CAPÍTULO 27

Kadar no bromeaba con sus amenazas. Ya estoy donde él me quiere ahora mismo: en una de sus mazmorras, bajo tierra.

Tumbada en el suelo, en medio de una oscuridad absoluta, empiezo a perder la noción del tiempo. Las horas transcurren muy despacio cuando lo único en lo que puedes pensar es en el frío que te atraviesa los huesos, en el hambre que no te deja dormir, en el miedo.

Ni siquiera tengo una cama. El rey no hace las cosas a medias. El suelo es de piedra, y siempre está helado, tan helado que tienes la sensación de que está húmedo, aunque no lo está. La celda es bastante amplia, y no tiene ninguna ventana. Tampoco hay muebles. Solo un maloliente retrete en un rincón, una jarra de barro que tengo que buscar a tientas cuando me entra sed… y un espejo.

Lo descubrí cuando me trajeron la primera comida (unas gachas de harina, igual que todos los días desde que me encerraron). El carcelero me dejó una vela. Entonces me di cuenta de que en una pared había un espejo de marco dorado y lujoso. Me pareció una broma cruel.

Dejando el plato de hojalata en el suelo, me arrastré a mirarme. Se me escapó un grito de incredulidad. Apenas me reconocía… Es cierto que para entonces ya llevaba veinticuatro horas encerrada. Pasé un día entero sin comer. Supongo que Kadar pensó que era la mejor manera de hacerme entender la situación.

Había llorado tanto que tenía los ojos hinchados, y unas bolsas oscuras bajo los párpados. El frío me había amoratado la piel y los labios. Ni siquiera me habían permitido cambiarme… Seguía llevando puesta la delicada túnica de encaje de mi noche de bodas.

Volví a mirar mi reflejo al día siguiente, cuando me trajeron una rebanada de pan para el desayuno. Entonces me di cuenta de que el espejo, en realidad, ocultaba una ventana por la que me estaban vigilando.

Me imaginé a Kadar al otro lado, espiando mi rápido deterioro con una sonrisa triunfal. Me dio náuseas…

Desde entonces no he vuelto a mirarme.

Las comidas no son regulares. Algunos días solo me sirven las gachas del almuerzo, otros me traen además pan para el desayuno. Nunca hay cena. Al principio, el hambre me desesperaba. Pero poco a poco me he ido acostumbrando. En cierto modo, Kadar me ha hecho un favor al racionarme tanto la comida: mi cuerpo se ha visto obligado a adaptarse… y, gracias a eso, ahora soy capaz de rechazar el alimento.

Quiero demostrarle al rey que, incluso en estas circunstancias, puedo ser yo quien fije los términos de nuestra relación. Si le exijo al carcelero que se lleve la comida sin tocarla, soy yo la que controla la situación. Además, sin comida no hay luz, y Kadar no puede disfrutar del espectáculo de mi derrota.

Supongo que eso le molesta, porque esta mañana, al traerme agua, el carcelero me dejó dos velas encendidas. Llevaba tanto tiempo en la oscuridad que su débil resplandor, al principio, me ha hecho daño. Cuando conseguí acostumbrarme, me arrastré hasta las velas… y soplé sobre ellas.

Hace una semana habría dado cualquier cosa por esa luz. Ahora ya no la quiero. Ya no la necesito.

Me queda este diario interior con el que me entretengo cuando no estoy dormida, y la certeza de que esto no puede durar mucho. Mi cuerpo no es fuerte, y la escasez de agua está haciendo estragos en mi piel. La siento cuarteada, agrietada por la sequedad del aire.

A veces desperdicio un poco del agua de beber mojándome con ella las regiones más doloridas. Son, sobre todo, las articulaciones: los codos, las rodillas, los tobillos. Sin embargo, no hay suficiente agua para aliviar el dolor. Nunca hay suficiente.

Ojalá pudiera sufrir un poco menos el tiempo que me queda. Ojalá me dejasen, antes de que todo termine, darme un último baño en el mar. Volver a sentir el vértigo de la metamorfosis, la serenidad de fundirme una última vez con las aguas.

Pero sé que no ocurrirá. Tendré que conformarme con recordar cómo era, recordar lo que se sentía.

¡Tantos, tantos recuerdos! Mi primera conversión en el ritual de la aldea. El viaje en un carruaje hasta Argasi. Mi casa en la corte, con sus canales de aguas transparentes en el suelo y sus paredes como acuarios. Lo perdí todo por confiar en Edan.

Ojalá no nos hubiésemos conocido nunca. Hemos sido una maldición el uno para el otro. Si no nos hubiésemos encontrado, él sería ahora el Gran Maestre de la orden de los caballeros del Desierto, y yo me habría convertido en una de las nobles más respetadas de Argasi. Todo ha resultado un desastre entre nosotros. Si no nos hubiésemos enamorado…

Y aun así, hubo momentos hermosos. Momentos casi perfectos. Pocos, muy pocos. Para contarlos me bastarían los dedos de una mano. Cuando me da por recordar, me viene a la memoria, sobre todo, nuestro primer beso. Y luego, recuerdo el último.

