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Con medias y a lo loco

Cinco días más tarde...

Eran las nueve de la mañana del viernes y sus pies pisaban los adoquines del mercado de Campo de’ Fiori, el amanecer se había levantado perezoso y fresco, así que Luca decidió coger el coche en lugar de la Harley. El día anterior dejaron el apartamento adyacente a la Fontana di Trevi y pasaron la noche en la casona. Los dedos de su diestra iban sujetos a la mano de Andrea, que ahora caminaba por delante de él entre la gente que había acudido al mercado. Graziani la miraba moverse al compás del sonido de sus tacones. El vestido rosado no le molestaba. Era entallado en las caderas, pero tenía mucho vuelo en la falda; por tanto, no se ajustaba a los muslos y cubría las rodillas unos diez centímetros por debajo. Era un vestido sugerente...

―¿Pasa algo? ―le preguntó Andrea deteniéndose y mirando hacia atrás.

Era la primera mañana que había conseguido maquillarse, y todo por haberse puesto el despertador a las seis y hacer mil y un malabares para que un dormido Luca la dejara escapar del peso de sus brazos.

―No ―le dijo él, empujándola para hincar la espalda de ella contra su pecho, iba a ir caminando detrás de ella, pero muy pegado—. No pasa nada.

Nada salvo que los días volaban y el fantasma que anunciaba la partida de Andrea se acercaba a pasos agigantados. Graziani le besó una mejilla calentándose los labios con la tibieza de la suave piel. El aroma de las especias, las hierbas aromáticas, las flores, frutas y verduras no enmascaraban el olor de su perfume.

Andrea sonrió empujando la mejilla contra los labios de él, sus manos encontraron apoyo en los masculinos brazos envueltos en sus caderas. No es que fuera muy cómodo caminar con él tan pegado a su espalda, pues los pasos que ella daba Luca debía darlos al mismo tiempo, pero le gustaba. Le hacía bien tenerlo tan cerca.

Puttanesca ―masculló leyendo uno de los pequeños letreros sobre los cestos de especias.

En su carta, o mejor dicho «sus cartas», él no tenía pasta alla puttanesca. Si Andrea no había probado la salsa peppone hasta llegar a Roma, dudaba mucho que hubiera probado la puttanesca. Luca la guio a empujoncitos hasta el puesto y, separando su cabeza de la de ella, le pegó un grito al tendero, que a su orden le sirvió en una bolsa de plástico transparente unos gramos del condimento para elaborar sugo alla puttanesca.106.

La alianza de compromiso no estaba en su dedo, llevaba desde el lunes anterior desterrada en un cajón y le daba igual, no la quería alrededor de su anular. Andrea observó al tendero vertiendo con cariño la mezcla especiada y girando la bolsa para anudarla. Ella estiró la mano y cogió la bolsita, mientras Luca la sujetaba con un brazo por la cadera y dejaba un par de monedas en la palma del tendero. Al ir a preguntarle por la salsa puttanesca, la estatua en el centro de la plaza y ahora frente a su izquierda la enmudeció.

―Giordano Bruno ―nombró Graziani mirando en la misma dirección que ella y metiendo la bolsa de especias en el bolso que colgaba del hombro de Andrea—. Fue un filósofo acusado de herejía.

―¿Y por qué está la estatua aquí en mitad de la plaza?

A ella le infundía un tanto de respeto, encapuchado, tan oscuro. Ni el tímido sol se atrevía a iluminarlo con su luz.

Tesoro. ―Luca se colocó a su lado y, tomándole la mano, masculló―: Lo quemaron aquí, en la plaza. ―Por el rabillo del ojo fichó un puestecillo de hortalizas en el cual iba a comprar tomates pera―. Aquí se celebraban las ejecuciones públicas ―le explicó haciéndola caminar a su paso—. ¿Te has comprado un segundo par de medias?

―No sé para qué pregunto... ―suspiró Andrea echando una última mirada a la estatua... Esta no le gustaba como la otra, a la cual, por cierto, el día anterior había convencido a Luca para visitar de nuevo. Mas ya no estaba, el jardín de los naranjos le pareció más triste sin la presencia de la angelical efigie. Sin duda necesitaba buscar en internet alguna información relativa a la efigie, algo que aportara luz y calmara sus ansías por saber—. Llevo unas de recambio en el bolso.

Pirámides de tomates de diferentes colores y tamaños se alzaban casi a la altura de sus hombros, y eso que Andrea contaba con diez centímetros extra de tacón. Observó como Graziani, tras tomar una bolsa de papel de un montón que había frente a ellos, iba llenándola de tomates que previamente olía.

―Pues porque eres curiosa ―resolvió Luca, aproximando un tomate a la nariz de ella. Andrea lo olió y asintió rápidamente con la cabeza―. El olfato hace por ti mucho más de lo que crees. ―Le tendió el tomate para que lo tomara. Ladeó la cabeza y, sin mirarla, le preguntó―: ¿Son de esas que se ajustan a los muslos por una banda de silicona?

Andrea cogió el tomate de la mano de él y lo mordió como si se tratara de una manzana. Había una señora haciendo lo mismo al otro lado del puestecillo y ella comprendió el porqué cuando el sabor dulce, muy dulce del tomate, le desbordó las papilas gustativas.

―La curiosidad mató al gato ―respondió a Graziani dejándole dar un mordisco—. Sí, son de esas ―susurró apretando el bajo vientre.

