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Andrea, te van a hacer mujer

Dos semanas más tarde...

Todo eran blancos delantales, impolutas chaquetillas y plateados reflejos en las afiladas hojas de los cuchillos. La cocina rabiaba rebosante de vida día sí y día también. Io sono no apagaba fogones ni siquiera los festivos. La imperativa voz de Luca Graziani había vuelto al restaurante durante una temporada que a los trabajadores ya se les estaba haciendo demasiado larga. Este alternaba entre sus cuatro restaurantes en Estados Unidos y los otros dos en Italia, de ese modo ninguno de sus locales perdía su esencia.

Andrea levantó el entrecôte9 con ayuda de las pinzas asegurándose de que estaba bleu rare. Sacó la pieza de la plancha y la colocó con mimo en el plato. Dispuso la guarnición y regó la carne con la salsa café de París. Cogió el plato y, al ir a dejarlo en la mesa de pase para que el camarero se lo llevara al comedor, Graziani la detuvo.

―Señorita Bloom, ¿a usted esto le parece M.P.H? ―inquirió Luca levantando la carne de la porcelana del plato. Tiró el entrecôte a la basura, que estaba a un lado de la mesa, y golpeó el plato para que cayera todo lo que en él se encontraba. Silbó llamando a uno de los chicos del office para que se hiciera cargo―. Repítalo ―ordenó mirándola.

A lo largo de las casi dos semanas que llevaba trabajando bajo las ordenes de Graziani, Andrea había aprendido que el «pero…» no servía para otra cosa que no fuera enfurecer a Luca y, por ende, que este la puteara.

―Sí, chef ―contestó aun sabiendo que el punto de la carne había sido más que correcto. De hecho, las miradas a su alrededor compartían su opinión, pero nadie se atrevía a abrir la boca.

―¡Jacks, enséñele a la señorita Bloom cómo es el punto M.P.H! ―mandó Graziani al chef.

A veces le entraba eso que se llamaba «¿conciencia?». Sin embargo, como le entraba muy de vez en cuando no le daba importancia... o «sí». Luca estaba hecho un lío, pues sabía que se había excedido con ella en más de veinte ocasiones en lo que iba de tiempo, pero de esa forma Andrea le prestaba más atención. Si la apretaba era para exprimir todo lo bueno que ella era capaz de dar.

―Perfecto ―asintió Jacks cuando ella repitió el entrecôte, y se lo mostró para tener su aprobación. Él no tenía que enseñarle algo que Andrea tenía más que dominado. Antes de irse le puso su enguantada mano en el hombro—. Lo siento ―susurró dándole un ligero apretón para animarla.

Andrea repitió el plato y con él en la mano se lo tendió directamente a Graziani.

―¿Ahora, chef? ―le preguntó tragándose el gruñido.

Su odio hacia Luca había engordado tanto que ahora era un monstruo enorme y obeso, y si ella no lo controlaba acabaría devorando al hombre a través de su boca.

Luca cogió el plato y poniendo en juego su reputación lo examinó mientras el camarero esperaba impaciente.

―No está mal, señorita, aunque un poco patético teniendo en cuenta que es el segundo en marchar. ―Se lo entregó al camarero sin quitarle la vista de encima a ella―. Siga con lo suyo, Bloom.

Lo bueno era que por más que Graziani se empeñara en ridiculizarla nadie de los ahí presentes se reían o le seguían el juego y, ¡Jesús!, eso era un consuelo para ella. Andrea reanudó el ritmo de trabajo centrándose única y exclusivamente en lo que hacía sintiendo aquellos ojos helados hincados en su espalda.

Luca intentó estar pendiente de los platos que salían de la cocina de la misma manera que llevaba haciendo exactamente catorce días, casi quince. Todas las mañanas repasaba la carta de vinos, aprobaba la compra que Jacks como chef había hecho en el mercado y, dejando boquiabierto al personal, se presentaba en las comidas y cenas de equipo. Y todo por...

Andrea bebió los últimos sorbos de agua al llegar al final del turno de noche. Ella, con la cara perlada de sudor y las mejillas ruborizadas, sonrió a Toni apartando la botella de sus labios. Este, recién llegado del bar con la batería de vasos y copas, le lanzó un beso. Mera coquetería. Era gracioso comparar la jovialidad de Toni con la frialdad y oscuridad de Luca siendo los dos romanos.

