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Bloom a la fuga

Luca tardó varios minutos en asimilar que ella realmente se había ido y... zanqueó hasta la cocina. Mandó al suelo la panna cotta, los libros y hasta lo poco que quedaba de nata. Tenía que hablar con ella, necesitaba hablar con Andrea. Encontró su camisa en el salón, se la puso a pesar de estar arrugada y cogió las llaves del coche. Salió de la casona y fue tras el 500.

Andrea tuvo un pálpito, apartó la cabeza ahora reclinada en la ventanilla y miró hacia atrás. Estaba convencida de que Graziani venía tras ellos, pero no vio coche alguno en el camino aún arenisco, pues no habían pisado la carretera.

«¿Vas a abordarla como un animal?», se dijo Luca apretujando el volante bajo las palmas. Pisó el acelerador y el coche gruñó por el esfuerzo, el polvo se alzó a los lados del coche y tiznó los cristales.

Ella siguió mirando hacia atrás incluso cuando Andreas salió del cruce para incorporarse a la carretera. El cinturón se le hincaba en el cuello rozándole lastimosamente el esternón. Quería verle, quería ver al gran Graziani surcando los altibajos del camino para adelantarles y cerrarles el paso con el coche, bajarse después del vehículo y avanzar hacia ellos para abrir la puerta que les separaba y empujarla fuera del coche y… besarla. «Te has pasado viendo anuncios de Dolce & Gabbana, ¿no?».

Luca pisó el freno y su cuerpo venció hacia delante, aunque supo aplacar el golpe y no se dio contra el volante. El morro del coche sobresalía del camino, las ruedas estaban a punto de pisar el asfalto y el cinturón esperaba a que él se dignara a ponérselo. Luca rugió golpeando el volante y se echó hacia atrás en el asiento. Cubrió su cara con las palmas de las manos y trató de tranquilizarse.

Andrea se enderezó en el asiento, miró hacia al frente a pesar de sentir la mirada de Andreas clavada en ella de manera recriminatoria. Podría haberle dicho que prestara atención a la carretera. «Pero ya se sabe, los italianos y su manera de conducir...». El sol con sus amarillentos rayos bañaba los campos de viñedos a los lados de la carretera por la que circulaban los coches con solemne tranquilidad, casi somnolientos excepto por...

Graziani pisó el acelerador y adelantó a Andreas. No iba a montar ningún espectáculo, todavía tenía algo de dignidad.

Ella reconoció el coche. El corazón volvió a acelerarse y su consciencia, de poder, la hubiera dejado sorda, ciega y, por supuesto, muda. Poco le faltaba para desmayarse. Andrea miro asombrada como Luca no tomaba el camino que conducía al restaurante, sino que continuaba hacía delante...

Coscienza83... ―dijo Andreas como si supiera lo que ella estaba pensando.

Señaló el primer letrero de madera que guiaba al Bellezza y salió de la carretera tomando el camino de tierra.

Andrea suspiró y miró al hombre que tenía a su lado.

―Mantenerme alejada de él, lo sé... ―masculló negando, y se mantuvo en silencio mientras este aparcaba.

El trabajo la distraería, incluso podría hacerla olvidar durante un rato, mas no borraría lo que había hecho. No desdibujaría a Luca ni arrancaría la hoja destinada a ese capítulo de su vida.

Graziani condujo un largo tramo hasta su destino, presionó el claxon al llegar ante las puertas metálicas que custodiaban la villa romana. Estas se abrieron y el coche avanzó hasta aparcar en dos rápidas maniobras. De haberlas llevado, se habría quitado las gafas de sol. Salió del vehículo, alzó la mano derecha y la agitó saludando a la mujer que salía de la casa. Cerró la puerta del coche y respiró hondamente mirando a su alrededor. La antigua pero reconstruida villa romana se alzaba majestuosa rodeada de casi siete kilómetros de olivos y viñedos.

―¿Qué haces aquí? ―preguntó Susana a la vez que se abrazaba a él.

Cerró los ojos estrechándole. Su cabello rizado y negro al sol semejaba azulado.

―He venido a verte ―murmuró Graziani, apretando el cuerpo de ella contra el suyo aunque... aflojó el agarre hasta soltarlo. Cogió a Susana por los antebrazos y miró la naciente curvatura del vientre―. Vaya, no me habías dicho nada. ―Ahí estaba el motivo final que a ellos les había abocado al divorcio: los hijos. Luca no quería tenerlos, no tenía tiempo y tampoco instinto paterno, o por lo menos eso creía.

―No era algo como para decir por teléfono. ―Susana tomó las manos de él y las colocó en su vientre, cubriéndolas con las suyas. Sonrió con los ojos verdosos más resplandecientes que nunca―. ¿Sabes? Leandro y yo hemos pensado que tú podrías ser el padrino.

―Me alegro mucho por ti ―le dijo con completa sinceridad. Luca apartó las manos del vientre de esta y las guardó en los bolsillos de su pantalón—. No tanto por Leandro―. Sonrió elevando un tanto la cabeza para verle asomando del vestíbulo y apoyarse en una de las enormes puertas de rica madera―. Y lo de padrino ya lo estáis olvidando. ¡Los dos!