―O solo se cayó al cubo de agua y se mojó ―masticó él pasándole a la tendera la bolsa para que pudiera pesarla—. ¿Y llevas algo más que las medias bajo la falda? ―le preguntó a Andrea como si estuvieran hablando del tiempo.

―Pues... ―Ahora mismo a ella le sobraba la chaqueta, el vestido... y hasta la piel. Miró al suelo, a los adoquines y, tratando de controlar el rubor en sus mejillas, masculló—: Claro que sí.

―Cuando te cambies al acabar el turno déjate solo las medias.

Era una orden no una sugerencia. Luca cogió una nueva bolsa y, sin abrirla, le pidió a Andrea la botella de agua que llevaba en el bolso.

Ella se la dio con la mano trémula y agradeció que Graziani le dejara el culín. Como aún estaba sedienta, se acabó el tomate por entero al tiempo que él pelaba un ajo negro hasta extraer dos dientes..., como si las palabras «Cuando te cambies al acabar el turno déjate solo las medias» no las hubiera pronunciado.

―Es ajo ―masculló ella mirando el diente totalmente negro, alquitranado. Negó como si Luca se hubiera vuelto totalmente loco. «¿Comerse un diente de ajo crudo y... de ese color? ¡Ni borracha!».

―Prueba, mujer de poca fe ―. Sonrió acercando el ajo a los labios de ella, que apretó hinchando los carrillos

Alternó la mirada entre los ojos de él, el diente de ajo ante su boca y la botella de agua en su mano. Apretó los parpados cerrando los ojos, abrió la boca y el diente descansó en su lengua a la espera de que ella cerrara la boca y masticara.

―Sabe... ―Saboreó sin creer que lo que estaba comiendo era un ajo. Andrea parpadeó escéptica―. ¿Dulce? ―El sabor le recordaba a...―. Regaliz.

―Ajo negro ―nombró él masticando su diente. Este era de textura muy suave, cremosa. Un sabor muy profundo con notas afrutadas y de regaliz. Graziani llenó la bolsa con cinco cabezas más lo que quedaba de la que había sacado los dos dientes—. Es muy popular en la cocina asiática y ahora ha empezado a hacer furor en Europa.

―Una muselina de ajo negro sobre un lomo de lenguado ―fantaseó Andrea transportaba por los matices de sabores del ajo.

―Tengo una idea mejor. ―Luca pagó la compra: un quilo de tomates pera, los ajos negros, dos cabezas de ajo común, cebollas blancas y dos cajitas de frambuesas, cerezas y uva—. Provolone al horno con tomate concasse y velo gelatinizado de ajo negro. ―No esperó a que Andrea dijera nada, ya estaba tirando de ella. Su mano, unida a la de ella, le daba tironcitos para que se acoplara a su paso—. Pero vas a aprender a hacer la puttanesca y para eso tenemos que darnos prisa.

Andrea dio saltitos a su lado para no perder el ritmo. Ligó su brazo al de él, el cuero de la chaqueta de Graziani chasqueó bajo el material de la suya. Antes de salir de la casona, Luca le había dicho que quería hacer unas compras y después irían al restaurante. Pero ya eran las once; siempre, por una cosa o por otra, acababan entreteniéndose. Ante la «quesería móvil», metió en el bolso la botella de agua, y eso que estaba vacía. El aroma salobre del suero de leche le cosquilleó la nariz. Con los ojos muy abiertos, casi en un guiño infantil, contempló como extraían los bocconcini de la piscina de suero en la que estaban sumergidos. Cuchillos de doble mango y otros de punta redondeada, cortando y partiendo pedazos de lo que parecía una variedad de quesos sin fin.

Luca le encargó al tendero todo lo que necesitaba, pues iba a dejar a Andrea allí aunque solo por un momento.

―Ahora vuelvo ―le dijo desuniendo sus brazos.

―Luca, espera. ―A Andrea le entró el pánico. ¿Dónde iba? ¿Por qué? ¡No podía dejarla sola! Le tomó la mano y apretándosela susurró―: No me dejes sola. ―Su súplica no sirvió de mucho, ya que él apartó la mano y le dio la espalda―. Luca ―llamó palideciendo.

No sabía qué hacer o, mejor dicho, qué decir si le preguntaban algo, y Graziani la dejaba sola y desamparada, como cuando su madre la enseñó a ir en bicicleta. Una vez, Andrea creía tenerle pillado el punto y, confiando en que mamá iba tras ella, aceleró. Lo hizo de tal manera y con tal ilusión que miró hacia atrás, para encontrarse con que su madre ya no estaba siguiéndola. Se había quedado a un lado parada mirándola, lo que hizo que Andrea dudara y acabara de culo en el suelo. Desde aquel día ella no quiso saber nada más de bicicletas, acarreando un trauma infantil de lo más... ridículo.

―Ahora vengo, encárgate tú.

Ya era mayorcita como para que él le hiciera de niñera y no tenía un pelo de tonta. Sí, tenía un ligero problema de adicción con el rosa, pero aquello no impedía que pudiera desenvolverse sola. Luca le dio el dinero para que pudiera pagar y se escabulló entre el gentío.

Andrea miró el dinero en la palma de su mano y contuvo la respiración, volviendo la vista al tendero que metía en una cajita de plástico transparente los grandes cortes de parmesano. Graziani no apareció cuando la compra estuvo debidamente empaquetada y embolsada, así que pagó, recibió el cambio y se estiró para recoger la bolsa, llevándose de paso un rico pedazo de pecorino trufado como regalo.