Graziani se frotó las manos en el paño que le colgaba del delantal y lo hizo con tanta fuerza que cualquiera pensaría que quería autodespellejarse. Le molestaba ese flirteo entre Toni y Andrea. «¿No se supone que está usted comprometida, Bloom?».

¡Señores, vayan despejando la cocina para que puedan limpiar! ―voceó logrando que ella le mirara y él... se quedó en blanco, sin conexión.

―Me duele hasta lo que no debería dolerme ―ronroneó Andrea muy bajito.

El cansancio de tantas horas de duro trabajo le despertaba el sueño y se moría por lanzarse en plancha a la cama. Sonrió satisfecha y se dispuso para salir apresuradamente de la cocina e ir al vestuario.

«Insegnami a scordarmi di pensare10» se dijo rabioso al recobrar la conexión cerebral.

―¡Usted no se vaya, Bloom! ―avisó Luca apuntándola con la zurda.

Conforme avanzaba fuera de la cocina e iba hacia su despacho, barajaba la posibilidad de estar sufriendo de algún tipo de trastorno psiquiátrico; sin embargo, también podía ser lo de la famosa crisis de los cuarenta.

Andrea palideció, su cara tomó el color de la maicena. Ancló los pies en el suelo y tamborileó los deditos en la suela de los Crocs rosas. «Por lo menos le aportan algo de color al blanco del uniforme y nadie me ha dicho que no se puedan llevar rosas... ¡Jacks los lleva naranjas!». Ella no dejaba de pensar qué era lo que quería Graziani al tiempo que se quedaba sola en la cocina, salvo por los limpiaplatos.

―He traído algo ―anunció Luca entrando de nuevo en la cocina con una bolsa larga, típica de regalo. Se situó ante ella y se la tendió sujetándola con dos dedos por el asa—. Es para usted.

―¿Un regalo? ―farfulló Andrea sin llegar a coger la bolsa.

«¿Una bomba? ¡No, no, peor! ¡¿Y si lo que va dentro está infectado con el ébola?!». Lo miró, él le sonreía de manera poco común. «Claro, como Luca es el hombre del dentífrico debería sustituir al del tiempo».

―Sí, de mi parte ―afirmó haciendo bailar la bolsa—. Ábralo ―pidió Graziani la mar de divertido.

La cara de Andrea era un cuadro picassiano, y eso que todavía no había visto qué era el regalo.

―Gracias... ―masculló ella tomando la bolsa.

Quitó el papel pinocho que hacía de cama en la bolsa y extrajo de esta algo largo, cilíndrico y no muy pesado. Comenzó a quitarle el papel y...

―Me ha recordado a usted, señorita... ―dijo Luca tras verla desenvolver el bote de insecticida Bloom.

Ella se frenó, de no hacerlo le hubiera quitado la tapa al bote y rociado a Graziani con el insecticida: «¡Muere, bicho, mueeeere!».

―Fantástico. Muchas gracias, chef, me viene muy bien, ya que hay cucarachas en el apartamento ―mintió Andrea, tirando el bote de nuevo al interior de la bolsa.

―¿Y no le han mordido los deditos de los pies por la noche? ―cuestionó Luca con retintín.

Sabía perfectamente que el apartamento de Westbrook no había cucarachas, le había regalado el insecticida por el juego de palabras del apellido; era un tipo un tanto desalmado, pero no tanto como para meter a vivir a alguien en un piso atestado de bichos.

―Duermo con calcetines ―cortó Andrea enseñándole los dientes.

Estaba cansada y le dolían la espalda y las piernas. De lo que menos tenía ganas en ese momento era de aguantar al gran Luca Graziani dándole por culo.

―¿En Las Vegas?

Su pregunta era del todo absurda y él lo sabía, pues durante todo el año las temperaturas bajaban considerablemente en la noche. Es lo que tenía el clima desértico, implicaba muy poca lluvia. «La muerte en verano y un frío acompañado de viento en invierno. Gracias por la información, hombre del tiempo».

―Y de estar allí, también lo haría en Tombuctú, chef. ―Andrea lo esquivó y caminó hacia la salida—. Si me disculpa, me voy a cambiar e irme a casa a hacer uso del insecticida.

