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Un año más tarde...
Andrea iba en taxi destino al restaurante Io sono7, situado en el lujoso CityCenter de Las Vegas. Había acabado su curso en The Culinary Institute of America, el equivalente a Harvard en el mundo de la alta cocina. Volver a ver al señor Graziani no estaba en su lista de prioridades, pero recibir una llamada de Doherty pidiéndole que se trasladara a la ciudad de las tragaperras con todos los gastos del viaje pagados y con la promesa de una suculenta oferta de trabajo podía más que su animadversión por «dontengounpaloenelculo». Miró la pantalla de su Iphone y ni una llamada perdida de su prometido, pues ahora Samuel y ella eran eso, prometidos y con fecha fija de bodorrio; en cambio, sí tenía una docena de perdidas de «lapesadadesiempre», alías mamá.
―Señorita... ―El taxista la miró por el retrovisor interior―. Oiga, señorita, hemos llegado ―avisó con ambas manos en el volante y el motor del vehículo roncando.
Sintió el corazón martillearle las costillas, la boca seca y la garganta rasposa, ni el agua en el botellín, al que había ido dando sorbos, calmaba la sensación de sequedad en la boca... Andrea se maldijo.
―¿Ya estamos? ―preguntó casi pegando la nariz a la ventanilla para contemplar la enorme y pomposa entrada del Io sono. «¿Complejo de pene, señor Graziani?».
―Sí, señorita ―apuntó al contador, los números brillantes y amarillentos mostraban el precio que le iba a cobrar―. Cinco pavos―. El taxista mascó la frase al igual que el chicle.
Andrea se soltó el cinturón, colocó la botella entre sus piernas y el teléfono cayó al fondo... Al muy profundo fondo de su bolso. «Pídele derechos a J.K. Rowling, el joven Potter salió de ahí dentro seguro...». Buscó hasta encontrar el billetero y de este sacó el dinero justo. Se adelantó en el asiento y pagó al hombre, introduciendo los billetes en el cajoncito que tenía para ello la mampara de seguridad. Salió del taxi y esperó unos segundos en la retaguardia del vehículo.
―¡Vamos, señorita, que es para hoy! ―exclamó el taxista, sacando una mano por la ventanilla y haciendo aspavientos con ella a la vez que abría el maletero.
Tonta de ella... Había esperado que el buen hombre saliera a ayudarla.
―Voy, voy. ¡Ya voy! ―protestó Andrea sacando las dos maletas color rosa bombón. Resopló con ellas ya en el suelo y subió al arcén, controlándose para no hacerle la peineta al taxista.
―Tú eres la de Supreme chef, ¿no? ―preguntó Kendall saliendo de la sombra que le proporcionaba la esquina de una de las columnas del Io sono, que más que la fachada de un restaurante parecía una réplica del arco de Tito―. Sí, eres tú. ―Asintió tirando el cigarrillo al suelo—. ¿Te ayudo?
Sonrió señalando las, a su parecer, monísimas maletas.
Andrea ladeó la cabeza y miró a la chica, no hacía falta que ella dijera sí o no, esta ya había dado por hecho que... «¿Eres tú misma?».
―Puedo..., gracias ―masculló con la botella cayéndose. El agua le empapó las piernas desnudas, ya que llevaba falda—. Mierda, ¡oh, mierda! ―protestó dando dos puntapiés.
―Nena, es solo agua y te va a refrescar, esto es un desierto. ―La gracia solo le debió hacer gracia a ella, valga la redundancia. Kendall bajó las escaleras con un gesto de negación. Cogió una de las maletas de Andrea y le tendió la mano libre―. Me llamo Kendall y no soy lesbiana, por mucho que los hombres sean todos unos cabrones ―apuntó sin borrar la sonrisa. El moño alto en mitad de su cabeza contenía los rizos afro y el blanco de su camisa destacaba con el tono mulato de su piel, «aunque el look se va a tomar viento con los pantalones rectos y los zapatos de vieja»―. Y sí, trabajo en el Io sono y llegas tarde.