―Nos vamos ―anunció Luca tras un abanico de buganvillas en una escala de rosas.

Apartó a Andrea de en medio del paso y le endosó el ramo.

―¿Es para mí?

No podía creerlo. Luca Graziani regalándole un ramo de flores y de color rosa. Andrea le dio la bolsa de la compra y cogió el ramo, las yemas de sus dedos acariciaron los delicados pétalos.

―No, el ramo es para el tendero ―soltó él en un mal intento de broma. Andrea estaba embobada y sonrojada hasta las orejas, cosa que a Luca le hizo alzar las cejas curioso―. ¿Nunca te han regalado flores? ―chasqueó la lengua meneando la rasurada cabeza―. No es tan raro...

―Así no ―masculló Andrea izando la mirada de las flores a los tempestivos ojos de él. Movió el ramo apoyándolo en uno de sus hombros y se inclinó hacia Graziani, pasó un dedo por encima de los masculinos labios―. Gracias.

―¿Así cómo?

En ella era común jugar con el doble sentido y, como buen hombre, Luca no había entendido lo que Andrea quería decir con ese «Así no». Se quedó quieto mientras el dedo de ella acariciaba sus labios.

―Calla un rato ―ordenó Andrea retirando el dedo de sus labios y adhiriendo su boca a la suya.

Lo besó, un beso cálido y dulce. Un beso que obligaba a cerrar los ojos y suspirar disfrutando de la avalancha hormonal que bombardeaba el cerebro de los enamorados. Lo suyo no fue un flechazo a primera vista y directo al hipotálamo, lo suyo fue una especie de odio y amor, o amor y odio. Y ahora, ahora Graziani estaba demasiado enganchado a Andrea, tan enganchado como para sentir síndrome de abstinencia cuando ella se marchaba al restaurante. Incluso viéndola en sus recorridos de la casona a la cocina, él se sentía ansioso por tenerla cerca, más cerca, por oírla respirar o ver aquella medio sonrisa suya. Era tener a Yiruma tocando el piano ininterrumpidamente y a Ella Fitzgerald cantando al compás de su pulso. Luca cargó las bolsas en una mano y descansó la otra en una de las femeninas mejillas, en su beso se escabulló un pequeño suspiró que le hizo cerrar los ojos.

No eran las flores, era el gesto de que él se las hubiera regalado. El hecho de que Graziani siendo como era o... Luca tenía mal carácter, era egocéntrico y cínico, pero a la vez y para su sorpresa lo encontraba cálido y tierno. Andrea, todavía con los ojos cerrados, despegó sus labios de los de él, mas seguían cerca, muy cerca, lo suficiente como para sentir el calor de la piel.

―¿Tenemos que irnos?

Ella abrió los ojos y medio sonrió al ver que había manchado los labios de Graziani con su labial y que este tenía aún los ojos cerrados.

―Sí ―respondió, el dedo de ella limpiaba el pintalabios de su boca—. Vámonos.

Luca abrió los ojos y le mordió la yema. Marcharon al coche y él condujo hasta el restaurante. Una vez allí y tras veinte minutos dentro del vehículo, buscando las lentillas que ninguno de los dos utilizaba, Andrea se fue al vestuario y él a la cocina. Graziani guardó la compra y tras ello anduvo al despacho de Andreas, que se convertía en suyo cuando él estaba allí.

Andrea, que se encontró a Stella justo en la puerta del vestuario, le pidió que le pusiera las flores en agua. Se cambió y, con el uniforme y el pelo recogido bajo el pañuelo, entró en la cocina. Besó la mejilla de la nonna Giuliana, esta estaba sentada en su mesa desgranando guisantes.

―¡Bloom! ―llamó Luca ataviado con su uniforme.

Tras haber salido del despacho antes que ella del vestuario. Había reservado un lado de la cocina para Andrea. Los ingredientes que iban a utilizar estaban dispuestos y en meticuloso orden, una perfecta mise en place.

―Empieza escaldando los tomates, trocea y reserva.―mandó Luca cruzándose de brazos y apoyado en la esquina de la mesa de trabajo.

Miró atentamente como Andrea se lavaba las manos y se ponía a cortar superficialmente los tomates pera, para luego poder pelarlos mejor. Los tomates chapotearon en el agua hirviendo y a continuación pasaron a un cuenco con agua fría y hielo. Ella estaba tan centrada en lo que hacía que conforme pelaba los tomates apenas parpadeaba. La hoja del cuchillo cortaba cubos de tomate y la hoja golpeaba la tabla.

Andrea metió el tomate en un cuenco e izó la cabeza.

―¿Ahora? ―le preguntó a la espera del siguiente paso.

―En una sartén pondrás un chorro de aceite infusionado en ajo. ―Él se refería a las botellas de aceite virgen rellenas del dorado líquido junto a varios dientes de ajo—. Deja que caliente y le añades un diente de ajo laminado; no lo quiero hecho puré, Bloom, lo quiero laminado.

Andrea tenía la manía de utilizar el ajo en modo puré para todas sus preparaciones, y no siempre era correcto por mucho que a ella le gustara.

Padella107 ―dijo Andrea acuclillándose para sacar la sartén del estante que estaba a la altura de sus muslos. La colocó encima de la cocina aún sin encender y dijo moviendo la cabeza graciosamente―: Laminado, no hecho puré. Oído, chef.

