16
Tres meses más tarde. Washington.
Hundió la cuchara en la panna cotta. El color caramelo, adquirido por la mezcla con el toffee, contrastaba con la plata del cubierto. Luca cerró los ojos saboreando la suavidad de la nata, bien balanceada con el caramelo y los pequeños y crocantes granos de café amargo, recubiertos de una finísima capa de chocolate.
―Es fantástica ―suspiró ante la potencia y, a la vez, ligereza del postre.
―Lo es ―asintió François de la Croix en su despacho y con Luca Graziani sentado al otro lado de su mesa probando la especialidad que había sido el último empujón para conseguir la nueva estrella Michelin―. Lo que no entiendo... ―comenzó a decir con su acento francés intoxicando cada una de sus palabras en inglés― es porque no tienes a esa chica trabajando para ti.
―Somos incompatibles ―dijo Luca hundiendo la cuchara en la panna cotta, que era claramente una creación de Andrea.
Era ella a cada ráfaga de sabor. Medio sonrió mirando el plato, ahora Andrea acabaría haciéndolo mejor que él y tendría que largarse con el rabo entre las piernas.
―Tú, como siempre, eres el problema ―determinó De la Croix quitándole el plato y la cuchara, la cual utilizó para rebañar lo que restaba de panna cotta―. Esa chica tiene muy buen carácter y sabe trabajar.
Graziani se relamió los labios y se echó hacia atrás en la silla desabotonándose la americana.
―Y es toda tuya. ―De él, de él ya no era nada. «¿Es que alguna vez lo fue?». Luca centró la mirada en los puños de su camisa y sacudió la rasurada cabeza―. No quiero entretenerte.
Que Luca Graziani se presentara en su restaurante habiendo llamado previamente ya era raro, pero que lo hiciera y pidiera probar la panna cotta en su despacho era más que sospechoso.
―¿Y solo has venido a hacerme una visita?
Washington en enero era un infierno helado, y todos sabían la animadversión al frío que tenía Luca.
―Tenía que cumplir con lo acordado con Doherty y Marvin, comprobar que ella está haciendo bien el trabajo y... ―Graziani se irguió en el asiento. Una vez de pie, volvió a abotonarse la americana y recogió el abrigo que había dejado sobre sus piernas. Podía haberlo dejado en el guardarropa de la entrada, sin embargo, prefirió llevarlo todo encima para marcharse lo antes posible―. Eso es todo ―carraspeó sacando del bolsillo del abrigo el par de guantes de cuero.
François de la Croix se levantó junto a él, circundó la mesa y abrió la puerta.
―Te acompaño.
Le cedió el paso aún sin creerse que Luca hubiera venido para comprobar si la chica estaba haciendo su trabajo, pues ahora él era su jefe y, por tanto, el responsable. Y probar la panna cotta era su deber.
―Gracias ―dijo Graziani saliendo tras él del despacho.
Cruzaron el pasillo interior. Como en su restaurante de Las Vegas, las vidrieras mostraban la cocina. Fue entonces cuando la vio...
Andrea inyectaba una vinagreta de mostaza y miel en los pequeños tomates cherry. Estos, de diferentes tamaños y colores, engordaban con la mezcla para acabar sobre un lecho de brotes de apio, soja y berros. Concentrada en inocular la cantidad adecuada, y con el ruido de fondo de una cocina que se preparaba para el servicio de la noche, no se percató de que Luca la miraba. De hecho, no lo habría imaginado allí. La esperanza de verlo había perecido, de verlo de la misma manera que hacía unos meses. Encender la tele y verlo en sus programas de televisión, en revistas era inevitable; mas volver a tenerlo ante sí mirándola con aquel fuego grisáceo... «no».
Luca sonrió por el pañuelo rosa en la cabeza de Andrea y aún más por los dibujos de pintalabios plasmados en él, se jugaría el cuello a que los Crocs también eran de color rosa. La sonrisa fue difuminándose en su boca al percatarse de que estaba algo más delgada; los huesos de los pómulos se marcaban en su bonita cara. La echaba tanto de menos: su risa atolondrada, su incansable y continuo parloteo... La pasada Navidad había sido un auténtico patíbulo. No le había quedado otro remedio que volver a Roma y pasarla solo, rodeado de gente. La nonna Giuliana mirándolo y, sin palabras, diciéndoselo todo; Andreas tan preocupado por él que no le dejaba ni respirar; los niños dando vueltas en torno a la mesa, compitiendo en velocidad por la cocina, queriendo hacerle sombra a Il Dottore, y Cristo olvidándolo, a pesar de estar ahí en la iglesia la noche de la misa del gallo.
