5

Hijo de la Anarquía

―¿Vienes a almorzar? ―le cuestionó Doherty al ver a Luca Graziani en el recibidor de su casa en lo alto del valle en San Bernardino—. La gente normal y con educación llama antes ―dijo encogiéndose contra la pared para que este entrara y dándole de paso un golpe con el casco en su prominente barriga.

―No, no vengo a almorzar ―espetó Luca caminando hacia uno de los comedores en la opulenta mansión de Doherty—. Siéntate y llama a Marvin.

Retiró una silla, dejó el casco sobre la mesa y colgó la chaqueta. Una vez sentado, le tendió su iPhone.

―Tranquila, yo me ocupo ―susurró Doherty a la señora Núñez. La mujer de servicio iba a abrir la puerta, pero al él ver a Luca llamando a través de la cámara de seguridad decidió recibirlo personalmente—. ¿Has venido en moto desde Las Vegas? ―interrogó entrando en el comedor y frotándose la adolorida panza—. ¿Por qué no has cogido un avión?

―Haz lo que te digo, llama a Marvin ―insistió Luca sediento, pues tras la multa no había parado a descansar ni un minuto. «¿No se supone que hay que descansar cada dos horas?»―. Llama ―repitió cuando Doherty le cogió el teléfono.

No tenía que buscar en la agenda, el número ya estaba en pantalla.

―¿Quieres fettuccini? ―ofreció Doherty mientras la señora Núñez trasladaba la batería de copas, cubiertos y platos del pequeño comedor a ese―. Iremos un poco justos de pasta, pero...

―¡No, no quiero fettucini! ―gritó Graziani, haciendo que la pobre mujer perdiera las servilletas. Recogió del suelo una de las blancas piezas remachadas con puntillas blancas y se la alcanzó para volver a gritar a Doherty―: ¡Llama de una puta vez!

―Ya puede ser urgente... Menudo humor ―bisbiseó él pegando el teléfono a su oreja. Doherty se sentó y deslizó la servilleta sobre su regazo—. Marvin, Luca ha aparecido en casa y...

Graziani se levantó de la silla, se estiró por encima de la mesa y le quitó a Doherty el teléfono poniéndolo en manos libres.

―Teníais toda la razón del mundo; es buena, tanto como para que yo me moje el culo y hable con François de la Croix ―confesó sin respirar hasta haber acabado la frase.

―¿Me llamáis para decirme eso? ―cuestionó Marvin con un ojo abierto y el otro cerrado. Sus vacaciones en Suiza estaban siendo tempestivamente interrumpidas. Esas no eran horas para hablar, se lamentó con la cabeza sobre una almohada de plumón. Miró la hora en la pantalla del teléfono y resopló―: ¿Y ya está? ¿Puedo seguir durmiendo?

El brazo de Judy circundaba sus caderas y su respiración le calentaba un omóplato.

―Tengo que irme a Roma mañana ―explicó Luca dejando el teléfono en la mesa y sentándose. Se llevó las manos a la calva—. Parte del trato era que a quien le tocara supervisara a Andrea y la evaluara durante el transcurso de un mes y yo no voy a poder seguir haciéndolo. ―Y eso lo consolaba, lo tranquilizaba. Ya no tendría que tomar distancia, ya no tendría que refugiarse en su despacho helado—. Llamaré a François de la Croix de todas formas, esta misma tarde.

―¿No tienes dos restaurantes en Roma? ―bostezó Marvin, cerrando los ojos y girándose sobre el otro lado del reconfortante colchón. Colocó a la dormida Judy en una posición cómoda para él y una vez más bostezó.

―Sí ―dijo Graziani entre sorbo y sorbo del tinto que Doherty acababa de servirle.

La señora Núñez tenía la mesa dispuesta y se acercaba con la pasta.

―¿No puedes llevártela? ―interrogó Marvin frotándose los pies bajo las sábanas—. Entiendo que te marchas a la cosecha como cada año por estas fechas. Deja a la señorita Bloom en uno de tus restaurantes y algún momento sacarás para visitarla—. Nena, estoy intentando hablar por teléfono ―repuso a Judy, ahora no tan dormida y tratando de quitarle el iPhone para que colgara.

―¡¿Y dónde coño quieres que la aloje?!

No, no, ni hablar. Eso cambiaba por completo su plan de «no más empalmes incontrolables». Luca negó como si Marvin le estuviera viendo en videoconferencia.

―Has conseguido que una de tus empleadas te alquilara una habitación para Andrea. ―Doherty, que en ese momento enrollaba unos fettuccini en el tenedor ayudándose de la cuchara, levantó la vista del plato―. ¿No puedes lograr algo parecido en Roma?