―La quiero aquí a las cinco ―sentenció Graziani sin moverse de su posición y sin mirarla igualmente.

―¿A las cinco? ―interpeló ella sujetando su regalo entre las manos―. ¿Y cuándo se supone que voy a dormir?

―A mí no me cuente su vida, señorita Bloom ―profirió Luca desanudando el delantal en torno a su cintura―. Le quedan dos semanas y dos días para demostrarme que se merece que yo hable con François de la Croix y, de momento, va por muy mal camino.

―Hasta las cinco ―despotricó Andrea.

―Buenas noches.

Le faltaba poner la guinda... No obstante, Luca no comprendía del todo el enfado de ella. «Mentiroso». Él también iba a quedarse casi sin dormir para poder instruirla.

Andrea no dio un portazo porque... no procedía. En el vestuario, Kendall la esperaba ya lista para marcharse.

―Eh, eh, ¿qué pasa?

Kendall se levantó de donde estaba sentada mascando un chicle de nicotina, y eso que llevaba tres parches pegados: uno en cada brazo y otro a un lado del ombligo. «¿Se puede sufrir de sobredosis?».

―Tengo que estar aquí a las cinco ―informó Andrea a Kendall abriendo su taquilla—. ¡Ah!, y el jefe me ha regalado esto ―añadió tendiéndole la bolsa de regalo.

―¿Por?―preguntó ella tanto por lo referente a volver a las cinco como por el regalo, al que miró riendo.

―Porque al señor Graziani le sale de sus jodidas pelotas italianas ―contestó Andrea. Asomó la cabeza por un lateral de la puerta de la taquilla—. ¿Te hace gracia?

Italian meatballs11 ―Kendall se volvió a sentar y dejó el regalo en el suelo entre sus pies. Mordiéndose el interior de un carrillo, masculló jocosa―: ¿Yo reírme? Para nada.

―Eres tan... graciosa.

Como si no tuviera suficiente con un gracioso, ahora otro y, encima, en femenino. Andrea se arrancó la chaquetilla, la camiseta interior y se quedó en sujetador para luego ponerse una camiseta. Se quitó los Crocs, el delantal y el pantalón de trabajo y los sustituyó por una falda y unas sandalias planas.

―No vale la pena que te vayas a dormir. ―Kendall mascó nerviosa y ruidosamente el chicle, el mono del tabaco estaba exprimiéndole la garganta. Su pelo trenzado mantenía a raya la frondosidad afro―. ¿Sabes que dicen que cuando dejas de fumar engordas?

―Lo mismo creo yo, no vale la pena que me meta en la cama ―asintió Andrea guardando la ropa de trabajo, cogiendo el bolso y cerrando la taquilla—. No te vendrían mal unos kilitos, pareces un palillo.

Las dos piernas de Kendall hacían una de las suyas. Los «pensamientos oscuros» referentes al peso, como ella solía llamarlos, invadieron su mente tratando de emponzoñarla; no obstante, Andrea los exorcizó.

―Yo te mantendré despierta, total no voy a poder pegar ojo. ―Kendall iba a remplazar el vicio del tabaco por el de las pipas—. Te cambio tus tetas y tu culo por los míos.

Luca había salido de la cocina para meterse en la bodega. Cuando vio el desorden refunfuñó. Los vinos seguían divididos por DOCG y DOC; no obstante, quien fuera de los dos sommeliers, o incluso el maître, había pasado del índice alfabético de cada una de las botellas.

Figlio della gran puttana12 ―refunfuñó descubriendo al culpable. «El zurdo es el peor asesino, siempre deja rastro». Reconoció el tipo de nudo en la soga de una de las cajas de vino―. ¡Toulouse! ―ladró subiendo las escaleras subterráneas de la bodega hasta llegar al comedor. El maître y el chef eran los últimos en abandonar el restaurante, sin contar con el equipo de limpieza—. ¿Puedo saber por qué ha trastocado el orden de las botellas?

A Toulouse casi le da un segundo infarto. Levantó la cabeza, metida en la agenda donde estaba repasando las reservas del mes. En el centro de su testa, una calva, el equipo del Io sono se dirigía a él como don Tête de Moine.

―¿Botellas? ¿Qué botellas, señor Graziani? ―tartamudeó, con el azote romano entrando en sala y sacando humo por las orejas.

