14

¿Y qué si le quiero?

El rocío humedecía las vides y oscurecía más aún la tierra de aquel color tan profundo. Los rayos del sol se estiraban adormilados como quien remolonea en la cama, aunque en este caso el colchón estaba compuesto de nubes y firmamento. La luz blanquecina parpadeó en la pantalla del iPhone: cuarenta y dos llamadas perdidas, quince mensajes de voz y diez de texto, sin contar el colapso en Whatsapp. Andrea apartó la mirada del teléfono y la fijó en el horizonte, en la salida del sol. Se había levantado dejando a Graziani dormido en la cama. Se había calzado unas sandalias, puesto el camisón y por encima una manta. Detuvo su avance en mitad del viñedo, las lágrimas se despeñaban de sus pestañas en un torrente cálido que se tornó frío y pegajoso a la altura de la barbilla. No quería irse, no quería volver a casa, pues ya estaba en ella y, sobre todo, lo que no podía hacer era dejar a Luca. Él no era un encaprichamiento que con el tiempo se deterioraría hasta tornarse un recuerdo más. Andrea desbloqueó la pantalla del iPhone, buscó el número en la agenda y llamó.

Por una noche a la semana que podía dormir como cualquier hijo de vecino, un desalmado la llamaba. Kendall aupó la cabeza del almohadón y, con la mano y a tientas, cogió el teléfono que vibraba en la mesita de noche.

―¿Qué?―bufó con el antifaz manteniendo sus ojos en la penumbra.

―Le quiero, Kendall ―soltó Andrea a bocajarro.

Con la voz rasgada y las manos trémulas, sostuvo el teléfono contra su oreja. La manta sobre sus hombros planeó hasta el suelo y se quedó ahí, tras sus pies manchados de tierra. El sol fue estirándose en el firmamento, sacando la cabeza para ir bañando con sus rayos la fracción de campo en la que Andrea se encontraba, vestida solo con el camisón color perla.

Kendall se sentó en la cama, empujó a su frente el antifaz y miró el despertador. Eran las doce menos cuarto de la mañana.

―Cariño... ―Bajó la cabeza pasando la mano por su pelo, ahora repleto de pequeñas trencitas—. No llores.

―Lloro porque no puedo quererle y lo hago ―sollozó Andrea. El llanto era tan intenso que tenía la sensación de que, a cada exhalación, parte de su existencia se marchaba con ella y dolía, dolía en su caja torácica, en el centro de su pecho—. Lloro porque no quiero volver a mi vida anterior. ―Adiós a la absurda relación con Samuel... Si quedarse con Luca implicaba renunciar a trabajar con François de la Croix, renunciaba en ese mismo instante—. Lloro de impotencia.

―Enamorarte es lo peor que puedes hacer en la vida ―Y eso que ella no había llegado a enamorarse. Con la cantidad de sapos a los que había besado, en lo último que ahora mismo creía era en ese amor idealizado puro y no dañino―. Así acabas.

―Me estás ayudando mucho, Kendall ―sorbió por la nariz.

Andrea levantó la mano derecha, la sombra del anillo de compromiso seguía en su piel y, por más que había tratado de borrarla frotándose, no había manera de quitar la marca. Se podía decir que ella casi había desconectado de Samuel en todo ese tiempo, pues no le había llamado por teléfono y ni siquiera le había mandado un mensaje. Pero Samuel era real, formaba parte de su vida y le pesaba como una condena.

―Lo siento ―suspiró Kendall, pecando de insensibilidad.

Andrea ya estaba acostumbrada a la falta de tacto, liada como estaba con el señor Graziani.

Kendall encogió las piernas bajo las sábanas y miró por la ventana, las luces de neón de Las Vegas iluminaban su dormitorio como si fuera de día.

Andrea alejó de dos manotazos las lágrimas que le calaban el semblante y miró al suelo, sus deditos con las uñas pintadas de rosa chicle se movieron en las sandalias. Hipó cerrando los ojos, el llanto fue apagándose, muriendo en sus cuerdas vocales.

―¿Cuándo coges el avión?

―Mañana por la mañana. ―Andrea no tenía el billete, era Luca quien los guardaba, pero sí le había dicho a la hora que cogían el vuelo―. A las seis.

―Pediré unos días libres e iré a verte.

Jacks era un buen tipo y ella le explicaría para qué los quería, seguro que él accedería a darle por lo menos un par de días. No es que Kendall fuera a sustituir al calvo y ácido de su «súperjefazo», pero sabía que su compañía animaría un poco a Andrea.

―¿Y por qué no vienes para ayudarme con el tema de la boda? ―ironizó intentando desdramatizar toda la situación. Solo hablar de la boda le hacía daño—. Vas a ser una de mis damas de honor, ¿recuerdas? ―Andrea aguardó un par de segundos a que Kendall dijera algo más. No lo hizo y ella no quería hablar más. De manera seca y cortante, se despidió―: Cuando llegue a Washington te llamo.

Luca bufó al despertador y abrió los ojos, ya que la voz del locutor duraba más que de costumbre. Andrea no había atizado al despertador para que se callara. Abrió los ojos y se topó con la cama vacía; o no del todo, pues había una nota sobre la almohada que rezaba: «No me he fugado con el lechero». Él se rio amodorrado, retiró las sábanas a un lado del colchón y sus pies tocaron el suelo. Al vestir solo los pantalones de pijama sintió frío, el ambiente ya era mucho más fresco. Graziani se metió en el baño para cepillarse los dientes, y eso que no había desayunado. Se enjuagó la boca y, al volver a salir al dormitorio, recogió la camiseta de encima de la silla.