―Este no era el trato ―condenó Luca golpeando la mesa con las manos.

Doherty le sirvió la pasta en el plato correspondiente, la espolvoreó con el parmesano y el basilico21 finamente picado que se encontraba en el plato auxiliar y movió las manos invitándolo a comer. «Como bien decía mi madre... “Quédate con quien se preocupe de si ya comiste”».

―¿Se está rajando, señor Graziani? ―se mofó Marvin como venganza. Estaba de vacaciones y las vacaciones estaban para descansar, no para que «los malos amigos» le despertaran a uno en mitad de la madrugada inventándose excusas absurdas para no cumplir con los tratos—. Mire que de ser así quedaría en entredicho su hombría.

Sonrió mirando a Judy que, de cara a él, seguía con un ojo abierto y el otro cerrado.

Luca estaba acorralado, atrapado, encelado, obsesionado, «agilipollado» y se había quedado sin sinónimos. Colgó y miró a Doherty comiendo la pasta como si todo fuera fantástico y maravilloso.

Hai fatto una cazzata22... ―dijo sabiendo que él no entendería nada.

En el Io sono, Andrea capeaba el temporal. Jacks había caído enfermo de varicela, la cual le había pasado su hija de seis años; Todd, que era el sous chef, no controlaba para nada la cocina, y el resto del personal simplemente iba de culo. Unos platos salían con retraso, otros esperaban enfriándose y hasta se repetían comandas.

―Los señores de la diez se marchan ―exhaló Clint entrando en la cocina.

Kendall y otros dos camareros esperaban los platos apoyados contra la pared que conectaba el pasillo hacia el comedor.

―¿Se marchan? ¡Un momento, un momento! ―Andrea se detuvo camino a la pasarela con un plato de risotto alla zucca23 servido de la manera tradicional, en las manos. Aspirando el aroma de la calabaza preguntó―: ¿Qué era lo que querían los de la diez?

Todd ojeó todos los tickets colgados en la barra por encima de la pasarela y alzó las manos al aire sin encontrar la comanda.

―Yo... yo... ―tartamudeó sudando profusamente―. ¡No lo sé!

―¡Se acabó! ―Andrea dejó el risotto en la pasarela e hizo que se lo llevaran al comedor. Apartando a un lado a Todd, revisó las comandas—. Déjame ver. ―Encontró el ticket y lo descolgó. Miró a Clint, el camarero, y sin pensarlo cogió el timón―. Vaya a comprobar si realmente se han marchado, de no ser así dígales que lo suyo marcha en siete minutos exactos. ―Antes de que este se fuera, añadió alzando algo la voz―: ¡Y que de todas, todas no pagarán el almuerzo!

Kendall recogió los dos platos ya listos y empujó la puerta con un hombro sin quitarle el ojo a Andrea.

―Marcelo y Bini, siete minutos exactos ―apuntó Andrea pinchando en el tablón las comandas que ya habían salido. Se giró sobre sus Crocs y mirando a los susodichos cantó—: Un vitello tonnato y un carpaccio di gamberi24.

―Señorita Bloom, todavía son clientes ―anunció Clint de vuelta a la cocina y recuperando el color en las mejillas, ya que nunca se había visto en una situación tan vergonzosa—. Se quedan.

―Bien ―susurró Andrea regalándole una de sus limitadas sonrisas—. Preparad unos arancini y unos panzerotti para dos ―ordenó al grupo que se encargaba de preparar los antipasto―. Los enviaremos también a esa mesa.

―El señor Graziani me va a despedir... ―lamentó Todd, recolectando el sudor de su frente con el delantal―. Y no volveré a encontrar trabajo porque él se encargara de ello ―plañó al lado de Andrea, que casi tenía en completo orden la cocina—. La sangre italiana. ¡La mafia! ―dramatizó empezando a abanicarse.

―Sí, sí, el padrone25 hará desaparecer tu cuerpo en una balsa de ácido ―se burló Andrea, sujetando la última y atrasada comanda en una mano y con la otra dándole un apretón en el hombro a Todd.

―¡Dicen que hay muchos enterrados por ahí en el desierto!

Marcelo dispuso en el plato y con suma delicadeza las láminas de gamba. Apretando meticuloso el biberón, goteó pequeñas esferas de una emulsión de cítricos y aceite de oliva y coronó el plato con brotes de berro.

―¿Muchos qué? ―preguntó Todd inmóvil al lado de Andrea.

―¡Enemigos de la mafia, hombre! ―exclamó Marcelo colocando el plato en la pasarela para que pudieran llevarlo al comedor—. ¿No sabíais que hasta Sinatra estaba compinchado con ellos? ―interpeló a Todd al pasar a su lado.