―Lo sé ―respondió Susana a lo de que él se alegraba de su embarazo, sabía que Luca lo hacía de verdad. Ella le pellizcó un antebrazo chistándole―: Y no seas retorcido.

Y eso que Leandro, como siempre, se lo tomaría a risa.

―Estoy tratando de ser amable ―se quejó Graziani frotándose la zona pellizcada.

Susana lo miró de arriba a abajo y su expresión cambió.

―¿Qué te pasa? ―susurró tomándole la cara, buscó su grisácea mirada y al encontrarla repitió―: ¿Qué te pasa?

―Que estás hormonalmente inestable y ves cosas donde no las hay ―resolvió Luca uniendo las manos de ella y besándole las palmas―. Hay tanta química en tu cuerpo ahora mismo que sufrirás de combustión espontánea de un momento a otro.

―La camisa arrugada, no llevas cinturón y las ojeras te llegan a los tobillos ―enumeró Susana esta vez brazos en jarras―. ¿Eso es cosa de mis hormonas?

―Trabajo mucho ―miró al suelo para que Susana dejara de escudriñar en su mirada. Luca carraspeó y la prendió por un antebrazo. Sabía que ella se lo acabaría sacando, pero mientras pudiera se haría el loco―. Vamos dentro.

Susana caminó a su lado, a paso lento, con el sonido de la tierra crujiendo bajo sus pies y el aroma de las plantas de salvia flanqueando el corredor hacia la villa.

―Es por una mujer... ―descubrió abriendo los ojos desmesuradamente y apretando el agarre de él en su antebrazo.

―¡Leandro! ―llamó Graziani para que este se acercara y él pudiera eludir a Susana.

―Sí, señor, ¡estás así por una mujer! ―sentenció esta soltando a Luca, que fue a abrazarse a Leandro en más que una clara mala maniobra de distracción, maniobra que desde luego no le iba a funcionar.

Leandro besó las mejillas de este y sujetándole de la nuca le dio una suave colleja.

―Tengo Strega, ¿combina bien con el asunto femenino que te traes?

Habían ido al colegio juntos, habían trabajado juntos en el restaurante familiar de los Graziani. Los unía de ese modo una especie de lazo fraterno.

―¿Y no tienes whisky?

Lo último que necesitaba era un licor que supuestamente había nacido de una pócima amorosa. Luca entró junto a Leandro en el vestíbulo, ante ellos se hallaba el impluvio. El mármol restaurado, al igual que las antiguas estatuas, brillaba bajo la luz del sol que entraba por el compluvium, la abertura en el techo por la cual caía el agua de lluvia.

―Traidor a la patria... ―rio Leandro empujando a Graziani hacia su costado, cruzó el brazo sobre sus hombros y miró hacia atrás―. ¡Susana! ―llamó para que les siguiera. Volvió la vista al frente e inclinándose hacia Luca susurró―: Sí, tengo whisky.

―Gracias a Dios ―masculló avanzando junto a Leandro por el atrium.

Los frescos en las paredes habían sido cuidadosamente restaurados. Las antiguas tinajas de vino y aceite se habían convertido en macetas, en las que pequeñas palmeras y plantas aromáticas armonizaban el ambiente. Tres de los cubiculums conformaban ahora un solo espacio, un gran y luminoso salón.

Graziani se dejó caer en uno de los sofás y miró a Susana, que se detuvo ante él mientras Leandro iba a por el whisky.

―No te vas a librar tan fácilmente, Luca. ―No era una amenaza, era un hecho. Susana se sentó a su lado y, estirando las piernas, le dio un golpecito en un muslo―. Vas a contármelo todo.

―Lo dices como si vinieras a exigirme el pizzo ―espetó Graziani. Leandro volvió con el whisky y se lo cedió. Él miró a Susana alzando el vaso―. ¿Antes puedo bebérmelo o no?

Cuando ella asintió, Luca se lo tragó de golpe. Con el vaso vacío, resopló antes de... confesarse.

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Presta attenzione84 ―chistó la nonna a Andrea deteniendo el ir y venir del cuchillo con el que se ayudaba para hacer los orecchiette.

El restaurante bullía de actividad, las pastas frescas preparadas diariamente se sumergían en agua hirviendo para después mezclarse con las ricas salsas. La nonna Giuliana se echó hacia atrás en la silla de madera y, dejando el cuchillo en la mesa, se estiró el delantal enganchado en su pechera gracias a los dorados alfileres. Batió palmas sacando a Andrea de sus pensamientos.

―Sí, sí ―barboteó esta mirando a la nonna, a su lado y cruzada de brazos.

Andrea cogió el cuchillo y trató de reproducir los movimientos que la mujer hacía para dar forma a la pasta, aunque lo suyo fue un auténtico fracaso.

―No, no, no. ―Giuliana le dio un suave codazo y, una vez más y muy lentamente, le enseñó cómo debía hacerlo, aunque suspiró percatándose de que Andrea estaba inmersa en sus pensamientos. Podía mostrarle una y otra vez como hacer los orecchiette que resultaría inútil―. Accompagnami85.

Tomó a Andrea por un brazo y ambas dejaron los cuchillos y la pasta en la mesa.