―Hola, Donatello.

Andrea saludó al minino, sintiéndolo frotarse contra sus tobillos y pantorrillas. Se acuclilló y lo cogió en brazos, encaminándose de nuevo a la casona. Acurrucó al gato contra su pecho y tiró de la manta en su espalda para poder cubrirlo y que él también estuviera calentito.

―¿A quién se le ocurre salir al campo en camisón y antes de que amanezca? ―La intención era sonar molesto, pero no se le dio del todo bien. Luca mantuvo la puerta abierta conforme ella subía las escaleras de la casona. Aún en pijama y descalzo, crispó las cejas al percatarse de que Andrea llevaba entre sus brazos a la bola de Donatello―. Deja al gato en el suelo, no es un bebé y te va a llenar de pelos.

―A mí ―respondió a la pregunta de Graziani. Andrea subió el último escalón con el gato ronroneando y frotándose esta vez contra su pecho—. Y no me ha picado ninguna víbora. ―No le había picado ninguna porque no había víboras por allí—. Los pelos se quitan. Lo que le falta al gato de arisco es lo que te sobra a ti.

―Las habrás asustado ―chasqueó la lengua contra el paladar al tiempo que la mujer dejaba al gato en el suelo—. Cumplidos de buena mañana ―dijo como si le hicieran gracia las palabras de Andrea, él no era arisco era... un tipo distante.

Andrea se quitó la manta y la dobló un par de veces, con sus ojos puestos en el suelo evitando la mirada tormentosa de Luca. Tragó saliva al sentir una de las manos de él colocándose bajo su mentón y tirando hacía arriba de su cara.

La barbilla y las mejillas estaban pegajosas, síntoma de que ella había llorado. La voz algo ronca y la rojez en las pupilas confirmaban el diagnóstico: Andrea había llorado y mucho.

Tesoro... ―La atrajo hacia sí, pasó un brazo por debajo de las caderas de ella y la aupó―. Llevas los pies llenos de barro ―susurró a la par que esta enredaba sus brazos en torno a su cuello.

Andrea movió los pies en el aire para que las sandalias cayeran al suelo, después enterró la nariz en el centro del pecho de él dejándose llevar en volandas hasta el baño.

Luca la metió en la bañera, abrió el grifo y, comprobando la temperatura del agua, comenzó a lavarle los pies, prestando atención a los pliegues entre los deditos y en los delicados talones. Enjabonó la piel hasta que las pompas del gel recubrieron los pequeños pies, los aclaró y volvió a coger a Andrea en volandas, sentándola encima de la tapa del váter.

―Voy a ir a hacer el desayuno ―dijo a la vez que se enderezaba para coger de un estante una de las toallas―. ¿Te vestirás solita?

Medio sonrió, doblándose para secarle los pies. Ambos se habían duchado la noche pasada, así que no había necesidad de darse otra agua.

Andrea asintió como respuesta a la pregunta. La suave toalla abandonó sus pies, ahora secos, para acabar en el cesto de la ropa sucia.

Él trataba de no pensar en que ese día, ese mismo día era el último día juntos. El siguiente no lo contaba, pues volaban y, una vez pisaran suelo estadounidense, todo habría acabado, aunque Luca comenzaba a pensar si no sería mejor cortar el hilo que les unía incluso antes de subir al avión, puede que de ese modo fuera menos doloroso. En pie, frente a ella sentada en la tapa del inodoro, acarició con ambas manos las femeninas cervicales.

Andrea venció la frente contra su vientre. Rodeó con los brazos las estrechas y masculinas caderas, aferrándose a ellas como a un clavo ardiendo. Cerró los ojos concentrándose en la respiración de Luca. Tenía miedo, Andrea tenía miedo a la venidera desesperación, a la soledad... Iba a sentirse completamente desamparada. A sus ojos, el mundo se quedaría sin colores; la sangre de sus venas no fluiría carmesí ni latiría caliente.

Graziani le acarició la nuca y los desnudos hombros, subió hasta el cuello y la apremió para que alzara la cabeza. Los oscuros ojos de Andrea se encontraban sumergidos en lágrimas.

―Te pones muy fea cuando lloras.

Sus pulgares retiraron las estelas lacrimosas.

―Me da igual ―protestó ella con un largo sollozo.

Quería llorar, abrazarse a él y seguir llorando. Bien, era una actitud infantil, totalmente impropia de alguien de su edad, pero... «¡Que se joda el mundo!».

Luca la peinó, pues ella había salido de la cama y se había ido al campo sin cepillarse la corta melena. Sus dedos se entretejieron en las hebras, alisándoselas.

―A mí no me da igual.

Le dolía verla llorar y era cierto que se ponía muy fea cuando lo hacía, se le enrojecía la cara y se le inflamaban los parpados; no obstante, así y todo, Graziani seguía tan enamorado de ella como para darle la espalda hasta que se le recompusiera el semblante.

Andrea no tuvo otro remedio que desligar sus brazos de la cintura de él y apartar la cara de su calor, ya que Luca se acuclilló ante ella, allí sentada sobre la tapa del inodoro. Esgarró sonoramente, y más roja que la grana, miró las manos de él tomando las suyas.

