17
Los rulos en la cabeza, el maquillaje retocado tres veces. Andrea había bajado a las cocinas del hotel desde su habitación, pero no en bata. Aún le quedaba algo de cordura. Porque en la bata, en esa «horripilancia» color perla que le habían obligado a vestir mientras la arreglaban, llevaba escrito en la espalda y en letras rosas: The Bride138.
―Andrea… ―llamó Megan. Esta estaba inclinada sobre la mesa manga pastelera en mano, llenando los vasos de hileras de crema de castañas y nata—. Cariño… ―Se aproximó a ella y la tomó por los hombros—. Para un segundo. ―El ir y venir de cocineros y camareros la estaba poniendo todavía más nerviosa—. ¿Crees que es necesario todo esto?
―Sí, sí lo es, mamá ―asintió Andrea. Los rulos iban a salir disparados de su corta melena si seguía agitando la cabeza de aquel modo―. Lo es porque es mi banquete ―dijo girando la manga para que la crema no escurriera fuera de la boquilla—. Y tiene que salir perfecto. ―Y no estaba saliendo perfecto, pues... Andrea miró los vasos y…―. ¡No sé qué es lo que le falta, pero le falta algo!
―Te estás obsesionando... ―advirtió Kendall con el cabello cuidadosamente recogido y engarces de cristal adornando las trencitas. Una auténtica maravilla estética... Hundió la cuchara en el vaso, la sacó para llevársela a la boca y atiborrada masculló―: Está perfecto.
―¡Grageas de regaliz! ―chilló Andrea, los sabores armonizaban en su cabeza y, si lo hacían en ella, lo harían en el paladar—. Las haré polvo y espolvorearé con él la nata. ―Dejó la manga encima de la mesa y le quitó el vaso a Kendall dejándole la cuchara. Preguntó a voz en grito si había grageas y la respuesta la hizo palidecer—. ¿No hay? ¡¿Cómo qué no hay?!
―¡Tranquilidad! ―Kendall, después de chuperretear la cuchara, apuntó con esta a una Andrea que hiperventilaba―. Yo iré a por ellas, hay tiempo y un Best World Supermarket cerca. ¿Cuántas hacen falta?
―Todas las que encuentres ―pidió Andrea―. ¡Gracias, gracias, gracias! ―No la besó, pues le quedaban una veintena de vasitos por rellenar. Tomando de nuevo la manga, le dijo a Kendall saliendo de la cocina―: ¡Te quiero, te quiero, te quiero!
Cathy, con la carpeta en la mano y un bolígrafo sujetándole el moño en mitad de la cabeza, la miró exasperada.
―Andrea, se supone que me pagáis para que coordine todo esto y la boda va a ser un caos si no espabilas. ―Y ella no quería tirar su trabajo por tierra porque la novia tuviera «dudas existenciales».
―Pues lárgate ―espetó Andrea demasiado ocupada como para encararla.
―Andrea ―chistó Megan para que su hija se controlara.
―Que se largue si no está conforme ―sentenció Andrea mirando a su madre.
Cathy resopló, no estaba dispuesta a perder la mitad restante de su sueldo.
―Mejor me largo a ver si está todo listo en la sala de ceremonias ―le soltó a Andrea. Dicho y hecho, ella con su traje chaqueta de Balenciaga se marchó de la cocina.
―Señorita. Disculpe, señorita
El jefe de sala entró en la cocina y trató de llamar la atención de Andrea.
―¿Qué? ¿Qué pasa? ―inquirió esta con los ojos fijos en la crema subiendo en el vasito al ritmo que marcaba su mano apretando la manga.
―Yo me ocupo, Reginal, gracias. ―De ese modo Susana despidió al jefe de sala, saludó con un cabeceo a Megan y miró a Andrea―. Buenos días, señorita Bloom, lamento molestarla y más... con lo ocupada que está. ―Sonrió alzando la mano y saludando esta vez a Michel, el chef, que estaba al otro lado de la cocina—. No todas las novias se preparan para su boda y de paso orquestan la cocina para el banquete.
Andrea terminó de rellenar los vasitos y alzó la cabeza mirando a la mujer. El suave, muy suave deje italiano la hizo sonreír.
―¿En qué puedo ayudarla? ―le preguntó moviéndose para colocar la manga vacía sobre la bandeja.
―El chef y yo somos amigos hace años, pasaba por la ciudad y he querido venir a visitarlo ―comenzó a decir Susana estudiándola. Ella la había visto en fotografías y en la televisión, nada que ver con hacerlo en vivo y en directo―. No quiero parecerle descortés, señorita Bloom, pero últimamente me muevo por antojos y al entrar en la cocina solo podía oler....
―Oh, claro. ―Por seguridad habían preparado una veintena más de vasitos de crema, junto a los que saldrían a la sala un amplio surtido de petit fours. Andrea se hizo con una cuchara y le tendió el vasito a Susana―. No está acabado...
Y ella solo rezaba para que Kendall regresara pronto con las grageas.
―Muchas gracias. ―Susana, a través del cristal del vasito, contempló las capas de crema y nata. Se contuvo de relamerse y hundió la plateada cuchara en el postre—. ¿No lo está? ―cuestionó segundos antes de introducir en su boca la cuchara. Ella cerró los ojos, los sabores fusionándose en su lengua hicieron cantar a su paladar—. Che buono139...
Suspiró sin entender qué era lo que le faltaba al postre, a ella le parecía redondo. Susana abrió los ojos y la miró. Desde luego la mujer que tenía ante ella no parecía una novia.