No me arrepiento de las decisiones que he tomado. Después de todo lo que he vivido en esta cárcel, en la oscuridad, siento que me conozco mejor. No soy la clase de persona capaz de comerciar con sus sentimientos. Ni soy tan débil como todos creían. Sé lo que quiero y lo que no. Si me quedase tiempo, si aún pudiese elegir, querría volver a practicar con mis dones, recorrer las fuentes sagradas de Decia que aún siguen enfermas y sanarlas. Porque mi vínculo con las aguas me permite ser quien soy, sentir que alcanzo una especie de plenitud. Algo que nunca he sentido ni podría sentir con Kadar… ni siquiera con Edan.

Conservo un tenue hilo de plata que me une al océano. Podría haber intentado usarlo para mejorar las condiciones de mi cautiverio, para influir sobre mi carcelero…, pero no he querido. Lo estoy reservando hasta el último momento, por si Kadar vuelve a intentar acercarse a mí.

A veces pienso que está esperando a que me encuentre tan débil que ya ni siquiera pueda abrir los ojos, y que entonces me sacará de aquí y me devolverá a esa maldita cámara nupcial. Solo de pensarlo siento escalofríos. Pero, si lo hace, se encontrará con una desagradable sorpresa: todavía guardo un poco de poder dentro de mí, el suficiente para protegerme de él hasta que me llegue la hora.

No… no quiero malgastar mis últimas energías en auto-compadecerme. Ni tampoco en odiar a Kadar. Si no estuviese tan ciego, tan convencido de que tiene derecho a lograrlo todo por la fuerza, quizá podríamos haber llegado a respetarnos. Yo le habría ayudado a pacificar Decia, a devolverle su antigua prosperidad. Juntos habríamos podido lograr grandes cosas.

Edan podría haberle ofrecido eso cuando llegué aquí: mi total cooperación, mis poderes, mi extraño don para curar las viejas heridas de su país. ¿Por qué tuvo que ofrecerme a mí?

Esa maldita palabra: amor…

Desearía que no existiera. Que nunca se hubiese inventado. Sin ella, mi vida habría sido muy distinta.

* * *

No sé cuánto tiempo he estado inconsciente. O quizá dormía. A estas alturas, ya es difícil distinguir el sueño normal de un desvanecimiento por debilidad.

Me ha despertado un resplandor intenso. No quería abrir los ojos, pero una voz me llamaba. Repetía mi nombre: Kira, Kira…

Alguien me tomó en brazos. Me transportó por un largo corredor, y luego salimos a la luz del sol.

Creí que iba a morirme, no podía soportar su intensidad. Intenté taparme los ojos con la mano, pero estaba demasiado débil para moverla.

El calor, sin embargo, era tan dulce que me hizo sonreír. Creía que no volvería a sentirlo, que moriría envuelta en aquella sensación gélida de la celda. Esto ha sido un regalo…

Creo que he vuelto a perder el conocimiento. Al despertar, me he atrevido por fin a despegar los párpados. Y lo que he visto me ha dejado sin aliento: ¡el mar!

Estoy en una playa, tendida en un confortable lecho, mirando el océano. Al verme abrir los ojos, alguien me ayuda a incorporarme. Me acerca una bebida humeante a los labios, y bebo con avidez. Es un caldo similar al que mi madre nos preparaba de niños a mi hermano y a mí, cuando estábamos enfermos.

Por fin consigo alzar la vista hasta el rostro de la persona que sostiene el cuenco: ¡es Kadar!

Es Kadar, y tiene lágrimas en los ojos.

—Gracias al cielo —murmura—. Gracias a todos los dioses. Perdóname, por favor, perdóname. Aunque yo no me lo perdonaré nunca.

Intento hablar, pero mis cuerdas vocales no me obedecen. Y mi lengua, demasiado pastosa y seca, se niega a vocalizar. Aun así, necesito preguntarle algo, así que sigo esforzándome. Al tercer intento consigo que me entienda.

—¿Que si vas a volver allí? No, Kira. Nunca. Ahora descansa. A partir de ahora todo será distinto.

Siento una aguda opresión en el pecho. Es angustia. No quiero que me dé falsas esperanzas. No si luego va a quitármelas, como otras veces.

—Yo… no he cambiado —consigo articular.

—Ya lo sé. Ya lo he visto. No te preocupes, Kira, no hace falta que cambies. Soy yo el que he cambiado. Me he convertido en otro hombre. Tú me has convertido en otro hombre.

Trato de sonreírle. Las comisuras de los labios, agrietadas por la falta de agua, me duelen terriblemente.

—No más… guerras —murmuro.

Él también sonríe a través de las lágrimas.

—No, Kira. No más guerras. Ni más amenazas, ni más imposiciones. A partir de ahora, tú pones las reglas…, al menos, entre nosotros dos.

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