―¿Graziani? ―llamó François habiendo salido del pasillo, teóricamente lo estaba siguiendo. Rehízo el camino, se detuvo a su lado y le preguntó―: ¿Todo bien? ―Miró en la misma dirección que Luca y frunció el ceño al reparar en la escena que lo había detenido―. ¿Seguro que no quieres entrar y saludar?
―Sí... ―dijo de manera inconsciente, aunque su cerebro rebobinó reproduciendo la pregunta de De la Croix y se apresuró en espetar―: No, tengo prisa.
Luca la miró por última vez, apretó los puños y se forzó a caminar al tiempo que se ponía el abrigo y embutía las manos en los guantes.
Andrea se llenó de vinagreta al inyectar demasiada en el tomate, este se rasgó salpicándola. Respiró hondo, dejó la jeringuilla y el tomate en la bandeja y cerró los ojos. Nervios, nervios provocándole náuseas y mal humor, unos nervios terribles que deberían ser para bien. O por lo menos eso creía, ya que al día siguiente iba a dar el definitivo: «No quiero».
―¿Ya has ensayado el sí quiero? ―Ken, el sous chef, un tipo divertido aunque un poco neurótico, se detuvo al lado de ella―. Si no lo has hecho ya te estás yendo a casa.
―Recojo y me marcho. ―Sonrió forzada.
De la Croix le había dado permiso para marcharse antes del servicio de cenas, y eso que ella no se lo había pedido. Andrea suspiró cuando Ken le quitó la bandeja y la envió fuera de la cocina.
―De eso nada. ―En la puerta estiró el brazo señalándole el pasillo, la estaba echando como quien manda fuera al chucho, desde el cariño por supuesto. Ken batió palmas haciendo ademanes―. Márchate ya.
Andrea sonrió forzada por decimoquinta vez en lo que iba de día, se despidió del personal que había en la cocina y se encaminó al vestuario. Retiró los guantes de plástico y los tiró a la basura, tenía las manos resecas. Al abrir la taquilla, cotilleó los mensajes de Whatsapp y comprobó que tenía tiempo para darse una ducha. Se desnudó y se quedó un rato largo bajo el chorro de agua caliente.
De la Croix acompañó a Luca hasta el taxi sin insistir en el verdadero motivo que a este le había traído hasta su casa.
―La nieve... ―chistó al chico que trataba de mantener libre la entrada del restaurante. Carraspeó y entró en el local para terminar en la barra del bar pidiéndole al camarero un agua con gas―. ¡Bloom! ―llamó al verla salir del pasillo.
―Chef ―saludó Andrea, que no se había secado el pelo, pero sí se había puesto un gorrito de lana rosa.
Con las manos metidas en mitones, y un muy largo abrigo de palo que casaba con las UGG, caminó hacia su jefe.
―No se marcha ya, ¿verdad? ―Miró el reloj, quedaba menos de media hora para que abrieran las puertas del restaurante al público. François bajó del taburete pegado a la barra―. ¿Quiere tomarse algo?
Estaba deseando hacerlo y además quedarse. Si trabajaba no pensaría. Andrea balanceó la cabeza en negativa.
―No gracias, señor, voy a cambiarme.
Le dio la espalda y fue a ir de vuelta al vestuario cuando...
―¡No, no! ―François elevó la voz forzándola a no avanzar―. Váyase a casa, tiene que descansar para mañana estar radiante. ―Sonrió mirándola. Los oscuros ojos de ella y los suyos hicieron contacto de nuevo―. Ya no podré llamarla Bloom...
―Row... ―adelantó Andrea―. Mi apellido de casada será Row. ―La aplicación de Whatsapp sonaba. Andrea suspiró mal sonriendo de nuevo―. Me marcho pues, chef.
François le dio un abrazo y después un ligero pellizco en la mejilla.
―Nos vemos el miércoles.
Como buen caballero, la acompañó hasta la salida del local y cerró la puerta acristalada.
Ella cerró los ojos, el vaho surgió al abrir la boca y le humedeció la cara.
―Hasta el miércoles ―se despidió del chico que todavía acarreaba nieve.