Que ella se esforzara en recordar palabras y ya comenzara a hilvanar intentos de frases en italiano le hacía gracia. Le arrancaba una sonrisa que a la vez le cosquilleaba en el bajo vientre. Graziani se obligó a concentrarse en lo que estaban haciendo, en resumen, él mandar y ella obedecer.

―Antes de que el ajo se dore, baja el fuego e incorpora la guindilla. ―Desligando los brazos, alzó uno apuntando hacia la guindilla—. No queremos salir ardiendo, así que no te pases.

Andrea era fan del picante y él, él no lo era tanto.

―Soso ―chistó Andrea de manera coqueta.

Con el ajo laminado y una puntita de guindilla, encendió el fuego.

―No me gusta vivir al límite. ―Sí, quería llegar a los sesenta. Luca pasó tras ella y abrió los recipientes de las anchoas y las alcaparras―. Escurre los filetes de anchoa y córtalos de manera gruesa. Una vez los tengas, mételos en la sartén ―dictaminó, cogiendo dos tomates más de la bolsa y llevándolos bajo el chorro de agua en el fregadero.

Ella hizo lo mandado, cuidó el ajo y la guindilla para que no se quemaran, cortó las anchoas y las incorporó al resto de ingredientes.

―¿Me he quedado corta de tomate, chef? ―le preguntó echando la vista atrás para ver como Graziani pelaba el tomate desnudándolo de su piel.

―No, es algo que me gusta hacer, ya verás.

La miró con los tomates ya pelados en la mano, caminó hasta Andrea y los dejó sobre la tabla de corte.

―¿Algo que te gusta hacer? ―dijo ella bajito y agitando las largas pestañas embadurnadas de rímel.

―Bloom.

La estaba llamando al orden.

―No me desconcentro, no me desconcentro.

―Ahora las alcaparras. ―Luca midió a ojo la cantidad que ella cogió y asintió con la cabeza, pero antes de que Andrea las añadiera a la sartén le cerró la mano en un puño―. Espachurra y suelta.

―Chef, ¿me ha parecido oírte la palabra espachurra?

Medio rio Andrea haciendo lo que le había dicho: «Espachurra y suelta».

―Es muy coloquial. ―Se posicionó tras ella y levantó la sartén del fuego, con dos golpes de muñeca mezcló el contenido y volvió a dejarla encima de la llama. Graziani besó una de las femeninas mejillas y le susurró al oído—: También puedo decir jopetas.

―Menudo descaro... ―Andrea se limpió las manos en el paño que le colgaba del delantal y agitó la cabeza para enfatizar aún más lo que iba a decir―: Qué boca más sucia.

―Ahora el tomate ―mandó Luca con los trompicones de la risa marcando cada palabra. Asintió cuando ella añadió el tomate y le indicó―: Turno de las especias.

No tuvo que corregirle la cantidad, pues a simple vista cogió y echó a la salsa la cantidad necesaria de condimento.

―¿Y ese tomate? ―le preguntó ladeando la cabeza para mirarlo.

Sí, ella se refería a aquella pareja de «rojos» que él había dejado en la tabla de corte.

―Ten paciencia ―susurró, pellizcándole la mejilla que ella, como quien no quiere la cosa, iba acercando a sus labios. Graziani de nuevo alzó la sartén, dos golpes de muñeca y ya estaba todo bien mezclado—. Deja que sofría ―susurró una vez más cubriendo la sartén con su correspondiente tapa.

―Con eso me desconcentro... ―ronroneó Andrea cuando este la besó, justo en el linde en que se alzaba el cuello de su chaquetilla. Estaban en la cocina, bueno, en una esquina, bastante apartados, pero esta estaba a rebosar. De acuerdo que todo el mundo iba a lo suyo, pero...―. Yo estaba muy centrada en el trabajo.

―Aprende a trabajar bajo presión, Bloom.

―¿Lo de la presión va con segundas? ―La erección de él iba pinchándole las nalgas a través del pantalón. Andrea cerró los ojos unos segundos y, mordiéndose el labio inferior, masculló―: Lo digo por no querer un boquete en una nalga.

―¿No estabas concentrada en el trabajo?

Sus dientes rozaron la epidermis y mordieron sin hincarse en la dermis. Luca apretó el bajo vientre y contuvo el impulso de dar un empujoncito hacia delante con las caderas, como si su misma pelvis quisiera marcarla.

―Estaba, pasado.

―Estás, presente.

―Muy bien. ―Andrea carraspeó moviéndose para alejarse un poco, solo un poco de él. Que corriera algo el aire. Se llevó las manos a las caderas y evitó por todos los medios mirarle a..., a... ¡Bueno! Lo estaba mirando a los ojos, los tenía preciosos, grises—. ¿Y cómo sé yo que la salsa está bien sazonada?

Luca se rio ante su arrebato.

―Poca paciencia... ―masculló, rozándola para poder llegar a la tabla de corte. Cogió los tomates y destapó la sartén—. Esto es algo que me gusta hacer a mí ―dijo segundos antes de espachurrar los tomates contra sus palmas—. Así tendrás dos texturas de tomate y un pelín de acidez ―explicó abriendo la mano y dejando caer el tomate en la sartén—. Mezcla, déjalo tres minutos y pruébalo. Si está, apaga el fuego ―ordenó yendo a lavarse las manos. Se las secó y mirándola añadió—: Yo voy a por unos spaghettoni.

