Capítulo 14. Daleki: la escuela de la Luna llena

En cuanto me recuperé del parto, decidí ponerme con todas mis fuerzas a buscar financiación para la escuela. El niño no era en absoluto un obstáculo, ya que venía conmigo a todas partes, porque, allí donde le tocaba la teta, yo le daba de mamar: estaba dispuesta a trabajar duro hasta conseguir lo que me proponía. Sabía que me estaba enfrentando a un reto muy difícil, pero mi hijo, en lugar de provocarme depresión posparto, me llenó de una energía renovada tanto en el terreno físico como en el mental y fue como una inyección de vida, como una fuente continua de inspiración.

Dice un proverbio chino: «Un hombre sabio toma sus propias decisiones, un ignorante sigue la opinión pública». No me iba a dar por vencida, tenía que haber un medio para divulgar mi proyecto y hacer que la gente sabia de mi país conociera las injusticias que estaban sufriendo los niños de Nepal, y que, después de escucharme, tuvieran la oportunidad de decidir si querían ayudarme o no. Aunque la solidaridad no estuviera de moda, tenía que haber una manera de abrir una brecha en aquella sociedad tan manipulada por los medios de comunicación.

Si el boca a boca había funcionado para convencer a unas pocas personas sensibilizadas e inteligentes, debería ampliar mi radio de acción: hacer conferencias e ir a los periódicos, conseguir que mi mensaje se difundiera.

Sacri consiguió que El Diari de Girona sacara un artículo precioso que hablaba sobre el proyecto. Era el 11 de junio de 1993 y estaba escrito por Xesca Massegú.

A raíz de entonces Sacri se dedicó a enviar el proyecto a varios programas de televisión, de radio y a los periódicos y revistas que estaban de moda en aquellos tiempos, solicitando la ayuda de los periodistas. Curiosamente, fueron periódicos locales los que nos atendieron primero: salimos en El Nou Nou, la revista Tot Hospitalet, Aquí, Barcelona... Tuvo que pasar tiempo para que nuestro tema ocupara las páginas de un periódico de índole nacional.

Un día me llamó la periodista Teresa Cendrós, del diario El País, y, después de interrogarme, quedó fascinada por la historia del matrimonio de conveniencia. Entonces entendí que, si a través de mi historia personal tenía la oportunidad de dar a conocer el proyecto, ¿qué había de malo en hablar sobre nuestra experiencia matrimonial? Al fin y al cabo no iba a contar ninguna mentira. El asunto sería, además, beneficioso para transmitir la cultura de Nepal.

El artículo de Teresa Cendrós fue una bomba. Todavía recuerdo el episodio: aparecíamos en una fotografía Kami, el niño y yo, vestida con un sari. Los titulares decían: «Maestra de guardería en Katmandú. Una española dirige una escuela para hijos de familias humildes en Nepal». El artículo explicaba toda la movida pedagógica y también el matrimonio de conveniencia.

Mi cuñado fue el primero en enterarse, porque le llamó un amigo y le dijo que nos había visto. Mi hermana bajó corriendo para comprarlo y, cuando todavía estábamos leyendo el texto, el teléfono comenzó a sonar. Aquello fue una auténtica locura: el artículo había funcionado. De repente no dábamos abasto para hacer las anotaciones de la gente que llamaba porque querían dar dinero y colaborar.

—¡Corre, corre! —le decía yo a mi hermana—. Anota esto: ¡sí! ¿Cómo dices? Éste se llama Ramón Peris y dice que trabaja en no sé qué de funcionario de prisiones. Esta otra se llama Bibiana Calvera y es diseñadora y publicista.

—¡Neeeena! —contestaba mi hermana—. ¡Huy, cuánta gente, no me lo puedo creer!

Así estuvimos durante todo el día. Cuando hicimos el recuento, teníamos ya sesenta y cinco personas que nos habían dado los datos para apadrinar. Nos faltaba un empujoncito más y habríamos cumplido nuestro objetivo de financiación. Me sentí profundamente agradecida a la periodista Teresa Cendrós y al diario El País por habernos ayudado en aquella divulgación tan importante que, sumada a la de los demás periódicos, revistas y medios de comunicación, hicieron posible materializar mi sueño.

A partir de entonces todo pareció tener una inercia diferente: salimos en la revista Pronto, de Mariano Nadal, a quien yo aprecio muchísimo; también salimos en El Periódico, donde Mercedes Conesa hizo un artículo precioso y terminó de rematar el éxito. A partir de aquel día nuestros proyectos han ocupado las páginas de periódicos y revistas de índole y tendencias muy variadas, como por ejemplo La Vanguardia, Lecturas, El Mundo, Punt diari, Tiempo de aventura, Vogue, Cuadernos de Pedagogía, El Diario de Menorca y muchos más.

A raíz de aquello comenzaron a llamarnos de la radio y la televisión. Yo me sentiré siempre en deuda con todos aquellos periodistas tan sensibilizados y comprometidos, ya que, gracias a ellos, el proyecto fue divulgado, la gente participó y recogimos más de cuatro millones de pesetas, casi el doble de lo que habíamos previsto. Aquel fenómeno se había hecho posible gracias a la inercia positiva de aquellos profesionales que habían utilizado sus recursos para hacer el bien. A lo largo de los años he tenido la suerte de encontrarme con gente como ellos, que combinan la inteligencia y la bondad. Esta fórmula es una poderosa vacuna contra la infelicidad: cuanto mayor es la dosis, mejores los resultados. Para acceder a ella hay diferentes vías, cada persona la descubre de forma diferente: un fotógrafo llamado Ángel López Soto me comentaba que tuvo el privilegio de hacerle un reportaje al Dalai Lama, a quien le preguntó:

—He leído que es usted aficionado a la fotografía. ¿Continúa usted haciendo fotos?

El Dalai Lama contestó:

—Hace mucho tiempo que lo dejé, tengo otras cosas de las que ocuparme. Al fin y al cabo, ¿qué es una foto? No es más que un instante.

Ángel López Soto, un poco confuso, le contestó:

—Sí, pero yo me paso el día haciendo fotos.

El Dalai Lama le dijo:

—Lo tuyo es diferente: lo tuyo se trata de un servicio.

Y, después de decir eso, el Dalai Lama se calló.

En aquel silencio había un mensaje que, según las palabras de Ángel, no le fue nada fácil descifrar: «Necesité muchos meses para procesar y entender las palabras del maestro, ya que fueron como una semilla que germinó mientras andaba en mi camino de evolución». El Dalai Lama le había ayudado a comprender el significado profundo de su profesión: cada foto que él hacía podía ser empleada como una herramienta para producir un servicio positivo a los demás, o por el contrario, podía ser utilizada como medio para sembrar el caos. El mensaje era muy sencillo, pero para el fotógrafo fue un detonante extraordinario.

El ejemplo es muy ilustrativo y creo que puede servir de inspiración para cada uno de nosotros, sea cual sea nuestra profesión. De nosotros depende el uso de la herramienta, la decisión última siempre estará en nuestras manos, y de nosotros dependerán las consecuencias.

Aquellos días medité repetidas veces en lo maravilloso que es utilizar nuestros recursos para hacer el bien. El sentimiento de amor hacia la educación de los niños era tan poderoso que había derribado todos los obstáculos y había desarrollado un virus positivo cuyos componentes eran la compasión y la solidaridad.

Aquel virus se propagó sin cesar, anidó en el corazón de muchas personas, haciéndoles más sensibles hacia los seres vivos que sufren, invitándoles a salir de la cárcel de sus cuerpos, para ponerse en el lugar del otro, del más débil, del infeliz. Era una epidemia extraña, que entraba en las casas de la gente y se metía por todos los rincones, se propagaba viendo la televisión, se colaba por las rendijas de la puerta, se difundía a través de los sentidos: algunos se encontraban con él leyendo los periódicos, otros lo escuchaban en la radio, los taxistas lo oyeron en Radio Nacional de España y se lo llevaron a otros pueblos. El virus traspasó las fronteras geográficas y viajó conmigo hacia Oriente. Al llegar a Nepal, se extendió entre los parias y los marginados, contagiándolos con el bálsamo del amor y la generosidad.