―Me recuerdas al mono aullador rojo. —Acarició los largos dedos, los delicados nudillos, la sombra que había dejado la alianza alrededor del dedo anular—. Y no solo por el color, esas criaturitas del señor no dejan de hacer ruido.

Andrea hablaba mucho, él no estaba diciendo nada que no fuera verdad. Ella rio y después sollozó, volvió a reírse y de nuevo a sollozar.

Sus manos acogieron las de ella y las abrazaron transmitiéndole todo el calor de sus palmas.

―¿Te ríes o lloras? ―le preguntó Graziani mirándola y forzando en su boca una sonrisa bastante convincente.

Andrea no lo sabía... Estaba haciendo ambas cosas a la par: reír, llorar. La cortina acuosa en sus ojos le difuminó la imagen de Luca, de su cara, al tomarla por el mentón y redirigirle el semblante para que pudieran mirarse.

Graziani unió sus manos encima de la cara de la mujer y con las palmas secó la cara de Andrea. Sus huellas dactilares, sus dedos, sus palmas se llevaron todas las lágrimas.

―Mucho mejor... ―murmuró mirándola—. Ahora, solo falta que sonrías. ―No le permitió bajar la cabeza y volver a sumirse en la melancolía. Luca asintió alzando la voz para dejar atrás los murmullos―. Hazlo por mí, tesoro; sonríe para mí.

Y ella, ella sonrió con nuevas lágrimas perlándole las pestañas inferiores. Andrea cerró los parpados con el beso de él en su frente, sobre el tercer ojo.

―¿Me vas a buscar la ropa? ―pidió admirando ahora el plateado claro en los iris de Graziani.

―¿La que yo quiera?

Si era así iba a traerle lo más recatado y tapado de todo lo que encontrara en el armario. Luca se enderezó hasta ponerse completamente en pie y ante el «Sí» de ella la dejó en el baño para ir en busca de la ropa. Una vez en el dormitorio, descolgó del armario un vestido largo de color azul y alguna que otra flor blanca. La prenda se cerraba al cuello con dos finos tirantes. Él no tenía claro si iba con sujetador o no y, mucho menos, qué zapatos a conjunto iba a ponerse.

Andrea llegó al rescate, cogió el vestido que él tenía y se lo agradeció con un beso en la mejilla. De un cajón sacó la ropa interior, incluido el sujetador sin tirantes y un nuevo par de medias. Sacó de la correspondiente caja la pareja de zapatos de cuña; hoy iba a ser otro de esos días bien llamados ottobrate romane, aunque necesitaría una chaqueta.

Graziani la contempló moverse igual que el día anterior, cuando él se quedó en la cama y desde allí, a través de la puerta del baño abierta, pudo verla maquillarse. Le pareció perfecto, y con perfecto quería decir que era una de esas cosas de la vida que él consideraba como un momento inolvidable, un momento marcado en su retina, enterrado en lo profundo de su cerebro.

―No te entretengas, tesoro ―le dijo a sabiendas de que aquello era pedirle demasiado.

La dejó en el dormitorio y él se metió en la cocina.

Se vistió, no le daba tiempo a maquillarse; no obstante, sí se puso un poco de corrector en las ojeras y crema hidratante en la cara, por lo menos que estuviera un poco presentable. Con los pies descalzos, el bolso colgando de un hombro y los zapatos en una mano, llegó al recibidor. Dejó en el suelo las cuñas, colgó el bolso y se encaminó a la cocina, donde se lavó las manos y desayunaron.

Donatello dormía al sol tras haberse pasado un largo rato jugando con Bruto, que ahora seguía el rastro de algo peludo y pequeño, posiblemente una liebre, aunque al oír abrirse la puerta principal de la casona corrió hacia ella...

Por esta salió Andrea que llevaba la parka puesta encima del azulado vestido. Con el bolso colgando y las llaves del coche en la mano saludó al señor Prieto. Acarició la cabeza del perro y le dio dos golpecitos en el lomo, el animal brincó animadamente a su alrededor como la liebre a la que le había estado siguiendo el rastro. Ella sonrió bajando las escaleras hacia el coche, lo abrió y dejó la parka y el bolso en los asientos traseros.

Luca se encontró de frente con Prieto, cerró la puerta tras de sí y no conectó la alarma. Puesto que el señor Prieto sabía que se marchaban al día siguiente, venía a informarle de los últimos papeles que él debía firmar. Graziani miró en dirección al coche, Andrea acababa de sentarse en el asiento del copiloto y Bruto ladraba implorándole alguna que otra caricia más. Negó no dejando continuar a Prieto; de hecho, a partir de la segunda frase había dejado de escucharle. Quedó con él que cuando volviera miraría y firmaría lo que fuera, pero ahora tenía prisa.

Ella cruzó por su pecho el cinturón de seguridad y, cuidando de no pisarse la falda, esperó a que Graziani llegara.

―Mi madre pasará a recogerme al aeropuerto ―carraspeó cuando Luca se metió en el coche, se puso el cinturón y encendió el motor.

―¿La has llamado?

Luca no la había visto «pegada» al teléfono. Sus ojos, escondidos por la oscuridad de los cristales de las gafas de sol, la miraron de soslayo conforme su pie presionaba el acelerador.