―¡Sí, sí, Las Vegas era el paraíso de la Cosa Nostra! Nada de Chicago ―dictaminó Bini, entregando su plato dos minutos más tarde que Marcelo.

Entre ambos hicieron un recuento en menos de seis minutos.

―¡Tiene razón Bini! ―falló Declean en la sección de antipasto—. Yo vi un capítulo de Ghost adventures en el que contactaban con el espíritu de un asesinado por la mafia ―juró metiendo las pelotitas de arancinis en el aceite.

―¿Y su espíritu junto al de Elvis estaban en el Sands Hotel and Casino?

Rio Marcelo hundiendo el cazo en la olla de minestra maritata.

―¡Muy gracioso! ―protestó Declan escurriendo el aceite de los arancinis.

Volcó en el plato el pesto genovese, menos espeso de lo normal, casi convertido en una salsa ligera, y al lado derramó con cuidado el pesto rosso, también menos espeso de lo normal. Las salsas no llegaron a juntarse en el plato, sino que quedaron como dos coloridas balsas en las cuales Declan dispuso estratégicamente las pelotitas de arroz.

―Es que dices unas tonterías... ―sentenció Marcelo sirviendo la sopa en dos tazones altos y profundos. El rico aroma de la carne y las verduras levantaría a un muerto de su tumba.

―¿Las psicofonías son una tontería? ―inquirió Declan con voz de pito.

Los arancinis acababan de salir al comedor y ahora estaba sacando de la tostadora industrial las rebanadas de pan para las bruschettas.

―¡Ese programa es una tontería! ―resolvió Arno alzando la voz, pues se encontraba en la amplia sección de postres donde preparaban babàs, zuppa inglese, el famoso tiramisú, delicadas fruttas martoranas y panna cotta.

Andrea dirigiendo «el barco» y habiendo resuelto toda la locura que se había formado, llamó al orden―: ¡Vamos, no os distraigáis!

Organizó las nuevas comandas mientras Todd se marchaba al vestuario, delegándole toda la responsabilidad. El servicio finalizó sin haber perdido clientes y sin que nadie pidiera la virginal hoja de reclamaciones.

Luca se había marchado de Las Vegas con el amanecer y regresaba a la alocada ciudad a media tarde. Las gafas protegían sus ojos del deslumbrante astro rey. Las manos enguantadas en el manillar, la chaqueta de cuero y los tejanos le proporcionaban más comodidad de lo que lo hacia su habitual atuendo, compuesto de los más finos trajes y los más lustrosos zapatos. Un doctor Jekyll and mister Hyde. Aparcó la Harley, bajó de ella y se quitó el casco, mirando la puerta trasera de acceso al edificio y dejándose las gafas de sol como si estas pudieran protegerle de la visión de... «estúpido».

―¡Señor Graziani! ―llamó Toulouse nada más entrar este en el local—. De no ser por la señorita Bloom hubiésemos tenido un gran problema ―dijo casi sin tartamudear―, varios diría yo.

―Ahora no ―espetó sin escucharle. Luca golpeó una de las puertas de la cocina para abrirla. Vio a casi todo el mundo ahí reunido, en corrillo—. ¡Bloom, a mi despacho! ―gritó.

Bajó la cremallera de su chaqueta y echó a andar, el retumbar de sus botas en el parqué ahogaba cualquier otro sonido.

Toulouse miró a Graziani, levantó un brazo y enderezó un dedo pidiendo permiso para hablar, pero no le fue concedido. Es más, Luca ni siquiera había percibido su gesto.

Después del servicio, todos incluido Todd se habían apiñado en la cocina para brindar con agua con gas. Esta tenía burbujas, pero no alcohol. La cuestión era celebrar que habían sobrevivido a lo que podría haber sido una catástrofe que se hubiera cobrado sus vidas de no haber reflotado la situación Andrea. Fear the reaper.26. pensaron todos al ver aparecer a Luca Graziani cual hijo de la Anarquía.

―Perdonadme ―se excusó Andrea.

Tomó aire y siguió a Graziani fuera de la cocina. Entró tras él en el despacho, cerró la puerta ante su gruñido y se quedó ahí de pie sin saber qué esperar. Él estaba enfadado, de haber podido ver su aura seguro que estaría más negra que el tizón.

―Vaya al apartamento y recoja sus cosas, mañana se marcha...

―¿Me está echando? ―boqueó Andrea, con las cervicales tensándose de tal manera que iban a partirse de un momento a otro—. ¡¿Qué he hecho de malo?! ―medio chilló mirándolo.