Por el frío que logró filtrarse en su abrigo, sabía que no tardaría nada en volver a nevar. Andrea sacó el teléfono del bolso, toqueteó la pantalla y alzó la cabeza, pues le había parecido que la llamaban...
―¡Nena! ―gritó Kendall haciendo aspavientos con las manos en el aire. Casi resbaló en dos ocasiones en la corta distancia del paso de peatones hasta Andrea—. No tienes cara de novia...
―¿Y de qué tengo cara..., de novio? ―cuestionó Andrea, retirándose de la entrada al restaurante para ir al encuentro de Kendall.
Sonrió forzadamente, pero no tanto. Había algo de sinceridad en esa sonrisa.
―Tienes cara de pasa... ―El gorro con la borla roja en mitad de la cabeza, la bufanda tan larga que le daba cuatro vueltas al cuello y aun le llegaba cerca de las rodillas. Iba equipada como para hacer el K2. Kendall la abrazó aunque ninguna de las dos podía notar sus cuerpos, más bien las capas infinitas de ropa―. De Corinto ―susurró antes de romper el achuchón.
―Estoy cansada.
Y no era mentira. Andrea guardó el iPhone y le ajustó el gorro a Kendall, ya que tras el abrazo lo llevaba ligeramente ladeado.
―Tú quieres casarte ¿de verdad? ―interrogó Kendall.
Ella había pedido vacaciones para acudir a la boda como dama de honor. En menos de seis meses, Andrea y ella se habían hecho inseparables; horas de mensajes de Whatsapp, llamadas telefónicas y videoconferencias por Skype lo avalaban.
―Dios, Kendall. Si has venido desde Las Vegas a comerme la cabeza, ya estás cogiendo un avión de vuelta ―bufó echando a andar. Si venía detrás bien; si no, ¡también! Andrea clavó las suelas de las botas en el suelo―. Mierda, lo siento.
―Tranquila, no voy a tenértelo en cuenta ―respondió Kendall sin rencor, brincó a su altura y enredando su brazo al de ella le dijo―: ¿Sabes que me ha pasado una cosa muy rara?
―¿Te han abducido los extraterrestres por error y te han tirado de la nave?
―Pues no. ―¡Y era una pena porque ella era una fiel creyente del Majestic 12 y, por tanto, de los ovnis!―. Mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde me ha parecido ver a...
Kendall se quedó callada y miró a Andrea con expectación.
―¿A quién?
―A Abraham Lincoln ―soltó Kendall de golpe caminando por la Connecticut Avenue.
Le había parecido ver a Luca Graziani parando un taxi en la puerta del restaurante de De la Croix y despidiéndose de este; no obstante, se lo habría imaginado. De haber estado ahí con su jefe, Andrea lo hubiera sabido y si no le había dicho nada, es que habían sido imaginaciones suyas.
―Bienvenida a Washigton ―rio Andrea inclinando su cuerpo contra el de Kendall hasta descansar la cabeza en su hombro.
Luca bajó del taxi, pagó al conductor y no le dio propina, claro. «Generando odio por el mundo. Sí, señor». Entró en el hotel y sacó la llave de su suite en forma de tarjeta, jugó con ella en la palma de la mano y marchó al ascensor. Se desabrochó el pesado abrigo y meditó entre empinarse todo el alcohol del pequeño minibar de la habitación o, por el contrario, beberse los diminutos botes de jabón, champú, suavizante y pasta de dientes del baño. «Lo que vaya a darte más resaca... Entonces, el colutorio». Al llegar a su planta, arrastró los lustrosos zapatos por la alfombra, abrió la puerta y se metió en la suite, arrancándose el abrigo antes incluso de cerrar. El hotel tenía complejo de Casa Blanca o, más bien, el estilo que Jacqueline Kennedy le había dado a esta. Concretamente, el dormitorio tenía un aire a la Yellow Oval Room. Graziani lanzó el chaquetón encima de una de las sillas. Este se escurrió, pero Luca lo dejó ahí, en el suelo; se quitó los guantes y se desabotonó la americana. ―Porca miseria...―, condenó abriendo la puerta del minibar. Sacó una botella de ginebra y un paquete de Reese’s Miniatures. Desenroscó la Brooklyn Gin y se la tragó de un tirón, calmó el fuego del alcohol llenándose la boca de chocolate. Luca deambuló por la habitación comiendo reese’s y abriendo nuevas botellas de alcohol, encendió la televisión de la salita y se apoyó en una de las ventanas. Miró abajo, a la calle, imaginando que Andrea caminaba por ella bajo la suave cortina de nieve que empezaba a caer de nuevo... La voz algo estridente del presentador de Fox News le trajo de vuelta de su ensoñación. ―Gilipollas... ―ladró al ver en pantalla al pedante de Donald Trump.―¿Qué sería de este país si no fuera por nosotros los inmigrantes? ¡Imbécil!―. Luca había acabado en Washington aquella mañana para cumplir con lo cometido hacía unas horas: ir al restaurante de De la Croix, informarse y... verla. Ver a Andrea, aunque no estaba siendo del todo sincero. Estaba en el hotel, en el mismo hotel donde al día siguiente, a las diez menos diez de la mañana, Andrea iba a dar el «Sí quiero». ¿Y por qué? Porque una parte de él esperaba que ella saliera corriendo en plan Novia a la fuga y que por arte de magia supiera que él estaba ahí, subiera a su habitación y... Luca se tambaleó ligeramente, el alcohol corría por sus venas intoxicándole la sangre.