―No tiene por qué darlas. ―Sonrió Andrea tirando del paño anudado a su delantal—. Y no, no está acabado, le falta el polvo de gragea de regaliz. ―Su madre, señalándole el reloj, le hizo perder la sonrisa—. Si quiere, puedo pedir que le reserven otro y así lo puede probar terminado.
―Muy amable por su parte, pero tengo que irme. ―Susana vació el vasito y dejó dentro la cuchara, disponiendo ambas cosas en un rincón de la mesa. Se frotó las manos y, agarrando el asa de su bolso que le pendía de un hombro, le dijo—: Le deseo que sea muy feliz. ―Le dio la espalda, mas acabó ladeándose―. De verdad, le deseo la mayor felicidad, señorita Bloom.
―Muchas gracias. ―Andrea siguió a la mujer con la mirada, puede que esta fuera crítico o periodista, o quizás nada de ello—. ¡Ya lo sé, mamá! ―exclamó a su madre que no dejaba de insistir en la hora―. Ya lo sé...
Pero antes de volver a la habitación, Andrea debía informar al equipo de los pasos que debían seguir cuando Kendall trajera las grageas.
Luca oía hasta el vuelo de una mosca y este, este le resultaba ensordecedor. La resaca..., sería cierto eso de que con los años cada vez se toleraban peor porque él estaba por pedir unos palillos para sujetarse los parpados tras la negrura de las gafas de sol.
―No necesita un máster para entender lo que estoy tratando de explicarle... ―gruñó llevándose una mano a la sien a la par que vencía su cuerpo encima del mostrador de la recepción del hotel—. Quiero que coloque esto en la pila de regalos en el jodido salón donde va a celebrarse el banquete ―dijo moviendo el paquete encima del mostrador y posicionándolo bajo sus manos.
―Sí, señor... ―titubeó el recepcionista. El traje tenía la elegancia de un tuxedo140, aunque el pañuelo rosa bombón engalanándole el bolsillo cegaría a más de uno, perteneciera a la comunidad gay o no. ―Pero es que no sé si hay pila de regalos...
―¿Y no puede mandar a alguien a averiguarlo? ―refunfuñó Luca con una sonrisa repleta de dientes y... de cinismo. Giró la cabeza a un lado condenándose por el rosa, era inevitable que ese color le recordara a Andrea―. ¿Desde cuándo no hay pila de regalos en un jodido banquete de bodas? ―masculló más para sí que para el personal del hotel.
―Tiene usted razón, si me disculpa voy a hacer una llamada ―barboteó el recepcionista alejándose un tanto tras la mesa y levantando el teléfono―. Un momento, por favor ―apuntó al tiempo que marcaba.
―Dio, dammi la pazienza141... ―rezongó Luca con una pequeña maleta de mano en el suelo, entre sus piernas, y el pesado abrigo sobre sus hombros; el cuero de los guantes le crujía en las manos y el sombrero Fedora estaba encima del mostrador, justo al lado del paquete.
Susana tiró de los costados de su blusa premamá y aguardó varios segundos tras Graziani, a la espera de que este se diera cuenta de su presencia. Al no hacerlo, le tocó con suavidad un hombro.
―¿Cuánto ha costado?
El hotel tenía seguro y él tampoco había destrozado tanto la habitación, nada comparado con una fiesta al estilo KISS.
Luca torció la cabeza a un lado.
―Pienso pasarle la factura a tu marido... ―Y la sonrisa socarrona de ella hizo que se ablandara un poco, ¡pero no! Frunció el entrecejo y eso dolió... Si es que le dolía hasta el pelo que no tenía en la calva―. ¿Dónde estabas? ―le increpó a Susana, recogiendo su sombrero para ponérselo.
―Tenía hambre ―rebatió la mujer colocándose a su lado.
Miró al recepcionista, claramente amedrentado por Luca, y le sonrió. Durante su matrimonio les habían conocido como la Bella y la Bestia y a ella siempre le había hecho gracia, y más con el sentido que tenía el apodo. «Ni que no tuvieras abuela».
―Vaya pregunta más estúpida ―reflexionó en voz alta. Chasqueó la lengua contra el paladar y de nuevo miró al recepcionista para decir―: Tenía hambre... ―Luca tamborileó con los dedos encima del paquete impacientándose.
―Lo sé, lo sé, yo tampoco podía creerlo. No sé en qué piensan estos guionistas de Glee... Veremos qué pasa en el próximo capítulo...―rio el recepcionista con un timbre agudo que, sin saberlo, al borde estaba de sacar de quicio a Luca―. Kriss..., tengo que dejarte. ―Estiró una sonrisa nerviosa en sus labios y colgó mirando al Vesubio―. Señor, no hay problema. Lo dejaremos ahí ―Fue a coger el paquete, pero las manos de Graziani seguían puestas encima―. ¿No lleva nada...?
―No, no lleva nada escrito ―cercenó Luca la pregunta. Movió el antebrazo, del que estaba tirando Susana llamándolo al orden, y gruñó―: Usted haga que llegue a la sala y basta. Si quiere ir dando piruetas en el aire como una bailarina sin tutú, no me importa; pero espabile, que para algo le pagan.
―Discúlpele, tiene un pequeño problema de resaca... ―susurró Susana empujando a Luca a un lado del mostrador―. Y de fondo, uno de ira... ―susurró aún más bajito tras dar dos pasos para inclinarse por encima de la recepción. Se estiró la blusa y volvió ante Luca y la maleta―. ¿Me llamarás cuando llegues? ―le preguntó asegurándole el sombrero en la cabeza.
―Susana... ―refunfuñó Luca al verla disculparse—. No eres mi madre ―protestó cargando con la maleta―. Quita ―la riñó, dándole un palmetazo en una de las manos que trasteaban con su sombrero.