―No, le he pasado un mensaje de texto. ―Si hablaba con ella, solo era para que su madre le reprochara por esto, por lo otro y lo de más allá, así que Andrea había optado por comunicarse con ella, todos los días, pero solo a través de mensaje de texto y al teléfono de Grant. «Mamá, estoy bien; mamá, buenas noches; mamá, mi vida sexual no es asunto tuyo; mamá, tranquila, no vas a ser abuela de un nieto ilegitimo»—. Es suficiente.

Tan suficiente como que la había bloqueado en Whatsapp.

―Con lo que a ti te gusta hablar...

―Es más que suficiente, ya hablaré con ella cuando la tenga delante.

―Vale ―soltó él ante el ataque directo. No quería hablar del tema, pues no hablarían―. No he dicho nada, tranquila, fiera.

Andrea se pellizcó el puente del entrecejo, cerró los ojos.

―Perdona es que... mi madre es peculiar y no está acostumbrada a que no hable con ella tres horas todos los días.

El ambientador del coche olía apetecible, era como... Ella retiró la mano, abrió los ojos y se dio cuenta, por primera vez, de que el ambientador en formato tarjeta con aroma a Juicy Peach de Yankee Candle colgaba del retrovisor, sobre sus cabezas.

―Lo compré en un Duty Free ―explicó Graziani pendiente de la carretera al abandonar el camino de tierra—. Aquí no hay todavía franquicia de Yankee Candle, pero, tranquila, llegará.

―Ouuu ―pronunció aquel sonidito de manera divertida—. Para tu cumpleaños te regalaré una caja de la gama de Man candles. —Andrea sabía que el dieciocho de noviembre Luca cumplía años, cuarenta y uno exactamente, y él era de esa clase de hombre a los que... una no sabía qué regalar. ¡Hasta ahora!―. Aroma a First down, Man town, On tap, Mmm bacon. —Ella era fanática de Yankee Candle, así que conocía muy bien numerosos nombres de los variopintos olores.

―¿No puedes regalarme una corbata?

Graziani se rio sin mirarla.

―Con mi sueldo no puedo comprarte la corbata que a ti te gustaría. ―Quería decir con el sueldo de la zapatería, pues ella no había tenido otro tipo de trabajo hasta entonces—. Y se la darías a la parroquia, así que para eso no me gasto el dinero.

―Hay corbatas de seda asequibles a tu bolsillo

Continuó riéndose por lo exagerada que era ella.

―Claro, y no como carne en todo el mes.

―¿Cómo puedes ser tan intensa?

«De aquí a Lo que el viento se llevó». Se mofó él esta vez mirándola, pero de refilón; en menos de cinco minutos llegarían al restaurante.

―Eres muy italiano, ¿qué quieres que haga?

―¿Y tú qué? ―acusó él, pues Luca sí era romano al cien por cien; pero ella era mitad y mitad, aunque ahora que lo pensaba no sabía si el padre de Andrea era napolitano, siciliano o puede que también romano.

―Yo lo soy medio y para comprarme estos zapatos estuve ahorrando tres meses.

«Lapesadadesiempre» casi montó en cólera cuando Andrea le enseñó las preciosas cuñas de Louboutin, que le habían costado la mitad de su precio original al comprarlas en eBay.

―Pues bombones y un ramo de rosas ―resolvió Graziani de forma jocosa.

Andrea cayó en que... no iba a haber regalos de cumpleaños. Dos días después al bajar del avión serían dos desconocidos o muy poco conocidos. Unió las manos en su regazo y miró el letrero del restaurante.

―¿Qué harás tú después de aterrizar?

―Tengo un par de cosas importantes que hacer en Washington, así que aprovecharé ―mintió Luca, esperaría al próximo vuelo hacia Las Vegas y eso sería todo.

Ella aguardó a que Graziani aparcara, desenganchó el anclaje del cinturón de seguridad y abrió la puerta. Dio la vuelta al coche para sacar la parka y el bolso.

―¡Eh! ―la llamó Luca saliendo del vehículo. Se colocó ante ella y le cogió la parka, pasándosela él mismo por encima de los hombros. Cuando Andrea hizo ademán de echar a andar, la tomó por los antebrazos―. Espera, espera.

Andrea no quería ponerse a llorar otra vez y, mirando sus pies cubiertos por el vuelo de su falda, bajó la cabeza para escuchar lo que Graziani tuviera que decirle.

―Cuando sea la hora de salir te paso a buscar.

Presionó los femeninos antebrazos, pero no para dañarlos, sino para remarcar lo dicho.

―Como siempre ―masculló Andrea izando la cabeza. Lo miró, aunque no podía verle los ojos a causa de las oscuras gafas de sol.

―Sí, como siempre. ―«Como siempre hasta hoy», pensó tomándola por las mejillas, acariciando lo alto de los pómulos con los pulgares. Antes de que él se lo dijera, Andrea se forzó a sonreír―. Buena chica ―susurró Luca besándola.

Ella encaramó las manos sobre las de él cuando el beso consumió todo el oxígeno de sus pulmones.

―Hasta luego entonces.

Andrea le dio la espalda y, sujetándose el bolso al hombro y descolgándose la parka para llevarla en la mano, entró en el restaurante. Una vez en el vestuario, se puso el uniforme y se cubrió el pelo con el pañuelo. Saludó al entrar en cocinas y oyó un grito...