―Es bonito esto... ―dijo Kendall mirando a su alrededor.
Paseaban bajo la nieve sin rumbo fijo al parecer. Carraspeó volviendo la cara hacia Andrea, a su lado y agarrada a su antebrazo.―Sí lo es ―asintió ella haciendo tiempo para no ir a casa, sin tener en cuenta la mochila que Kendall cargaba y en la que llevaba la muda para los días que iba a pasar en Washington.
―Ya sé que no quieres hablar del tema porque está muerto y olvidado y blablablá... ―empezó a decir Kendall, frenando a Andrea para que se diera cuenta de que estaban ante un paso de peatones y con el semáforo en rojo―. ¿Cómo llevas lo de Graziani?
―Si el tema está muerto y olvidado, Kendall... ―Las bajas temperaturas espesaban el vaho que salía de sus bocas y de sus fosas nasales―. ¿Por qué lo sacas?
―¡Vale, hermana! ―exclamó Kendall rompiendo el lazo de sus brazos. Izó la cabeza hacia el semáforo y al ver que cambiaba a verde pisó el asfalto―. Hablemos de otra cosa... ―le propuso a Andrea―. ¿Está todo listo para mañana?
―Creo que prácticamente todo.
―¿Te han arreglado el escote?
―Sí, pero parezco una morsa.
Con el escote más o menos ajustado se veía como una auténtica morsa. El vestido en sí era el problema. Le gustaba en la percha, pero no en la suya... Andrea encogió los dedos, con las puntas de estos al descubierto. Debería haberse puesto guantes y no mitones.
―¡No digas tonterías!―espetó Kendall. Los pies estaban empezando a dolerle y las tripas le rugían demandándole algo de cena y, a poder ser, ¡caliente!―. ¿Y el labial va a ser con brillo o tono mate?
Andrea no estaba prestando atención a las «tonterías» que Kendall le estaba preguntando. El vestido, los invitados, la boda. Lo único que quería ahora mismo era huir de todo ello—. ¿Cómo está? ―preguntó sin poder evitarlo.
No fue más explícita; su amiga sabía perfectamente a quién se refería.
―Aún más antipático, arisco, hosco, susceptible y borde de lo normal... ―habló Kendall reparando en la presencia de un policía bien... uniformado—. Y damos gracias a que se marchó hace unas tres semanas al restaurante de Nueva York, porque si no te juro que Toulusse sale del local con los pies por delante ―dijo obligándose a dejar de mirar al machote con porra.
―He querido llamarlo muchas veces ―confesó Andrea entrecerrando los ojos. Su pelo, húmedo antes de ponerse el gorro, se le estaba pegando en la nuca―. Hola, soy yo, la mujer desesperada por excelencia, ¿podrías decirme si todavía me quieres o te las estabas dando de tipo interesante?
―No te cases. ―Kendall se detuvo, empujó a Andrea para que ambas se hicieran a un lado de la calle―. No quieres a Samuel o por lo menos no como quieres a Graziani ―dilucidó encogiendo los hombros.
―¿Y me planto ahora? ―Que Kendall le estuviera prestando tanta atención teniendo a menos de cien metros al doble de Shemar Moore era una nueva muestra de su sincera amistad―. ¿Después de todo?