―¡¿Qué botellas van a ser?! ―aulló Luca más rojo que la grana.

―En la bodega hay botellas de vino, vermuts, licores, brandis...

Ese fue Jaks, que detrás de la barra se estaba sirviendo un Alquermes.

―¡Las de vino! ―interrumpió Graziani

―Señor Graziani..., ―se trabucó Toulouse dejando la pluma en la agenda; sus parpados se contraían nerviosamente ante el jefe―. La semana pasada usted bajó a la bodega y pasó mucho rato ahí, creo que fue durante la mañana del miércoles.

―¿Yo?

Él no se acordaba de eso. Luca frunció el ceño, las líneas de expresión marcaban senderos en el centro de su frente. Miró al suelo tratando de recordar. Sin embargo, lo único que le venía a la mente era el recuerdo del femenino perfil, los oscuros ojos de Andrea centrados en el quehacer de sus pequeñas y bonitas manos, su sonrisa alargándose con la satisfacción de haber dispuesto la cúpula de caramelo encima del merengue infusionado con almíbar de frambuesas.

―Y estuvo protestando por la falta de bebidas over-proof y la escasez de premiums ―acabó Jacks por Toulouse, empinando la copa de licor que le calentó el estómago y le llenó la boca de un regusto picante. Una de las genialidades de Graziani, y que solo servían en Io sono, era el tiramisú clásico con el toque de Alquermes junto al Amaretto.

Retirar los negros mechones de la mejilla de Andrea para de ese modo poder apreciar los grandes y expresivos ojos y... «Ne ho piene le palle13» se dijo sacudiendo la cabeza para que esas ideas le salieran por las orejas. ¡Fuera de su cerebro! Sí, Luca estaba hasta las mismísimas pelotas de fantasear con ella despierto y... dormido. «¿Qué problema tienes con la cordura?». No era tan difícil dejar de imaginársela con ropa o sin ella.

―Cazzo14...!

Toulouse lo miró, Luca tenía la vista puesta en el suelo y seguro que no le hablaba ni a él ni a Jacks.

―¿Se encuentra usted bien, señor Graziani? ―se aventuró a preguntar aun arriesgándose a que este le mordiera.

―¿Es que tengo cara de estar mal?

Naturalmente le mordió. Luca afrontó la mirada de este, que no aguantó la suya ni tres segundos.

―Está usted hablando solo... ―tartamudeó Toulouse tapando la pluma.

El sudor le mojó el cuello de la camisa y regó sus sienes impregnándole también las manos.

―No hablo solo, hablo con mi amigo imaginario que se llama Stronzo15 ―soltó Luca provocando la risa de Jacks. La mitad de la plantilla de todos sus restaurantes si no era de herencia italiana, estaban más que instruidos en cuanto al idioma—. Mañana habrá que arreglar el entuerto. ¡Y juraría que yo no soy el culpable!

Toulouse exhaló aliviado cuando Graziani dio por finalizada la conversación y se marchó, se suponía que a su despacho. Volvió la mirada hacia Jacks, aún en el bar, y mostrándole la botella de licor masculló:

―Sí, por favor.

El alcohol le aliviaría los nervios, aunque dudaba que su cardiólogo estuviera muy de acuerdo con que se lo bebiera.

Nada más cerrar la puerta del despacho, Luca observó la réplica de La Creación de Adán en la pared y recordó haber guardado en la caja fuerte, y sin el estuche original, la botella de Monfortino. El viernes iría a llevársela en mano al señor Cavalcanti, su primer mentor en el restaurante Casa Di Maria16. Caminó, se detuvo delante de su mesa y, rodeándola, abrió el panel en la pared. Introdujo la combinación de la caja fuerte y allí estaba la botella.

Las luces de neón traspasaban las pesadas y gruesas cortinas, la ventana entreabierta filtraba el sonido de las insomnes calles de Las Vegas. Las cáscaras de pipas se amontonaban en el bol y la sal de estas les quemaban los labios y la lengua. Kendall sacó la novena lata de cerveza de la noche, el líquido dorado llenó los dos vasos y ella brindó con el de Andrea al ritmo de Headlines17 .

―¿Y no te da miedo recaer? ―cotilleó de pie y meneándose al compás de la música—. Porque a mí me jode viva la ansiedad que siento al no fumar.