Quería pero no era capaz de concentrarse. Al cerrar los ojos, o tan solo parpadear, se veía en aquella cocina, en aquel sofá y... y... Andrea sacudió la cabeza y se tragó el gemido, todavía le temblaban los muslos y le dolían los pezones. El par de rosados picos estaban acostumbrados a crisparse cuando ella sentía frío y no por una cuestión de excitación sexual. «Es que, ¿desde cuándo el sexo es tan..., tan?», pensó sin encontrar la palabra que definiera lo que había hecho. Porque aquello no fue sexo, fue...

―Joder ―soltó como una condena. ¿Y si quería repetir? No, no, eso no podía contemplarlo. ¿Qué iba a decirle a Luca cuando lo viera? Se haría la loca o... o...

La nonna llevó a Andrea por toda la cocina hasta salir por una de las puertas traseras que daba a un extenso huerto, el cual no había tenido tiempo de visitar hasta ahora.

Che? ―preguntó Giuliana al oírla y no entenderla.

―Nada ―. Sacudió la cabeza para acompañar la palabra.

Andrea miró hacia el frente, el sol de media mañana calentaba la tierra oscura y fértil. La nonna Giuliana cogió a Andrea de la mano y la guio por el caminito que recorría el extenso huerto.

Carota86 ―señaló las hojas verdes y largas por fuera de la tierra—. Zucchine, pomodoro, cipolla, aglio87 ―enumeró mostrándole cada una de las verduras e interponiendo las manos entre ambas le dijo―: Aspetta88.

Si Andrea no era capaz de centrarse en los orichiette, la pondría a recoger hortalizas. No es que fueran sustitutas de Luca, pero la mantendrían algo distraída de su nieto. Giuliana no necesitaba que Andreas le contara nada acerca de lo que había visto hacía unas horas, ella se percató en el mismo instante en el que Luca entró en la cocina junto a Andrea de lo que se estaba fraguando entre ellos.

Andrea asintió a la nonna y aguardó a que esta volviera, aunque una idea relampagueó en su mente y aprovechó que Andreas estaba despidiendo el camión del carnicero a menos de quinientos metros para llamar su atención.

―¡Andreas!

Él caminó hacia ella mientras un par de muchachos entraban las cajas de carne en las cocinas.

―Me preguntaba si... quizás yo podría conseguir un coche―. Cada vez que se subía a un vehículo conducido por un Graziani Andrea temía por su vida—. Quiero decir, que así no tendrías que ir y venir.

―¿Tienes carné? ―le preguntó con un tono seco. Tras ver el asentimiento de ella, miró la carpeta que cargaba en las manos; esa no era más que otra manera de restarle importancia a Andrea—. Aquí tampoco es que importe mucho el permiso, pero... ―El abuelo Massimo, el difunto marido de la nonna Giuliana, les había regalado el carné a Luca y a él al cumplir la mayoría de edad. Y con regalar no se refería a darles el dinero para que acudieran a la autoescuela; ahí el permiso se conseguía como quien compraba sellos del Duce en el mercado de Ponte Milvio—. Esta tarde tendrás un coche.

―Gracias.

Y su agradecimiento se fue con él, que no le devolvió ni un simple «De nada». Andrea suspiró bajando la mirada al suelo, a la oscuridad de la tierra plantada.

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Susana parpadeó mirando a Luca, que se levantó del sofá y anduvo hasta uno de los ventanales para contemplar a través de los cristales la amplia extensión de viñedos y olivos.

―¿Y qué vas a hacer? ―le preguntó tras su confesión.

Los tres estaban encerrados en el salón, casi en cónclave. Graziani se cruzó de brazos y con tono lineal les contó la conclusión a la que había llegado.

―Supongo que llamar a François de la Croix y redactarle a Andrea la carta de recomendación... ―Se volvió hacia la pareja. Leandro espatarrado en el sillón individual, al lado de la chimenea de gas, y Susana tamborileando los dedos en los muslos―. Y adelantarle el billete de vuelta a Washington.

―Sí, creo que eso es justo lo que tienes que hacer ―asintió Susana aupándose la panza al alzarse del sofá y, para zanjar el tema, sonrió diciendo―: Supongo que te quedarás a comer, Luca.

―Si vas a cocinar tú, no gracias. ―Ella era un desastre, Susana no era capaz ni de freír un huevo sin llenar la cocina de aceite y, por supuesto, churruscar la clara y ennegrecer la yema—. Si quieres comer, ocupémonos nosotros ―chistó Graziani a Leandro.

―Yo me sentaré a leer Chi―suspiró Susana la mar de feliz.

Tomó asiento en el sofá, estiró las piernas encima de la mesita de té y recogió la revista que anteriormente había dejado en el reposabrazos del mueble. Buscó la página en la que se había quedado y hundió la nariz entre las letras.

―¿Quieres hacerlo? ―interrogó Leandro a Luca.

Nada más ponerse en pie, giró la rosca de la chimenea para que el gas saliera, apretó el botón y este prendió. No había fumata blanca.

―¿La comida? ―interpeló Luca sin entender su pregunta.

―Leandro... ―susurró Susana no tan centrada en la revista, pues levantó la mirada de las páginas y la posó en el hombre, su hombre.