Andrea! ―voceó la nonna Giuliana—. No! ―exclamó al responderle uno de los pinches que se llamaba Andreas, este no se había percatado de que Giuliana no había pronunciado la s―. Bloom! ―dijo al fin con las manos en alto y agitándolas como para indicarle el camino a la susodicha.

Buongiorno, nonna ―saludó Andrea besándole una mejilla.

La mano arrugada y anciana se alzó para acariciarle un lado del semblante. Giuliana no le dijo nada y lo dijo todo, se ponían a trabajar ya mismo. Los ingredientes dispuestos sobre la mesa esperaban a que ellas hicieran magia.

Farina111 ―pronunció Andrea cuando Giuliana señaló un cuenco que volcó encima de la tabla de trabajo—. Burro112―dijo a continuación cuando la mujer indicó la mantequilla reblandecida, que mezcló con la harina y una pizca de sal obteniendo un engrudo harinoso.

La nonna incorporó azúcar blanco y cuatro yemas de huevo...

Rossi d’uovo113? ―preguntó Andrea.

Por un lado, le pareció que solo eran las yemas y, por el otro, no tenía muy claro si lo estaba diciendo correctamente.

Giuliana asintió, solo las yemas de esos cuatro huevos y, sí, lo había dicho bien. Con las gafas colgándole del pecho y las manos sumergidas en la mezcla, le indicó a Andrea que añadiera la esencia de vainilla. Amasó un par de segundos y le cedió el sitio para que terminara ella de amalgamar la masa.

Adesso la pasta frolla deve riposare in frigo per un’oretta114 ―vocalizó pausadamente a la vez que introducía la bola de masa en un cuenco que tapó con papel film.

Su oído se había afinado y podía decir que entendía el cuarenta por ciento de lo que se le decía, siempre y cuando no fuera en carrerilla o muy enrevesado. Andrea metió el cuenco en la cámara frigorífica y, al volver junto a la nonna, esta la largó a hacer otras cosas mientras la pasta frolla se enfriaba. Peló patatas, picó cebolla y también escaldó tomates para luego poder elaborar las salsas. Luca le había dejado claro que si quería dedicarse a la cocina profesionalmente iba a empezar desde abajo y eso que ella ya estaba graduada, aunque Andrea se había fijado en que incluso Graziani hacía ciertos trabajos de pinche al meterse en la cocina, cosa que ella no había visto hacer en otro sitio; de hecho, el pinche tenía sus quehaceres; las diferentes partidas de chefs, las suyas, y cada una correspondiente a su cargo. Y ella, ella se suponía que estaba ahí como cocinero ayudante. Y, entonces, ¿la nonna?

Giuliana daba una vuelta por la cocina, metía la cuchara en las ollas, probaba y aleccionaba si algo no estaba como debía. Comprobaba el corte de las verduras, el de la carne y le miraba los ojos al pescado.

―Chef... ―susurró Andrea con una medio sonrisa y haciendo que estaba centrada esta vez en despiezar una gallina.

Otra de las cosas curiosas que había descubierto en el Bellezza era que el matadero servía las aves sin desplumar y, por tanto, sin eviscerar; las liebres y los conejos, más de lo mismo. Incluso un día, al entrar en la cámara de congelación, se topó con cuatro cabezas de jabalí mirándola.

La nonna sacó de la nevera la masa y volvió a la mesa de trabajo, se puso las gafas y con un dedo llamó a Andrea.

Piano infarinato115 ―mandó cuando destapó la pasta frolla y dividió en dos mitades, una bastante más grande que la otra. Colocó la primera mitad encima de la superficie emblanquecida por la harina y le señaló a continuación―: Stendete con il matterello116.

Andrea hizo lo que se le mandó, enharinó la mesa y extendió la masa del grosor que la nonna Giuliana le indicó. Siguió con la mirada a la mujer, que fue a por un molde y un bote de lo que a ella le pareció confitura de cerezas.

Giuliana se hizo ayudar por Stella, a la que llamó, como siempre, a voz en grito. Ambas llegaron a la mesa. Ella con el molde y la confitura y Stella con un bol de cerezas frescas, limpias y deshuesadas, y también un cuenco con queso ricotta endulzado con azúcar blanquilla y unas semillas de vainilla. La nonna no tuvo que decirle nada más a Andrea, le dio el molde y ella lo forró con la pasta frolla.

Un velo di confettura sul fondo117. ―La confitura únicamente era para saborizar un tanto más la masa, lo realmente importante era el relleno—. Ciliegie118.

Y como sabía que esa palabra le era nueva a Andrea, le entregó el cuenco de cerezas y la ayudó a repartirlas por encima de la confitura. Como último paso del relleno, añadió la crema de ricotta.

Andrea no pudo evitar reírse pues mientras extendía la crema con ayuda de la espátula, Stella metió el dedo y se llevó una señora cantidad de ricotta haciendo que la nonna la echara con paños calientes.

Chi non fa, non falla119 ―suspiró Giuliana volviendo la vista a Andrea después de regañar a Stella—. Livellate bene120 ―advirtió quitándole la espátula para repasar ella el nivel de la crema. Se limpió las manos en el paño que colgaba del delantal de Andrea, y con lo que quedaba de masa cortó tiras para hacer un bonito enrejado.

