CAPÍTULO 11

No recuerdo cómo logré volver a mi habitación anoche. Edan no me ayudó, de eso estoy segura.

Esta mañana, cuando intenté levantarme, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y me caí al suelo. Traté de arrastrarme hasta la cama, pero no podía moverme. Cada vez que abría los ojos, un torbellino de imágenes girando a toda velocidad me envolvía y tenía que cerrarlos de nuevo para detenerlo.

Permanecí en el suelo hasta que Elia entró a traerme el desayuno. La oí gritar, y acto seguido, el ruido de la bandeja de plata al chocar contra el suelo y de las tazas y los platos al romperse en pedazos. Pero ni siquiera fui capaz de levantar la cabeza para mirarla. Debió de correr a pedir ayuda, porque unos minutos más tarde regresó acompañada de un par de guardias y de Esther, la dama de Moira.

Los soldados me levantaron del suelo y me dejaron en la cama. Lo hicieron con cuidado. Aun así, el traslado bastó para desatar de nuevo aquel remolino insoportable dentro de mi cabeza. Creo que me quejé. Alguien me puso una mano en la frente y la mantuvo allí durante unos instantes.

—Tiene mucha fiebre —era la voz de Elia, muy alterada—. Deberíamos avisar a la princesa Moira.

—No, ahora no —replicó Esther—. Su hermano está a punto de dirigirse a la multitud en el patio de armas y tiene que aparecer a su lado. Más tarde, cuando todo termine.

—Está muy mal… —la voz de Elia temblaba de ansiedad—. ¿Qué le habrá pasado? Ayer estaba completamente sana.

—El médico no tardará en llegar, ya está avisado —dijo Esther—. ¿Por qué no empapas este pañuelo en agua y se lo pones sobre la frente? Hay que bajarle la fiebre.

Durante un buen rato no dijeron nada más. O quizá siguieron hablando, pero yo perdí el conocimiento; no estoy segura… Lo único que sé es que, cuando volví a abrir los ojos, el médico de Moira estaba inclinado sobre mí, tomándome el pulso. El anciano me sonrió, visiblemente aliviado.

—Ya reacciona —dijo—. Justo a tiempo… Kira, despertad, os lo ruego. Debéis hacer un esfuerzo para no volver a dormir, es importante.

Intenté complacerle, pero mi cuerpo no me obedecía, y a pesar de mis esfuerzos por mantener los ojos abiertos, todo volvió a sumirse en un silencio negro, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo.

Cuando recuperé la conciencia, la luz había cambiado. Una vela ardía sobre una mesilla al lado de la cama. Intenté incorporarme: ya no me daba vueltas la cabeza, pero el dolor era insoportable, como si un millón de agujas me estuviese perforando el cráneo al mismo tiempo.

Oí un crujido de sedas sobre las tablas de madera del suelo. Un instante después, Elia se sentó a los pies de mi cama. Llevaba un sencillo vestido rojo, y los cabellos recogidos sobre la nuca.

—¡Kira! Alteza, por fin… ¡Estaba muy preocupada!

—¿Qué…, qué hora es? —pregunté, luchando con la sequedad de mi lengua para pronunciar cada palabra.

—Tarde, está anocheciendo. Tengo que avisar a la princesa Moira, me pidió que la llamase en cuanto hubiese algún cambio. ¿Queréis algo de comer? Estaréis hambrienta, no habéis probado bocado en todo el día.

—No tengo hambre. Solo necesito beber agua.

Elia se levantó a servirme un vaso de agua de la jarra de porcelana que había sobre el arcón.

Después de beber, tuve la sensación de que los pinchazos de dolor en mis sienes se debilitaban un poco.

Elia me sujetó el vaso para devolverlo a su sitio. Al ver que se dirigía a la puerta, la llamé.

—Espera, no avises todavía a Moira —pedí, incorporándome sobre la almohada—. Antes quiero que hablemos. ¿Qué pasó esta mañana? Oí que Edan iba a hablar a sus hombres.

—Sí. Fue muy extraño. Los caballeros estaban eufóricos, creo que esperaban algo muy distinto de lo que les dijo. Me da la sensación de que su discurso no ha gustado mucho por aquí… La mayor parte de los escuadrones que habían venido para el funeral ya se ha ido.

—¿Qué les dijo, lo sabes?

Elia volvió a sentarse en la cama, algo más cerca de la cabecera para que pudiese verla.