―¿Me permite acabar de hablar o va a seguir gritando como una histérica? ―escupió sacando un sobre del interior de su chaqueta, que colgó tras el respaldo del sillón, y se dejó caer en el mullido asiento. Apuntó al aire acondicionado con el mando y lo encendió, sin mirarla y sin quitarse las gafas―. Mañana necesitará su pasaporte, que entiendo lleva encima. Recoja todas sus cosas y despídase.

Le tendió el sobre esperando a que ella lo recogiese de entre sus dedos.

Andrea se aproximó y alargó el brazo. Con la mano herida, cogió el sobre, levantó la solapa y descubrió el billete a Roma.

―¿Por qué? ―preguntó sin entender nada de nada.

Igual que tampoco lograba entender qué le había visto a Graziani hacia unas horas. Seguía siendo el mismo «imbécilredomadodesiempre».

―Porque yo lo he decidido ―sentenció arrancándose las gafas de sol al tiempo que soltó como si estuviera echando al perro―: Mañana a las cinco pasaré por el apartamento a recogerla. A las cinco, en punto. Ni se le ocurra retrasarse. ―Era una amenaza. Luca agitó la mano, pero al oírla abrir la puerta para marcharse...―. ¿Todavía conserva los diez deditos, señorita Bloom?

―Claro, chef ―le contestó ella ladeándose para poder mirarle—. Tengo pensado autolesionarme solo cuando usted esté cerca. ―La pérdida de sangre, el vino, ¡todo eso la había confundido por unos segundos! Era imposible que se hubiera visto atraída por él, era completamente ridículo—. ¿Quién mejor que usted para ser mi enfermero? ―Andrea cerró la puerta e hizo algo de ruido, no fue un portazo, pero... por muy poco—. Gilipollas... ―susurró sujetando entre ambas manos el billete de avión.

Levantó la cabeza y vio a Kendall ante las puertas de la cocina haciéndole aspavientos.

Dentro del despacho, Luca convirtió una de sus manos en un puño y lo mordió. De no ser porque Andrea había cerrado, la hubiera... Con la otra mano, se desabotonó el pantalón y resolló apoyando la cabeza en el mueble. Miró al techo teniendo la sensación de que la dureza de su erección sería capaz de agujerearlo.

Toulouse llamó a la puerta al tiempo que Andrea avanzaba por el pasillo. Al no recibir respuesta por parte de Graziani, continuó llamando a la vez que giraba el pomo. Asomó la cabeza.

―Chef...

Lo vio ahí, en el sillón, ¿mirando al techo?. Abrió un tanto más y dio un primer paso para entrar en el despacho.

―¡Fuera! ―vociferó Luca al percatarse de que Toulouse estaba dentro, frente a su mesa, que pronto estaría congelada al igual que el resto de su mobiliario.

―¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ―farfulló Tête de Moine, a la vez que iba dando brincos directo a la salida.

Cerró la puerta y se apoyó en la madera respirando entrecortadamente.

Graziani empujó con el antebrazo lo que se encontraba sobre la mesa y lo mandó al suelo, irguió la cabeza y de nuevo se impulsó para atrás. Puede que del golpe se le aclararan las ideas. «¿Qué coño vas a hacer?». Centró la mirada entre sus piernas. «¿Tienes que incluir la palabra coño en la jodida frase?». La erección empujaba hacia arriba el material del bóxer y le hacía apretar los dientes de puro y tortuoso dolor. Y para colmo sus esperanzas de librarse de Andrea y, por consiguiente, del caos emocional en el que le había sumido se habían esfumado...

De nuevo en la cocina, Andrea mostraba el billete de avión despidiéndose del personal. En aquellos casi quince días le había cogido cariño a más de uno, por no decir a todos; «Bueno, a todos no...», se corrigió pensando en Graziani.

―Mi turno ha acabado hasta el viernes ―adujo Kendall no muy entusiasmada por los dos días de vacaciones, aunque lo cierto es que por lo que no estaba nada entusiasma era porque Andrea se marchara. Se habían acostumbrado la una a la otra y el apartamento iba a quedarse triste y vacío sin ella.

―¿Nos vamos juntas? ―le preguntó Andrea andando hacia la salida con su manta de cuchillos, deteniéndose para agitar la mano libre como despedida final al elenco de trabajadores.

―... Y te ayudo con la maletas ―suspiró Kendall marchando tras ella.

Cruzaron las puertas metálicas y se encaminaron hacia los vestuarios.

Andrea paró en mitad del pasillo y se agarró a uno de los delgados brazos de Kendall.

―Te voy a echar mucho de menos... ―susurró apoyando cariñosamente la mejilla en el antebrazo de esta.