Mientras tanto, la Unesco y Educación Sin Fronteras nos habían estado asesorando para el montaje de la ONG a la que pusimos el nombre de Amics de Vicki Sherpa, de la cual Ramón Prats fue su primer presidente. Se formó una comisión que tenía que servir para dar soporte al proyecto. Al principio estaba enloquecida de alegría porque, en realidad, no tenía ni idea de dónde me estaba metiendo; lo único que veía era que había encontrado más gente para ayudarme a tirar del carro. No tardaría en darme cuenta de que, a pesar de todos los esfuerzos que hicieron algunos miembros de la junta para montar la organización, aquello era una carga muy pesada de llevar. Si queríamos funcionar bien, teníamos que tener el rigor y la seriedad de una empresa, con el agravante de que el trabajo debía realizarse voluntariamente, ya que no teníamos dinero para pagar a ningún profesional que nos gestionara la ONG desde España. Este hecho generaba un conflicto irresoluble: a los ojos del mundo exterior, la falta de rigor en la gestión, provocada en Barcelona por esa ausencia forzada de profesionales, podía confundirse con la mala gestión del proyecto en Nepal. Nada más lejos de la realidad, ya que la escuela sí contaba con un presupuesto para pagar a profesionales preparados para la tarea que debían llevar a cabo: la educación de los niños. Algunos miembros de la junta no tenían ni la preparación ni la disponibilidad para hacer su trabajo seriamente. No debemos olvidar que un voluntario es una persona que dedica parte de su tiempo libre a una labor solidaria y, por lo tanto, no se le puede pedir que lleve a cabo tareas de gestión (económica, administrativa, de relaciones públicas, etcétera) como si se tratase de un profesional, ya que ni su experiencia, ni sus capacidades, ni su disponibilidad horaria se lo permiten. ¿Cómo puede, por ejemplo, una maestra o un médico realizar una tarea de gestión económica cuando su experiencia profesional está tan alejada de esa actividad? ¿Cómo puede llevar a cabo una gestión administrativa cuando cualquier trámite (por ejemplo, gestionar el papeleo del traslado de un autobús hasta Nepal) debe ser realizado forzosamente en su horario laboral?

Estoy completamente segura de que todos los que simpatizaron con el proyecto acudieron a dar su apoyo con la mejor intención, pero, en la práctica, resultó ser inviable, ya que venían solamente cuando salían del trabajo y podían hacer compatibles ambas tareas. Fueron muchos los que, desde el anonimato, se dejaron la salud, el dinero y la piel en para la puesta en marcha y el mantenimiento de esta organización de amigos.

Lo propio hubiera sido que los miembros de aquella junta directiva se hubieran dedicado a tomar decisiones y emplear a alguien que las pudiera ejecutar, pero como no había dinero para ello, cada uno debía responsabilizarse de las tareas propias de sus cargos respectivos. Ahí comenzó un calvario de largo recorrido, tan largo, que todavía hoy, nueve años más tarde, no hemos sido capaces de solucionar. Los proyectos en Nepal han ido creciendo; sin embargo, todavía no tenemos dinero suficiente para pagar al personal que necesitaríamos para poderla gestionar. El dilema parecía irresoluble: para que la organización en España funcionase bien se deberían contratar profesionales y expertos en distintas ramas. Pero ello implicaría destinar una buena parte de los fondos con que se subvencionan los proyectos en Nepal a pagar esos sueldos, con lo cual disminuiría la calidad y cantidad de esos proyectos. Por otra parte, si la gestión en Barcelona fracasaba, fracasarían también los proyectos en Nepal.

Al final se optó por destinar una pequeña parte del presupuesto a cubrir las necesidades de gestión más urgentes. La organización fue lo suficientemente flexible como para observar con ojos críticos sus propios errores y fracasos y aprender de ellos. Este proceso fue largo y costoso: habíamos empezado sin experiencia ninguna y nos resistíamos a aceptar que una tarea de gestión no puede ser llevada a cabo sólo con voluntariado.

Pero los nuevos miembros de la junta directiva que se iban incorporando y que no habían pasado por este proceso de aprendizaje estaban como nosotros al principio: les costaba aceptar lo que nosotros habíamos aprendido por propia experiencia. Esto motivó, a veces, duras críticas por su parte, basadas en opiniones preconcebidas y no en la observación y análisis de la realidad. Algunos pretendían cambiar radicalmente la dinámica y la línea que con tantos esfuerzos se había ido construyendo, en vez de aprovechar la experiencia ajena para aprender. Los cambios, para que sean efectivos y no desestabilizadores, han de ser reflexionados, planificados y previstos a largo plazo, nunca fruto de un impulso del momento. Este proceso interno por el que pasó nuestra organización puede servir de ejemplo para cualquier otra entidad de trabajo voluntario, ya que, no por el hecho de basarse en el voluntariado, tiene que dejar de gestionarse con la máxima profesionalidad.

El valor del trabajo de un voluntario no se mide por la disponibilidad horaria del mismo sino por la capacidad y eficacia de su labor, que siempre tiene que ir en función de las demandas reales de la organización. Se dan casos de personas que dedican su tiempo libre a una ONG porque no saben qué hacer con él y no por afinidad con el proyecto.

Bien es cierto que algunos dieron tanto de sí mismos y con tanta intensidad que se quemaron por el camino y se marcharon, otros venían imponiendo su punto de vista y sus ideas, y no dudaron en querellarse conmigo y clavarme puñales en la espalda que todavía no me he podido quitar. Algunos me confesaban que estaban allí por mí, porque me adoraban, me mitificaban, pero no tardé en darme cuenta de que ese tipo de casos siempre acababan mal. Yo les agradecía mucho su admiración y su cariño, pero el tiempo me ha demostrado que los mejores colaboradores no son aquellos que trabajan por y para mí, sino los que están conmigo para apoyar el proyecto. Al fin y al cabo yo no dejo de ser una persona: tengo todas las virtudes de una diosa y todos los defectos de un ser humano, y al igual que produzco afinidades, hay momentos en que puedo defraudar. Aquellos que dicen estar en el proyecto por mí, cuando tienen una decepción conmigo, me bajan del pedestal y no dudan en criticarme a mí y al proyecto a mis espaldas, con lo cual generan una energía muy negativa que se tendría que evitar.

Hemos tenido miembros de la junta que han querido hacer el proyecto a su medida, y que, por miedo a no soltar las riendas y evolucionar, preferían quedarse estancados antes que crecer. Los había infinitamente fieles, que han sabido aceptar los cambios y me han seguido para lo bueno y para lo malo. Ésos han sido los que tenían claro que no estaban allí por mí sino por los niños de Nepal y, aunque a veces no han podido entenderme con sus mentes, me han apoyado con su corazón.

El equipo de esta asociación comenzó a funcionar invirtiendo interminables horas de trabajo. Se pusieron a organizar cenas, conferencias, visitas programadas y todo lo que se les ocurría para recaudar dinero y hacer publicidad.

Se formó una comisión que tenía como objetivo la capacitación de los voluntarios que habrían de viajar a Nepal para realizar tareas diversas.

En realidad la función de los voluntarios era muy importante: no se trataba de ir allí, montar el chiringuito y venirse, sino de crear un sistema de trabajo y capacitar al personal de Nepal, de manera que, cuando el voluntario regresara a España, los nepalíes fueran lo suficientemente independientes como para continuar ellos solos con la labor.