―Te quiero. ―Sonrió Susana interponiendo sus manos entre ambos.
―Ya lo sé ―mascó Graziani mirando en dirección a la entrada del hotel.
Por ella, entraba una larga peregrinación de invitados ataviados para una boda, y que él supiera la única que iba a celebrarse era la de...
―Luca ―llamó Susana cogiéndole del mentón para captar su atención.
Podía sentir la grisácea mirada en sus ojos a pesar de los oscuros cristales de las gafas de sol.
―Qué sí, yo también.
Graziani tomó las manos de ella en una de las suyas, pues la otra sujetaba la maleta. Las besó y carraspeó, comenzando a caminar hacia las escaleras que separaban la recepción del hall.
―Luca... ―le llamó Susana por segunda vez.
―¡¿Qué?! ―gritó girándose para mirarla.
A estas alturas de la película quedaba bastante claro que a él poco le importaba lo que pensara la gente. Su propia voz reverberó en el interior de su cerebro y le hizo apretar las muelas.
―¿Y Enzo?
―¿Qué le pasa?
Él estaba ahí dentro, metidito en el remanso de paz del vientre de su madre, que iba a acabar reventando de un instante a otro. Ese niño, de momento no tenía nada de qué preocuparse. Graziani aplastó la mano libre en su sombrero para que no se le cayera; este estaba seguro ahí en el calorcito de la calva, pero a Luca le dolía tanto la cabeza que sentía como si la misma fuera a rodar de su cuello al brillante suelo.
―¿No te despides de él? ―cuestionó Susana apuntando con dos dedos a la gravidez de su panza.
―¿Y cómo lo hago Susana? ―Graziani sin moverse sonrió descarado―. ¿A través de tu ombligo?
Al verla reír, se despidió con un leve movimiento de su cabeza. Bajó los escalones abriéndose paso entre largas faldas, lentejuelas y pamelas. Fuera hacía tres grados bajo cero. El sol dormía tras los nubarrones henchidos de nieve. «¿Para qué esas pamelas que más parecen pararrayos?». Luca ahora iba a salir del hotel y a pedir un taxi que le condujera hasta el aeropuerto.
Kendall, más helada que un Frigo Pie, regresaba del supermercado cargada con una bolsa repleta de grageas de regaliz.
―Lo que no haga yo por ella... ―boqueó con un escalofrío. Se detuvo y entrecerró los ojos creyendo que de nuevo veía visiones—. ¿Graziani?
¡Era él! Esa manera de caminar, hasta de parar un taxi. ¡Era él! Y el día anterior, en el restaurante también era él. Kendall lo vio subir al taxi y seguidamente miró la entrada del hotel.
En el interior, Susana observaba a Luca mientras este salía. A través de las puertas de cristal y moviéndose para verlo entre tanta cabeza, lo siguió con la mirada para asegurarse de que subía al taxi.
―¡Espere! ―clamó al recepcionista con el paquete en la mano y a punto de dárselo al camarero que habían enviado desde el gran comedor—. Deme el paquete ―pidió ella alargando las manos. Las asas del bolso se le escurrían por el hombro―. Yo lo llevaré.
Kendall, que acababa de entrar por las puertas, decidió intervenir.
―Usted es la exmujer del señor Graziani. Antes me pareció que la conocía de algo, pero cuando entré a trabajar en el Io sono ustedes ya estaban divorciados, aunque sí la he visto en fotografías ―dijo Kendall interponiéndose en el camino de Susana. Para su ignorancia, las intenciones de la mujer no eran dejar el paquete en el salón, sino en la habitación de Andrea; tenía amigos hasta en el infierno—. No sé por qué no he caído antes ―se riñó Kendall con su mano durmiéndose a causa del peso de las grageas. Había cogido todos los paquetes que encontró en el estante—. El señor Graziani no está aquí de casualidad, hay un millar de hoteles en esta ciudad.
Que nadie tratara de venderle la moto con que no había conciencia entre la boda de Andrea y la presencia de Luca Graziani en el mismo lugar.
Susana miró el paquete entre sus manos.
―¿Tu amiga de verdad quiere casarse?
Ella pondría la mano en el fuego porque la respuesta a la pregunta era que no. No conocía a Andrea, no más allá de lo que Luca le había contado y también por boca de la nonna Giuliana y todos los que habían tratado con ella; no obstante, no tenía cara de novia o, por lo menos, de novia feliz. Más bien parecía la... novia cadáver.
―No ―respondió Kendall. El recogido que le habían hecho estaba repleto de nieve que se fundía en sus trenzas y las hacía brillar de humedad, y eso que encima llevaba el gorrito―. Pero el señor Graziani tiene el tacto en el culo y un ego tan grande que no le deja verse lo que tiene entre las patas ―criticó cogiendo en la mano libre el paquete que le tendió Susana―. Y, bueno..., Andrea tampoco ayuda mucho ―añadió mirando el regalo envuelto en papel sobrio y sin nota o pegatina que indicara a quién iba destinado.
―Dáselo ―indicó Susana agarrando el asa de su bolso con ambas manos―. Voy a ir a desayunar. ―Por segunda vez, caminó hacia el restaurante alejándose de la mujer. Leandro no aparecería hasta las once y ella no iba a estar dando vueltas por Washington, tenía los pies demasiado hinchados y ahí fuera estaba cayendo la segunda o tercera era glacial.
―¡¿Qué es?! ―alzó Kendall la voz intercalando la mirada entre el paquete y Susana marchando a paso lento pero seguro.