Andrea mezcló la salsa y la tapó. Frotó las manos en el paño que pendía de su delantal y, con una ligera sudoración en la frente y en las sienes, no pudo evitar chinchar un poco.

―¿Sabes que dicen que el invento de la pasta seca es de los árabes?

Sus pezones roían la tela del sujetador no queriendo que este estuviera ahí, estorbando. En su centro, en lo profundo de la matriz, se acumulaba el deseo tornándose cálido y cremoso.

―Pon agua a hervir con sal ―gruñó entre excitado y molesto por «lasolemnetonteríaqueacabadesoltarporesosmorrossuyos». A Luca podían ponerle las pruebas delante, en papel y certificadas, que para él la pasta era un invento suyo, solo suyo. Ni chinos ni árabes—. ¡¿Qué te parecería dormir en el felpudo?! ―soltó alzando la voz, ya que se encaminaba al almacén.

Andreas, que había entrado en la cocina en busca de Luca, lo único que tuvo que hacer fue seguirlo al almacén. Entró tras él y cerró la puerta.

―Tenemos que hablar ―le dijo utilizando aquella frase tan conocida y a la vez temida.

―Dime.

Sin mirarlo, Luca buscó en el estante adecuado el paquete de pasta. Una vez lo cogió, lo sopesó en la mano.

―¿Dime? ―tartamudeó Andreas aflojándose el nudo de la corbata.

―¿Qué pasa?

Este volvió la afeitada cabeza y fijo sus ojos en los de Andreas, casi de la misma tonalidad que los suyos.

―Se ha jodido el ahumador ―ladró Andreas, uniendo sus manos delante de su vientre, dando una palmada y separándolas para hacer extraños aspavientos.

―¿Has llamado para que vengan a repararlo?

La pregunta era un tanto absurda, pues Andreas era el hombre más eficaz que conocía.

―No vendrán hasta mañana ―soltó Andreas desabrochándose la americana.

―Bueno... ―comenzó a decir Luca viéndole desabrocharse la chaqueta para volvérsela a abrochar, Andreas estaba hecho un manojo de nervios—. Tenemos en carta cuatro platos en los que utilizamos el ahumador, ¿no? ―le preguntó para que corroborara lo dicho.

Andreas, sin ser chef, se sabía la carta de cabo a rabo, aunque solo faltaría. Él era el jefe, ¡el gran jefazo! Después de él mismo, claro.

―Cuatro, sí ―confirmó Andreas apoyándose en la pesada puerta y cerrándose el nudo de la corbata como para ahorcarse.

―Pues mientras no esté disponible el ahumador no lo estarán los platos ―resolvió Luca, y fue a decir algo que hasta ahora Andreas no habría podido llegar a imaginar―. Haces bien tu trabajo, no tienes que preocuparte por pasar un par de días sin ahumador.

Andreas no daba crédito a lo que estaba oyendo y a lo que estaba viendo.

―¿Te drogas? ―El amor era una droga, y de las duras, en su opinión peor que la cocaína, el caballo o las anfetaminas. Aunque quizás y para rematar, aparte de enamorarlo, Andrea le administraba marihuana o pegamento—. Soy tu hermano mayor, puedes contármelo.

―¿Cómo dices? ―rio él negando con la cabeza cuando iba a salir del almacén con el paquete de pasta en mano.

―Que si te drogas, Luca ―insistió Andreas cortándole el paso.

―No, pero empiezo a pensar que tú sí lo haces. ―Entregándole el paquete de spaghettoni, Luca le aflojó el nudo de la corbata. Este debía estar impidiendo que la sangre le llegara al cerebro—. ¿Qué te pasa?

―Hace un mes te llego a decir que no funciona el ahumador y me matas. ―Andreas se lo imaginaba con el delantal manchado de sangre y las manos goteando plasma a la vez que sostenía en alto un cuchillo para trinchar—. Me troceas, me metes en la cámara frigorífica y me sirves a modo de bolognesa.

―Metería una parte de ti en la cámara frigorífica y la otra en el congelador. ―Si había que ponerse a imaginar, pues había que hacerlo bien. Luca le quitó el paquete de pasta y, mirando al techo como si pensara, añadió―: Más que bolognesa, polpettone.

―Acaba con lo de la señorita Bloom.

Y no es que sonara a ruego, es que era un ruego. Andreas acercó las manos a los hombros de Luca, pero este retrocedió.

―¿Me dejas pasar?

Hizo como si no lo hubiera oído. Llevaba días, tantos días de buen humor que no sabría decir cuántos y ahora no iba a enfadarse porque al gilipollas de su hermano mayor le apeteciera.

―No, no te dejo pasar ―negó Andreas, sus hombros sentían la frialdad del metálico material de la puerta—. Te quedan tres días con ella y continúas como si tal cosa.

―Cuando volvamos a Estados Unidos todo habrá acabado.

Estiró la sonrisa en la boca, aunque más bien le enseñó los dientes.

―Te vas a destrozar, Luca... ―suspiró Andreas sin moverse un ápice.

―Apártate ―gruñó él, aunque no sirvió de nada. Andreas seguía en sus trece—. ¿Recuerdas el día en que nos zurramos en serio por primera vez? ―interrogó Luca mirándose los zapatos de trabajo―. ¿Recuerdas que te dije que si volvía a pasar dejarías de ser mi hermano? ―Y encima se habían peleado por una mujer. Fue en el instituto y Andreas terminó ganándosela para después sustituirla por otra. Esta vez los hermanos Graziani se miraron a los ojos y Luca inquirió—: ¿Quieres que ese día sea hoy, Andreas?