―Yo también a ti ―respondió Kendall acariciando la mano de Andrea para seguidamente pasar la caricia a la corta y oscura melena—. Pero tenemos WhastsApp, Skype y mogollón de cosas más para no perder el contacto. Además, estaremos a un vuelo de distancia ―argumentó tirando de Andrea y de sí misma—. Oye, qué vas a hacer en... ―Le quitó el billete y leyó―: ¿Roma?

―Acabar el mes ahí, supongo.

Luca no le había dado ningún tipo de información y ella no iba a entrar en la helada cueva a pedírsela... «¿Qué clima hace a mediados de octubre en Roma?». Andrea tomó el billete que Kendall le tendió y resopló cuando su amiga abrió la puerta del vestuario.

―La vendimia, por eso te marchas con él ―comentó Kendall.

«¿Cómo no he caído antes?», se preguntó abriendo su taquilla, que vomitó un bikini, un pareo, chanclas y tres toallas... Restos de su última visita a Mandalay Bay. Tenía un «exrollete» que trabajaba ahí, así que él la dejaba disfrutar de la piscina de vez en cuando.

―¿Cómo?

Andrea dejó su manta de cuchillos en uno de los bancos, se quitó el pañuelo de la cabeza y metió las horquillas entre sus dientes conforme se soltaba la cortísima melena.

―Por estas fechas el señor Graziani siempre se va a Roma, a la vendimia ―explicó Kendall introduciendo de nuevo en la taquilla todo lo que esta había expulsado. Empujó la puerta y giró la llave.

―¿Qué vendimia? ―masculló Andrea con media docena de horquillas entre los dientes.

―¡Pues la suya! ―exclamó Kendall, poniéndose de puntillas para recoger la bolsa deportiva de Andrea que estaba encima del mueble de las taquillas.

―Me lo has aclarado todo, Kendall ―farfulló ella sacándose las horquillas de entre los dientes y colocándolas en la palma de una mano mientras con la otra peinaba su corta cabellera.

Andrea miró el billete de avión encima de la manta de cuchillos... «¿De verdad vas a irte sin saber por qué?». Obviamente Graziani no iba a secuestrarla para despedazarla y convertirla en relleno de canelones. «Piensa mal y acertarás».

―El jefe tiene una finca en Roma con viñedos y cuando llega la época se va para la vendimia ―dijo Kendall abriendo esta vez la taquilla de Andrea—. Digo yo que te dejará lo que te queda del stage27 en uno de sus restaurantes. ―Sacó todo lo que encontró en ella: diferentes cremas, un neceser repleto de maquillaje, ropa de recambio aparte de la que iba a vestir ahora, desodorante, laca...―. Podríamos montar un mercadillo en la puerta.

―Lo que yo he dicho... ―susurró Andrea, pues ¿qué iba a hacer sino en Roma? ¿Turismo? No, no, de lo único que ella estaba segura al cien por cien es de que Luca Graziani jamás de los jamases iba a «rajarse». Cumpliría con su promesa y Andrea solo tenía que sobrevivir... dos semanas más―. Y Graziani nos mataría ―espetó haciendo alusión a lo del mercadillo.

Kendall hizo correr la cremallera de la bolsa deportiva y lo lanzó todo dentro, sin cuidado, sin orden.

―¿Y cómo te gustaría que te diera muerte? ―chinchó ella doblando el pañuelo que Andrea había llevado antes en la cabeza y... lanzándolo a la bolsa.

―¿Quieres dejar de hacer comentarios sexuales referentes al señor Graziani? ―Kendall lo había metido todo en la bolsa, incluida la ropa de recambio. Andrea resopló y antes de que echara la cremallera detuvo su mano―. ¿No te quieres duchar?

―No, hoy me he levantado francesa.

Kendall se hizo a un lado dejando que Andrea revolviera en la bolsa.

―Por el amor de Dios, Kendall, ¿era un chiste? ―cuestionó Andrea alzando la cabeza para mirarla.

―Un poco contradictorio porque fueron los franceses los que inventaron el bidé, ¿no? ―Sujetó la ropa que Andrea le dio y arrugó la nariz—. Por tanto, son limpios ―razonó Kendall.

―Lo que tú digas, pero yo voy a ducharme.

Andrea no cerró la bolsa. De esta había sacado una toalla, champú y la ropa de recambio.

―Vale, pues yo te miro ―le dijo Kendall cruzándose de brazos y apoyándose contra el mueble de las taquillas.

Andrea dejó el champú en la ducha, salió de ella y colgó la ropa que iba a ponerse tras darse un agua rápida. Se desabotonó la chaquetilla y elevó la mirada hasta Kendall.

―¿No eras heterosexual?

Sus pechos sobresalían ligeramente del sujetador y una suave pátina de sudor brillaba en torno a su hundido ombligo.