―No lo sé. ―Susana se detuvo y se ladeó mirándola―. Debe de ser algo que significa mucho si Luca quería que se lo dieran a Andrea tras la boda, durante el banquete, y no ahora ―pronunció estirando un brazo. Movió la mano y despejo la muñeca de la manga de la blusa―. Por cierto, su avión sale en... media hora.
Kendall no le dijo nada más. Se quedó mirándola hasta que Susana se perdió en el pasillo que conducía al inmenso comedor. El hotel era tan grande que contaba con dos comedores, cinco salones para fiestas y otras cinco salas para reuniones. Ella ajustó el paquete bajo su brazo y, en lugar de ir a las cocinas a llevar la compra, cogió un ascensor.
Andrea se miró en el espejo. Estaba de pie en mitad del salón de la suite. El velo aún no le cubría la cara y, por tanto, no ocultaba las lágrimas que pronto iban a desfilar de sus pestañas a su mentón deshaciendo todo el eyeliner.
―Parezco un pastelito de nata... ―farfulló pellizcando los lados del nacimiento de su falda. La pedrería en su escote tipo corpiño la deslumbraban y la falda era pomposa y tan larga como para ejercer de alfombra de pasillo―. Un pastelito espolvoreado de swarovski...
Ya no se preguntaba por qué había elegido ese vestido, no le gustaba cómo le quedaba y tampoco le gustaba el velo, el recogido, el maquillaje...
Megan movió las manos indicándoles a las damas de honor, la peluquera y la maquilladora que salieran al pasillo. A fin de cuentas Grant, su marido y quien iba a llevar a Andrea al altar, ya había subido a avisar que les quedaban cinco minutos para ir hacia el ascensor.
―Cariño... ―susurró aproximándose a Andrea. Se entrometió entre ella y el espejo y sacó un pañuelo del diminuto bolsito de mano. Secó los lacrimales de Andrea y sopló suavemente sus ojos para evitar que las lágrimas se desbordaran y arruinaran el maquillaje—. No pareces un pastelito de nata, estás preciosa.
―Lo que estoy es horrorosa ―murmuró Andrea mirando esta vez al techo para tratar de contener las lágrimas.
Arrugó la nariz y sorbió el lloriqueo que le golpeaba los dientes para salir por su boca.
Megan arrugó el pañuelo en la mano, manchado de la negrura del eyeliner y la máscara de pestañas.
―Voy a avisar a Grant. ―Había esperado hasta ahora para que su hija reaccionara y tomara por sí misma la decisión de poner fin a esta locura―. Tiene que cancelar este paripé.
―Ni hablar. ―Andrea cogió a su madre por las muñecas y negó efusivamente—. No se va a cancelar nada ―vocalizó ronca. Apartó las manos de las de su madre y respiró hondo―. Ya estoy mejor ―mintió esta vez asintiendo—. ¿Dónde..., dónde está Kendall?
―No solo vas a arruinar tu vida ―aleccionó Megan. El tocado en su cabeza pesaba media tonelada y, de vez en cuando, las plumas insertadas en el recogido le cosquilleaban la nariz―. Creo que te he educado lo suficientemente bien como para que seas algo más responsable.
―¿Y cancelar esta boda, en la que hemos dilapidado tanto dinero, no es una irresponsabilidad?
Andrea volvió la mirada al espejo, a su reflejo. Pasó las manos por el nacimiento de su pomposa falda y las ahuecó en su escote para acomodar sus pechos en la prenda. Aun así parecía que fueran a desbordar de un momento a otro. «Una cabaretera con pinta de pastelito de nata, guarda el disfraz para Halloween».
La puerta entreabierta de la habitación se abrió del todo, aunque, para poder pasar, Grant tuvo que quitar la fila de damas de honor empujándose las unas a las otras queriendo cotillear.
―Megan ―llamó él cerrando la puerta en las narices al corrillo femenino―, tenemos que irnos ya ―anunció recorriendo el pasillo. Se detuvo en la boca de este mirando a la pareja de mujeres y, en concreto, a Andrea―. Vaya, eres todo un pastelito de nata.
―Con sprinkles brillantes ―apuntó mirando de soslayo a su madre. Forzó la sonrisa en la boca y volteó hacia Grant, que se detuvo ante ella y le bajó el velo—. Gracias. ―Miró a su alrededor, hacía mucho que no veía a Kendall y no recordaba que su madre la hubiera echado fuera junto al resto de damas de honor—. ¿Kendall está fuera?
―Ha ido a comprar las grageas, debe de estar a punto de llegar.
Megan rodeó a Andrea y tiró de la cola del vestido para evitar los pliegues.
―¿A punto? ―Andrea cogió el ramo de tulipanes y lo sacudió―. ¡Yo no puedo casarme hasta que ella no esté aquí! ―chilló en una nube de pétalos rosados.
―Tranquila. ―Grant le ofreció el antebrazo a Andrea, pero ella estaba tan nerviosa que comenzó a moverse de un lado al otro—. Tu madre va a llamarla por teléfono ―le dijo en tono firme. Caminó hacia Andrea y detuvo su ir y venir—. Mientras, vamos tirando.
Andrea miró a Grant, a aquel rostro adusto y arrugado de ojos tiernos.
―Vale, vale... ―susurró temblorosa. Quería huir..., huir bien lejos de todo, mas no podía; era demasiado tarde—. Pero tenemos que esperar a Kendall.
Ligó su brazo al antebrazo de Grant y apretó la mano sobre la dureza del bíceps.
―No te preocupes.
Grant golpeó cariñosamente la mano de esta hincándose en su antebrazo.