La salsa había dejado de borbotear en la sartén al apagar el fuego, Andrea recogió la mesa de trabajo y esperó a que Graziani volviera. Cuando iba a ir a buscarlo, la puerta del almacén se abrió y ahí estaba él... arrancándole una sonrisa y, tras Luca, Andreas ni la miró.

―¿Estás bien? ―le preguntó al chef al llegar a su altura. Le tomó por la barbilla, sus ojos hicieron contacto con los de él―. Cariño, ¿estás bien?

―Sí, estoy bien ―asintió Luca tomándole la mano y besándole el dorso. Estiró una sonrisa en la boca y fue a curiosear la salsa. La destapó y olió el perfume que desprendía―. No está mal para haberlo hecho tú, pero...

Ella ató cabos, Luca debía de haber discutido con Andreas por ella, otra vez. Sabía que no era la primera vez porque, al día siguiente de ella confesarle a Graziani la advertencia de Andreas, él lo había hecho llamar al despacho e incluso desde la cocina se oyeron las voces, que cesaron cuando la nonna Giuliana tomó cartas en el asunto.

―Falta ligar la salsa con un poco del agua de la cocción de la pasta

Medio sonrió respondiendo antes de que él acabara la frase.

―Y el pecorino ―apuntó Luca metiendo los spaguettonis en el agua salada e hirviendo.

―¿Por qué se llama puttanesca la salsa, chef?

Puttana es prostituta... ―explicó Luca medio riendo antes de que la mujer se sonrojara hasta parecer un tomate.

Desvió la mirada de la pasta y buscó el escurridor.

―¿De puta, puta? ―susurró Andrea muy muy bajito.

―Sí, de puta, puta ―la imitó Graziani en eso de susurrar muy, muy bajito.

―¿Salsa a la putería o a la puta o... a la meretriz? ―se preguntó en un murmullo. Andrea sacudió la cabeza apoyando las manos en sus encendidas mejillas—. Shhh, es igual, déjalo ―instó antes de que Luca le dijera una de sus lindezas.

―Hay varias hipótesis para que la salsa lleve este nombre, la primera de ellas es que... ―Sacó un spaguettoni del agua, directamente con los dedos. Estaba acostumbrado al agua hirviendo, al calor de la plancha, al del aceite. Estaba curtido en la cocina―. Durante la edad media las prostitutas de Nápoles cobraban sus servicios a los pescadores de anchoas con dicho pescado. ―Negó, a la pasta le quedaban un par de minutos—. Otra versión dice que, debido a la vida nocturna, las prostitutas llegaban tan tarde al mercado por la mañana que los ingredientes que quedaban eran muy escasos y solo daban para preparar esta salsa.

Graziani encendió el fuego para llevar la salsa a ebullición. Andrea se quedó embobada mirándole. Podía estar la vida entera escuchándolo, contemplando el movimiento de sus manos al trabajar, el refulgir blanquecino de sus dientes al hablar.

―También cuentan que, entre las vueltas que hacían las prostitutas en busca de clientes, necesitaban comer un plato con muchas calorías. ―Destapó la sartén y, con un pequeño cazo, midió una mínima cantidad del agua en la que se estaba cociendo la pasta para verterla en la salsa. Con mucha rapidez y sujetando la sartén por el mango, revolvió sin derramar nada de la puttanesca—. Tú no me has visto ―masculló antes de meter la puntita del meñique en la salsa, la probó y asintió. Coló los spaguettonis y en el mismo cazo donde había cocido la pasta, volcó la salsa. Tras un par de vueltas más, sirvió el par de platos que Andrea previamente había dejado ahí—. Y la más divertida de todas dice que a la salsa la llamaron así haciendo alusión a las aminas.

Ralló el pecorino por encima de la pasta y, cogiendo dos tenedores, le entregó un plato a Andrea y el otro se lo quedó él. Luca apagó el fuego y se apoyó en una esquina de la mesa de trabajo.

―¿A las aminas? ―Le sonaba, pero ahora no caía en qué era eso de las aminas. Andrea sostuvo su plato y enrolló los spaguettonis en torno al tenedor. Miró a Luca riéndose conforme masticaba una más que generosa cantidad de pasta. Ella frunció el ceño, su cerebro buscaba la información de las aminas cuando recordó las clases de ciencias naturales en el instituto y...―. ¡Oh, por Dios! ―exclamó acordándose exactamente de lo que eran las aminas.

Graziani tosió y se carcajeó. Siguió tosiendo y carcajeándose para sorpresa de todos, que se le quedaron mirando. Luca cerró los ojos, que le lloraban, y dejó el plato encima de la mesa.

―Tendrías que haberte visto la cara ―sollozó desternillándose.

―¡No tiene gracia!

Iba a ponerle el plato de sombrero. Andrea miró a su alrededor y no pudo evitar sonreír, y eso que se había propuesto ignorarlo mientras Luca se carcajeaba.

―¿No quieres más? ―masculló en un carraspeo.

Graziani se enderezó y se retiró las lágrimas de la cara. Ella lo miró con una ceja alzada y los morritos apretados para no reírse; él cogió su plato y, al dejarlo encima de la mesa, no pudo evitar volver a reír.