La comisión la componían Ramón Prats, Miquel Martí y Maria Antònia Pujol. Miquel Martí tenía mucha experiencia en el campo de la cooperación internacional. Había vivido en México y había trabajado en proyectos solidarios, y sabía lo importante que era definir, elegir y preparar el perfil del voluntario si se querían hacer bien las cosas y evitar problemas. Su contacto con la Unesco nos ayudaba a tener una visión global de los llamados «problemas del Tercer Mundo» que, por desgracia, suelen ser parecidos en todos los países pobres.

Tanto Ramón como Miquel tenían las cosas muy claras: el voluntario debía tener un alto nivel de inglés. Para ello la primera prueba que se les hacía era la de inglés oral. El que no la pasaba, ya quedaba descalificado para ir a Nepal. Ramón siempre decía que no podíamos mandar a nadie que no hubiera tenido experiencia en el trabajo que iba a realizar. Nunca olvidaré una de sus frases favoritas; él decía: «Allí necesitamos profesionales que vayan a traspasar experiencia, no principiantes que vayan a adquirirla, y la experiencia sólo la tienen aquellos que han practicado alguna materia en un área concreta». ¡Qué razón tenía Ramón y cuántos problemas nos han traído aquellos voluntarios que no se han ajustado a esta descripción tan sabia!

Yo pedía al equipo asesor que, después de asegurarse de que el voluntario hablaba inglés, valoraran mucho la actitud de la gente que iba a ir a Nepal. Yo quería personas que sintieran verdadera pasión hacia el trabajo que iban a realizar. Quería gente que tuviera la virtud de la humildad, la flexibilidad y la fe en el proyecto. Recuerdo que les decía:

—No penséis que vais allí solamente para enseñar. Ellos os enseñarán a vosotros más de lo que les podáis devolver. Si un día creéis que habéis ido allí dándolo todo y sin recibir compensación, haced una lista de lo que habéis aprendido sobre sus culturas, sobre sus religiones, sobre sus valores éticos, sobre su geografía, sobre sus costumbres, lo que habéis aprendido sobre vosotros mismos. Luego, pensad que esas lecciones, en cualquier academia del mundo, las hubierais tenido que pagar. Finalmente haced cálculos del dinero que hubierais tenido que darles a ellos para hacer justicia.

Ramón comenzó a impartir unas clases sobre cultura oriental a las que acabaron asistiendo, además de los candidatos a voluntario, todos los miembros de la junta. Nadie estaba dispuesto a perderse una oportunidad como aquélla, ya que aprender con Ramón es siempre un lujo.

En realidad más de uno se extrañó cuando vio que para ir a trabajar de voluntario se tenían que tener tantos requisitos, ya que existía la creencia de que, teniendo tiempo y voluntad, cualquier persona se podía presentar.

Cuando los voluntarios ya estaban seleccionados, la profesora de pedagogía de la Universidad de Barcelona, Maria Antònia Pujol, trabajaba con ellos preparando la parte pedagógica y enseñándoles a construir materiales para llevar al Nepal, siempre dando un ejemplo de perserverancia y tenacidad sin igual. La experiencia ha probado que el equipo de preparación que se formó entonces era de una calidad insuperable y, como resultado, los proyectos programados se fraguaron bien.

Un día vino a verme el periodista Pep Ros, que trabajaba para el equipo del programa 30 Minuts, de TV3. Había oído la entrevista que me hiciera el periodista Toni Arbonés en Catalunya Radio y venía a proponerme montar un documental. Aquél era uno de los mejores programas informativos del país. En Cataluña era equivalente a Informe Semanal, se transmitía los domingos a una hora punta y tenía los máximos índices de audiencia en TV3.

Pep me propuso comenzar las grabaciones aprovechando la campaña divulgativa que estábamos realizando para recaudar fondos, así que él y Josep María se convirtieron en nuestras sombras, ya que filmaban no solamente nuestras actividades profesionales, sino también la intimidad de nuestro hogar. Ellos siguieron de cerca el nacimiento del proyecto, que crecía a la misma vez que lo hacía mi hijo Lobsang. De aquellas sesiones surgieron imágenes entrañables del bebé en la bañera, de cuando yo le daba la teta, de cuando su padre le cambiaba los pañales, de su increíble vitalidad.

Yo me sentía dividida, como si hubiera parido gemelos, porque el proyecto de la escuela no se había quedado solamente en palabras y era como otro bebé que requería cada vez más atención. Los dos periodistas, el niño y yo comenzamos a viajar juntos por todas partes y nos pateamos todas las cadenas de radio y televisión.

Pep y yo nos hicimos muy buenos amigos, porque se trata de un ser humano excepcional. Como periodista, ha sido galardonado en numerosas ocasiones por su calidad profesional y su prestigio, pero la faceta que más me fascinaba de él era su gran lealtad, de la que me dio pruebas suficientes, ya que, al cabo de dos meses de filmaciones continuas, un día vino y me dijo que el director del programa, por motivos que no le era posible revelar, le había ordenado tajantemente olvidarse de nuestro tema y destruir los rollos de película que se habían filmado hasta entonces.

Nos quedamos todos de pasta de boniato. Pep no quiso entrar en más detalles y, aunque nadie entendía qué estaba sucediendo, acatamos las órdenes a rajatabla y se suspendió la filmación.

Yo me quedé como si hubiera perdido mi sombra; en lo profesional, echaba de menos a Pep y a Josep María, que dejaron de meter las narices en mi vida repentinamente. A nivel personal añoraba muchísimo a Pep, porque él se había convertido para mí en el periodista amigo, que me daba consejos muy útiles a la hora de hacer las entrevistas o de salir en los programas de televisión. Seguíamos estando muy unidos y conectados, e incluso tuve la suerte de conocer a su bellísima esposa y a sus hijos, pero él se sentía defraudado y triste, sobre todo porque se veía obligado a guardar el secreto profesional sobre la gran injusticia que se había cometido en aquel caso, y no podía, de ninguna manera, desvelar la verdad.

Un día me propusieron asistir al programa de Televisión Española Rafaella a las 8, en la primera cadena, que presentaba Rafaella Carrá. Ella, dando muestras de su generosidad y empatía con los problemas del Tercer Mundo, organizó un programa benéfico dedicado a nosotros, así que mi marido, el niño y yo tuvimos que viajar a Madrid. Quiso el destino que en el plató de televisión conociera a un político catalán que me reveló el verdadero motivo por el cual se habían suspendido las filmaciones de 30 Minuts.

No podía creer lo que estaba escuchando. Me dio mucha vergüenza comprobar que aquel hombre me estaba desvelando los entresijos de una política arbitraria de censura que un alto cargo de una televisión pública estaba ejerciendo.

El causante de tales manipulaciones se llamaba Rodrigo Ferrer[18], que, a su vez, era director de un programa de reportajes, creado con el ánimo de hacer la competencia a los documentales de 30 Minuts. El político catalán sabía que yo había recurrido a dicho programa pidiéndoles que nos ayudaran a divulgar el proyecto. Entonces recordé el día en que Sacri y yo nos dedicamos a enviar nuestro proyecto a diferentes programas de televisión. Según el político catalán, cuando el señor Rodrigo Ferrer leyó nuestra solicitud, con un gesto de ironía, dijo delante del comité de selección:

—¡Uf! Tirad esto a la basura. ¡Esta tía es una iluminada!

Y se quedó más largo que un ciempiés.

Pero cuando Rodrigo Ferrer vio que el tema que él había desechado iba a ser cubierto por el programa 30 Minuts, no fue capaz de reconocer que había metido la pata y no se quiso poner en ridículo delante de su equipo. Entonces fue cuando condenó al olvido nuestro proyecto. Al parecer no era la primera vez que Rodrigo Ferrer se había dedicado a boicotear aquellos temas que podían hacer sombra a su programa.