―Estoy hablando con él ―apuntó Leandro andando hacia Graziani. Una vez lo alcanzó, hondeó la mano de cara a Susana―. Tú sigue culturizándote. ―Entonces encaró al chef para seguir la conversación―. Contéstame, Luca, ¿quieres llamar a François de la Croix, redactarle a Andrea la carta de recomendación y darle un billete de avión para que se vuelva a... donde sea que hayas dicho?

―No, no quiero hacerlo ―condenó Graziani abriendo dos botones de su camisa, tenía calor y frío. ¡Estaba destemplado!

―Pero debes hacerlo ―sentenció Susana cerrando la revista y bajando los pies de la mesa―. Y vas a hacerlo, Luca.

―¿Y si no lo hicieras? ―Leandro miró a Graziani y a continuación a Susana―: ¿Qué pasaría?

―¡Leandro!―voceó Susana para que no alentara a Luca.

―No lo sé ―Graziani se cerró los botones y llevándose las manos a la rasurada cabeza exhaló―: Ella tampoco parece estar muy por la labor, quiero decir... ―apretó los dedos sobre su piel marcándola con la silueta de las diez yemas―. Se ha marchado.

―Porque se habrá dado cuenta de la barbaridad que ha cometido ―resolvió Susana abanicándose con la revista―. Hay gente que tiene conciencia, Luca.

―La infidelidad es algo que no va ligado con el amor. ―Leandro caminó hasta el sofá y le quitó la revista a su mujer―. Si quieres a alguien no le puedes ser infiel por muy necesitado que estés ―decretó mirándola a la vez que dejaba la publicación en la mesita.

―Esa es una teoría tuya que no viene a cuento, Leandro ―escupió Susana ordenándole con la mirada que dejara el tema

Lo último que Luca necesitaba eran alas pues de dárselas acabaría como Ícaro.

―¿Cómo no va a venir a cuento? ―cortó Leandro a Susana, esto ya estaba volviéndose una cuestión personal―. ¿Crees que alguien que tiene una relación de años sería infiel así porque sí?

―Una locura puede cometerla cualquiera. ―De hacerlo Leandro, Susana lo mataría, aunque ahora no podía decirlo.

―Yo no me veo capaz de serte infiel por una locura repentina ―determinó Leandro.

―Gracias por la parte que me toca ―Sonrió Susana... mordaz.

―No estoy mofándome, Susana ―reprochó Leandro girando la cabeza hacia Luca, lo señaló―. ¿Tú crees que ha sido una locura pasajera?

―Una locura sí ―asintió Graziani retirando las manos de su cabeza para ubicarlas a los lados de sus estrechas caderas―. Pasajera no.

Si ella no le paraba los pies cuando se encontraran en la casona, o donde fuera, Luca no veía «corrección». No era capaz de hacer como si nada, de someterse a la indiferencia.

―Ella tiene veintinueve años, está prometida con el novio de toda la vida y, por lo que dice Luca, tiene una prospera carrera culinaria, y nada ni nadie va a arruinar eso ―despachó Susana alzándose del sofá. Acunó el grávido vientre entre sus manos y ordenó―: Vamos a ir a preparar algo para comer y a olvidarnos de esto. Luca ya tiene claro qué es lo que debe y va a hacer.

―Claro, yo soy demasiado neurótico y huraño para ella ―rechinó Graziani no dispuesto a acatar la orden de Susana, al menos por el momento―. Cumplo cuarenta y uno en noviembre, vivo de aquí para allá solo y, de alguna forma, muerto de asco por no haber sido capaz de mantener a flote mi matrimonio. ―No estaba diciendo nada que Leandro no supiera. Graziani se rio sin ganas―. Pero todo el mundo tiene derecho a tener una relación sentimental más o menos estable, excepto yo.

―Te debes a tu arte, Luca. ―Susana encogió los hombros y bajó la mirada hasta la redondez de su vientre, los dedos acariciaron la fecunda superficie por encima de la ropa―. Has nacido para ello y nuestro matrimonio no era compatible con él.

Graziani apartó la mirada de la mujer, cerró las manos en puños.

―Vamos a preparar la comida que yo ya sé qué debo hacer ―dijo encaminándose a la cocina. Sabía lo que debía hacer y también sabía muy bien qué quería hacer. ¿Qué escoger? ¿Deber o querer?

Andrea regresó a la casona con el coro de cigarras recibiéndola con su canto nocturno. Bajó del coche y abrió la puerta con el juego de llaves que Andreas le había dado por si un día no había nadie en la casa. Fue apagar la alarma, pero esta no estaba puesta.

―Hola, ¿quién eres tú?―saludó al braco italiano color canela que correteó en torno a sus piernas. Sonrió cuando este se marchó a toda prisa en dirección a la bodega. Sola, así estaba la vivienda. Ella no entró en la cocina ni en el salón, el miedo y cierta vergüenza se lo impidieron. En su dormitorio, se desvistió agradeciendo el hecho de que Graziani no estuviera en la casa. Sacó la ropa de la maleta y la ordenó en el armario. Se duchó por segunda vez y frotó su piel con ahínco, como si toda esa cantidad de jabón junto al agua pudiera borrar el rastro de Luca de su piel. Lloró contra las baldosas, lloró rebosante de culpabilidad y a la vez de... miedo, miedo a sí misma, a que la parte irracional de ella venciera a la racional y sucumbiera al torrente sentimental al que el chef la tenía sumida. Salió de la ducha, no se secó el pelo y tampoco el cuerpo.