―¿Tarde? ―barboteó Andrea sacudiendo un pie y luego el otro tratando de quitarse la mayor cantidad de agua posible de sus preciosas sandalias de tacón color rosa―. ¿Cómo que llego tarde?
Kendall cargó con una de las maletas mientras Andrea llevaba la otra, la de ruedas. Detuvo su avance ante las escaleras que encumbraban la entrada del restaurante.
―Quiero decir que llegas más tarde que el señor Graziani. ―Pestañeó de manera teatral para decir—: O sea, tarde.
―¿Está el señor Graziani dentro?
Puede, quizá..., que Andrea no fuera tan fuerte como se creía. Era posible, muy posible, que ahora mismo llamara a un taxi y se marchara pitando al aeropuerto, y del aeropuerto a casa. A fin de cuentas tenía una boda que organizar y... y un trabajo que odiaba en la zapatería de su madre y...
―Claro, es su restaurante. ―Kendall, no contenta con la maleta, le cogió la mano y tiró de ella escaleras arriba―. Bueno, uno de los de la cadena ―puntualizó divertida―. Venga, vamos, que nos van a abroncar a las dos.
―¿Y está solo?
Ahora volvía a sentir lo que en su día debieron experimentar los gladiadores en la arena del Circo Massimo. No, no, Andrea no podía soportar de nuevo las frasecitas de Graziani diciendo aquello de «Vuelva a casa a hacerse las uñas o a probarse vestiditos, señorita Bloom». Oyó en su mente las palabras de este golpeándola como un mortero.
―¿Cómo solo? ―Kendall crispó las cejas, «desde luego tendrá gusto con la ropa, pero rarita es un rato». Con un movimiento seco se paró en las escaleras y se abalanzó sobre Andrea pegando su cuello a la nariz de esta―. Dime, ¿huelo a tabaco? Es que, si huelo, ese capullo me va a matar.
Andrea hizo malabares para no irse hacia atrás, maleta incluida.
―Sí, sí hueles. ―Trastabilló, entendiendo que lo de capullo iba dirigido a Graziani, «lógico»―. ¿No está con el señor Doherty y el señor Marvin? ―interrogó a la mujer delante de ella, que de nuevo seguía subiendo.
―Joder, pues entrarás tú primera ―soltó Kendall subiendo el último escalón. Fue a abrir la puerta de deslumbrante y grueso cristal cuando, de improviso, echó la vista atrás―. Si lo están, yo no los he visto... Oye, ¿te encuentras bien?
―No ―reconoció Andrea a bocajarro.
«¿De verdad vas a amedrentarte ahora?», pensó. Se miró en el reflejo del cristal. La camiseta de tirantes como marcaba la moda, la falda con estampado floral..., las sandalias y… Luca Graziani abrió la puerta.
―Señorita Bloom, llega usted tarde ―aseveró él saliendo al encuentro de las mujeres. Sus carísimos y lustrosos zapatos de pico de pato pisaron la roja alfombra que lamía el suelo desde el primer escalón―. Westbrook, usted y yo hablaremos después con respecto al tema del tabaco.
Kendall bajó la cabeza como si estuviera recibiendo una riña paterna.
―Sí, señor Graziani ―dijo sin llegar a mirar el hielo en los ojos de este―. Tranquila, yo la llevo ―susurró mientras Andrea hacía ademán por coger la maleta.
―Buenos días... ―saludó Andrea. «Céntrate en la calva, ¡céntrate en la calva! Tú no le mires a los ojos, ¡a la calva!». Ella soltó la maleta que quedó de pie a su lado y con la mano libre se agarró al asa del bolso en el hombro―. Lo siento, señor Graziani, no era mi intención llegar tarde.
―Westbrook... ¿De verdad que no tiene nada que hacer? ―inquirió con el cinismo inoculado en cada una de sus palabras. Alzó las cejas y siguió a la susodicha con la mirada hasta que esta entró en el local. Luca volvió la vista hacia Andrea y echando ligeramente las caderas para adelante sacó las manos de sus bolsillos y soltó—: Ahórrese las disculpas, Bloom.