Megan llamaba por teléfono a Kendall mientras ellos avanzaban directos a la puerta, tras la que se encontraba el elenco de damas de honor y la peluquera y la maquilladora, quienes no habían podido dar el toque final. El móvil sonó haciendo que las cabezas de las mujeres giraran para ver a Kendall saliendo del ascensor, cargada con la bolsa de grageas y un paquete.
Andrea iba a matar las flores de tanto apretar los frágiles tallos. Grant abrió la puerta y ¡ahí estaba Kendall!
―¿Dónde te habías metido? ―chilló conteniéndose para no atizarle con el ramo en toda la cabeza―. ¡¿Por qué no has llevado el regaliz a la cocina?! ―increpó empezando a hiperventilar. Lo único que para Andrea tenía sentido de ese día era el banquete y Kendall... «¡Iba a arruinarlo!»―. ¡¿Sabes qué hora es?! ―Porque ella no lo sabía o sí... «La hora de adiós a la vida».
Kendall todavía estaba helada y sabía que una vez se quitara el gorro iba a estar toda despeinada y eso, eso la cabreaba.
―Ábrelo ―ordenó tendiéndole a Andrea el paquete.
―¿Ahora? ―farfulló ella empujando el velo tras su cabeza con la mano que sujetaba el ramo. Le cedió este a Kendall y cogió el paquete. Era ligero y blando como..., como si contuviera algo de carácter textil.
―¡Andrea, ábrelo! ―gritó Kendall.
El asunto estaba tan feo que era capaz de ponerse a objetar en medio de la ceremonia. «¿Alguien se opone a este matrimonio? ¡YO!». Si era capaz de recorrerse todo Washington, «exagerada», para comprar grageas de regaliz por una amiga también lo era para detener la farsa de su matrimonio.
La susodicha desunió su brazo del de Grant y empezó a desembalar el paquete.
―Kendall, espero que no sea una tontería porque... ―La voz murió en sus cuerdas vocales. Tras rajar el papel y retirar un sobre en el que parecía haber un buen puñado de documentos, Andrea descubrió una chaquetilla cuidadosamente doblada con las letras bordadas en rosa—. Chef... ―leyó con un nudo al fondo de su garganta.
―¿Qué es? ―Megan atrapó entre los dedos el sobre, despegó la solapa y masculló―: Déjame ver. ―Al darse cuenta de lo que tenía entre las manos, pasó una página y otra más―. Oh, Dios mío... ―bisbiseó alzando la vista de la documentación―. Te ha regalado un local.
Andrea comprimió contra su pecho la chaquetilla y seguidamente se la llevó a la cara, el olor de Luca estaba en la prenda.
―¿Qué dices? ―Sin desprenderse de la chaquetilla miró a su madre, que con la mano trémula le entregó la documentación―. Dios mío... ―logró articular.
Las letras se intricaban ante sus ojos, la elegante firma de Graziani... Era cierto, le había regalado un local, un local en una de las mejores zonas de Washington, en Georgetown. Ella nunca hubiera podido aspirar ni a alquilar un pequeño recinto allí.
―En menos de veinte minutos coge un avión a Las Vegas... ―Kendall la miró―. Andrea... ―¿No había oído el pistoletazo de salida? ¡Tenía que ir a por él! Después de todo su propio jefe no era tan... «Cabrón»―. Andrea, ¡reacciona!
Ella le entregó la documentación a su madre y la chaquetilla, se cubrió la cara con el velo y tiró de Grant para que caminara a su lado. Andrea recorrió el pasillo con la vista fija en la alfombra.
―Por favor, lleva el regaliz a la cocina, te esperamos en la antesala ―le dijo a Kendall deteniéndose ante el ascensor.
El dedo de Grant presionó el botón para llamarlo.
Kendall gruñó como un perro rabioso y dio un puntapié en el suelo. Con el abrigo puesto encima del vestido de honor tono violeta y el gorrito de lana en la cabeza, ¡ah!, y sujetando la bolsa y el ramo de flores, dejó salir toda su rabia―: ¡Te vas a arrepentir toda tu vida! ―gritó. Correteó tratando de no caer y se metió en el ascensor en último lugar, y apuntando a Andrea con el ramo le espetó―: ¿Me has oído?
―Sí. ―Era como si le hubieran chutado algo, cualquier droga que la dejara fuera de juego. Andrea apoyó la cabeza en la frialdad metálica de la pared del ascensor—. Gracias.
Kendall le puso el ramo en la mano y ella lo oprimió contra la palma, con los pobres tulipanes quedándose desnudos de pétalos. El silencio tomó el ascensor, un silencio pesado y tan denso que ahogaba conforme bajaba y bajaba.
Los presentes se miraban los unos a los otros y de refilón a Andrea, hasta que las puertas se abrieron. Kendall salió la primera rumbo a la cocina, el resto lo hicieron en orden y se encaminaron a la antesala de la gran sala donde iba a llevarse a cabo la ceremonia.
Andrea miró hacia un punto fijo de la pared mientras las damas de honor se aseguraban de que los bajos del vestido no se plegaran y la larga cola no se arrugara.
Megan estiró los extremos del velo antes de marcharse a la sala y Grant movió el brazo para coger a Andrea de la mano. Se la apretó cariñosamente. Un suicidio sentimental, eso es lo que iba a cometer Andrea; iba a inmolarse.
Kendall dejó las bolsas en la cocina y se dirigió a la antesala. Una vez allí se quitó la chaqueta, dejó el bolso y se arrancó el gorro, adiós al minucioso peinado.
―A lo mejor te trae suerte... ―dijo portando la chaquetilla y dejándola sobre los hombros de Andrea; esta no encajaba con el conjunto, no obstante era mucho más importante que el vestido y todo lo demás—. No lo hagas...