Los oscuros ojos de Andrea prestaron atención al movimiento de las manos que disponían las tiras de masa encima de la crema de ricotta. El oro del anillo matrimonial que Giuliana lucía le dañó la vista, obligándola a mirar su mano diestra, obligándola a mirar la sombra que había dejado su propio anillo, desterrado ahora en el cajón de la mesita de noche.

Sfornatela, lasciatela raffreddare e spolverizzatela con lo zucchero a velo121.

La nonna se llevó la crostata al horno y, al volver junto a Andrea, se sacó del bolsillo de su delantal un papel doblado en cuatro y se lo tendió.

Con la curiosidad picándole en la nariz, Andrea cogió el papel, lo desdobló y leyó las tres primeras líneas. Estaban en inglés. Leyó dos líneas más y descubrió que era la receta que acababan de elaborar. En primer lugar, Andrea sabía que aquella receta no salía de un libro de cocina y, por tanto, que le había sido entregado algo con mucha historia. En segundo lugar, alguien que hablara inglés debía de haberla traducido. «Luca». Y en tercer y último lugar, Andrea sabía que la nonna no le daría a cualquiera una receta «o tan siquiera un café... ».

Giuliana quería a Andrea a pesar de ser esta protestante, y eso era mucho decir... Le había cogido tal cariño que se le iba a hacer muy raro no tenerla en la cocina, no reprenderla cada vez que hacía algo mal y enseñarle a hacerlo correctamente o llamarle la atención al igual que a Stella, porque ambas se entretenían parloteando en vez de trabajar. Levantó el brazo y dejó que Andrea se acurrucara en su pecho, bajó el ala y acarició el femenino antebrazo.

Non piangere122... susurró con aquel tono propio de abuela.

Andrea parecía una plañidera. Se había levantado llorando y tenía el presentimiento de que se iría a dormir también llorando. Cruzó un brazo por detrás de las caderas de la nonna Giuliana y el otro por delante y se quedó ahí un rato, con los ojos cerrados y llorando a moco tendido.

La nonna la meció contra sí y, a base de golpecitos amorosos en el antebrazo, logró que el llanto fuera menguando hasta transformarse en largos suspiros.

Adesso vediamo se riesco a farti sorridere123 ―dijo Giuliana haciendo que Andrea se pusiera derecha.

Le cogió las orejas bajo cuatro de sus dedos y tiró suave y graciosamente de ellas haciendo que se medio riera.

Ella, animada por la nonna, volvió al trabajo y en nada se le echó encima la hora de comer. Luca no apareció en la cocina para unirse al almuerzo. Andrea comió junto a Stella, Tiziano, la nonna y el resto del grupo que había entrado en el restaurante para el primer turno. Alargó el tiempo entre bocado y bocado para no tener que irse; no obstante, no podía pasarse la tarde así... El momento de las despedidas fue bastante frío, como si nadie tuviera tiempo para pararse y decirle adiós. Las ganas de llorar aumentaron en Andrea al salir de la cocina. Se metió en el vestuario con el pensamiento de que, a pesar de que todos en aquel lugar habían hecho mella en ella, ella no parecía haber logrado lo mismo en los demás. Se vistió apenada.

―Espera. —Graziani, ataviado con ropa de calle, la estaba esperando a la salida de los vestuarios. Le cogió el bolso y le tomó una mano, tirando para que lo siguiera—. Tienes que acompañarme un segundo, luego nos vamos.

―Gracias, me ha hecho mucha ilusión ―titubeó Andrea dando saltitos en las cuñas para acompañar el rápido paso de Luca.

―¿Ilusión? ―Viró la rasurada cabeza hacia ella—. ¿El qué?―le preguntó enarcando las cejas.

―La receta, claro ―respondió Andrea parándose, pues él se había detenido.

―¿La receta? ―Graziani no tenía la menor idea de lo que Andrea le estaba diciendo―. ¿Qué receta?

Andrea le pidió el bolso, lo abrió y del bolsillo, en el que guardaba el teléfono también, sacó el papelito al que hacía referencia.

―De esta receta ―masculló mirándolo.

―Esta es la receta de mi familia de la crostata di ricotta alle ciliege124. —Para él aquella receta era como la de la sopa de pollo de los judíos, penicilina pura, el remedio para todos los males, sobre todo los del corazón—. ¿Te la ha dado la nonna? ―Y se dio un puñetazo mental tras la pregunta, pues era del todo estúpida, solo la nonna podía habérsela dado.

―Sí, tú la has traducido, ¿no?

―No ―soltó Luca doblando el papelito y guardándolo en el mismo sitio en el que estaba anteriormente. Desoyendo las preguntas de Andrea, la empujó con la mano y la metió en la cocina—. Tendrás que despedirte como Dios manda.

Todos, todo el mundo había hecho un parón, incluyendo los chicos que fregaban los platos. No, todos no, la nonna Giuliana no estaba. El personal alineado aplaudió, aplaudió con tal intensidad que el suelo bajo sus pies vibró.

Ahora Andrea entendía por qué nadie se había despedido realmente y ella, ella ya estaba llorando otra vez. Echó un segundo la mirada hacia atrás para observar a Luca y, en aquellos ojos que siempre semejaban fríos y metálicos, vio un destello de orgullo. Las mariposas revolotearon en su estómago y aletearon con mucha fuerza para llegarle a la garganta. Los brazos de Stella se le vinieron encima para abrazarla y Andrea dejó de mirar a Graziani para responder al cálido estrechamiento. Sí, era cierto que los últimos días la nonna Giuliana les había llamado la atención en más de una ocasión, pues ahora que Andrea le había pillado la confianza a chapurretear el italiano no perdía el tiempo. «Falta Kendall para formar el trío fantástico».