Nos dio mucha lástima ver el mezquino papel de aquel hombre que, en lugar de utilizar su posición para que a través de su influencia pudieran escolarizarse los niños pobres del planeta, se servía de su poder para colaborar con la perpetuidad del sufrimiento y la miseria entre sus semejantes. Era evidente que el señor Rodrigo Ferrer no ejercía su cargo como herramienta de servicio positivo a sus semejantes, tal como el Dalai Lama insinuó al fotógrafo Ángel López Soto, sino como un instrumento al servicio de intereses profesionales personalistas.

Aquella noche lloré toda la rabia y el dolor que sentía por aquel ser humano de baja conciencia y estuve muchos días rebelándome en secreto contra la impotencia que me producía alguien que ejercía de verdugo con el poder de un dios.

Pero aquel asunto tan negativo repercutía en mi estado de ánimo y me hacía entristecer. Decidí trabajarme la rabia que me estaba perjudicando y, cada vez que experimentaba malos pensamientos, cogía el rosario de Dudjom Rimpoche y trataba de transformar el mal por bien. Poco a poco, aquel odio se convirtió en un sentimiento algo más suave, hasta que un día desarrollé por el pobre Rodrigo Ferrer verdadera compasión. Acepté con alegría a aquel enemigo que, por desgracia, no habría de ser el último, y hasta me dio lástima por él, de pensar que, pudiendo estar actuando de una manera honrada, la vida no le había dado nada más que aquel triste papel. El papel de malo de la película.

Kami, el niño y yo regresamos a Katmandú el 15 de noviembre de 1993. En el aeropuerto nos despidió un montón de gente.

Al llegar a Nepal nos sentíamos tan eufóricos que parecía que nos íbamos a comer el mundo. Como no teníamos piso para vivir, nos instalamos durante dos semanas en el hotel Tushita, hasta que encontramos lo que más tarde sería el edificio de la escuela. La primera semana que pasamos allí, aunque teníamos mucho trabajo por hacer, Kami y yo nos dimos un pequeño descanso, y nos dedicamos a visitar a los amigos para que conocieran a nuestro hijo y así poderlo celebrar. Era una lástima que Father y Mummy siguieran viviendo en Estados Unidos, ya que Lobsang hubiera sido para ellos como su nieto; también me dolía que Rigga siguiera viajando con su maestro. Pero la vida es dura, encontramos a la gente, la amamos, la gozamos... y luego la perdemos. Sentía mis emociones como un río que atravesaba de punta a punta los cinco continentes. A veces me encontraba con la gente y me detenía por un instante, pero el río tenía que seguir su curso y aquellos a los que había encontrado por el camino se tenían que quedar atrás. Algunos, como la yaya María, se fueron para no volver. Un día descubrí que, si no miraba sus fotos, era incapaz de recordar sus caras. Al principio me sentía triste porque lo vivía como una traición, hasta que me di cuenta de que la verdadera esencia de las personas que yo amaba no dependía de sus retratos o de sus cuerpos, ni tampoco de su proximidad. Ellos estaban guardados en el armario de mis afectos y formaban parte del vestuario que cobijaba mi alma cuando sentía frío, cuando estaba sola, cuando entristecía. Me sentí robustecida porque podía notar el cariño de todos los que me amaban, tan cercano como si se tratara de una segunda piel.

Lobsang tenía solamente seis meses y despertaba ovaciones entre la gente, que a menudo nos comentaba que parecía un bebé superdotado tanto a nivel físico, como a nivel emocional. No era de extrañar, el niño estaba muy estimulado: no dejábamos de hablarle, contarle cuentos; yo le cantaba palos flamencos y jugábamos con él. Si lo comparábamos con muchos bebés de Nepal, veíamos una gran diferencia, ya que estos niños van todo el día atados a la espalda de sus madres, su radio de acción y de visión se circunscribe sólo a manipular la cabeza de sus madres y a mirarles las nucas durante todo el día.

Al cabo de unos días fuimos a ver a mi suegra, que enloqueció de contento cuando pudo ver a su nieto por primera vez. Ella comenzó a quedarse con el niño a ratitos, mientras Kami y yo recorríamos Katmandú de punta a punta haciendo los preparativos para el montaje de la escuela. El niño y mi suegra se hicieron inseparables, fraguándose así una relación entre abuela y nieto en la que nunca ha faltado armonía y complicidad. Entre mi suegra y yo, sin embargo, comenzaron los primeros roces. Había entre nosotras una gran diferencia a la hora de educar al niño: yo quería hacer las cosas a mi manera, porque, aunque se trataba de mi primer hijo, tenía los estudios y la experiencia como parvulista, como maestra y como puericultora, y era inflexible. Daleki, en el otro extremo, tampoco quería dar su brazo a torcer: ella había parido diez veces y me veía como una novata. En medio de las dos, más tolerante, pero bastante confuso, se encontraba Kami, que no sabía por dónde tirar. El tridente de la discordia se puso al rojo vivo y comenzó a darnos zarpazos a diestro y siniestro, sumergiéndonos en un pozo profundo e infranqueable del que nos era difícil salir.

Ya lo dice el Corán:

No son iguales el ciego y el vidente.

Las tinieblas y la luz,

la fresca sombra y el calor ardiente.

No son iguales los vivos y los muertos...

Sura, 35. Vers. 19-22, El Creador.

Aquellas diferencias entre mi suegra y yo me tenían desesperada. Yo me pasaba el día sufriendo y lo único que quería era regresar a casa y ver si mi hijo estaba bien. Por motivos estéticos, mi suegra tenía la costumbre de poner al pequeño Lobsang durmiendo boca arriba, porque decía que el niño tenía la cabeza gorda y deforme por haber estado tantos meses durmiendo boca abajo. Cada vez que me decía eso, la miraba enfurecida y pensaba:

—La cabeza gorda y deforme la tendrá usted. ¡Vamos, hombre!

Yo no podía soportarlo, porque me dolía que hablaran mal del que, para mí, era el niño más bonito del mundo y, además, me sentía angustiada e insegura porque a mí me habían educado en la convicción de que los bebés que duermen boca arriba pueden morir ahogados por causa de un eructo.

Otro de los problemas que tenía con la crianza del niño era el de la evacuación intestinal. Mi suegra se empeñó en decir que los bebés no deben vaciar el vientre todos los días, sino dos o tres veces por semana. Lobsang era todavía muy chiquitito y, a veces, hacía hasta dos deposiciones diarias, cosa que enojaba enormemente a mi suegra, que veía aquella costumbre como un peligro para la salud del bebé.

También nos peleábamos cada vez que jugábamos al tren. A Lobsang le encantaban los trenes: yo me ponía de pie con las piernas abiertas, simulando que era un túnel, y el niño pasaba gateando por debajo de mis piernas haciendo: «Chucuchucuchú». Mi suegra, mi marido y todos los que estaban allí se levantaban corriendo y sacaban al niño de debajo diciendo que aquello era una falta de respeto y que nunca debía pasar las piernas por encima de ninguna persona.