Mientras, Luca se despedía de Susana y Leandro y partía hacia la casona. Cuando llegó, bajó del coche y miró el vehículo aparcado, no le resultaba familiar. Entró en la cocina, huevos, leche, mantequilla, harina y chocolate negro se encontraban sobre la mesa. El horno estaba encendido y Andrea se hallaba acuclillada en el suelo buscando moldes en uno de los armarios. El cabello de ella estaba húmedo y peinado hacia atrás; el vestido de tirantes de color rojizo realzaba el tono blanco de su piel, salvo por las diminutas pequitas en el escote y los hombros.

Andrea se enderezó apilando moldes al lado del fregadero sin saber cuál de ellos iba a utilizar. Dio la vuelta para de una vez por todas decidir qué era lo que iba a preparar y se cubrió la boca con una mano sin llegar a gritar al verle ahí parado.

―Buenas noches ―saludó Luca sin disculparse por haberla asustado. La contempló, nada de maquillaje enmascarando las facciones de Andrea, pies descalzos... Su lengua se agitó contra su paladar al imaginar el sabor salobre de la piel de ella, piel injustamente cubierta por el vaporoso vestido. La calefacción hacía agradable la estancia en la casona.

―Supongo que querrá cenar, chef... Ahora despejo la cocina. ―Difícilmente iba a despejar nada si de pronto no recordaba la receta, «recetas»―. Quería hacer un, bueno, no sé muy bien qué quería hacer ―musitó Andrea. Él la miraba con tal profundidad que a su lado los rayos X serían... «rayos pero sin X».

Graziani avanzó hacia ella, se detuvo tras su espalda y le sopló en la nuca. Sus dedos treparon por los antebrazos de Andrea, regocijándose de los escalofríos que provocaban a su paso.

―Estaba dudando entre un soufflé o un sofiatto de chocolate ―suspiró cerrando los ojos. Sus pechos inflamándose, en respuesta a la excitación, creciendo en su centro―. ¿Lo he dicho bien? A mí me suena mejor coulant... ―tartamudeó cuando este le lamió el lóbulo de la oreja. Andrea jadeó apoyando las manos en la mesa para darse estabilidad mientras Luca le alzaba la falda del vestido y enganchaba los dedos en los extremos de sus bragas―. ¿El soffiato solo es de chocolate o también puede ser de otros sabores? ―gimoteó con el negro material de la ropa interior rozándole los talones.

Él la dejó hablar, se agachó, le alzó un pie y seguidamente el otro para retirarle las bragas, que dejó en el suelo. Sus manos treparon de los tobillos a las estrechas pantorrillas. Besó el inició de uno de los muslos y subió por él hasta la nalga, la cual mordió para después besar la marca de sus incisivos.

―Ya sé que no es una cena de lo más apropiada, y menos para mis muslos y mi culo, pero... ―barboteó con el pecho sobre la mesa de trabajo, estirada de tronco hacia arriba gimió con un lado del semblante presionado contra la madera―. Luca... ―jadeó al sentir los dedos de él presionándole las nalgas para abrírselas.

Andreas podría decirle lo que quisiera, amenazarla de muerte, pero ella no se veía capaz de... de... si es que ahora mismo ni recordaba lo que este le había dicho.

El prieto sexo se encontraba ahí como un capullo de pétalos aterciopelados y húmedos, Graziani tiró algo más de las pompas y aproximó su boca a los regordetes pliegues. Paladeó el deseo que de ellos rezumaba, pujó con la lengua para introducir la punta de esta por la hendidura de la raja.

Andrea amortiguó con su gemido el sonido de los huevos cayendo al suelo. La lengua de él profundizando en su sexo, extrayendo el deseo que se amontonaba cremoso en las musculadas paredes. No podría soportarlo. Abrió los ojos cuando Luca se irguió y, poniéndola en pie, le dio la vuelta. Estaba mareada, ruborizada y tan excitada que sus neuronas desconectaron para dar preferencia a la oxitocina, la mal llamada molécula del amor.

Graziani la besó permitiéndole probar su propio, su mismo sabor. Subió a Andrea a la mesa y la tumbó en ella, separando sus muslos con las manos para poder colar la cabeza entre ellos.

―Mejor coulant... ―habló, colocando las manos a los lados de las caderas de ella―. Es esponjoso por fuera ―susurró depositando un beso en la tirantez del clítoris. Lamió la distancia que separaba este de la entrada de la vagina― y líquido y caliente en el centro ―dijo segundos antes de hundir la lengua en la profundidad cavernosa.

El paquete de harina cayó hacia delante rajándose, la blancura polvorienta de la harina tiñó la mano de Andrea, blanqueándole la piel. Se estaba fundiendo al igual que lo hacía la mantequilla que había sacado de la nevera para preparar el... coulant. Ya no dudaba entre este, un soufflé o un sofiatto. La lengua de él excavando en su interior, profundizando hasta el núcleo, hacía imposible cualquier pensamiento.