―La falta de alimento me está convirtiendo en... ―No pudo acabar la frase sin echarse a reír―. ¡Era una broma, tonta! ―exclamó Kendall con Andrea estirando los extremos de la chaquetilla para cubrirse el pecho.

―Menos mal, me habías asustado de verdad... ―suspiró ella deshaciendo el nudo que se le había formado alrededor de la campanilla―. ¡A veces eres tonta!—. Y dijo: «A veces» cuando bien podría haber soltado: «La mayor parte del tiempo».

Andrea se duchó, se secó y se vistió; Kendall en cambio solo se cambió de ropa. Salieron juntas del restaurante y comenzaron a recorrer las calles de Las Vegas en una especie de despedida. Saludaron al fastuoso hotel-casino New York, New York y resistieron la tentación de quedarse a ver el pase del espectáculo gratuito de las Fuentes del Bellagio.

―¿Sabes? ―Andrea entrelazó un brazo con un antebrazo de Kendall y venció la cabeza sobre el hombro de esta―. Me gustaría que fueras una de mis damas de honor.

La vida tenía guiños sorprendentes, amigos de toda la vida aparcados a cierta distancia del alma y otros conocidos en menos de un mes que ya tenían ganados un puesto fijo en el corazón―¿Lo dices en serio? ―le preguntó Kendall sorprendida.

Hacía calor, pues el sol de la tarde quemaba con ganas, haciendo florecer el sudor en las sienes y en los pliegues de piel. La gente circulaba por el Strip en bermudas y bikini. Grandes ventiladores instalados en las calles removían el aire abrasador para transformarlo en una brisa algo fresca y pequeñas camionetas con una manguera incorporada circulaban mojando el asfalto.

―No, te tomo el pelo ―se burló Andrea dándole un golpecito con su misma cabeza en el hombro—. Claro que te lo digo en serio.

―¿Puedo organizarte una despedida de soltera?

―No.

―Qué aburrida eres... ―rio Kendall dándole un empujón para que se enderezara y mirándola le soltó―: Vamos, que lo de tirarte a tu jefe por un mes en plena Toscana como que no...

―No voy a la Toscana, voy a Roma ―puntualizó Andrea sabiendo que Kendall y el mapamundi nunca harían buenas migas—. Y voy a obviar lo otro ―bufó en cuanto a lo referente a Graziani. Ella ni se planteaba el hecho de llevarse bien con él, menos aún el intercambio de fluidos.

―¿Has visto House alguna vez?

Sacó las llaves del bolso y abrió la puerta del portal del edificio de apartamentos cediéndole el paso.

―Sí.

«¿Y a qué viene esa pregunta?». Andrea se quedó mirándola frunciendo sus oscuras cejas.

―¿No te recuerda un poco a Graziani, pero en versión guapa? ―rio Kendall entrando primero y encendiendo tontamente la luz del portal interior—. Quiero decir, sin la pata coja y la adicción a la vicodina.

Andrea se quedó pensativa un par de segundos y después apagó la luz, se veía perfectamente.

―¡Vamos por las escaleras! ―ordenó antes de que Kendall fuera a presionar el botón para llamar al ascensor—. Y sí, me recuerda bastante a House.

Rio bajito yendo ella en cabeza por las escaleras.

Kendall resolló al llegar a la cuarta planta, dejar de fumar estaba fastidiándola más allá de «tenerunmonoquetecagas». Cuando fumaba no tenía problemas para subir las escaleras y ahora estaba resoplando para llegar a la puerta del apartamento.

―No vas a volver al vicio ahora que me marcho, ¿verdad?

En ese sentido, Andrea podía fiarse más del diablo que de Kendall.

―¿Qué te apetece cenar? ―exhaló Kendall abriendo la puerta y, por supuesto, ignorando la pregunta de Andrea―. ¿Cocina china, japonesa, hindú, libanesa?

―Es prontísimo, Kendall.

―No empieces a protestar...

―¿Y no es mejor preparar algo de lo que hay en la nevera?―preguntó Andrea cerrando la puerta, colgando su bolso en el perchero y dejando la bolsa de deporte en el suelo.

Kendall fue a la cocina y abrió la nevera, se agazapó y miró dentro.

―¿Qué puedes hacer con un limón y dos huevos? ―A ella se le ocurría mayonesa, pero, claro, la experta era Andrea―. ¡Ah! Y pan de molde enmohecido ―apuntó por si este podía aportar algo interesante.

―Libanesa ―suspiró Andrea pensando en atiborrarse de hummus, faláfel, kibbeh, batata harra y refrescantes platos de tabule y mutabbel.

―Vale, traeré comida china. ―El resto lo había dicho de relleno, ella quería comida china e iban a cenar comida china―. ¡Y pillo el ascensor! ―le advirtió caminando hasta el recibidor.

