ¡No ha reparado en gastos para preparar la ceremonia! Y vuestro ajuar, y vuestras habitaciones… Estoy deseando que las veáis, a ver qué os parecen. ¿Queréis verlas ya?

Le dije que sí, intentando responder a su entusiasmo con un poco de animación, aunque me resultaba extremadamente difícil.

Sofía decidió entonces guiarme en una gira de bienvenida por mis nuevos dominios. Pronto descubrí que Kadar había reservado un ala entera del palacio exclusivamente para mí. En total me correspondían dieciséis apartamentos, todos comunicados entre sí y lujosamente amueblados.

Había de todo: una sala de música con un arpa y un piano; otra sala más grande para bailar; un tocador lleno de delicados frascos que contenían toda clase de ungüentos, cremas y perfumes; un armario que ocupaba tres habitaciones consecutivas… Los vestidos que encontré allí dentro casi me dejaron sin respiración. Estaban confeccionados en vaporosas sedas, brocados con hilos de oro y plata entretejidos, encajes bordados de perlas y maravillosos terciopelos, en una gama de colores que abarcaba todos los matices del agua del mar: desde el azul intenso, el esmeralda y el turquesa a los más delicados tonos grises y plateados.

—Aquel mueble de allí es el joyero —me indicó Sofía, que parecía muy satisfecha con mis muestras de asombro—. Yo misma he estado colocando las joyas en los cajones. ¿Habéis visto qué maravilla? Es madera de caoba con incrustaciones de ébano y nácar. Y mirad…

Sofía empezó a abrir las puertecitas y cajones del mueble y a sacar toda clase de gargantillas, brazaletes, anillos y pendientes para que pudiese admirarlos. Yo no sabía ni qué decir. Diademas de rubíes, broches de oro y marfil, cinturones de perlas, tiaras, collares en los que se mezclaban distintos tipos de piedras preciosas…

Después pasamos a la biblioteca. Era, según me dijo Sofía, un espacio solo para mí, pues la biblioteca general del palacio se encontraba en otra parte del edificio.

Durante unos minutos me paseé entre las estanterías llenas de volúmenes con inscripciones doradas. Los títulos no podían ser más variados y sugerentes: había numerosas obras sobre la historia de Decia, también sobre Hydra, además de recopilaciones de leyendas del mar y libros de poemas.

Desde luego, no iba a tener tiempo para aburrirme.

Sofía había dejado para el final la estancia principal de mis aposentos. Era un dormitorio casi tan grande como un salón de baile, con una preciosa cama protegida por un baldaquino azul e increíbles tapices en las paredes. Una puerta blanca y dorada daba acceso a mi jardín privado. No sé cómo, el rey se las había arreglado para llenarlo de plantas en flor, a pesar de que nos encontrábamos a comienzos del invierno.

—Os dejo a solas para que podáis descansar —me dijo Sofía, mientras yo permitía que mi vista vagara sobre aquel mosaico de flores desconocidas—. El rey ha ordenado que no se os moleste hasta la hora del almuerzo. De todas formas, si necesitáis algo, no tenéis más que tocar la campana.

Le aseguré que no necesitaba nada y me despedí de ella con una sonrisa. Una sonrisa que se borró en cuanto la mujer desapareció tras la puerta del dormitorio principal.

Me senté sobre la cama, cuya colcha azul con bordados de plata parecía una delicada reproducción del firmamento.

Pobre Kadar. Pobre rey orgulloso y terco. Se había tomado muchas molestias para recibirme en su lujoso palacio, sin querer darse cuenta de que para mí no era más que una nueva prisión. Creía que bastaba con aquel despliegue de poder y ostentación para comprar mi lealtad. Para ganar mi amor…

Cansada de reprimir mis sentimientos, hundí mi rostro en la almohada y me eché a llorar.

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