Giró, la lengua giró, dio vueltas y a continuación los labios sorbieron ruidosos. El vientre de Andrea se contraía en abrasadores espasmos, inflamándole los pechos de tal modo que Luca tuvo que cogerlos entre sus manos, mejor dicho, todo lo que era capaz de agarrar. El apretón ardiente en torno a su lengua anunciaba el clímax, relajó la mandíbula y aguardó al cremoso torrente orgásmico.

Andrea experimentó por segunda vez la indomable sensación de la culminación, la arrasadora sacudida del orgasmo, la momentánea muerte. Los sonidos de succión de él junto a sus propios jadeos ahogados hacían eco en la cocina. Ella no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, puede que estos hubieran emigrado a su nuca, de todas formas no los sentía.

Luca se afanó en reunir en su boca todo el cremoso orgasmo, lo tragó con un audible gemido que más que gemido sonó a gruñido. Retiró las manos de los pechos de Andrea, las palmas se le quedaron frías, aunque no por mucho tiempo. Arrastró a la mujer por la mesa hasta posicionarla delante, la cogió en volandas y le dio la vuelta. La musiquita de la cremallera bajando los pantalones tarareaba igual que la pretina de los bóxers.

La acampanada cabeza de la erección entraba en su sexo cantando húmedamente. La botella rodó en la esquina de la mesa hasta caer y derramar toda la leche. Andrea inhaló y, con los deditos de los pies tocando el suelo, acompañó la entrada de la verga de él en su sexo con el movimiento de sus caderas hacia atrás hasta tener a Luca morando entero en su interior.

Él la prendió por el cuello y le acarició los tensos músculos.

Tanto lo so che sei innamorata di me89... ―masculló metiendo una mano entre los muslos de Andrea para encontrar el vibrante clítoris―. Quasi quanto io di te90.

Le besó la mejilla. Su dedo medio frotó suavemente el capuchón del clítoris hasta descubrir la pequeña perlita. La friccionó a la vez que sus caderas recularon, haciendo emerger casi del todo su erección, que sobresalió revestida del deseo de ella y del presemen que su uretra iba a liberando.

Andrea boqueó girando la cabeza, su boca hizo contacto con la de él, pero no se besaron. Respiraron el mismo y cargado aire, intercambiaron jadeos cuando Luca comenzó a embestir. La mano de él masturbándola, su verga marcándola a cada acometida. Era imposible determinar dónde empezaba uno y terminaba el otro.

Abrazos de Cleopatra. ¿Qué hombre no pondría en jaque a todo un imperio por una mujer? Recoveco caliente y tan cerrado que le cortaba la circulación. «Un hombre que no está en su sano juicio, igual que tú». Graziani cargó de nuevo. La embistió en un estado casi febril, dentro, fuera, de manera rápida y hasta violenta.

―Prendimi91 ―pidió, saboreando el orgasmo y devorando su boca en un beso agónico.

Andrea apuntaló su sexo con la mano de Graziani y el cierre de sus muslos y presionó atizada por el clímax, acompañado del bombardeo de esperma. Su otra mano se aferró a la de Luca en su cara y entrelazó los dedos. La esencia del hombre vaciándose en su interior prolongó su orgasmo hasta dejarla lánguida contra el pecho masculino.

Luca la sostuvo contra sí sujetando también su propia alma.

Amore mio92 ―jadeó, el sudor goteaba en sus sienes y tabique nasal.

Graziani sacó la mano antes sepultada entre los muslos de Andrea, salió de su interior y, a continuación, la hizo girar para encararla. Envolvió con los brazos el extenuado cuerpo de ella y reclinó su frente sobre la de Andrea.

El aroma a sexo flotaba más alto que el del chocolate y el cacao, incluso que el del café. El suelo estaba salpicado por la harina, humedecido por la leche y algo grasiento por la mantequilla. Ambos de pie, Andrea y Luca, aún resollaban por el interludio pasional.

Graziani se descalzó con un movimiento de pies, empujó los calcetines hasta quitárselos y pateó la ropa en torno a sus tobillos. Cogió a Andrea por las caderas y la sostuvo en brazos.

―Gracias ―susurró al ella desabrocharle la camisa todavía sofocada y con la cara más roja que el vestido. Anduvo hasta el dormitorio de Andrea y la dejó en la cama. Fue a enderezarse, pero ella aprovechó para tirarle de los extremos de la camisa haciendo que cayera al colchón.

―¿Dónde vas?

Se movió con él en la cama hasta apoyarse a un lado del cuerpo de Luca tumbado boca arriba. Ambos tenían la piel impregnada de sudor y por tanto brillante. Su cabeza descansó encima de la losa de un pectoral y movió la mejilla sobre este para cerrar los ojos.

Al ella acurrucarse contra su cuerpo, Luca descansó la cabeza en la almohada y afianzó su brazo sobre el hombro de Andrea.

―A ningún sitio ―le dijo con los pulmones expandiéndose en busca de un poco más de oxígeno.

Andrea entrecerró los ojos disfrutando de la quietud y el silencio. La piel del pectoral estaba húmeda, pero asombrosamente suave, sin un vello que le hiciera cosquillas en la mejilla.

―No, no te vayas a ningún sitio ―masculló ella rasgando el velo de silencio―. Quédate aquí ―le pidió acunando su mano en la varonil cadera.

―¿Y si roncas? ―La cuestión era chincharla, como siempre.