El silencio entre los dos se espesó como el caramelo y empezó a quemarse llenándoles la nariz del aroma amargo...
Andrea no hizo caso a la vocecita en su cabeza que le decía que debía centrar la mirada en la calva de Graziani y lo miró enfrentando los plomizos iris. Lo odiaba hasta la médula e incluso más allá...
―En realidad no creo que haya llegado tarde, nadie me concretó una hora. Doherty me dijo que...
―Ha cogido el vuelo directo de las seis. ―Miró la hora en su Breguet Marine―. Son las once menos cuarto. ¿Qué ha estado haciendo en estos cuarenta y cinco minutos?
―Un poco de retraso en el aeropuerto y después el taxista, que no me ha ayudado con las maletas... ―comenzó a relatar Andrea. Su pelo negro azabache, peinado hacia atrás y ahora corto a la altura de los lóbulos de las orejas, hondeó en el aire caliente―. Mire, señor Graziani, si quiere pensar que he llegado tarde porque me he ido al Venetian a gastarme el dinero que no tengo, por mí bien.
―¿Al Venetian? ―Graziani, sin cuidar si se notaba que la estaba observando detalladamente, le dijo con sonrisa mordaz―: Señorita Bloom, en todo caso, la veo más en Chippendales.
Y no es que ella fuera mal vestida, es que a él le gustaba provocarla. El fruncir de las oscuras cejas, la rojez que ardía en los altos y bonitos pómulos y, sobre todo, el enfado destellando en los ojos de Andrea. Luca no sabía por qué, pero le encantaba hacerla rabiar.
Ella no tenía ni idea de qué era eso de Chippendales, sin embargo, bueno no podía ser viniendo de la bocaza de Luca Graziani.
―Y si va a decir algo sobre mi pelo, tengo que darle la razón; es mucho más cómodo así de corto, no se mete por todos lados y hasta creo que me queda bien ―escupió anticipándose a la posible crítica del chef.
―Tan bien como a usted puede quedarle, señorita Bloom. ―Y en realidad era un cumplido, a Luca le parecía que a Andrea aquel corte realmente le favorecía, ya que marcaba sus bonitas facciones, aunque de igual forma él sabía que ella iba a tomarlo como si le estuviera diciendo que se cubriera la cabeza con una bolsa de papel cebolla porque le quedaba fatal—. Recoja sus cosas y dejemos de perder el tiempo.
Andrea agarró la maleta que estaba a su lado; de haber podido le habría atizado con ella. Por lo menos con el golpe saltaría alguno de los brillantes, rectos y blancos dientes del señor Graziani. Cerró los ojos y respiró hondo, Doherty le había comentado por teléfono que llenara la maleta con ropa para un mes. Ella, por supuesto, las había llenado como para dos.
Graziani abrió la puerta, aunque no se la sujetó. Entró en el local y se recostó en el mueble de recepción donde el olor de la salsa bolognesa enamoraba el aire, preñándolo del rico y profundo aroma. Luca rio observando a la mujer mientras ella peleaba con la maleta, la puerta y el bolso.
―Señorita Bloom, es para hoy ―se mofó Luca pasando una mano de su boca a su mentón escrupulosamente afeitado.
―Gilipollas... ―dentelleó en un susurro.
Andrea sujetó la puerta con la rodilla, empujó la maleta con el pie y consiguió entrar en la recepción, aunque la puerta le dio un azote en el culo al cerrarse.
Graziani se enderezó viéndoselas y deseándoselas para no carcajear.
―¿Va a demandar a la puerta por acoso sexual, señorita Bloom? ―interrogó estirando los extremos de su americana.
―Ja, ja, ja ―mascó Andrea recobrando la compostura.
«Odio: sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia». Ella no lo miró porque de hacerlo hubiera acabado agrediéndolo. «Aversión o repugnancia violenta hacia una cosa que provoca su rechazo... ¡Esa es justo la definición que merece Luca Graziani!».