El jaleo más gordo lo tuvimos cuando mi suegra se empeñó en que el niño tenía que aprender a hacer sus pipís cada vez que ella le estimulaba haciéndole el sonido «Pssssssssss». Mi suegra cogía al bebé, lo abría de piernas y le incitaba a que hiciera pipí en la moqueta del hotel. La primera vez le expliqué que llevaba quince años trabajando con niños chiquititos, que una de las actividades que se hacen cuando los niños están entre uno y dos años es el control de esfínteres, que mi hijo Lobsang, a los seis meses de edad, no estaba preparado ni física ni psíquicamente para realizar ese proceso y que cuando llegara la hora ya me encargaría yo de llevarlo a cabo. Por lo visto mi suegra no estaba dispuesta a escuchar monsergas y, cada vez que llegaba al hotel, veía que la moqueta estaba mojada de orines. Yo montaba en cólera; primero, porque lo consideraba improcedente para mi hijo, y segundo, porque aquello era una auténtica cochinada y no estaba dispuesta a vivir en aquella habitación apestando a meados. Daleki, sin embargo, lo hacía con los mejores deseos de hacer el bien a su nieto. Ella aplicaba a rajatabla lo que había visto hacer en las aldeas sherpas donde se había criado. Geográficamente hablando, aquellas costumbres no eran ya aplicables, ni siquiera en Katmandú. En Gholi, el pueblo donde fuimos de luna de miel, si los niños orinan en el piso de piedra de la cocina, no pasa nada. Katmandú, sin embargo, es más sibarita: muchos hoteleros han querido poner moqueta en las habitaciones para que los turistas tuvieran el máximo confort. Sin embargo, mi suegra no era capaz de distinguir que se trataba de ambientes distintos: ella continuaba aferrada a sus costumbres allá donde fuera.

Yo me pasaba el día invocando a Kuvera, que en la mitología hindú se conoce por ser el jefe de todos los demonios, y le pedía que viniera y nos llevara a los tres: a mi suegra, a mi marido y a mí, para ver si de una vez por todas se terminaban las disputas y los líos que surgían como telarañas en el techo, enturbiando nuestras relaciones y metiéndonos en la fragilidad tenebrosa de los desarreglos emocionales.

Mi deseo se cumplió pronto: el demonio no se llevó a ninguno, pero sí que nos ayudó a encontrar una casa para que nos instaláramos mi marido, el niño y yo. Decidimos también buscar una persona para que se ocupara a ratos de Lobsang, a ratos de las tareas del hogar. De este modo, con las distancias más marcadas, se suavizaron las rozaduras entre mi suegra y yo.

Era una casa grande, preciosa, de tres plantas y un hermoso jardín, en Samakushi, un barrio soleado y céntrico, a unos diez minutos de Thamel. Teníamos que habilitarla para montar la escuela y, mientras tanto, nosotros íbamos a vivir allí.

El confort del hotel Tushita nos duraría poco y enseguida tuvimos que adaptarnos a las precariedades del Tercer Mundo, ya que habilitar una casa en Nepal es meterse en un berenjenal terrible: nos faltaba la luz y el agua, comíamos deprisa lo primero que pillábamos, dormíamos poco y mal, de mañana con el frío y al mediodía con el calor, teníamos que enfrentarnos a las duras tareas burocráticas para obtener permisos: permiso para abrir la escuela, permiso para poner un teléfono, permiso para que nos dieran la luz, permiso para que nos dieran el agua, permiso para que nos instalaran el gas... Era agotador y poco gratificante, porque un trabajo que en España se hace en cuatro días, en Nepal podía tardar un mes. La paciencia y la tolerancia eran virtudes imprescindibles para poder trabajar allí. Yo padecía por mi hijo Lobsang, quien necesitaba sus baños diarios, sus papillas de fruta, sus calditos de verdura, sus instalaciones térmicas, sus ropitas aseadas y, en definitiva, todos los cuidados de un bebé. Yo no sabía cómo arreglármelas para que mi hijo estuviera bien atendido, ya que la falta de medios, que no me había importado cuando yo vivía sola en Nepal, ahora que tenía al niño, me hacía sufrir mucho y, aun cuando dispusimos de las instalaciones de agua y luz, las cortaban cuando menos lo esperábamos: el niño se quedaba sin baño y sin comida, ya que no podíamos encender el hornillo eléctrico ni el «minipimer» para sus papillas.

Yo lo pasaba mal, porque no quería que mi hijo tuviera ninguna carencia. Recibía el mismo salario que cuando trabajaba en la escuela Pemba, pero enseguida advertí que era insuficiente, ya que Nepal había sufrido en los últimos meses una dura inflación, y el presupuesto que habíamos estimado en España se había quedado corto y no tenía nada que ver nada con aquella realidad.

Las cosas no salían bien porque estábamos rodeados de mafiosos que tenían el monopolio de todo. Si queríamos montar la escuela en las fechas previstas y tener suministro suficiente de teléfono, agua, luz y correo, deberíamos echar mano de los sobornos y comprar en el mercado negro.

Por vía legal estaba todo paralizado y había que suscribirse a las listas de espera para acceder a cualquier servicio. Solicitar un teléfono podía tardar de dos a tres años; abrir una caja postal, seis o siete meses. Tuvimos que comprárselo todo a los mafiosos. La línea telefónica nos costó unos mil quinientos euros. La caja postal, ciento cuarenta y cinco; el permiso del departamento de educación, novecientos... Y así, una lista que nunca terminaría de mencionar.

Por mi parte tuve que recurrir a Maya para que me prestara dinero, porque mi sueldo era insuficiente para sobrevivir.

Vivía desde hacía tiempo con el corazón gelatinoso, a veces se me derretía y, en lugar de endurecerse, se me hacía cada vez más vulnerable. Y es que el hecho de haber padecido injusticias no te inmuniza contra ellas, sino que, simplemente, te ayuda a identificarlas y te hace más fuerte para hacerles frente.

A Maya le sorprendió muchísimo que, a los dos meses de regresar de España, no tuviera dinero y me encontrara en aquella condición personal de estrés. Dice un proverbio serbio: «Cuanto más grande la cabeza, más fuerte la jaqueca». Y eso era exactamente lo que me estaba sucediendo a mí: a medida que iban creciendo mis responsabilidades se agravaban los problemas.

Maya me dijo que debería hacerle una puja al dios Ganesh, representado simbólicamente por una rata, ya que, según los hinduistas, estos animales remueven obstáculos. Le pregunté a Maya si conocía algún libro que hablara de los animales sagrados de Nepal, ya que era un tema que me fascinaba. Maya me dijo que fuera a ver al astrólogo Joshi y que él me aconsejaría uno en inglés.

Raj Mangal Joshi me aconsejó leer el libro The Sacred Animals of Nepal and India, escrito por el nepalí Majupuria, donde descubriría el mundo fascinante de los animales mitológicos y sagrados de Nepal. Comencé a comprender que, en Nepal, los objetos, los templos y las casas están decorados con animales porque se les atribuyen poderes mágicos: algunos, como la quimera, son protectores; otros, como el pez, espantadores de fantasmas. El astrólogo me dijo que la rata se evocaba cuando se quería derribar un obstáculo y me dio un amuleto para que se lo ofreciera al dios Ganesh.

Las profecías y leyendas acerca de animales mitológicos me hacían meditar sobre mi propia vida: el libro decía que la rata está considerada la reina de las cosas de la casa y de los placeres de todas las criaturas. Según el Bhagvadgita, la rata se aprovecha, disfruta y roba aquellas cosas que más gustan a los humanos, aunque, en realidad, su nivel de conciencia no le permite saber si lo que roba representa para las personas un vicio o una virtud.

No estaba mal la reflexión, sobre todo en aquellos días en que me las tenía que ver con tantos «ladrones legales» que nos pedían sumas catastróficas a cambio de un servicio ilegal. Aquello de los ladrones en Nepal era un tema bien paradójico, ya que la gran mayoría consentía que existiera un soborno continuo entre los burócratas, es decir, un robo tolerado. Sin embargo, el pueblo entero arremetía contra cualquier ladronzuelo que fuera pillado con las manos en la masa: el tendero salía a la calle y decía: «¡Ladrón!». Al oír este grito, la gente se tomaba la justicia por su mano, se ponían a correr tras el sujeto y eran capaces de matarlo a palos antes de que acudiera la policía.

Un día una de mis amigas europeas me dijo que se marchaba a su país para pasar las Navidades.

—¿Navidades? —dije asombrada.