—Yo no estaba presente, no me he apartado de vos desde que os encontré en el suelo, esta mañana. Pero Esther me lo contó. Por lo visto, les dijo que debían aceptar a Cyril como nuevo Gran Maestre, que él sería el primero en acatar sus órdenes y en servir al país bajo su mando.

Acudieron a mi mente imágenes de nuestro encuentro en su habitación, de la forma en que nos besamos… y de como él, después, se apartó de mí.

—Prácticamente ha obligado a su orden a aceptar la decisión de Kadar —murmuré.

—Eso dicen, sí. Muchos caballeros están descontentos. Esperaban una rebelión o algo así, una guerra abierta entre los dos hermanos. La que está encantada, en cambio, es la princesa Moira. Eso es lo que me ha dicho Esther, su doncella.

—Están descontentos, pero no van a hacer nada, ¿verdad? —pregunté con un hilo de voz.

—No creo. No sé mucho sobre los caballeros del Desierto. Por lo que me han dicho, tienen a Edan en mucha estima y lo consideran su auténtico jefe, a pesar de que el rey no le haya nombrado Gran Maestre. Así que supongo que harán lo que él les diga.

—Kadar estará contento —dije sin ocultar mi frustración—. Ha conseguido exactamente lo que quería.

Elia me asió de la mano. Me miró muy seria.

—¿Y vos no? —preguntó con suavidad—. Sois su prometida.

Por un momento, se me ocurrió contarle a Elia la verdad. Al fin y al cabo es mi dama de compañía. Yo le salvé la vida y le di un nuevo futuro, lejos de la aldea donde desde pequeña la habían maltratado. No creo que me traicionase aunque se lo pidiesen.

Sin embargo, debo ser cauta. Aunque Elia no quiera perjudicarme, se le podría escapar algún comentario delante de las otras damas, alguna observación… Comprendí que era mejor no correr riesgos.

—No sé mucho sobre la política de Decia —repliqué, intentando sonreír—. Así que no puedo opinar sobre las decisiones del rey o de su hermano.

Elia asintió y me devolvió la sonrisa. Luego, recordando algo, se volvió hacia la puerta.

—Perdonad que insista, Alteza, pero debo ir a avisar a la princesa Moira de que habéis despertado. Está muy preocupada por vos. Intentó convencer a su hermano de que retrasara el ritual, pero por lo visto él no quiso escucharla.

—¿El ritual de las aguas? ¿Ya han fijado una fecha?

—El Maestre Edan anunció ante todos sus caballeros que el ritual tendría lugar pasado mañana. Algunos comandantes de otras fortalezas habían expresado su deseo de quedarse a presenciar la ceremonia, pero él les dijo que esta no sería pública. Creo que lo ha hecho para que regresen a sus puestos lo antes posible… Y ha funcionado.

La indignación se apoderó de mi voz.

—¿Quién se cree que es para decidir la fecha del ritual? —dije, temblando de ira—. No depende de él, sino de mí. ¿También en eso pretende darme órdenes? Ni siquiera su hermano se ha atrevido a tanto.

Elia me miró asustada.

—Si estáis enferma, estoy segura de que se podrá posponer. La princesa Moira le avisó de lo mal que os habíais despertado, aunque, según me contó Esther, él no quiso atender a razones. Sin embargo, cuando el médico le explique la gravedad de vuestro estado…

—Es igual —la interrumpí con aspereza—. Si quieren que el ritual se celebre dentro de dos días, que así sea. Y si sale mal, peor para ellos… A mí me importa muy poco lo que pueda ocurrir.

* * *

La verdad es que lo que le dije a Elia no es del todo cierto.

Ahora que ha llegado el momento y que estoy aquí, en la gruta del acantilado, preparada para el ritual, deseo con toda mi alma que las aguas respondan a mi llamada.

Está dentro de mí, no es algo que yo pueda controlar. No se trata de ayudar a los decios, sino de devolver el equilibrio perdido a esta tierra, de curar sus heridas. Quiero hacerlo, a pesar de lo débil que me siento aún, y de que una parte de mí desearía rebelarse contra el despotismo de Edan.

Se encuentra aquí, a mi lado. Su semblante es una máscara impenetrable. Una máscara de facciones perfectas… que no reflejan ningún sentimiento.

Solo nos acompañan otros cuatro caballeros. Al menos, esta vez el ritual no va a convertirse en un gran espectáculo.