La contempló, el tiempo había sido benevolente con la señorita Bloom, aunque con veintinueve años ella solo podía mejorar, igual que lo hacia el buen vino y él entendía de caldos. Luca vagó con la mirada por los femeninos pies calzados en las sandalias de tacón, subió por las piernas de delgadas pantorrillas engrosadas en los muslos. La falda recogía las pomposas nalgas y se ceñía a las anchas caderas. «¿Quién mierda se conforma con una talla S? Muertos de hambre». La camiseta rosada no disimulaba la redondez de los senos. Observó el pulso acelerado en el cuello de ella y detuvo la mirada en el espesor de los maquillados labios, labios que en murmullos lo maldecían.
Andrea inspiró el apetecible aroma de la salsa y fantaseó con lasagnas y ricas polentas. Entrecerró los ojos ladeando la cara hacia el comedor para luego abrirlos del todo y mirar hacia la enorme estancia, solo los cuadros de las paredes del comedor valían más que su coche. De acuerdo que no era un Mercedes, pero..., «Jesús qué despliegue...», las mesas y sillas eran de madera italiana, había deslumbrantes copas de cristal y valiosos cubiertos de plata. Andrea volvió la mirada del majestuoso comedor que se abría a la derecha para posar sus ojos azabache en...
Despegó la mirada de los labios de ella. Examinó la forma de su nariz y... confrontó sus ojos. Graziani reaccionó:
―¿Piensa quedarse ahí parada como una tonta toda la mañana? ―Se dio la vuelta sin saber a qué había venido ese embobamiento. «Sí, lo sabes, por supuesto que lo sabes, te gusta desde el primer día». Ella le parecía cursi y algo tonta; «tonta no, pero cursi desde luego»―. Dese prisa, señorita Bloom.
―No ―respondió Andrea a la extraña pregunta después de que le pillara mirándola de una manera rara, y con rara quería decir fuera de su mueca de asco habitual. Ella lo siguió con la maleta detrás, pero se detuvo al ver como Luca se giraba y enarcaba las cejas―. ¿Qué ocurre?
―Está arrastrando las ruedas por el parquet, ¡levante la maleta!
Una vez realizado su mandato, Graziani reanudó la marcha a su despacho, pasando por delante de la cocina ahora vacía. Vacía, reluciente y enorme. Cualquiera que viniera al restaurante tenía la posibilidad de ponerse frente a las cristaleras que separaban la cocina del pasillo y ver qué se cocía en ella, nunca mejor dicho. Luca abrió la puerta y caminó hasta su asiento de cuero tras la mesa de rica y cara caoba.
«¿Quién dijo que los italianos eran caballerosos? Lo de apuestos, elegantes y... ardientes, bueno, eso no sabes si es verdad. Pero lo que está claro es que Graziani es un completo imbécil».
Andrea entró en el despacho, que olía a buen ambientador floral de Yankee Candle, cerró la puerta y se sentó en una silla después de dejar la maleta en el suelo, la que hasta ahora había llevado en brazos para no rayar el parquet. En la pared, justo tras la mesa, una réplica de La creación de Adán.
―Nunca viene mal un poco de ejercicio y más si es matutino ―dijo Luca mofándose de ella una vez más. Estiró los brazos y movió las muñecas, en las que los brillantes gemelos destellaban―. Señorita Bloom, cuando usted quedó segunda en la final del concurso, Doherty y Marvin decidieron sin mi consentimiento que, tras su formación en The Culinary Institute, alguno de los tres tendría que darle dos meses de prueba para ver si realmente vale para esto, cosa que yo dudo ―dijo mirándola fijamente antes de echarse hacia atrás en el butacón—. Transcurridos los meses de prueba quien fuera de los tres la contrataríamos, bien en uno de nuestros restaurantes o en el de algún conocido ―explicó Graziani asegurando el nudo de su blanca corbata—. Cuando me comunicaron el asunto lo echamos a suertes y perdí ―rio recordándolo―. ¿Se lo puede creer? Yo perdí.