―Si te entra hipo Luca no pienso darte palmaditas en la espalda.

A Andrea se le había quitado el hambre de golpe, bueno, se le quitó después de lo de las «aminas».

―La pasta, se nota que la has hecho tú. ―Ella lo miró de tal manera que también rompió a reír. Ahora estaban los dos riéndose a carcajadas—. Scusa, scusa108 ―lloró Luca alzando una mano para disculparse con el personal, que los miraba como si ambos se hubieran vuelto locos. Tomó aire lentamente y poco a poco dejó de reírse, inhaló con fuerza y recobró la compostura—. Hay que acabar varios fondos para la noche ―le dijo retirando las lágrimas que aguaban el rímel en las pestañas inferiores de Andrea—. Ponte a ello—. Le besó la frente y echó a andar sabiendo que solo quedaban tres horas para finalizar el turno.

Andrea se puso manos a la obra con los fondos y otras preparaciones. Poco más tarde, cayó en la tentación de comerse su plato de pasta; estaba fría, pero a ella no le importaba. Le gustaba comerse hasta los canelones fríos y también la melanzane parmigiana. Lo suyo era digno de estudio, sí.

Graziani se reunió en el despacho con el chef ejecutivo, la nonna Giuliana y Andreas. Juntos repasaron la carta y se pusieron al día para que Luca pudiera marcharse sabiendo que todo estaba en orden, aunque no albergaba dudas de que así era. Las tres horas transcurrieron rápidamente en el imparable giro de las agujas del reloj. Luca despidió a todo el mundo. Cerró la puerta del despacho, se cambió los pantalones, se calzó los zapatos y se desabotonó la chaquetilla, se quitó la camiseta interior y...

―¡Por el amor de Dios, que me estoy desvistiendo!

El frío que se filtraba por la puerta abierta le hizo volver la cabeza hacia esta y ver así a la nonna, ahí parada.

―Te he cambiado los pañales hasta que dejaste de usarlos a los... cinco años. ―Giuliana cerró la puerta, se quitó las gafas y dejó que estas cayeran sobre su pecho como haciendo puenting—. No voy a ver nada que no haya visto antes.

―Las cosas han cambiado desde que tenía cinco años ―gruñó Luca quedándose con la camisa interior puesta. Al ser de tirantes sus brazos quedaban al descubierto y tenía algo de frío.

―Te ha salido pelo en todos lados y te afeitas la cabeza. ―La nonna se sentó tras la mesa. El asiento de cuero crujió bajo su peso, elevó las manos y le señaló―. ¿Qué más?

―No vas a irte hasta soltar el sermón ―asintió Luca pasando una mano por la calva.

Anduvo hasta la mesa y se sentó frente a ella, meneó la cabeza dando el pistoletazo para que comenzara a aleccionarle.

―¿Qué os hemos inculcado vuestro abuelo y yo desde que tenéis uso de razón, Luca Gianni Graziani Belgrano?

Y cuando ella decía el nombre entero es que la cosa era muy sería.

―¿Por qué no me sueltas lo que sea de una vez?

Luca sentía ansiedad por que su abuela le dijera lo que fuera y él pudiera escaparse del despacho en busca de Andrea, que seguramente estaría a punto de salir del vestuario para esperarle en el hall o puede que apoyada en el coche.

―Lo que no es tuyo no se toca.

―Voy a ir al infierno.

Y él era católico apostólico y romano, muy católico apostólico y romano, pero estaba desesperado. Y ahora mismo podían mandarle al mismísimo averno si antes le concedían unos minutos con aquella mujer, cinco condenados minutos.

Giuliana se irguió del asiento, se situó al lado de su nieto y lo prendió por una oreja, retorciéndola como cuando este era un mocoso.

―¡No digas esas cosas! ―riñó retorciéndosela un poco más.

―¡Abuela! ―protestó Luca a punto de quedarse sin pabellón auricular.

Al soltarlo, él se frotó con ahínco la zona lastimada.

―Ni abuela ni tonterías ―sentenció ella cruzándose de brazos al igual que hacía Luca—. ¿Te das cuenta del daño que vais a haceros?

―Somos dos personas adultas y sabemos lo que estamos haciendo ―farfulló Luca frotándose y frotándose. Notaba como la oreja le palpitaba. «Como poco todo quedará en una gangrena... ». Casi podía oír a Andrea mofándose de él con un «Hombres...»—. ¿Y quién dice que no es mío?

―Una alianza de compromiso.

―Andrea se la ha quitado.

―Eso ya lo he visto, no estoy ciega ―reprendió la nonna volviendo al asiento―. Y se la volverá a poner en Estados Unidos. ―Suspiró negando repetidamente―. Sabes que no puedes hacerla feliz, Luca, la chica tiene toda la vida por delante para que tú se la destroces.

―¿A Andreas le has soltado el mismo sermón antes de casarse las tres veces?

―Tu hermano...

―Es infiel por naturaleza, ya ―interrumpió Luca y la miró apuntándose el pecho―. Yo nunca lo fui estando con Susana y créeme que tuve oportunidades más que de sobra para haberlo sido. ―Una vez la fama le hizo despegar, las mujeres iban a él como las moscas a la miel; sin embargo, nunca cayó en ningún tipo de tentación—. ¿La hice feliz? Obviamente no, pero ¿qué te hace pensar que no puedo hacer feliz a Andrea?

―Porque lo que más amas en el mundo es la cocina.