La chaquetilla besó sus hombros desnudos. La idea de llevar un vestido sin mangas en pleno mes de enero no era la más adecuada, aunque la boda de por sí no lo era. Andrea encogió los hombros, el olor de Luca la envolvió... «Buen Dios». Casi podía sentir el calor de su cuerpo, su reconfortante calor. Ella ni miró a Kendall, colocó en mitad de su pecho el ramo aferrándose a él.
―Estoy lista... ―articuló a duras penas.
Grant le preguntó a Andrea si realmente quería hacerlo y ella asintió. Cierto era que la boda les había costado un riñón y parte del otro, pero su felicidad era más importante.
―Cariño, podemos anularlo, no pasa nada... ―le susurró.
―Por favor, vamos ya.
―Muy bien... Como tú quieras, es tu vida.
Este dio la orden de que avisaran en la sala y la marcha nupcial comenzó a sonar. Sin soltarle la mano a Andrea, aguardó a que todas las damas de honor desfilaran ante ellos.
Los invitados se pusieron en pie, la novia apareció en la puerta del brazo de Grant. El novio esperaba en el altar en aquella preciosa sala ceremonial. Ellos no eran los primeros que iban a celebrar su casamiento en el lugar, conducido por un pastor evangelista contratado por el mismo hotel. Los bancos a los lados de la sala y abarrotados de asistentes habían sido decorados con tulipanes, los mismos que portaba en el ramo la novia.
A Andrea la marcha le sonaba a réquiem, la sangre bombeaba en sus venas rápidamente. «¡Multa por exceso de velocidad!». El velo, el finísimo velo la ahogaba, arrebatándole el aire. La chaquetilla sobre sus hombros pesaba y le quemaba la piel... Los recuerdos de Graziani, sus escasas sonrisas, el fulgor de sus ojos, el sabor de sus besos... Andrea cerró los ojos, sus pies seguían andando, pero su mente estaba sumergida en la remembranza.
Grant detuvo su avance, los pies de Andrea dejaron de moverse; ladeó la cabeza y la miró.
Para Andrea ya no sonaba la marcha nupcial lo hacia la canción E ritorno da te142 . Abrió los ojos y contempló a Samuel, emperifollado y hasta afeitado en el altar. Ella apretó con fuerza la mano de Grant.
―Lo siento... ―El aliento hizo bailar el velo delante de su boca. Amaba a Luca. Lo amaba a pesar de su «borderio máximo y sus neuras», lo amaba de tal manera que no podía casarse con Samuel. Primero, por el propio Samuel, ya que ella no sería justa con él, y, en segundo lugar, de hacerlo se moriría y lo haría de verdad—. Lo siento mucho.
Soltó la mano de Grant y, recogiéndose la falda con la mano libre y la chaquetilla pendiéndole de los hombros, salió corriendo.
―¡Andrea! ―llamó Samuel sin creer lo que estaba ocurriendo.
Bajó los tres escalones del altar y, entre el caos de los invitados levantados de los asientos, corrió a por Andrea, pero Grant se interpuso en su camino.
Cathy lanzó la carpeta sobre su cabeza y los papeles volaron como el arroz que no iba a tirarse a los novios cuando terminara la ceremonia.
Los tacones repiqueteaban, había pétalos planeando, igual que el velo, y la cola de su vestido volaba tras ella.
―¡Lo siento, disculpe! ―gritaba sin detener la carrera.
La gente se giraba, deteniéndose para mirarla. Andrea cruzó el hall del hotel y se peleó con la puerta para salir del edificio. El frío le abofeteó la cara, tenía que parar un taxi, subir a él y llegar al aeropuerto antes de que Luca se marchara a Las Vegas.
La casualidad quiso que Leandro bajara de un taxi en ese momento. Miró la hora en el reloj de muñeca y se encogió del frío, había llegado antes de lo acordado con Susana. El ala de su sombrero lo resguardaba de la nieve, que ya caía de manera continua y comenzaba a amontonarse en las calles de la capital.
―Espere... ―pidió al taxista, que sujetaba la puerta—. ¡Señorita! ―llamó con su acento italiano impregnando la palabra. Susana le había llamado la noche anterior mientras Luca dormía, así que estaba al corriente de todo y aquella mujer vestida de novia no podía ser otra que…―. ¡Andrea!
Oyó su nombre y ladeó la cabeza echando hacía atrás el velo con la mano libre. Sin llegar a tropezarse, correteó la poca distancia entre la entrada y el taxi.
―Gracias, gracias, gracias. ―Andrea se subió al coche y aquel hombre que la había llamado por su nombre, y que ella no conocía de nada, la ayudó a meter toda la cola de su vestido dentro del taxi. La chaquetilla continuaba en sus hombros por intervención divina.
―Llévela a Ronald Reagan y dese prisa ―le dijo Leandro al taxista una vez cerró la puerta y dejando a Andrea embutida ahí atrás. A través de la ventanilla, pagó al taxista y con el maletín en la mano los vio partir.
―¿La dejaran subir al avión vestida... así? ―interrogó el conductor cumpliendo con lo que le había pedido su anterior pasajero.
Además, este le había dado casi el doble del pago común del trayecto entre el hotel y el aeropuerto. Siendo la primera vez que conducía a una novia casi enlatada, no podía hacer otra cosa que llevarla cuanto antes al destino.
―No tengo intención de subirme a un avión. ―Andrea se peleaba con el ramo y la montaña de tela a su alrededor―. ¡Corra! ―imploró al taxista cuando el semáforo cambió de rojo a verde.
La hora en el reloj del coche iba en su contra... Menos mal que no se trataba de un vuelo, pues de ser así le resultaría imposible llegar a Washington-Dulles antes de que el avión de Luca despegara.