Andrea, descansando el bolso en su regazo, pensó en todo lo que este le estaba diciendo. El aire acondicionado en el despacho helaba los libros en las estanterías. «¿Seguro que el señor Graziani no es pariente de la Reina de las Nieves?».
―En definitiva, un mes en mi cocina, si es que llega a aguantar más de una semana a mis órdenes y, en tal caso, no voy a darle un trabajo en uno de mis restaurantes, sino que hablaré con François de la Croix y que le haga una prueba para obtener un hueco entre sus filas. ―Si él jugaba a lo que fuera, lo hacía fuerte y no solo porque ahora mismo se encontrara en la capital del juego. Luca cruzó los brazos en la mesa y entrelazó las manos―. ¿Qué me dice, señorita Bloom?
―¿Trabajar en su cocina? ―Ella jugueteó con el asa de su bolso―. ¿Cómo sous chef? ―trastabilló sin esperar a que Graziani le respondiera. Meneó la cabeza―. ¿Y solo un mes? ¿Qué puedo demostrar en un solo mes, señor?
―Si es usted tan buena como se empeñan en sostener, es perfectamente capaz de demostrarlo en solo un mes. ―Luca carcajeó echándose de nuevo hacia atrás en el butacón―. Para ser sous chef primero tendría que demostrar que puede llegar a cocinar como Dios manda, aunque teniendo en cuenta que es incapaz de hacer una panna cotta es bastante complicado que llegue siquiera a pinche, señorita Bloom ―subrayó viendo el efecto de sus palabras en la cara de ella.
«Por supuesto, tenía que recordarme el fallo de la panna cotta», pensó amargamente. Andrea tiró del asa y la retorció en torno a su mano.
―¿Dónde me quedaría?, ¿cobraría un sueldo? ―interrogó suspirando interiormente por la remota posibilidad de llegar a trabajar con el chef François de la Croix.
―La chica con la que se ha encontrado le dejará una de las habitaciones de su apartamento, yo me encargaré del alquiler y a usted le pagaré una cantidad para lo que le pueda hacer falta. El almuerzo y la cena se toman aquí en el restaurante. —Graziani abrió una carpeta sobre la mesa, la empujó y la giró para que la documentación quedara de cara a ella―. Diga que sí, señorita Bloom, aunque solo sea por divertirme un par de días.
―Sí ―soltó Andrea tajante, la sola idea de poder darle una patada en los morros al prepotente y estirado chef era motivo más que suficiente para aceptar.
Luca destapó la pluma, que dormía en la mesa esperando a que alguien la despertara al tocar con la punta el papel. Se la tendió.
―¿Pongo el cronómetro, Bloom?
Sonrió fanfarrón mientras ella estampaba su firma.
―Me parece perfecto, señor Graziani.
Por descontado que iba a soportar todos los desplantes y malos modos del chef. Su futuro dependía de ello y no, ¡no era una cobarde! Andrea se infundió aliento abrazando su bolso.
―¿Tiene que salir a llamar al pepino de mar que tiene por novio, señorita Bloom?
Cerró la carpeta y enroscó la tapa en la pluma. La imagen del «congrio» al lado de ella le molestaba; no sabía por qué, pero le molestaba. «¿No era un pepino de mar?», Andrea puede aspirar a más, siempre y cuando se trate su adicción por el rosa».
―No es mi novio, es mi prometido, señor Graziani ―puntualizó ella, que ya había tendido una larga charla con Samuel. Charla en la que este solo había despotricado por su amor a la cocina reprochándole la poca implicación en los preparativos de su futura boda. No obstante, Andrea se guiaba por el frenético impulso que le suscitaba la gastronomía. Quería a Samuel, novio de toda la vida, pero no sentía pasión por él; la cocina, la cocina era su única pasión—. Y no, gracias, no tengo que salir a llamarle.