―Más vale tarde que nunca.
―No puedo hacer eso ―condenó Andrea alzando la mano para morderse las uñas.
―¿Y vivir en la mentira sí puedes hacerlo?
Kendall le sujetó la mano antes de que ella comenzara a hacer uso de los dientes.
―Se me pasará, me olvidaré.
Andrea se persuadía con esa idea. Si se machacaba con ella seguramente ocurriría. ¡Se olvidaría de él! Esto era como aprender chino viendo películas con subtítulos. «¡Imposible!».
―Si no lo has hecho en tres meses...
―¡Eres una persona tóxica! ―chilló Andrea.
Apartó la mirada de Kendall y se abrazó a sí misma queriendo autoconsolarse.
―Soy una persona hambrienta ―respondió a su amiga, la cual necesitaba una dosis inyectable de algún tipo de antidepresivo. «¡Es urgente!». Kendall se situó a su lado y, pasando un brazo por encima de sus hombros, asintió―. Y tú también necesitas comer.
La posición en el asiento no era cómoda y las náuseas producidas por el mareo, derivado de la estúpida ingesta de alcohol, no hacían más llevadera la situación. Luca miró el paquete de encima de la mesita de té, ahí estaba el regalo de bodas de Andrea. Al día siguiente, antes de marcharse, lo dejaría en recepción para que el personal del hotel se lo llevara al comedor a la hora del banquete... «La speranza è l’ultima a morire132... ». La botella de whisky escupió lo que quedaba del dorado líquido, este le mojó la camisa. Graziani hincó los dedos en los reposabrazos del sillón y fue a levantarse, le costó pero lo logró. El ruido de la botella cayendo al suelo y rompiéndose en la alfombra le taladró las meninges.
―Cazzo! ―gruñó al irse al suelo de culo, se golpeó la espalda contra el sillón y el dolor le acalambró las cervicales. Eros Ramazzotti, Umberto Tozzi, Gianni Bella; ellos y sus canciones podían irse al infierno―. C’è qualcosa che non torna... C’è qualcosa che non gira133―tarareó mirando el techo de la estancia.
Plantearse la opción de acudir a un «loquero» cada vez cobraba más sentido y le restaba locura al asunto. «Tú y tus juegos de palabras». No era capaz de centrarse en el trabajo; dormir y comer eran necesidades fisiológicas, nada más. Ningún placer, ni un retazo de felicidad; solo vacío, un vacío sordo.
Nudillos golpeando la puerta, dedos largos y finos con las uñas pintadas de rojo burdeos. Más golpes, la impaciencia cruzando la puerta.
Luca parpadeó al querer centrar la mirada.
―¡¿Qué?! ―gritó ladeándose en el suelo. Tenía que apoyarse en la moqueta pringosa y salpicada de alcohol y de ahí... levantarse.
Susana sacó su teléfono del maxibolso, llamó a Graziani y nada. Siempre cabía la posibilidad de que este no estuviera en la habitación... Ella se dirigió al ascensor para buscarlo en el bar cuando la puerta se abrió.
―Luca... ―masculló sin creer lo que veían sus ojos. Estaba borracho, muy borracho―. Oh Dio134… ―susurró Susana echando la vista hacia atrás y a los lados.
Nadie debía verlo así. Empujó a Graziani contra la pared del recibidor de la habitación, maniobró para pasar por la puerta entreabierta sin golpearse la voluminosa barriga. La semana siguiente salía de cuentas y, puesto que Leandro y ella habían decidido que Enzo naciera en Los Ángeles, se habían trasladado a la ciudad hacía tres meses; sin embargo, al enterarse de lo de la boda de Andrea y para prevenir la posible locura de Luca, Susana había quedado con él en el hotel.
―Non sono ubriaco135… ―chistó él viendo a dos embarazadísimas Susanas y ninguna de las dos se estaba quieta—. Sono di Pisa136 ―rio torciéndose ligeramente a un lado.
―Ja, ja, ja. ―La broma era ingeniosa, pero el cabreo pesaba más que el humor. Además, le dolían horrores los pies. Susana lo agarró por los antebrazos e interpuso su vientre entre ambos para clavar al hombre contra la pared—. Luca, no soy un derroche de movilidad, así que haz lo posible por ayudarme ―le dijo haciendo gala de su inglés casi exento de acento.
Graziani cerró los ojos y subió las manos a los hombros de Susana.