El taxi recorrió las calles de Washington hasta llegar al aeropuerto. El conductor, un buen hombre, bajó del automóvil y le abrió la puerta. La auxilió sacando parte de la cola del vestido y le tendió las manos para que pudiera salir de la nube de tela.
―Gracias ―jadeó Andrea.
Apoyó los pies en el suelo y, sin esperar a que el resto del vestido escurriera por los asientos, comenzó a correr. Las puertas acristaladas de la terminal se abrieron y ella las cruzó a golpe de tacón. El velo susurraba tras ella junto a la falda del vestido..., parecía que tuviera alas: una blanca y brillante ave volando bajo el techo curvado de la terminal. Los pocos pétalos que quedaban en los tulipanes se estaban cayendo y la chaquetilla se le escurría por los hombros. Con el aliento constreñido en la garganta, Andrea se detuvo mirando el panel. Fue localizar el vuelo de Luca y correr de nuevo.
La gente se detenía en su avance y giraban las cabezas para mirar a la mujer vestida de novia que galopaba por el aeropuerto. Había japoneses con sus cámaras haciéndole fotografías...
―¡Oiga! ―gritó un guarda de seguridad, pero ella no se detuvo.
A través de las cristaleras, vio los salones móviles. Posiblemente en uno de ellos debía de ir Luca o puede que estuviera recorriendo el puente de embarque. Ella aceleró con los tobillos doliéndole encima de la finura de los tacones.
―Lo siento, disculpe ―pidió, apartando y empujando a los que hacían cola frente al estand de la compañía esperando el check in―. ¡Es una urgencia!
―Señorita... ―barboteó la chica tras el mostrador.
―Necesito que me dejen pasar ―soltó Andrea de sopetón habiendo captado la atención de medio aeropuerto y, sobre todo, del «comando» del control de seguridad.
―¿Disculpe? ―La muchacha miró a sus compañeras que se encontraban a lo largo del pasillo y negó―. No, no puedo dejarla pasar.
―¡¿Usted cree que hago la carrera de mi vida por nada?! ―Andrea golpeó sobre el mostrador el ramo de tulipanes mortecinos―. ¡Estoy aquí, vestida de pastelito, por una buena razón! ―chilló agitando las manos en el aire para mantener atrás el velo―. Por favor, déjeme pasar ―suplicó con la cara roja y sudada.
―Señorita, haga el favor de... ―comenzó a decir la chica cuando uno de los miembros de seguridad se acercó al estand con clara intención de desalojar a la loca vestida de cupcake de Magnolia Bakery. La prendió por un antebrazo y la apartó del mostrador.
―Escúchenme, en uno de esos aviones va el hombre al que quiero, lo quiero tanto que me duele ―dijo Andrea recuperando su ramo y apretándolo contra su pecho. No obstante, sacudió la cabeza haciendo bailar el velo―. No, no lo quiero, lo amo. ¿Me entienden? ―La chaquetilla se escurrió de sus hombros y fue a parar al suelo, pero ella no lo notó—. He salido corriendo de mi boda solo para que me diga que él también lo hace... ―La mano del guardia la soltó y ella miró a su alrededor buscando algún tipo de complicidad―. Sé que estoy loca, lo sé; pero necesito que me ayuden.
―¿De su boda? ―comenzó a decir el de seguridad llevándose las manos al cinturón en torno a sus caderas.
En la pared, y de gran tamaño, un reloj digital no detenía el tiempo...
―Es una larga historia ―balbuceó Andrea, y desnudó sus pies de los dolorosos tacones―. Mire, me quito los zapatos y tenga. ―Le entregó el ramo y se subió ligeramente la falda del vestido para que este viera que no llevaba nada sospechoso excepto la liga, claro―. Ni bomba ni explosivos ni nada. ¡Por favor, déjeme pasar! ―imploró con los números del reloj digital reflejándose en sus ojos.
―Daniels, déjala pasar ―ordenó la mujer con pinta de jefazo que estaba al lado de uno de los arcos de seguridad―. ¡¿En qué vuelvo va ese hombre, señorita!?
Descolgó el teléfono de su cinturón, dispuesta a llamar al dispositivo de embarque para que estos se ocuparan.
Andrea estaba descalza y sin el ramo, pero aún conservaba la chaquetilla; las manos de aquel gorila la recogieron del suelo y se la pusieron encima de los hombros desnudos.
―Gracias ―manifestó cuando este le permitió pasar. Ella avanzó pasando a la carrera bajo el arco de seguridad―. ¡Gracias, gracias, gracias! ―gritó yendo a toda prisa, aunque tuvo que detenerse unos segundos para informar del vuelo.
El suelo estaba helado y la falda de su vestido le cosquilleaba los talones a cada zancada... El mostrador de la puerta de embarque estaba ahí, lo anunciaba el enorme letrero sobre el alfeizar de esta. ¡Ya casi estaba!
―¿Por quién debemos preguntar? ―le preguntó una de las chicas tras el mostrador de la puerta de embarque nada más colgar el teléfono.
De no ser por la llamada del equipo de seguridad, Andrea habría corrido todo el largo pasillo para volver a dar explicaciones.
Luca, ya en el avión, desdobló el periódico, pero no lo leyó. Lo tiró en el asiento que había libre a su lado y llamó a una de las azafatas que atravesaba el pasillo.
―¿Podría servirme un whisky?
El vuelo salía con retraso y su humor cada vez se amargaba más, necesitaba algo de alcohol para adormilar a su resacoso cerebro.
―¿Un whisky, señor? ―cuestionó esta inclinándose ligeramente en el asiento—. Todavía no hemos despegado...