―¿De verdad crees eso o me lo estás diciendo porque sabes que te equivocas? ―Él asintió con la mirada dubitativa de su abuela. Apoyando las manos en la mesa rio sin ganas―. Sabes que te equivocas, sabes que puede funcionar, pero te da miedo que sea ella la que se niegue a mandarlo todo a la mierda por mí y que yo acabe tan hecho polvo que me dé a la bebida, o acabe suicidándome metiéndome en el friegaplatos industrial. ―Sus dedos juguetearon con la cadena dorada en torno a su cuello—. Tranquila, me has educado tan bien que voy a negarme la jodida felicidad por ser un buen samaritano. ―Cogió el crucifijo y lo besó.

La nonna Giuliana por un lado temía esa posibilidad, aunque la veía más improbable que la otra que le rondaba por la mente y a la que ahora no le iba a poner nombre.

―Nunca te había oído reírte así y menos en público.

Ni siendo niño Luca se había mostrado tan risueño.

―¿No puedo reírme?

―Luca. ―Sí, ahora sí iba a ponerle palabras—. ¿Y si ella accediera a dejar a su prometido y tiempo después tú...?

―¿Yo qué?

―¿Le dieras de lado como a Susana? ―Nada más formular la pregunta supo que había noqueado a su nieto durante unos segundos. Giuliana agarró las patillas de sus gafas y se las puso—. Andrea se quedaría sola, tú con cargo de conciencia en la distancia ―elevó un tanto el tono de voz al verle levantarse, darle la espalda e irse a poner la camisa—. Y entonces te darías cuenta de que a veces amar a alguien no es suficiente.

―Te he dicho que puedes quedarte tranquila, soy un buen samaritano. ―Se abotonó y en dos zancadas descolgó la chaqueta del perchero y se la puso. Abrazó el pomo de la puerta bajo el calor de su palma y le dijo—: Aunque no voy a acabar con esto antes de lo previsto, me quedan tres jodidos días de felicidad. Y perdonadme tú y el mismísimo Dios porque no pienso renunciar a ellos.

Salió del despacho sin permitir ni una palabra, sin ceder a la llamada de su abuela. Entró en las cocinas, sacó de las neveras la bolsa de la compra de la mañana y fue en busca de Andrea al hall, pero ella no estaba.

Andrea, apoyada contra el coche, sostenía entre las dos manos el ramo de buganvillas. Los rayos del sol de media tarde jugueteaban con el negro de su pelo dándole un tono azulado. Oyó abrirse la puerta de servicio y vio a Luca poniéndose las gafas de sol, vistiendo aquella chaqueta de cuero y bajando las escaleras.

―¿Por qué no me dejas conducir a mí? ―le preguntó con vocecilla provocona.

―No sabes el camino ―respondió Graziani sacando las llaves del coche del bolsillo derecho de su chaqueta.

Abrió el coche con el musical, «click-clack», y la miró, estaba poniéndole morritos y batiendo las pestañas teatralmente.

―Sí me lo sé.

O no... Se lo sabía más o menos, y si no siempre podía tirar de intuición femenina. Andrea dio dos saltitos sobre los altos tacones para apoyarse contra la puerta del piloto.

―Entonces... ―Luca abrió el maletero, metió las bolsas en él―. No quiero dejarte el coche. ―Soltó golpeando la portezuela y zanqueando hasta la mujer. Con las manos libres, bajó el ramo que ella había antepuesto a su cara y le besó la puntita de la arrugada nariz―. Quiero conservarlo intacto.

―Yo conduzco mejor. ―Era una sentencia y a la vez un reto.

―Ni en tus mejores sueños ―se burló Luca captando el tic nervioso en la ceja de Andrea.

Él, por el contrario, se metió las manos en los bolsillos del tejano, guardó en uno de ellos las llaves del coche y alargó la sonrisa fanfarrona.

―No, en esos estás tú y yo no soy la que conduzco.

―¿Y qué haces?

El pulso se le aceleró, la sangre fluyó rápidamente en sus venas y se dirigió allí, entre sus muslos. La voz se le enroquecía mientras ella… se hacía la remolona.

Andrea le dio con el ramo en toda la cara para que no se le ocurriera ponerle esas largas y malvadas manos encima.

―¿No te interesa más saber qué haces tú? ―Ladeó la cabeza y con la mano libre le acarició la zona del esternón por encima de la chaqueta—. Son sueños demasiado...

―¿Demasiado qué?

―Salvajes... ―susurró Andrea levantándose un poquito en la plataforma delantera del zapato y elevando los tacones para poder rozar su nariz con la de él. Sonrió para sí al verle tragar saliva, sabía que acababa de cerrar los ojos, aunque no pudiera verlo por la oscuridad de los cristales de las gafas de sol—. Déjame conducir a mí y puede que luego te cuente lo de esos sueños y podamos recrearlo...

Luca miró al cielo y exhaló, demasiado excitado como para negarse. Recuperó las llaves de su bolsillo y las alzó delante de la cara de Andrea, que no tardó ni dos segundos en quitárselas, aunque a cambio le dio...

Graziani miró su mano, portaba las bragas de encaje negro; por tanto, ella solo llevaba las medias bajo la falda.

Padre nostro, che sei nei cieli109 ―empezó a rezar cogiendo el ramo de flores y dando la vuelta al coche para sentarse en el asiento del copiloto—. Sia santificato il tuo nome, venga il tuo regno...110