―Es diferente... ―respondió Andrea sentada en el sofá. Abrió la pipa y masticó la semilla inclinándose sobre el mueble para dejar las cáscaras en el bol―. No es como estar enganchada a la nicotina, es... ―Meditó lo próximo que iba a decir―. Es vivir hipocondríaca con la posibilidad de engordar, hasta llegué a pensar que beber agua iba a ponerme como una vaca.

―¿Me lo dices en serio? ―Kendall detuvo el ir y venir.

―De verdad, comer suponía una verdadera tortura ―confesó Andrea tras lamerse el pulgar repleto de sal―¿Y no pasabas hambre?

Porque ella comía como una lima y no engordaba, pero es que verdaderamente era un pozo sin fondo. Y si Andrea hablaba de torturas, para Kendall no comer supondría la peor de todas ellas.

―Llegó un momento en que no. Ni mareos, ni sensación de desfallecimiento, nada. —Andrea miró sus manos y encogió los hombros―. Sé que suena extraño, pero llegó un momento en que mi cuerpo no me pedía nada.

―Se te cierra la boca del estómago o algo así... ¿No?

A ella le entraban escalofríos solo de pensarlo. Kendall dejó el vaso de cerveza en la mesita y caminó hasta Andrea para acuclillarse ante ella.

―Los repetitivos vómitos causan daños en el esófago, te destrozan los dientes y un muy largo y jodido etcétera. ―Andrea sonrió de manera melancólica. El brillo en sus ojos era reflejo del recuerdo del pasado―. No es un paseo por el parque ―sentenció colocando su vaso de cerveza junto al de Kendall.

―¿Y ahora? ―le preguntó Kendall acariciándole las rodillas―. ¿Ahora piensas en ello?

―¿Si pienso en cosas raras como que esa cerveza me va a poner como una morsa? ―Andrea la miró meneando la cabeza―. A veces sí pienso cosas de ese estilo ―admitió, poniendo sus manos sobre las de Kendall en sus mismas rodillas—. Sé que dentro de mi cabeza tengo un espejo desenfocado y por más que pese treinta kilos, continuaré viéndome gorda, así que no utilizo básculas y centro mi atención en cosas importantes.

Kendall asintió y bajó la mirada de los ojos de Andrea a sus pechos.

―Sigo queriendo cambiar tus tetas y mi culo por los tuyos ―dijo arrancándole una carcajada.

―Lo tomaré como un cumplido...

―Lo es. ―Recuperó los vasos de cerveza de ambas y se quedó el suyo mientras le daba a Andrea el que le pertenecía. Brindaron una segunda vez y al ver que su amiga perdía la sonrisa chistó―: Cara larga. ―Kendall tragó la mitad del dorado líquido―. ¿Estás así por lo del insecticida?

―No es el insecticida, es todo. ―Su madre estaría preocupada porque ella pasara demasiado tiempo con el «Cabrón italiano de tu jefe», parecía estar oyéndola; Samuel le reprochaba en cada llamada que estuviera ahí y no en Washington para ocuparse de su futura boda y...―. Graziani me odia, no me deja ni respirar.

―Yo creo que le gustas y por eso te putea.

Kendall se puso en pie y empezó de nuevo a caminar de un lado al otro. Sí, se había acordado de que su cuerpo gritaba por una dosis de... ¡nicotina!

―¿Hola? ―Estaba lanzando un mensaje al espacio exterior, seguro que la respuesta sería más inteligente que la tontería que acababa de soltarle Kendall—. Los parches no te sientan bien ―discurrió Andrea estirando las piernas y dando el último trago a la cerveza.

―No, no, en serio. ―Kendall dejó la cerveza en el enmoquetado suelo, saltó la mesita de té y se tiró en el sofá para espatarrarse al lado de Andrea—. Es como en el patio del colegio, el niño que te tiraba del pelo y te lanzaba tierra era porque le gustabas y no conocía otra forma de llamar tu atención ―dilucidó quitándole el vaso y dejándolo en la mesa.

―La nicotina ―resolvió ella mirándola de medio lado. Hurgó en su bolso en la esquina del sofá y sacó la segunda bolsa de pipas, aunque esta vez eran con sabor TexMex.