―Me he dado cuenta de eso, señorita, pero yo quiero un whisky.
La azafata frunció el ceño y mascó―: Muy bien, señor.
Si no fuera un delito, le serviría combustible del avión en lugar de whisky.
―¿Señor Graziani? ―llamó otra azafata recorriendo el pasillo hasta detenerse al lado de su compañera―. Necesito que me acompañe... ―resolló con una mano en el pecho.
―¿Disculpe? ―Luca miró hacia delante y luego hacia atrás. Aún había gente embarcando, aunque con mucha suerte despegarían en no más de diez minutos, y aquella azafata quería que la acompañara―. ¿A dónde?
―Hay una mujer que pregunta por usted en el acceso de la puerta de embarque, fuera... ―La azafata miró a su compañera y luego a Graziani―. Y está vestida de novia.
―¿Una mujer? ―La única mujer que se le ocurría a él era Susana y...―. ¿Vestida de novia?
Graziani se levantó como si alguien hubiera activado un resorte, cogió el abrigo y la maleta de mano, acompañó a la azafata hasta la salida del avión y pisó la pasarela del puente de embarque. El frío se colaba y se filtraba por el hierro. Apuró el paso y la vio.
Andrea contuvo el aliento, Luca se aproximaba y ella, sin poder evitarlo, caminó hacia él. Los pies desnudos, las manos temblorosas, la cara cubierta por la pátina de sudor a causa del esfuerzo…
―Dímelo... ―gimió con Graziani a menos de seis pasos de distancia.
―Te has vuelto loca... ―espetó él sin creer que fuera Andrea, lo estaba soñando o quizás...―. ¿Te has fugado de tu boda? ―Se detuvo mirándola, ella estaba tan cerca. Su olor, aquella preciosa y ahora enrojecida cara… ¿Y qué si quería besarla? Luca, con la maleta en la mano, el chaquetón bajo el brazo y habiendo olvidado su sombrero, negó con la calva testa―. ¿Qué coño haces aquí?
―¡Sí, sí me he vuelto loca, Luca Graziani! ―chilló Andrea levantando las manos al cielo y, por tanto, haciendo caer la chaquetilla de sus hombros. Las lágrimas que iban a salir en forma de cristales helados le picaban en los ojos―. Dímelo ahora mismo o desaparece de mi vida para siempre. ―Y lo decía muy en serio, pagaría a un psiquiatra, se mudaría de país ¡o lo que fuera! Pero no iba a volver a correr tras él―. ¡Dímelo!
Luca la contempló. El vestido sin mangas oprimiendo los grandes pechos, todos los cristales engarzados en el traje, la pomposa falda... Soltó su maleta, el chaquetón y prendió a la mujer por los antebrazos.
―Stupida143...
Sus manos subieron por los brazos hasta al cuello.
Andrea cerró los ojos ante el añorado tacto de él, el aroma de su after shave la hizo suspirar.
―Por favor..., dímelo.
Necesitaba oírlo, no era una necesidad física como respirar, mas para ella era como si lo fuera. Sus trémulas manos se aferraron a la americana, apretándola entre sus dedos.
―Ti amo144 ―masculló Luca acunando con las palmas las encendidas mejillas.
Ya sin importarle la aglomeración de trabajadores del aeropuerto y los viajeros que hacían de público, se inclinó hacia ella. Su boca sobrevoló la de ella y la besó.
Andrea gimió con la caída de aquel beso explosivo, suave, caliente y detonador para su sistema. Nunca había querido ser solo un recuerdo para Luca, jamás quiso que la dejara y ahora... Ahora desde luego que no iba a deshacerse de ella.
Graziani entreabrió los grisáceos ojos, pues los había cerrado al besarla. Los aplausos resonaban a su alrededor.
―En realidad querías ponerme en evidencia... ―susurró sobre los femeninos labios.
―Sí, qué bien me conoces ―respondió Andrea izando la cabeza para acabar apoyándola en el pecho de él. Sonrió con el palmeo de las manos sin dejar de aplaudir—. ¿Y ahora? ―susurró con los brazos de este rodeándola con un abrazo.
Luca la estrechó aún más.
―Conseguirte ropa, parece que hayas salido de un musical de Broadway. ―A él, el atuendo le hacía pensar en Mamma mia. Rompió el abrazo apartando a Andrea de su pecho—. Y después..., después... ―empezó a decir pellizcándole amoroso el mentón― quedarte conmigo toda la vida.
―Fueron tres... ―masculló Andrea subiendo las manos por la americana.
No tenía frío ni en los pies ni en los brazos en ese momento. Le daba igual que lo suyo saliera en la televisión, en los periódicos o en la radio, aunque Luca se lo iba a hacer pagar hasta el fin de los tiempos.
―¿Tres qué? ―preguntó Graziani sin saber a qué se refería Andrea.
Recogió del suelo el chaquetón y se lo pasó por encima de los hombros. Le frotó los antebrazos temiendo que pudiera resfriarse si es que no lo había hecho ya.
―Fueron tres ―dilucidó Andrea, recordando la visita a la Fontana di Trevi cuando dejó a Luca atrás para abrirse paso entre el gentío y lanzar tres monedas con su mano derecha sobre su hombro izquierdo. Tres monedas que, según lo que él le había contado, tenían el poder de lograr que ella se casara con el italiano del que se había enamorado. Y desde luego ya estaba vestida de novia—. Lancé tres monedas a la Fontana di Trevi.
Luca se rio negando con la cabeza, encaramó las manos a los lados de la bonita cara.
―Lo dicho, estás completamente loca.
Y como, a fin de cuentas, ocuparían todo los tabloides del país, él volvió a besarla.