―Señorita Bloom ―llamó Andreas aproximándose. Juntó las manos y carraspeó antes de decir―: Lamento haber tratado tan poco con usted y lo que he tratado, en fin, no he sido del todo amable.

―No, la verdad es que no, pero... ―Andrea agitó la cabeza de un lado al otro. Stella dejó de abrazarla, aunque se quedó a su lado―. Agua pasada, no se preocupe. ―Ella no era una persona rencorosa. «¡Pelillos a la mar!». Y además había hecho que este le consiguiera un coche para luego no utilizarlo.

―Espero que la traducción sea la idónea ―dijo Andreas sonriendo. Y sonreía de verdad, sin edulcorantes u otro tipo de aditivo.

―¿La ha hecho usted? ―Claro, si no había sido Luca, tenía que haber sido Andreas. Ella asintió ante la obviedad―. Gracias. ―Entrecerró los ojos irritados por las lágrimas―. Lo de usted me hace sentir mayor.

―Sí, disculpa, a fin de cuentas nos llamamos igual salvo por una s final y... ―O lo decía ahora o se iba a la tumba con ello. Andreas intercaló la mirada entre la mujer y su hermano, que estaba detrás―. Luca se ha enamorado dos veces en la vida...

―Andreas ―gruñó Luca mandándolo callar.

―Y sé que han sido dos veces porque, a pesar de matarnos de vez en cuando, nos queremos. Y eso que Luca es un tipo poco agraciado. ―Andreas se rio esta vez mirando únicamente a la mujer que se encontraba ante él―. Con esto quiero decir que Luca no puede haberse enamorado de alguien que no merezca la pena admirar.

Andrea se quedó muda, no supo cómo reaccionar a las palabras de Andreas. Más cuando la nonna apareció en la cocina con una caja para tartas, esta posicionó su mano sobre uno de los hombros de Andrea y le dio la caja.

―Es verdad. Grazie ―gimoteó Andrea, volviéndose hacia la mujer para coger la caja y abrazarse a la ancha complexión.

Non piangere ―chistó Giuliana elevando la cabeza de Andrea, con dos dedos le levantó el mentón y le indicó que se pusiera derecha—. Dio ti protegga125―masculló conteniéndose las lágrimas al tiempo que Andrea se separaba y caminaba hacia la puerta.

Luca le echó una miradita de las suyas a Andreas, de las de «yahablaremostúyyoytevasaenterartíolisto», y le abrió la puerta a Andrea para que pudiera salir.

Ambos salieron del Bellezza y subieron al coche. Andrea iba con la crostata encima del regazo y la vista puesta en el camino de tierra. No hablaron, no hubo el murmullo de la radio, únicamente el sonido del motor del coche acompañado por sus propias respiraciones. Él estuvo tentado de hablar pero no lo hizo, prefirió el silencio. Llegaron a la casona, aparcó y al ir a colocar su mano sobre la de ella, antes de que Andrea saliera del coche, el señor Prieto le llamó al tiempo que se acercaba al vehículo. Junto a él, Bruto, que se dirigía a toda prisa hacia la puerta del copiloto para recibir a la mujer. Se miraron, ella pidiéndole que no bajara, que se quedaran, juntos, pero en el coche; sin embargo, asintió ante el susurro de «No tardaré» sin llegar a creerle. En cuestiones de trabajo, Graziani no escatimaba ni un solo segundo.

Andrea se quitó el cinturón, abrió la puerta y saludó a Bruto.

―Hola, chico.

Bajó del coche con la tarta en una mano y con la otra acarició la cabeza del perro. Se las arregló para recoger la parka y el bolso, y saludó al señor Prieto antes de encaminarse a las escaleras.

―No está puesta la alarma.

No le dijo nada de las llaves, pues sabía que Andrea llevaba un juego. Luca miró al señor Prieto avanzando por el camino que conducía a la bodega y él, él se quedó mirando a Andrea. Le parecía preciosa, el viento un tanto fresco que se había levantado hacia unas horas agitaba la falda del largo vestido, su cabello parecía azulado a la luz de media tarde y la blancura de la piel batallaba con el amarillo y el naranja de los rayos solares. A causa del sudor y las lágrimas, el corrector de ojeras había dejado de hacer su función y unos cercos grisáceos pesaban bajo los femeninos ojos. Aun así, ella le parecía preciosa.

Signore126 Graziani? ―Prieto frenó sus pasos, miró hacia atrás e insistió―. Signore Graziani!

Andrea, tras abrir la puerta, se percató de que Luca la estaba mirando. Dejó las llaves puestas en la cerradura y elevó una mano para retirarse los mechones de pelo que iban a entrometerse delante de su cara. El amor le sabía tan dulce en la boca, tan pleno y exquisito que le desconcertaba la sapidez amarga que ahora experimentaba en su paladar, ese sabor no era otro que el del dolor, el dolor que le estaba causando la todavía no distancia.