Podría no hacerlo, si quisiera. Podría fingir que lo intento sin intentarlo realmente, y decir luego que las aguas no me responden, que me encuentro demasiado débil para intentar un despliegue de mis dones como el que me exigen. De esa manera ganaría algo de tiempo, pero ¿tiempo para qué? ¿Para retrasar mi boda con Kadar y permanecer más semanas al lado de Edan, yendo de una fuente sagrada a otra? No quiero eso; ya no. Puesto que él ha demostrado lo poco que valora estar conmigo, yo tampoco deseo estar con él.

Cada vez que le miro no puedo dejar de pensar en la escena en su habitación; en cómo por un instante llegué a pensar que era mío, que lo tenía a mis pies… y en la humillación que vino luego. Jamás olvidaré la forma en que se apartó de mí.

Aun así, no me arrepiento de haberlo intentado. Si no lo hubiera hecho, habría seguido engañándome a mí misma, diciéndome que, a pesar de todo lo que ha ocurrido entre nosotros, a Edan le sigo importando. Ahora sé la verdad: tal vez le importo, pero no lo suficiente. Siempre habrá para él algo más importante que sus sentimientos hacia mí: este país, su hermandad, su lealtad al rey… y, sobre todo, su orgullo.

Aceptar la verdad no es fácil: es como salir de un confortable refugio a la intemperie en un día de nieve. Resulta duro, aun siendo la única forma de sobrevivir cuando el refugio amenaza con derrumbarse y aplastarte bajo sus escombros. No se puede vivir eternamente dentro de una mentira.

Bueno, ya estoy fuera: a la intemperie. Me basta con mirar a Edan, la serena indiferencia de su rostro, para comprender que no hay vuelta atrás. He de pasar página y seguir con mi vida… No obstante, ¿hacia dónde? ¿En qué dirección? Esa es la pregunta que tengo que hacerme a mí misma.

Lo único que me queda es el vínculo que me une a las aguas. Necesito invocarlas, saber que todavía pueden oírme. Están ahí abajo, dormidas, esperando mi llamada.

La gruta es una sala de paredes húmedas y blancas como el mármol. En el centro hay un pozo redondo, muy profundo. Cuando me asomo, veo al fondo el agua intensamente azul, como si estuviese iluminada por una luz interior.

¿Qué misterio encierran esas aguas? ¿Qué secreto poder late dentro de ellas? Eso es lo que debo descubrir. Y para ello, necesito interrogarlas a través de mi don. Necesito fundirme con ellas, a pesar de que no están aquí, sino allá abajo, separadas de mí por una espesa capa de roca.

Esto no me había ocurrido nunca. La metamorfosis ha comenzado sin el menor contacto con el agua. Yo la he comenzado. Ha bastado una orden de mi voluntad para que los dedos de mis manos se deshiciesen en surtidores transparentes que vierten sus gotas sobre el pozo igual que una fina lluvia.

Abajo, el agua recibe al agua y escucha su voz. Un rumor de corrientes subterráneas retumba en las paredes de piedra de la gruta. Ya está. Están despiertas, vienen hacia nosotros. Vienen con tanta fuerza que podrían hacer estallar las bóvedas para encontrar una salida al aire libre.

No me importa. Cuando una tromba líquida irrumpe en la gruta y los hombres de Edan empiezan a gritar, me digo a mí misma que no me importa. Ellos lo han querido, ¿no? Solo estoy cumpliendo sus órdenes. Si no pueden resistir la fuerza del agua, ¿acaso es culpa mía?

Los veo perder pie, hundirse en las aguas milagrosamente azules que han comenzado a girar a mi alrededor como si yo fuera su centro de gravedad, el impulso de su movimiento. Edan es el último en caer. Las aguas se lo tragan en silencio.

Podría dejar que muriese. ¿Por qué no? Ha destrozado mi vida. Se merece morir.

A pesar de todo, no quiero que ocurra. Su muerte no arreglaría nada. No me devolvería la fe ni los sueños que él ha destruido.

Y además, están los otros…

Casi sin pensar, ordeno a las aguas que retrocedan. El remolino líquido detiene su vertiginosa corriente, el agua empieza a filtrarse a través de las rocas, a buscar una forma de salir. Los hombres emergen a la superficie, tosiendo, escupiendo, profiriendo maldiciones. Uno tras otro. También él…

Si yo hubiese querido, ahora mismo estaría muerto.

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