―No, no, nena, escúchame. ―Kendall la cogió de las manos obligándola a sentarse frente a ella. La bolsa salió volando en una lluvia de pipas—. Yo lo he pillado varias veces mirándote ―dijo rememorando la enorme colección de ocasiones en las que Luca observaba a Andrea, unas con disimulo y otras descaradamente.

―¡Kendall! ―protestó zafándose de sus manos para recoger las pipas diseminadas—. Por supuesto que sí ―asintió tratándola de loca para añadir―: Me mira para ver cómo va a jugármela dos segundos después.

―Yo diría que lo pones cachondo ―dictaminó Kendall sin recoger ni una de las pipas. No hasta agrupar en su mano la cantidad que había caído sobre el sofá—. Muy cachondo ―precisó descascarillando la primera.

―¡¿Perdona?! ―chilló Andrea de cuclillas en el suelo sujetando la bolsa de pipas contra una pata de la mesita de té.

Tras salir del restaurante, se detuvieron en un supermercado de veinticuatro horas para aprovisionarse de cerveza, cola light y pipas, después siguieron su camino hasta el apartamento. Una vez allí, sin cambiarse de ropa, se limitaron a charlar para matar el tiempo. Pero de un rato a esta parte Kendall estaba mucho más... alterada.

―No eres una niña, a los tíos les pasa eso cuando una mujer les gusta ―explicó ella escupiendo la última cáscara y… no, no encestó en el bol sobre la mesita—. ¿A ti él no te pone golfa? ―curioseó Kendall mirándola.

―¿Dónde ha ido a parar el cuento de las flores y las abejitas? ―lamentó Andrea de rodillas en el suelo buscando si quedaba alguna pipa por ahí.

―¿No te lo tirarías? ―Kendall siguió cotilleando e intentando acertar en el lanzamiento de cáscara de pipa a bote, pero Dios no la había bendecido con el don de la puntería.

―¡Por supuesto que no! ―exclamó Andrea poniéndose de rodillas. Cogió la bolsa vacía y se la dio a Kendall―. Las cáscaras aquí si no te importa.

―Yo lo encuentro muy follable ―admitió ella metiendo las cáscaras en la bolsa; sin embargo, no era lo mismo. Andrea se había cargado la emoción.

―Tú estás sufriendo una sobredosis de nicotina. ―Se enderezó y con las manos en la zona lumbar se estiró. Andrea balanceó la cabeza a un lado y al otro oyendo la protesta de sus cervicales—. Lo mejor será ir a urgencias. ―Miró a Kendall―. Buenas noches, la traigo porque se ha enchufado todos los parches de nicotina de Las Vegas, ¿cuánto le queda de vida?

―Puedes quedarte con mis zapatos. ―Le enseñó la lengua manchada por las especias. Kendall se recostó en el sofá y puso los pies encima de la mesita—. Es como si estuviera alcoholizada ―alegó moviendo los piececitos y empujando con los talones las cáscaras fuera del bote—. Los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, ¿no?

―Me voy a casar... ―articuló Andrea con las manos arriba y señalando con una el anillo en la otra―. ¿Recuerdas, Kendall?

―¿Qué tiene eso que ver con que te folles a tu jefe mensual? ―le preguntó Kendall venciendo la cabeza a un lado—. Yo es que no sé por qué mezclas las cosas ―dijo chupando una pipa y pringándose los dedos.

―¿Que qué tiene que ver? Graziani me odia, Kendall ―sentenció Andrea repantigándose con esta en el sofá—. Le asqueo y, aparte de eso, lo veo más capaz de autofelarse antes que copular con cualquier mujer o lo que sea ―acabó diciendo, convencida de que Luca Graziani preferiría «fornicar» con un marsupial antes que con ella. «También eres un mamífero, Andrea».

―Digo yo que habiendo estado casado habrá jodido con su exmujer ―razonó Kendall ofreciéndole una pipa chupada—. O puede que ella le dejara por eso... ―pensó en voz alta y, sin esperar a que Andrea rechazara o cogiera la pipa, la llevó de nuevo a su boca y la rechupeteó.

―Tiene más pinta de haber sido un matrimonio celebrado en Graceland.