―Vaya... prometido, eso son palabras mayores ―soltó con su humor agriándose. Si en ese momento él entrara en la cocina cortaría la leche. «¿Por qué conformarse con ese pelele? ¿Se aplica el cuento de más vale malo conocido que bueno por conocer?». Luca se adelantó en el asiento—. Estaba pensando... ―Se inclinó sobre la mesa juntando sus brazos sobre ella―. ¿Qué tal si me deleita con algo de su comida de cocinera aficionada, señorita Bloom?
―¿Ahora? ―musitó Andrea mientras este se levantaba del butacón.
―¿Asustada? ―fastidió Graziani queriendo irritarla aún más.
Fue a la puerta, la abrió y silbó a Toni, uno de los camareros. Le pidió una chaquetilla y un delantal francés. Con la mano en el pomo la miró inmóvil en la silla. Luca tomó la chaquetilla y el delantal que el hombre le llevó y se los tendió a Andrea.
―No ―contestó ella haciéndose la valiente. Sus ojos azabaches fijos en los grises de este. Andrea se puso la chaquetilla y se anudó el delantal, aunque llevaba los tacones y la falda. Un vestuario no muy adecuado para estar en la cocina―. ¿Voy a cocinar así, chef?
Él frunció las cejas, divertido tanto por la pregunta como por que Andrea le acabara de llamar chef. Había entendido que iba a trabajar para él. «Perfecto».
―Pero si está la mar de mona, señorita Bloom. ―Rio entre dientes. El mal humor oscurecía los expresivos ojos de la mujer—. Con esto bastará, lo cierto es que me muero por verla moverse en la cocina con esos tacones.
«¿No tendrán algo de matarratas al lado de la harina?». Porque Andrea iba a echárselo todo.
―Puede dejar sus cosas aquí ―dijo antes de salir al pasillo y detenerse ante la puerta de la cocina, a la que empezaban a llegar los trabajadores—. Me apetecería algo que pudiera tomar tanto para el desayuno como para el almuerzo ―solicitó Luca centrando su mirada en el costoso reloj en su muñeca―. Tiene quince minutos, señorita Bloom, y sabe que estoy siendo generoso.
«¡Quince minutos, quince minutos, quince minutos!», se repitió ella entrando en la cocina. Saludó al personal y se lavó las manos en la pila. Preguntó por cada uno de los ingredientes que necesitaba y salió escopeteada hacia las neveras y la despensa cargada con ellos. Con todo colocado en uno de los rincones de trabajo, Andrea se puso a preparar lo que creía era la mejor elección en esos momentos.
Luca se quedó en la puerta mirándola y sonrió sin darse cuenta viéndola moverse sobre los altos pedestales rosados. Toni también estaba mirándola...
―¿Hoy no trabajamos, señor Pisco? ―bufó enseñándole los dientes.
―Sí, señor ―asintió Toni enérgicamente. Carraspeó y echando un último vistazo marchó al comedor.
Graziani introdujo las manos en los bolsillos de su pantalón y observó como varios mechones del corto y oscuro cabello de Andrea le rozaban las mejillas. Sus labios se movían como si le susurraran palabras de ánimo. Luca inclinó la cabeza a un lado para poder apreciar mejor como las pequeñas manos de dedos largos cortaban finas lonchas de salmón ahumado.
―Disculpe, señor ―se excusó Kendall que, a pesar de tener sitio para poder entrar en la cocina, empujó por un hombro a Luca.
Westbrook le hizo centrarse, Graziani se enderezó y sacudiéndose la americana le reclamó―: Agua fría.
Se encaminó al comedor, escogió una mesa individual y se puso a leer su propia carta, aunque podría haber sido la agenda de su teléfono o el pintoresco paisaje a través de los grandes ventanales.
Al tener el plato terminado, unos tres minutos antes de que finalizaran los quince que Graziani le había dado, Andrea sonrió al camarero que se acercó como si hubiera oído sus pensamientos. Se colocó tras la repisa donde la salida de los platos, respiró hondo al entregarle el suyo y le siguió con la mirada hasta que este entró en el comedor.