―Te aguantas ―bostezó Andrea sin moverse un ápice.

Era conveniente que se tapara con las sábanas, ya que, sudada como estaba y al dormirse, el cuerpo se le quedaría frío y húmedo, cosa que podría acarrearle un resfriado, pero es que se encontraba tan a gusto...

Graziani acarició el delgado hombro, subió por el cuello hasta apear los dedos en la línea de la mandíbula, acarició el delicado hueso para seguir subiendo hasta la mejilla y, al llegar, Andrea ya estaba dormida. Esperó, Luca esperó a que cayera en lo más profundo del sueño para moverla y apartarla de su pecho, recogió las sábanas y, con cuidado, la tumbó bajo ellas. Salió del dormitorio para dirigirse al suyo, se dio una ducha y se cambió, reparando en la hora que marcaba el reloj del cuarto de baño: la una de la madrugada.

En pantalones de estampado de tartán y una camisa de tirantes fue a la cocina, recogió el estropicio del suelo y de la mesa de trabajo y reencendió el horno, que se había quedado templado transcurrido el tiempo desde que Andrea lo había encendido y el temporizador había dado por finalizado el supuesto tiempo de cocción de lo que fuera que iba a preparar. Graziani untó dos moldes con mantequilla, los espolvoreó con harina y azúcar glas. En un cuenco en el microondas fundió chocolate negro con un chorrito de Cointreau y otro de extracto de vainilla. Reservó el chocolate y en un bol mezcló huevo, azúcar, una pizca de sal, levadura en polvo y harina. Una vez templado el chocolate, lo incorporó en la mezcla del bol y, con movimientos envolventes, revolvió la masa, masa que llevó a los moldes para luego meterlos en el horno.

Andrea abrió los ojos, la despertó el runrún de las sábanas cubriéndola hasta el cuello y el aroma del chocolate. Se sentó en la cama y miró a su alrededor, en la oscuridad del dormitorio ni rastro de Graziani. Salió del colchón y sin encender la luz buscó su bata de Hello Kitty en la silla...

Unos pies descalzos con las uñas rosas se deslizaron por el pasillo, ligeramente iluminado por la luz proveniente de la cocina.

―Roncabas mucho ―mintió Graziani.

No la había visto entrar en la cocina, pero sí la había oído moverse en el dormitorio, recorrer el pasillo y finalmente llegar hasta él situándose al otro lado de la isla de mármol. De ella no haberse levantando, Luca la habría ido a despertar pues los coulant ya estaban listos. Abrió el horno y sacó la pareja de moldes.

―Mentiroso ―medio rio anudándose el cinto de la bata, esta ocultaba su desnudez. Andrea se peinó hacia atrás con la cara llameando sopor a conjunto con el brillo en los ojos y la rojez en las mejillas—. Y antes de que digas nada, a mí, mi bata me gusta ―le dijo notando su mirada cuando Luca dejó los moldes en la isla de mármol.

La prenda destacaba con un fondo blanco perla y millones de caritas de Hello Kitty que llevaban un enorme lazo rosa, rosa Barbie. Luca no podía quedarse callado.

―No tengo autorización para decir nada al respecto de...

―No ―le interrumpió Andrea sabiendo que iba a destripar con mordacidad su maravillosa bata y ella no estaba por la labor. Con los pies desnudos, pisó el suelo aún algo húmedo tras haberlo fregado él. Abrió la parte superior de la nevera, que correspondía al congelador, y sacó helado de vainilla, que no era precisamente comprado en un supermercado. Ningún helado sabía igual que el casero, ni siquiera un helado de Ben & Jerry’s.

―Si me sigo mordiendo la lengua voy a envenenarme ―replicó Graziani desmoldando los coulant con sumo cuidado y maestría.

―Qué pena... ―ronroneó Andrea calentando agua en el hervidor y destapando el helado justo al lado de Luca. Inclinó la cabeza para que sus labios hicieran contacto y sonrió al mirarle, pero responder a su beso no fue más que un choque de bocas—. ¿No ibas a envenenarte?

Era la primera mujer capaz de dejarle con la palabra en la boca y eso... ¿le gustaba? Miró los coulant, uno en cada plato, a los que se unieron dos grandes y dulces bolas de helado. Alzó la rasurada cabeza y la observó tapando el helado. Al ir a devolverlo al congelador, Luca la detuvo, prendiéndola por la cadera con toda la largura de su brazo. Tiró de ella sin violencia, dejando la femenina espalda contra su pecho.

Andrea ladeó la cabeza al recibir un beso en la nuca.

―Gracias ―murmuró, sujetando en una mano el tarro de helado mientras con la otra acariciaba los nudillos de Graziani.

Estaba dejando de lado su mente racional, ella había calentado la frialdad que congelaba su cerebro y lo había vuelto cálido, tórrido. Luca besó por segunda vez la delgada y suave nuca, apretó un poco a Andrea contra sí y cerró los ojos aspirando el aroma de su piel, que olía en parte a él, a él mismo.

―Luca, el helado se está deshaciendo... ―susurró Andrea unos pocos segundos después y porque le goteaba el tarro humedeciéndole toda la mano de rocío—. Luca... ―insistió ladeando la cabeza del todo para poder mirarlo.