Ella me miró como diciendo «Pero ¿tú estás loca o qué?». Estábamos a mediados de diciembre, pero yo no asociaba aquellas fechas con la Navidad. Entonces me di cuenta de que había cambiado mis ritmos. Mi cerebro había sufrido una mutación extraña y, por primera vez, reconocí que medía los días, las semanas y las primaveras en función del calendario nepalí. En 1993 estábamos en el año 2049 y, a diferencia de otras latitudes, allí nos regíamos por cinco estaciones y numerosas festividades relacionadas con el budismo y el hinduismo; las Navidades cristianas no estaban incluidas.

Allí estábamos tan aislados del resto del planeta, tan profundamente sumergidos en el narcisismo de nuestros problemas, que vivíamos de espaldas a todo lo demás. No teníamos televisión y no estábamos aborregados por las influencias de la moda y la publicidad que hacía estragos en otras partes del mundo, provocando una crisis consumista desaforada. Los turistas que venían a Nepal tenían que someterse al recato que obligaba el país: nada de enseñar las piernas, nada de escotes provocadores, nada de moda punk. Eso sí, teníamos Coca-Cola.

A mediados de enero de 1994 un grupo de voluntarios dispuestos a dar la vida por el montaje de aquella escuela llegaron a Katmandú. Para entonces, ya habíamos acondicionado una casa que les sirviera de albergue. Estaba completamente amueblada y, aunque no tenía lujos, se vivía con cierto confort. Formamos un equipo de los mejores que ha tenido la asociación. Era gente de primera categoría, muy bien preparada, con energía y con vocación. Cada uno desempeñó un papel insustituible en el montaje de la escuela.

Xavi: el carpintero; construyó parte del material escolar, hizo los rincones de trabajo y los muebles de la escuela. Desde el primer día trabajó codo a codo con un carpintero nepalí, a quien traspasó conocimientos y de quien también aprendió. Era un chico con una bondad y una predisposición inigualables. Lo tenía todo: talento, paciencia, dedicación y generosidad.

Maria Via: era profesora de inglés. Hacía todo lo que se le pusiera por delante. Me ayudó a poner un anuncio en los periódicos y, también, en la dura tarea de seleccionar el personal. Ella era la alegría de la casa, ideal para levantar el ánimo, con una energía y una vitalidad fuera de lo común. Era excelente trabajar con ella.

Clara, Gemma y Judith Espuny organizaron a los maestros contratados para que, en un periodo de dos meses, confeccionaran el material pedagógico, habilitaran las aulas y tuvieran fichas para trabajar. Aunque pusieron muchísimo empeño en su tarea, me decían que era muy difícil preparar a aquella gente. La mayoría de ellos no había leído nunca un libro, porque no existe el hábito de la lectura entre los profesionales de la educación. Aunque todos ellos hablaban inglés a la perfección, les costaba mucho interpretar un texto, ya que lo único que habían hecho toda la vida era repetir. Aquellas tres maestras sentaron la base pedagógica de la escuela Daleki. Su labor es impagable. Cuando se marcharon, todos los nepalíes lloraron el amargo trance de tener que dejarlas marchar, pero la dulzura de sus sonrisas y el enorme trabajo que realizaron todavía permanece intacto en el ambiente escolar.

Kami y yo hicimos la recogida de los niños, recorriendo una por una sus casas y dándonos a conocer. El principio fue muy duro: nadie nos creía, era la primera vez en Nepal que niños de condición tan pobre iban a ser admitidos en una escuela que era equivalente al mejor centro de aquel país. Los niños vivían en condiciones infrahumanas. Yo anotaba todos los detalles en unas fichas que habíamos preparado. Kami y yo hacíamos las preguntas, para poder tener la información que nos iba a permitir escolarizar a los más pobres. La verdad es que era muy difícil, porque aquellos que tenían la desgracia de estar viviendo allí no lo hacían precisamente por gusto y nos parecían todos pobres por igual. Aquello era muy deprimente: llegábamos a casa agotados, sucios de tragar polvo y miseria, y con el hedor a pútrido de los parias enganchado en la piel. Por el camino, de vuelta a casa, nuestro único deseo era meternos bajo la ducha, pero sabíamos que la mayoría de los días no había agua. El día que podíamos ducharnos, lo proclamábamos a los cuatro vientos como si fuera un lujo.

Los niños iban desnudos y descalzos, porque la mayoría no tenían ni vestidos ni zapatos, así que decidimos comprar ropa para todos y hacerles un uniforme que siguiera la tradición nepalí del vestir.

Acostumbrados a los uniformes de faldita plisada y corbata, los nepalíes no podían entender por qué nosotros, que éramos extranjeros, reivindicábamos las tradiciones de Nepal. En realidad fueron muchas las reivindicaciones que se hicieron desde aquella escuela. Tal como lo había anunciado el astrólogo Joshi, a la larga, habríamos de convertirnos en una auténtica revolución.

En una de aquellas chabolas descubrimos a Shiva. Era un niño ciego que debía de tener 8 o 9 años; estaba atado a una columna de madera que sostenía la barraca donde habitaba. Tenía los pelos de punta y el dorso medio desnudo. El crío no atendía a razones, pero se dedicaba a repetir todos los sonidos como si en los oídos tuviera un imán. Shiva se daba golpes en la madera estereotipadamente, con la mirada enturbiada de los locos: las pupilas dilatadas y blanquecinas, girando como planetas alrededor de su órbita esquizoide.

—A Shiva me lo voy a llevar a la escuela —dije.

El primero que se dejó sentir fue mi marido:

—Pero si este crío es ciego y tonto.

—Sí, ya lo he notado, Kami, es ciego y tonto, por eso me lo quiero llevar —concluí.

Estuvieron varios días intentando disuadirme de mi decisión. La escolarización de Shiva había de revolucionar la historia de la educación de deficientes en Nepal. Sería la primera vez que un discapacitado psíquico-sensorial se integraba en una escuela de niños «normales».

La Niña Pastori canta un palo flamenco que dice «los paisajes más bellos viven en la mente de los ciegos, y la esperanza más fuerte surge de los que no tienen remedio». Eso fue lo que le pasó a Shiva: llenó su mente de paisajes bellos, y recobró la esperanza que había perdido al haber nacido paria.

Paralelamente a los preparativos de la escuela, estábamos trabajando en el montaje de una ONG en Nepal. Aquella tarea nos costó lágrimas de sangre, ya que nos pedían un montón de requisitos muy difíciles de reunir. Primero, se formó bajo el nombre de Subakamana, hasta que, finalmente, se constituyó con un nombre que, en nepalí, era un equivalente a la que ya se había montado en Barcelona: VEDFON (Vicki Education and Development Foundation), que continúa operando a efectos legales hasta el día de hoy.

Finalmente parecía que todo estaba listo y fijamos una fecha para inaugurar la escuela. Hicimos un plan y nos pusimos a trabajar en los preparativos. Sin embargo, cuando todo estaba ya casi listo, mi suegra se puso en contra. Yo había decidido que la escuela se llamaría Daleki en honor a mi suegra, y ella decía que el día de la semana que habíamos elegido para la inauguración no era auspicioso porque correspondía con el de su nacimiento. Los voluntarios que estaban recién llegados y todavía no conocían los entresijos de las supersticiones en Nepal no daban crédito a lo que estaba sucediendo, pero no había más remedio que seguir las tradiciones; así que tuvimos que posponer nuestro plan y esperar a que el lama designara cuál era el mejor día para hacer la celebración.

La escuela se inauguró el 24 de marzo de 1994 y se llamó Daleki Primary School. Sin la presencia del secretario del ministro de Educación, que, habiendo confirmado por escrito su asistencia, nos tuvo dos horas esperando pero nunca llegó. Aquella negligencia por parte del Ministerio de Educación nos pareció a todos nosotros una falta de respeto monstruosa, sin embargo, pronto habría de descubrir que los desplantes públicos eran una conducta habitual entre los políticos del país. A menudo salía publicado en los periódicos que tal o cual ministro había dejado a la gente plantada en un acto público y no se había dignado siquiera a mandar disculpas o razón.