―¿Quieres echar un vistazo? ―susurró Kendall que, tras disponer la mesa a Graziani y llevarle el agua fría, había vuelto a la cocina.
Movió la cabeza invitando a Andrea a acercarse. Esta avanzó rápido, desde allí se podía ver claramente lo que ocurría en el comedor.
―Oye, ¿qué es Chippendales? ―le susurró a Kendall, recordando lo que le había dicho Luca.
―Nena, ¿estás en Las Vegas y no sabes qué es Chippendales? ―Medio rio Kendall mirándola con los ojos muy muy abiertos—. Es el local de striptease por excelencia de los macizos, te llevaré allí para que te hagan mujer ―prometió poniendo morritos.
―Será cabrón... ―condenó Andrea sin quitarle ojo a Graziani y deseando fervientemente que se atragantara… «Y la palme»—. Gracias, pero yo no soy de esos locales. Me parecen bastante denigrantes.
―¿Qué? ―cuestionó a lo primero que ella había dicho. Kendall miró al jefe más allá y de nuevo a la chica, la cogió por el mentón para que sus ojos hicieran contacto—. Cariño, cuando hayas vivido la experiencia hablamos ―sentenció redirigiendo la cabeza de esta para que volviera la vista hacia Graziani.
Luca miró el plato que acababan de dejar ante él. Sonrió para sí, eran huevos Benedict. «Una buena apuesta, arriesgada, muy arriesgada». Levantó el tenedor y retiró con suavidad un poco de la salsa holandesa. La consistencia era buena, muy buena, acercó el tenedor a su boca y probó. Sí, el sabor también era muy bueno. Los huevos escalfados estaban asombrosamente bien cocidos, algo que a primera vista parecía simple, pero nada que ver con la realidad. El beicon crujiente contrastaba con la esponjosidad del muffin inglés. «Perfecto». No pudo evitar sonreír al descubrir que el otro huevo no llevaba beicon, sino salmón ahumado con una fina picada de eneldo fresco. «¿Apostando fuerte, eh, señorita Bloom?».
―¿Tiene cara de ir a levantarse, venir hasta aquí y estamparme el plato a la cabeza? ―susurró Andrea mordiéndose el labio inferior.
―No... ―susurró Kendall apoyando la mano en uno de los hombros de la mujer.
Ladeó la cabeza mirando al resto de empleados que en sus puestos se dedicaban a observar como Graziani examinaba el plato.
Andrea casi se tragó la lengua al ver elevarse la mano derecha de Luca y mover un dedo indicándole que se acercara. Quedaba claro que sabía que le estaba viendo. Ella se empujó a avanzar hacia él como en su día debió de haber hecho María Antonieta hacia la guillotina. Al llegar a la mesa cruzó las manos, enredó los dedos y los apretó bajando estas a la altura de su vientre; entonces caería la afilada hoja... Sentía separarse la cabeza de su cuello y rodar al suelo. Vive le France!8
―Hábleme del plato.
Alzó su copa y bebió con el brillo de la alianza de compromiso en el dedo de Andrea riéndose de él. «¿Tan caro es un jodido anillo para que el pepino de mar tenga que fundir los pendientes de oro chapado de su abuela y darles aspecto de alianza?». Luca se tragó el agua deseando que fuera grappa, por lo menos se le quitaría un poco ese mal humor que le picaba la piel.
―Son unos huevos Benedict, uno de ellos está elaborado de la forma tradicional y en el otro he cambiado el beicon por salmón y una picada de eneldo fresco, chef ―desarrolló Andrea, acompañando sus palabras con el movimiento de las manos.
―No le estoy preguntando eso, Bloom ―cortó Graziani, que recogió la servilleta y la colocó sobre la mesa. Toni le retiró el plato y él aprovechó para posar los codos e unir las manos.
―¿No?
Lo miró notando el sudor frío perlándole en los poros. Andrea apretó los labios con un gélido escalofrío royéndole la médula espinal.
―Quiero saber qué piensa sobre como le ha salido ―dijo Luca, descubriendo de nuevo el tic nervioso en la ceja derecha de Andrea.