Pasó a su lado y como no se había descolgado el bolso, solo tuvo que abrir la puerta y salir al pasillo. Andrea no tuvo tiempo ni de decir «pío». De haberlo pensado antes, Kendall y ella podrían haber ido juntas a por la cena. «En fin», pensó mirando la puerta cerrada. Mordiéndose el interior de un carillo, abrió el bolso que pendía del colgador y de este sacó su teléfono.

―Samuel, ¿cómo estás? ―preguntó cuando él descolgó.

Llevaba tres días sin llamarle, ni un mensaje de texto, y se sentía un poco culpable, aunque desde luego él no parecía sentir lo mismo. Andrea tenía una muy larga lista de llamadas perdidas de la «pesadadesiempre» y una infinidad de mensajes de voz, pero ninguno de ellos era de Samuel.

―Aquí, en el taller ―respondió él sujetando el teléfono con el hombro y restregando la grasa de sus manos en el paño.

Poco antes de que Andrea le llamara estaba sumergido en las tripas de un Chevrolet Impala del 62.

―Ya... ―dijo Andrea para romper el silencio. Metió la nariz dentro del bolso y atrapó entre los dedos el billete de avión. Mirándolo y caminando hacia una de las ventanas, masculló―: Mañana me marcho a Roma.

―¡¿A dónde dices que te marchas?! ―gritó Samuel, pues el sonido del elevador alzando el SS le impidió oír lo que Andrea acababa de decirle.

―A Roma, pero estaré de vuelta dentro de dos semanas, el día dos de noviembre. ―Andrea se detuvo frente a la ventana y corrió la cortina, aún no había anochecido y los rayos del sol se reflejaban en la réplica de la Torre Eiffel―. No tendrás que venir a buscarme a Las Vegas, aterrizaré en Dulles y ya cogeré un taxi.

Mejor dicho, seguro que «lapesadadesiempre» iría a por ella al aeropuerto.

―Vale, porque no estoy seguro de si podría ir a buscarte ―carraspeó Samuel colgándose el paño en el hombro y apoyándose de lado en la pared.

Sus ojos avellana miraron fijos la calle. Los ojos de Andrea, más oscuros que los de Samuel, también observaban la calle, aunque ella no veía las calles de Washington, sino limusinas, grupitos de mujeres con bandas anunciando que iban de despedida de soltera, hombres perfectamente trajeados con el dinero ardiéndoles en los bolsillos y también tatuadores a la espera de entregar sus tarjetas a todo bicho viviente que llevara un tatuaje hecho en una noche de borrachera y, por tanto, necesitado urgentemente de un cover.

―Y... ¿qué haces?

Las conversaciones con Samuel nunca profundizaban demasiado; se quedaban en: «¿Qué quieres para cenar Samuel?», con su respectiva respuesta: «Lo que tú quieras».

―Acabo de decirte que estoy en el taller.

―¿Y no hay mucho trabajo? ―preguntó Andrea haciendo caer la cortina y, por tanto, dejando de mirar afuera.

―Como siempre...

―¿No quieres saber por qué me voy a Roma o qué he hecho hoy o el resto de los tres días que llevo sin llamarte?

Caminó hasta el sofá y se dejó caer en él.

―Has estado en una cocina, así que habrás cocinado ―conjeturó Samuel acabando de limpiarse las manos en su camiseta, anteriormente blanca—. Lo de Roma formará parte de la tontería que estás haciendo, ¿no? ―No esperó a que ella respondiera―. Creo recordar que me dijiste que te irías...

―Samuel, ¿estás hablando en serio? ―No podía creerlo, Andrea sabía de sobra que Samuel desaprobaba lo suyo con la cocina, pero de ahí a no escucharla ni lo más mínimo. Se rio sin ganas―. ¿Me lo estás diciendo de verdad?

―No te entiendo, Andrea...

Samuel miró hacia atrás, el SS ya estaba levantado y su padre y su hermano estaban echándole un vistazo.

―¿Que si hablas en serio respecto a lo de que te dije que me iría a Roma?

―Sí, claro.

―¡Pues en ningún momento te dije tal cosa! ―gritó ella golpeando el sofá con la mano que no sostenía el teléfono—. ¡Es más, no sé ni por qué me voy! ―añadió como coletilla.

―Me estás gritando, Andrea. ―Samuel retiró el aparato de su oído y se masajeó la oreja.

―Buena apreciación, Samuel. ―Ahí estaba doña sarcasmo—. ¡Te grito porque no me prestas atención y porque te importa una mierda lo que hago! ¡Lo ves como una tontería cuando para mí es muy importante!