―Vale, vale.
Trastabilló tomando aire profundamente por la nariz. Con su ayuda llegaron hasta el sillón del que él se había caído antes, las manoletinas de Susana pisaron los pedacitos de cristal de la botella. En su sistema iba a instalarse una licorería: ginebra, ron, whisky y faltaba el vodka. «¡Sin hielo y con un chorrito de limón!».
Susana maldijo levantando un pie, pues la suela de su zapato estaba pegajosa y espolvoreada de cristal.
―Esta habitación apesta... —Envoltorios de chocolatina por todos lados como confeti, ropa sucia hecha ovillos, la tele encendida a un volumen atroz—. Tú apestas ―lo imputó como único culpable. Susana cogió el mando de la tele de la mesita de té y apagó aquel «trasto infernal»—. Café, necesitas mucho café.
Antes de que Susana fuera a llamar al roomservice para pedir todo el café que pudieran traerles, él le tomó una mano apretando la suave palma. Luca descansó la nuca contra el reposacabezas y cerró los ojos; no sabía qué era peor, pues, tenerlos abiertos o cerrados, todo daba le vueltas del mismo modo incluyendo la oscuridad.
―De nada ―susurró Susana a ese «Gracias» no dicho con palabras, sino con el gesto de cogerle la mano. Ella le dio dos golpecitos en el dorso y se la soltó diciéndole―: Pero no pienso ayudarte a ducharte...
A través de las ventanas rectangulares del pequeño y concurrido local, se podía ver iluminado el Capitolio. La Navidad había abandonado la ciudad, pero regresaría, «como siempre». El frío arreciaba un tanto más, la temperatura iba bajando haciendo que la gente evitara las nevadas calles.
Andrea miró su plato, aún no había hincado el diente al fried chicken and waffles y se le iba a quedar frío.
―Gracias... ―masculló al Kendall empaparle con sabroso sirope el pollo y los gofres.
―De nada. ―Volvió a sentarse y levantó del plato el chorreante chili dog. La salsa le estaba manchando los dedos y los labios. El olor de la cebolla junto a la mostaza y las especias se introducían en su piel—. De todas, todas, tu boda no tiene nada de normal ―masticó Kendall relamiéndose los labios. El queso fundido le quemaba el paladar―. No habrá viaje de novios, nada de despedida de soltera...
―No quiero al novio ―apuntó Andrea tirando de la alita con los dedos. El rebozado bañado por el sirope le pegoteó las yemas―. ¿Qué más? ―preguntó antes de meterse la porción de pollo en la boca.
―Gracias por admitirlo. ―Kendall dejó lo que le quedaba del chili dog en el plato, cogió un gajo de boniato bien dorado y le dio un mordisco ignorando la salsa tártara―. ¿Te acuerdas de Novia a la fuga? ―Antes de que Andrea dijera nada, ella añadió—: No sería por Richard Gere pero...
―Tienes la cabeza llena de pájaros ―negó Andrea. Al fin cenaron, tomaron un par de copas y cogieron un taxi hasta su apartamento. El señor Muffin aguardaba tras la puerta―. Hola, gatito... ―saludó tras el largo maullido.
―Sí que habéis tardado ―dijo Samuel saliendo de la cocina con un tarro de helado de chocolate.
En el congelador había helado casero que Andrea preparaba cada mes, pero él se empeñaba en seguir comprando industriales a sabiendas de que a ella eso le molestaba. Era un tío de costumbres.
―¡Eh!, ¿qué haces aquí? ―exclamó Kendall tapando a Andrea con su cuerpo o, al menos, intentándolo―. ¡No puedes ver a la novia! ―galleó con Muffin saltándole por encima del hombro para caer en el sofá―. ¿Se puede saber qué le dais de comer a esa bola? «Spidercat137!».
―Solo quería despedirme. ―Samuel, con la boca llena de helado y parte del cerebro congelado, se encogió de hombros. Motas de chocolate le manchaban la camiseta de los Washington Wizards―. Voy a dormir a casa de mis padres.
―Supersticiones ―dijo Andrea, acuclillándose para quitarse las botas. Se desabrochó el abrigo, lo colgó tras la puerta junto al bolso y se quitó también el gorro y los mitones―. Nos vemos mañana entonces.
Samuel no había ni guardado el helado y Andrea ya lo estaba echando.