Ella era como una pompa de jabón, cristalina con reflejos de mil colores, hermosa en forma y ligereza, pero tan rápido pululaba a su alrededor como se la iba a llevar el viento. Graziani bajó la cabeza, dejó de mirarla, sus pies se movieron y siguieron a los de Prieto.

Andrea entró en la casona, colgó el bolso y la parka en el perchero y se quitó los zapatos, los cuales tomó en la mano libre. Una vez en la cocina, colocó la tarta encima de la isla de mármol y caminó al dormitorio. Las sábanas aún revueltas, la ropa de ambos esparcida por el suelo... Casi podía oír sus respiraciones, el eco húmedo de sus sexos al acoplarse, el chasquido de las lenguas al paladearse. Necesitaba darse una ducha. Andrea dejó las cuñas en el suelo y encima de ellas el vestido, se quitó la ropa interior y fue a ducharse.

Luca firmó la documentación sin leerla. No era algo que acostumbrara a hacer, pero quería ir a la casona lo antes posible. Se despidió de los empleados y anduvo el camino de tierra hasta subir los escalones de la casona. Donattello dormía en el felpudo. Empujó la puerta, ya que Andrea la había dejado entrecerrada. El olor a café impregnaba el ambiente.

―Creo que lo he hecho bien ―masculló Andrea guardando el molinillo y tapando bien el bote de café.

La ducha no había mejorado su estado de ánimo, de hecho, incluso se sentía todavía más melancólica. Al salir de debajo del chorro de agua, no se había untado crema hidrante. Solo se había puesto la ropa: un vestido blanco de tirantes de corte bohemio y la ropa interior, que solo era un culotte. Tenía el pelo muy mojado y las ojeras más acentuadas.

Sentarse a mirar el reloj, ver las horas pasar hasta tener que ir al aeropuerto, puede que esa fuera una buena forma de ignorar lo que la vocecita en su cabeza le gritaba... Que la quería, la quería tanto que estaba hundido, tan hundido que no sabía cómo iba a salir del pozo. Graziani la siguió hasta la terraza. En la mesa, Andrea había dispuesto las tazas, dos platos, dos tenedores y la crostata espolvoreada con azúcar glas. Él se sentó sin irse a lavar las manos. Quería mirarla, no quería hacer otra cosa más que eso, mirarla hasta que ella se marchara. No le importaba no dormir, no descansar, no comer; le daba igual, él solo quería mirarla.

Andrea sirvió el oscuro brebaje y cortó dos pedazos de crostata, la masa crujió conforme ella le hincaba cuchillo.

―Lo único que sé, y no puedo asegurar que sea del todo cierto, es que... ―Tomó asiento y hundió el tenedor en su porción de tarta―. Mi padre, supuestamente, se llama o se llamaba Rodolfo y era de Montecompatri.

La combinación de la ricotta dulce con la mermelada y las cerezas... Ella no pudo evitar gemir. La crostata estaba perfectamente balanceada, la masa no quedaba harinosa y seca en la boca.

―De ser eso cierto, puede que tu sangre romana sea lo que te quiera arraigar a esta tierra.

Era la primera vez que Andrea le hablaba abiertamente de su padre, de hecho, en los vídeos pertenecientes a los castings de Supreme chef, ella había evitado dar más información aparte de que no había conocido a su padre y de que este era italiano. Luca sorbió un poco del café, no estaba mal, un poco suave para su gusto. Pero para ser la primera vez que Andrea lo preparaba podía darlo por bueno.

―No es mi sangre romana lo que quiere que me arraigue a esta tierra. ―Era él, Luca era el culpable de que estuviera tan tentada de ceder al deseo de quedarse aquí. El ambiente del restaurante, la forma de trabajar, la nonna, Stella. Todo contribuía a acrecentar ese deseo, aunque Graziani era el principal motivo por el cual Andrea se moría por quedarse—. Y sé que lo has dicho porque quieres que me ahorre el trago de decirte lo que siento y hacer esta situación llevadera, pero a mí me está resultando insoportable ―admitió con una sonrisa amarga y los ojos puestos en el tenedor con un nuevo pedazo de tarta—. Y es verdaderamente muy tierno por tu parte, quiero decir, sabiendo que eres el hombre con menos sensibilidad que conozco.

Luca tragó saliva y, lentamente, colocó encima de la mesa la pequeña taza de café a medio terminar.

―Andrea... ―pronunció mirándola y sin saber cómo seguir.

Si le decía lo que sentía, temía, y al mismo tiempo deseaba, que ella decidiera quedarse y con ello dejar su vida completamente atrás. Y si se callaba... Si se callaba aparte de miserable se sentía un completo cobarde.

―Déjalo, hablemos del café. ―Andrea interrumpió el silencio de este. Movió la cabeza en dirección a la taza de Graziani y le preguntó o, más bien, afirmó―: Está muy suave para ti, ¿no? ―Ella se puso en pie―. ¿Vuelvo a llamarte chef? ―logró balbucear antes de llevarse la mano a la boca para silenciar el sollozo—. Voy..., voy a preparar el equipaje ―masculló en un vago intento de sonar entera. Y sin esperar respuesta por su parte, salió de la terraza.

Graziani echó el asiento hacia atrás y se levantó.―Espera, espera un momento ―le pidió marchando tras ella y prendiéndola por un antebrazo. Los ojos encharcados de ella hicieron contacto con los suyos y él se perdió en ellos.