―Hablas mucho ―rezongó él retirando el brazo y dejándola ir—. Y no duermes siempre con calcetines.

―Hablo por ti y por mí ―aseveró Andrea abriendo el congelador y metiendo el helado—. Lo de los calcetines era una pequeña mentirijilla ―le dijo acordándose del día en que él le había regalado el bote de insecticida.

Graziani sacó del cajón un par de cucharillas y le tendió la suya cuando se aproximó. Junto al plato, el coulant humeaba y la bola de helado iba deshaciéndose creando una balsa de rica vainilla.

―Tu hermano tiene dominado el inglés. ―Andrea cogió el plato y puso rumbo a la mesa que había en la cocina, movió la silla y se sentó—. Casi resulta nativo.

Sonrió hincando la cuchara en el coulant, el bizcocho exterior sonó esponjoso al cortarlo y el interior líquido desbordó en remolinos de chocolate.

―Qué poco ha tardado en descubrirse... ―chasqueó Luca sentándose frente a ella—. ¿Y qué te ha dicho en inglés?

―Nada en especial. ―Mezcló el bizcocho con un poco de helado y se llenó la boca.

Luca crispó las cejas y entrecerró los ojos.

―¿Qué te ha dicho? ―cuestionó dejando intacto su coulant, la cuchara estaba ahí en el plato a la espera de ser utilizada.

―Hablamos de la cocina y del tiempo en Roma... ―mintió Andrea mirando en todo momento al plato, los surcos de chocolate y helado de vainilla—. ¿Cointreau? ―le preguntó aún sin mirarle y comiéndose un nuevo trozo de coulant.

―Estás mintiendo. ―Luca cogió el plato de Andrea y se lo quitó—. Sí, lleva Cointreau.

Se cruzó de brazos y, echándose hacia atrás en la silla, esperó a que ella se confesara.

―No es verdad.

Intentó recuperar su plato y al hacerlo se llevó un azote en la mano. Andrea resopló uniendo ambas manos y mirándose las palmas masculló—: Te he dicho la verdad, Luca.

―Se te pone la voz de pito y tus ojos se mueven hacia arriba y a la izquierda.

―Eso lo has visto en Lie to me ―espetó Andrea alzando la cabeza y esta vez mirándolo.

―¿Qué te ha dicho? ―Se estaba enfadando. Por mucha autoridad que tuviera Andreas, el hecho se ser el hermano mayor no le daba derecho a aleccionar a la mujer. Graziani se puso en pie y situándose al lado de Andrea le alzó la cara por el mentón—. Son las dos de la mañana y un coulant frío no vale nada, tu bata me daña la vista y tengo ganas de follarte, así que podemos hacerlo por las buenas o te lo saco por las malas.

―¿En otra vida fuiste miembro de las SS o... Jack el destripador?

Andrea se mordió el labio inferior y, aún la sujetaba por el mentón, miró la pared.

―Lo que tú digas, pero canta ―instó Luca apretando la delicada barbilla.

Sus ojos hicieron contacto con los de ella.

―Me dijo que me alejara de ti todo lo posible y más ―confesó sin tortura alguna, o un poco sí... Su olor era todavía más apetecible que el coulant. Andrea dejó la cuchara y tomando la mano de él, que no apartó de su mentón, suspiró―. Y yo lo entiendo porque...

―Calla ―mandó Graziani con aquel tono prepotente tan suyo—. No tengo quince años como para que mi hermano decida por mí.

Mañana, mejor dicho hoy, dada la hora, Andreas iba a enterarse de lo que valía un peine.

―Luca...

Tenía que haberse callado, pero a ver quién era el listo que soportaba un interrogatorio de Graziani. Andrea aprovechó que la mano de él abandonaba su mentón para apretarla contra su palma.

―Cállate...

―Hablas demasiado ―dijo acabando la frase de él—. Ya me lo has dicho. —Andrea se levantó del asiento y descansó su frente contra la de este―. Olvídalo, ¿quieres?

―No me digas qué es lo que tengo que hacer ―bufó Luca echando la cabeza hacia atrás y rompiendo la unión entre ellos, de estar Andreas en la cocina se hubiese dado por muerto.

―¿Vas a seguir hablándome así? ―le reprendió Andrea, con el enfado activando el tic en su ceja izquierda y le amenazó—: Porque entonces me marcho a la cama y aquí te quedas.

Luca no iba a pedirle perdón porque... no sabía hacerlo y eso que nunca era tarde para aprender. Movió la cabeza y estiró los brazos hacia delante cogiéndola por las caderas, rozándose la una contra la otra y sus pelvis danzando al encontrarse.

―A mí, mi bata me gusta ―balbuceó Andrea con sus dedos jugueteando en el cuello de la camiseta de Graziani, un crucifijo podía entreverse bajo la ropa a media altura del masculino esternón.

Las manos de Luca se encaramaron más arriba de las caderas y deshicieron el nudo de la bata.

―A mí me gusta más en el suelo ―dijo quitándole la prenda para descubrir aquel lienzo pálido y rosado.

Enterró la cabeza en su delgado cuello y aspiró el aroma de la piel alimentándose de este, prefería el calor que ella desprendía al del coulant, anteponía el sabor de Andrea al del chocolate y la vainilla.