―Eres tú la que se ha marchado persiguiendo ese sueño alocado de cocinar ―atacó Samuel una vez que apoyó el teléfono contra su oreja―. ¿Es que no puedes contentarte con hacerlo en casa?

Antes de que Andrea se apuntara al casting de Supreme chef y entrara en el programa, ellos eran una pareja normal. Andrea trabajaba en la zapatería junto a su madre, le hacía el desayuno, el almuerzo, se lo metía en un tupper y luego cenaban juntos en casa. Y ahora, ahora su vida era un caos.

―¿En casa? ―No le había valido de nada sentarse, pues ya estaba de nuevo en pie. Andrea zanqueó a la ventana y chilló como para que la oyeran desde la calle―. ¡En casa!

―Sí, en casa ―contestó Samuel pétreo. Era alguien que a veces evocaba el pensamiento de «estetíonotienesangreenlasjodidasvenas».

―¡Es lo mismo! ¡Claro que sí! ―Doña sarcasmo estaba aquí otra vez—. ¡Valgo más que eso, Samuel, valgo mucho más que eso y parece que no te quieres dar cuenta!

Samuel, templado, dejó que la furia italiana que Andrea había heredado siguiera saliéndole por la boca a modo de chillidos.

―¡¿Me estás escuchando?! ―exigió tras pasarse una mano por la cara.

Estaba cansada y ahora mismo no era solo por el trabajo. Estaba cansada de que Samuel no le prestara atención. A pesar de llevar tres días sin llamarle…, «Imperdonable, señorita Bloom», a pesar de todo, ella siempre le había apoyado por mucho que no considerara para nada interesante su oficio de mecánico.

―Sí.

Samuel, con el teléfono aún apartado, la oía como si tuviera activado el manoslibres.

―¡¿Sí y ya está?! ―gritó Andrea y eso que la sangre no iba a llegar al río.

Ella gritaba, maldecía y Samuel..., Samuel hacia lo mismo que una acelga en estos casos. Nada... «No seas tan exagerada». De vez en cuando, muy de vez en cuando, Samuel sí se enfadaba y le reprochaba algo...; no obstante, ella siempre se llevaba la palma.

―Ya sabes lo que pienso sobre tu decisión respecto al tema de la cocina ―comenzó a decir él rascando la mancha de grasa en el centro de su vientre cubierto por la camiseta—. Hace un año emprendiste este camino hacia la nada y sigues en él. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?

―Hace un año y seis meses, Samuel ―enfatizó Andrea—. Y este viaje hacia la nada me está ayudando a conocerme. ―De pie como estaba y frente a la ventana, se movió de un lado a otro por la estancia hasta que miró hacia el recibidor, su maleta de ruedas asomaba por el pequeño pasillo—. Hoy he llevado una cocina yo sola, el servicio entero lo he dirigido yo sola.

Y qué orgullosa estaba de ello.

―Andrea ya sabemos desde hace tiempo que tú sabes cocinar, ¿qué necesidad tienes de demostrárselo al resto del mundo?

Esa era la misma pregunta que le había formulado hacía más de un año, justo antes de que Andrea entrara en el concurso.

―¡No tiene nada que ver con el resto del mundo! ―Y sí, esa era la misma respuesta que ella le había dado tiempo atrás—. ¡Es por mí Samuel!

Él continuaba sin entenderlo y Andrea... iba a desistir de intentar de explicárselo.

―¿Tienes que demostrarte que sabes cocinar?

Ella lo sabía, él lo sabía. «¡¿Quién más necesita saberlo?!». Samuel, mirándose las uñas ennegrecidas por la grasa, suspiró sin alterarse lo más mínimo.

―Dejémoslo, Samuel... ―exhaló Andrea negando con la cabeza al mismo tiempo que caminaba hasta el recibidor y se sentaba en una esquina de su maleta—. Dejemos el tema.

Cerró los ojos y juntó sus pies en el suelo, uno al lado del otro. La luz solar se escapaba y oscurecía el apartamento.

―Será lo mejor. ―Samuel frunció el entrecejo para preguntarle―: ¿Cuándo me has dicho que vuelves?

Andrea abrió los ojos y miró la alianza de compromiso en su dedo.

―El día dos de noviembre ―respondió con el sonido de las calles de Las Vegas ejerciendo de coro.

―Muy bien, cariño ―asintió Samuel como si ella pudiera verlo―. Nada más llegar tendrás que hablar con Cathy para ponerte al día con la boda ―indicó para que ella se hiciera una nota mental―. Te quiero, hablamos.

Andrea se despidió en silencio. Colgó, inclinando la cabeza, con la mirada en los pies. Ya no tenía hambre ni de comida china, libanesa, mejicana... No tenía hambre de nada.