Cuando vimos que la situación se nos escapaba de las manos y que nuestros invitados ya no podían esperar más, un diputado que vivía en nuestro barrio se ofreció a oficiar el acto de inauguración.

Las clases empezaron regularmente. Cada maestra española se ocupó de tutelar una maestra del país. El personal docente constaba de cinco mujeres y un maestro varón. También había personal administrativo, gente para la cocina y para limpiar.

Teníamos un total de noventa niños escolarizados, repartidos en tres clases de parvulario y primero de EGB. Nuestros métodos y el sistema pedagógico se convirtieron en una atracción, porque hacíamos cosas inusuales: danza, música, educación física, plástica, deportes, excursiones, etcétera. Todo ello se desarrollaba en un escenario privilegiado: clases limpias, espaciosas y bien equipadas. La escuela era completamente gratis y, además de educar a los niños, proporcionábamos transporte a los estudiantes de la escuela Pemba, que anteriormente habían sido apadrinados por españoles, y a los que venían de las afueras.

A la gente le costaba entender muchas de las cosas que ocurrían en la escuela Daleki; sin embargo, lo que nadie comprendía era el hecho de que a los niños les diéramos de comer. El primero que no lo tenía claro era Kami:

—¿Tú te crees que esto es un hotel? —decía, casi indignado.

—Los niños están en edad de crecimiento —protestaba yo más indignada aún—. Si no se alimentan bien, no podrán rendir en la escuela.

Kami se encontraba muy lejos para comprender mis palabras y la verdad era que el resto de los maestros nepalíes pensaban igual que él.

El desacuerdo se producía porque, mientras nosotros estábamos entretenidos sirviendo las comidas, se formaban hileras larguísimas de pobres que venían por detrás del muro de la escuela. Eran los padres y familiares de los alumnos, que traían bolsas de plástico en las manos, y sus hijos, sin que nadie los viera, los proveían de trozos de carne, arroz, patatas, pescado, fruta y otros alimentos que para ellos significaban una comida de lujo.

A la hora de la comida, los niños se peleaban por repetir un plato de judías y estafaban para obtener doble ración de fruta, y es que, a pesar de su corta edad, aquellos niños ya conocían los estragos del hambre. Para la mayoría de ellos los alimentos de la escuela eran lo único que tenían para comer.

Aquellos críos llevaban una doble vida: por la noche, cuando íbamos al barrio de los turistas, nos encontrábamos con ellos en la calle, practicando la mendicidad. La mayoría de los niños que mendigaban en Thamel estaban explotados por mafiosos que les obligaban a entregar parte del botín que recogían. Algunos de nuestros alumnos dejaron de asistir a la escuela. Se trataba de aquellos que no habían recogido lo suficiente para entregar a sus proxenetas y se veían obligados a mendigar durante el día, por miedo a ser torturados si no cumplían lo pactado. Otros se pasaban de la mendicidad a la venta de estupefacientes. Eran niños con 8 o 9 años, que estaban al corriente del precio de las drogas. Sabían a la perfección cómo satisfacer los gustos y demandas de algunos turistas que, todavía, viajaban a Nepal pensando encontrar reminiscencias de la época hippy. Cuando, según contaba Father, en el barrio de Freak Street, los hippies se ponían ciegos de droga y fornicaban en la calle desnudos, ante los ojos atónitos de los lugareños, incapaces de comprender.

La escuela Daleki no quería vivir de espaldas a la realidad social que había a su alrededor; muy al contrario, tenía los ojos puestos en la sociedad, miraba hacia fuera y veía a los niños como carne de carroña, inocentes que habían caído en manos de usureros que traficaban con sus vidas sin el menor escrúpulo. El comercio de niños en Nepal se daba en varios terrenos: vendían a los niños para la prostitución, para el tráfico de órganos y para la adopción internacional.

Los alcahuetes estaban asociados con la policía, eran gente mezquina que se alimentaba de las flaquezas de los desamparados, de sus desgracias, y se aprovechaban de un sistema político que, en lugar de proteger al marginado, abusaba de él.

Daleki, con su mirada justiciera, se convirtió en una escuela transformadora, atacando cada problema que encontraba a su paso e intentando buscar una solución. Hubiéramos podido tirar los balones hacia fuera y decir que los asuntos sociales o económicos de los niños no eran tema de nuestra jurisdicción, pero eso hubiera limitado muchísimo la calidad pedagógica de la escuela: nosotros veíamos al niño como un ser que tenía que sufrir una transformación integral y para ello tuvimos que hacernos responsables de diferentes áreas: la económica, la jurídica, la social, etcétera, para que las necesidades de los alumnos quedaran cubiertas.

De este modo comenzamos a montar proyectos paralelos: el asesoramiento de los padres en la educación de sus hijos y la alfabetización fueron lo primero. Los padres venían por las tardes y aprendían a leer y a escribir. En realidad aquellas reuniones nos daban la oportunidad de hacer campañas contra el trabajo y la explotación infantil, ya que eran bastantes las familias que sacaban a sus hijas de la escuela para casarlas o para ponerlas a trabajar.

En aquella época tuve la suerte de contratar a una persona que ha sido, es y será el alma y el corazón de la escuela Daleki: se llamaba Nimdiki Sherpa. Nunca he encontrado en alguien tanta honestidad y dedicación. Desde hace ocho años, ella ha estado siempre a mi lado, como si se tratara de mi alma gemela. Nimdiki me ha seguido a todas partes, con su amor incondicional y su entrega. Ella era la que hacía de intermediaria para que nuestros proyectos llegaran a buen fin, trabajaba incansablemente con la eterna sonrisa en los labios, compañera, hermana y amiga. Hoy, desde la distancia, siento que no tengo palabras para expresar el agradecimiento y el amor que siento por ella. Nimdiki no tenía una tarea docente, su línea se ha ubicado siempre en el ámbito social; con su apoyo y su asesoramiento, logró convencer a muchos padres de las ventajas que tenía mandar a sus hijos a la escuela. Ella fue la que siguió con detalle el caso de Sukumaya, una de las anécdotas más ilustrativas en el terreno de la problemática familiar.

Sukumaya tenía 5 años y estaba empleada picando piedras de sol a sol. Ella faltaba muchísimo a la escuela y, aunque Nimdiki había empleado numerosas estrategias, sus padres no la querían quitar de trabajar. Se trataba de una familia con siete hijos que vivía bajo el puente de Tankeswore. Antes de las fiestas de Dasain, para cumplir con las obligaciones religiosas, su padre recurrió a un prestamista y le pidió 6.000 rupias, dejándole como prenda los pendientes que eran la dote de su esposa. El usurero, en lugar de hacerle el recibo a cuenta de las 6.000 rupias, escribió 60.000. Cuando el padre de Sukumaya, que era analfabeto, estaba a punto de firmar aquel papel, la niña se abalanzó sobre el recibo impidiendo el fraude que quedó al descubierto.

El padre de Sukumaya, llorando de alegría, recogió lo poco que tenía en su casa, compró frutas y guirnaldas de flores, y vino a la escuela para ofrecerme lo que tenía en señal de agradecimiento. Su testimonio fue de boca en boca y se convirtió en nuestro más ferviente colaborador.

Eran muchos los problemas que nos encontrábamos en el camino. Estábamos siempre al filo de la navaja. Escuchar las voces de los desamparados significaba aceptar que teníamos que comenzar con un proyecto más. La admisión de Shiva, por ejemplo, nos obligó a pensar en otro departamento: necesitábamos proceder al montaje del gabinete psicopedagógico, así que solicité un voluntario de España para esta labor.