―Sí, mañana nos vemos. ―Olvidó el tarro. Con la cuchara clavada en el helado encima de la mesa del comedor y relamiéndose, pasó al lado de Kendall―. Buenas noches ―se despidió de ella―. Llama a Cathy ―le dijo a Andrea y, como respuesta, esta le tendió el abrigo y le ofreció la mejilla para que pudiera besársela.
Kendall miró a Samuel, viendo la puerta cerrarse tras este, y volvió la vista a Andrea.
―¿Qué es lo que vas a hacer mañana con él? ―le cuestionó Kendall―. Recuérdamelo porque ahora mismo me he quedado en blanco...
―Casarme... ―carraspeó Andrea avanzando por el apartamento descalza. Recogió el helado de la mesa y se metió en la cocina. Una vez allí, levantó la tapa de la basura y tiró el tarro con cuchara incluida―. Casarme.
―¡Ahora ya sabes cómo me siento yo todas las mañanas desde hace treinta y ocho semanas! ―Susana alzó la voz al ver a Luca tirar de la cadena tras vomitar, por cuarta vez. El café había hecho efecto. Hambrienta, rajó la bolsa de los Twinkies, que olió entrecerrando los ojos―. La pena es que están fríos... ―masculló echando de menos el microondas.
Graziani se refrescó la cara y se miró en el espejo, ahora por lo menos no le daba todo vueltas. Metió las manos bajo el chorro de agua fría y se empapó la cabeza.
―No te envidio... ―dijo cerrando el grifo y secándose solo las manos, ni la cara ni la cabeza. Salió del baño y fue a sentarse en el sillón que olía a alcohol―. ¿Sabes cuánto me va a subir la factura?
Contando el desastre en la estancia, las bebidas, las chocolatinas y todas las gaseosas y chucherías que Susana seguía comiendo...
―Has dejado vivas tres botellas ―enumeró Susana apretando uno de los pastelitos para que este escupiera parte de la rica crema y poder lamerla―. Te va a salir caro.
Luca recostó la cabeza en el mueble admirándola.
―Te sienta tan bien...
No estaba celoso o molesto porque ella fuera feliz, al contrario; pero sí le dolía no haber sido capaz de darle esa dicha él mismo.
―No te rías de mí... ―amonestó Susana acercándose.
Presionó un tanto más el pastelito y se apresuró a lamer toda la crema dejando el bizcocho seco. Se sentó en el sillón al lado del de Luca y posicionó su otra mano en la de este, encima del reposabrazos.
―Nunca me rio de ti. ―Graziani detestaba la bollería industrial y más, en esos instantes, con el estómago revuelto, aunque Susana devoraba los Twinkies como si fueran el manjar más delicioso―. Me rio contigo.
Sonrió Luca moviendo la mano para entrelazarla con la de la mujer.
Susana y sus hormonas clamaban por proteger a Luca, por cuidarlo, por eliminar todo el mal que le estaba destrozando poco a poco. Si bien él ya era mayorcito y sabía defenderse solo, ella no podía evitar querer ejercer de mamá gallina.
―Cabemos los tres en esa cama ―le dijo refiriéndose a la king size del dormitorio―. O duermes en el sofá.
―¿Sigues dando coces?
En una king size difícilmente iban a rozarse siquiera, si no había previa intención; pero la cuestión era chincharla. Graziani, acostumbrado a los colchones duros y muy amplios, no pedía una cama individual.
―Yo nunca he dado coces... ―se quejó ella con un montón de miguitas en las comisuras de los labios. Susana lo señaló peligrosamente con un dedo―. Y tampoco ronco ―dijo antes de que este se atreviera a insinuarlo.
―¿Y Leandro?
―Le he pedido que se coja un vuelo mañana... ―Susana se levantó del sillón y resopló acunando su vientre, que ya había comenzado a bajar. Enzo estaba colocado, así que iba a salir cuando le diera la gana. Ella extendió los brazos tendiéndole las manos para que Luca se las tomara―. Quiero ir al Museo Nacional, aún no he estado y me apetece mucho ver la A Glorious Burden. —Ahora de pie, Luca parecía bastante estable―. ¿Por qué no te vas a primera hora? ―Susana le apretó las manos y fijó la mirada en ellas―. No se te ha perdido nada aquí.
―Lo sé... ―Sí, sí había algo que se le había perdido allí. Allí mismo, en esa habitación, y era la esperanza.