Medio rio Andrea. La situación era absurda y sobre todo la conversación. Graziani jamás se fijaría en ella, pues… «¿Qué tengo para llamar su atención en el buen sentido?». Kendall debía haberlo soñado o era cosa del subidón de nicotina, a pesar de ella misma haberle pillado en alguna que otra ocasión mirándola. ¡Pero por descontado que lo hacía con petulancia y superioridad! Nada que ver con el interés... sexual. «¡Oh, por Dios, deja el tema!».

―Y hablando de pollas...

Kendall retiró los pies de la mesita, dejó la bolsa de pipas TexMex y la de las cáscaras y se levantó del sofá sacudiéndose la camisa y los pantalones cortos.

―No, no, Kendall. Ya te dije que no pienso decir nada que tenga que ver con mi vida sexual... ―interrumpió Andrea antes de que esta la azuzara con el tema.

Ya habían debatido sobre ello para su desgracia y no quería que Kendall la psicoanalizara. El sexo estaba bien, bien y ya está. Ella no acababa de verle el qué a eso, al sexo. Durante el coito no se había desmayado, cantado La Traviata en mitad de un orgasmo o indicado la localización exacta de su punto G cual GPS. «Quizás seas asexual, querida amiga».

―No te iba a preguntar sobre eso, tontorrona ―se burló Kendall sacando de su bolso el brillo labial y el colorete. Trotó al espejo del recibidor y se retocó el maquillaje lamentando la sequedad de sus labios―. Necesito saber si tienes seguro de vida ―le dijo alzando un tanto la voz.

―¿Seguro de vida? ―dudó Andrea en un campo no de cáscaras, sino de peladuras de pipas. Suspiró peinándose hacia atrás el corto y oscuro cabello.

―Ya sabes...

Kendall, con el maquillaje retocado y tres botones de la blusa abiertos mostrando el pequeño canalillo, la miró mientras volvía al salón.

―Sí, tengo uno, pero es bastante ridículo ―asintió Andrea adelantándose en el borde del asiento del sofá.

Ella pensó que tal vez Kendall quisiera salir a dar una vuelta para conciliar el sueño, y eso que le había dicho que no pegaría ojo, aunque con las luces de neón y la música difícilmente se obtenía un buen descanso en Las Vegas.

―¿Consta la cláusula de muerte por pollazo?

―¿Qué?―cuestionó descolocada. Andrea se agarró a las manos extendidas de Kendall, quien le tendió su bolso y movió la cabeza como uno de aquellos perritos que se colocaban en los coches. «¿Cómo se llaman? ¡Qué más da!»―. ¿Dónde quieres ir?

―A dar una vuelta ―soltó Kendall con las manos de Andrea escurriéndose de las suyas. Resopló haciendo rodar los ojos―. ¡Vale, vale! Nos vamos a Chippendales a hacer tiempo hasta las cuatro y media y después te marchas a trabajar. Y yo, a intentar dormir el mono.

―¿A dónde? ―Y lo había oído perfectamente. Andrea hizo aspavientos con las manos para enfatizar su oposición―. No, no, no. ―Kendall la cogió por un antebrazo y tiró de ella―. ¡Que no! ―protestó, le faltaba agarrarse al sofá.

―Eres tan paradita que si te vas a tu casa, eres capaz de no organizar despedida de soltera, aparte de que estando en Las Vegas no puedes no visitar el club. ―Kendall jaló de ella hasta el recibidor, cogió las llaves, apagó las luces y encendió de nuevo la del pasillo―. Pon morritos.

―Kendall... ―musitó Andrea poniendo morritos para que Kendall le maquillara los labios después de esta buscar el labial media hora en el bolso—. ¿Y lo de la cláusula del pollazo? ―preguntó con... miedo.

―Cariño, es por si te dan con uno de esos cacharros en la cabeza. ―Kendall guardó el labial, le sacudió la ropa y la empujó fuera del apartamento.

―¡¿Cómo?! ―gritó Andrea tapándose inmediatamente la boca. «¡Los vecinos!». Entrecerró los ojos y susurró―: ¿Con qué en la cabeza?

―No hagas tantas preguntas ―la amonestó Kendall cerrando la puerta. Giró mirándola y con las llaves en una mano dio un saltito la mar de emocionada―. ¡Nos vamos a ver hombres cachas y desnudos!

«Dios, perdónala porque no sabe lo que dice»... imploró Andrea dejándose arrastrar a un antro de perdición por la dopada Kendall.