Aquel era el indicativo de que ella estaba nerviosa… «Y que me jodan», pero le encantaba alterarla.
―Pues... creo que la salsa holandesa es correcta, espumosa. El beicon está bien, las rebanadas de muffin doradas en el exterior y tiernas por dentro y... creo que los huevos escalfados tienen la cocción correcta. ―Con todo eso que había soltado, él no decía nada y solo la miraba como invitándola a seguir. Ella se frotó una mano con la otra―. Al principio, al ver el pastrami listo pensé en sustituirlo por el beicon, pero después pensé en el salmón y... Elevó las manos al aire.
―¿Ha sido una buena elección? ―inquirió él tras escucharla en silencio. Graziani largó a Toni, que se aproximaba para servirle algo más de agua—. Dígame, Bloom, ¿ha sido una buena elección?
―Creo... Pienso que sí, chef ―contestó queriendo sonar firme.
No obstante, Graziani siempre le hacía dudar de sí misma. Andrea se hubiera bebido el agua que este acababa de rechazar. Le dolía la garganta por la sequedad, más por la tensión que por la sed.
―Sabe, señorita Bloom... ―La sinceridad iba a salir a borbotones por su ponzoñosa boca. Luca deshizo la unión de sus manos y se levantó de la silla, posicionándose ante Andrea—. La cocción de los huevos era perfecta, la salsa holandesa increíble. En definitiva, podría comerme tres platos sin importarme morir de un colapso calórico.
Le costaba respirar, toda la tensión que acalambraba su cuerpo quería salir, ¡liberarse!, aunque para eso tendría que ponerse a saltar... En un segundo la cara de Graziani cambió y eso hizo que la sonrisa que se había pintado en su cara empezara a difuminarse.
―Sin embargo, señorita Bloom, si usted cree que con esto es suficiente para entrar en mi cocina vaya practicando mucho en casa porque si no... ―La apuntó con un dedo dejando entre ambos un muy reducido espacio, el suficiente para que sus respiraciones se condensaran en una—. Ya está rindiéndose antes de entrar en ella.
Andrea sintió picor en los lagrimales, que produjeron lágrimas que ella se negó a derramar. No iba a darle esa satisfacción, Graziani ni siquiera merecía ni una sola de sus lágrimas. De hecho, era el último ser en la tierra que meritara por un llanto suyo.
―Sí, chef ―dijo manteniendo la voz firme y la mirada confrontada con la de él.
Apretarla, presionarla, ella tenía tanto talento, tanto por dar que Luca no iba a aplaudirle cada vez que algo estuviera correcto, ni en petit comite reconocería que alguno de los muchos chefs que tenía en plantilla en la media docena de restaurantes era capaz de servir semejantes huevos.
―Westbrook ―llamó. Cuando esta fue a su encuentro, le ordenó―: Llévese a la señorita Bloom al apartamento y preséntense ambas a trabajar para el turno de noche.
Ella sostuvo la mirada de Luca hasta que este rompió el contacto alejándose de vuelta a su congelado despacho. Andrea agradeció el gesto de la mano de Kendall tomando una de las suyas y apretándosela cariñosamente.
―En el fondo no es tan mal tipo... ―ronroneó Kendall borrando con el pulgar una lágrima que se despeñó por la mejilla de Andrea—. Ahora iremos a lo que va a ser tu casa durante este mes. Nos lo pasaremos chupi mientras no resuene el látigo del jefe.
Sonrió tirando de sus manos unidas. La llevó hasta la cocina donde habían acabado los restos que Graziani había dejado en el plato y alababan la comida en susurros por temor a que la bestia romana saliera de su cueva.
Andrea vio por el rabillo del ojo la maleta y su bolso a un lado de la puerta cerrada del despacho. Iba a aguantar carros y carretas y si la hacía llorar, nunca lo haría delante de él. Nunca le mostraría su debilidad y, sobre todo, Luca Graziani jamás conseguiría que ella se rindiera.