Gloria Codina era psicóloga y vino para dar asesoramiento y llevar a cabo la formación de Shiva y de otros niños deficientes que habían pasado a integrar parte de nuestra plantilla escolar. Éramos la única escuela en Nepal que ofrecía aquel servicio. En realidad fue duro y gratificante a la vez ver cómo después del éxito que tuvimos con Shiva, otros deficientes físicos y mentales acudían a nuestra escuela para ser admitidos, ante la mirada atónita de los nepalíes, que nunca se habían preocupado de ellos porque creían que su deficiencia la tenían merecida debido al mal karma que arrastraban de una vida anterior.

Gloria desarrolló una tarea única en la historia de Nepal. Ocho años más tarde, todavía continúa siendo pionera en el país: formó al personal, escribió el currículo de integración, construyó material y dio ejemplo de una infinita compasión por aquellos desamparados, que, además de ser pobres, padecían el estigma social del rechazo por su discapacitación. Ahí se fraguó una sólida amistad y agradecimiento, por lo mucho que aprendí con ella.

Los niños de la escuela se ponían enfermos muy a menudo, así que fui a pedirle al doctor Lucas, de la embajada americana, que nos ayudara a montar un pequeño dispensario para hacer curas de urgencia. Además, él se ofreció a revisar los casos graves en su consulta. En aquella época llegaron Olga y Xavier Sanfulgencio y les di la responsabilidad de revisar el dispensario. Eran unos voluntarios modélicos. Xavi se convirtió en mi mano derecha, porque era tan habilidoso que sabía hacer de todo con rapidez y perfección. Él y Olga estuvieron ocho meses trabajando para nosotros; entre otras cosas, ayudaron en el proceso de vacunación de todos los niños y, luego, se marcharon a India para visitar el país.

Aunque Xavi se había preocupado mucho de la salud de los niños, paradójicamente, había descuidado su prevención sanitaria a nivel personal. Eso le acarreó consecuencias terribles que él mismo me contó en un relato que voy a transcribir:

«... Cuando llevas algunos meses viajando, acabas por descuidar las medidas de prevención mínimas... Cuando llevábamos un par de meses en India, en el desierto de Thar, yo tuve la idea genial de bañarme al caer el día, que es la mejor hora para que te pique la hembra del mosquito anófeles, portador de la malaria. Claro que, esta información, sólo la sabría dos semanas más tarde, cuando la enfermedad ya se había incubado y aparecieron las primeras fiebres. Esto me sucedió en el Estado de Goa (India) en una playa paradisíaca. Al notar los primeros síntomas, fiebre moderada y temblores, fuimos al médico, quien me dijo que seguramente se trataba de la malaria, pero que, para obtener la medicina, tenían que hacerme análisis de sangre. Los análisis dieron negativos, cosa que sorprendió muchísimo a mi doctor. Mi estado de salud había empeorado enormemente: vomitaba todo lo que comía, las fiebres eran muy altas y los temblores eran permanentes. El médico dijo que quizá se tratara del tifus, pero que dicha enfermedad no podía detectarse hasta pasada una semana de los primeros síntomas, así que, para saber el resultado, también me tendría que esperar.

»Así fue como comencé a ir de mal en peor: unos decían que era malaria, otros que si era tifus, dijeron también que era hepatitis. Pero, en realidad, nadie sabía lo que tenía y mi estado físico no dejaba de empeorar: a los siete días de los primeros síntomas, no podía ingerir ni un vaso de agua, había perdido mucho peso, las fiebres eran de 49º y los temblores me hacían saltar de la cama. Estaba totalmente seguro de que me iba a morir allí, pero me preocupaba pensar cómo se las iba a arreglar Olga con un cadáver tan lejos de casa...».

Xavi y Olga regresaron a Katmandú cuando el enfermo llevaba diez días debatiéndose entre la vida y la muerte. El día que vi a Xavi, supe inmediatamente que tenía que preparar su traslado urgente a Barcelona. Parecía un cadáver viviente. Los instalé en mi propia casa y eché mano de mis contactos para que salieran lo antes posible del país. Cuando lo examinaron los médicos del hospital, hicieron un comunicado entre los especialistas catalanes para que vinieran a ver el caso de paludismo más exagerado que se había detectado jamás. Dice Xavi que su sangre estaba tan infectada de malaria que se encuentra registrada como ejemplo en los libros de medicina del país. Puede decirse, literalmente, que Xavi volvió de la muerte, porque si llega a tardar unas horas más, quizá no hubiera sobrevivido.

Un día me enteré de que Kushila Gurung, una niña de 12 años, había desaparecido hacía tres días y nadie sabía su paradero. La maestra de la niña, Nimdiki y yo fuimos a hablar con los padres y pusimos una denuncia en la policía. Los policías averiguaron que Kushila se había fugado con su novio y aconsejaron a los padres dar el caso por terminado, puesto que, según los agentes, aquello se trataba de una historia de amor. Yo puse el grito en el cielo y recordé a la policía que la ley penaliza los matrimonios con menos de 16 años. Persuadí a los padres para que se ratificaran en la denuncia y les pedí que me acompañaran a ver a un abogado que se hiciera cargo del caso. Puse el asunto en manos de un letrado especialista en fugas de menores y trata de blancas. Era un profesional muy polémico. Su cabeza tenía precio entre los mafiosos, porque más de una vez había conseguido reunir pruebas para meter en la cárcel a los alcahuetes que traficaban con mujeres.

Allí comenzó una encrucijada que parecía no tener salida. El abogado y sus ayudantes hicieron averiguaciones y nos dieron a entender que la madre de Kushila estaba metida en el asunto y que había vendido a su hija por una suculenta cantidad. El abogado nos aconsejó mantener nuestros planes en secreto para que la madre, si era verdad que estaba implicada, no los pudiera boicotear.

Pasaban los días y no se sabía nada del paradero de la niña, hasta que una tarde se nos informó de que alguien los había visto en un pueblo cercano a la frontera llamado Thankot. Nimdiki y yo acudíamos sin demora a las citas de los abogados que requerían nuestra presencia constantemente. Llegábamos a casa agotadas de recorrer los pueblos identificando niñas desconocidas que habían sido encontradas por el equipo de abogados. Aquello era un espectáculo espeluznante. Mirábamos una por una a aquellas crías que oscilaban entre los 9 y 18 años, pero Kushila no estaba entre ellas. Un día, Nimdiki me dijo que ella ya no podía más, porque aquel asunto la estaba deprimiendo sobremanera, y creía que la pobre Kushila ya debía de haber pasado la frontera, como miles de jovencitas nepalíes, que acaban en la India ejerciendo la prostitución.

Yo estaba tan desesperada que ya no sabía a quién acudir. Si Nimdiki se rendía, yo estaba completamente sola en aquel asunto, las fuerzas me fallaban y me sentía desfallecer.

Un día vinieron los abogados y nos dijeron que alguien había visto a Kushila en un restaurante de Boudha, y que fuéramos corriendo para ver si podíamos ayudarles con la identificación.

Se trataba de un antro en el que sólo había hombres. Era un lugar sucio y apestoso, donde se servían bebidas y se daba de comer. La niña se insinuaba a los clientes como reclamo: estaba perfectamente maquillada, y tenía los labios pintados de rojo intenso. Kushila servía las mesas acicalada como si estuviera trabajando en un burdel.

Cuando Nimdiki la vio, se echó las manos a la boca en señal de sorpresa, porque jamás se hubiera imaginado encontrar a la niña en aquellas condiciones. Cuando ella nos vio, se quiso dar a la fuga, pero era demasiado tarde, porque las dos puertas estaban vigiladas y no la dejaron salir. A Kushila le daba vergüenza mirarme a los ojos y lo primero que hizo cuando me tuvo delante fue quitarse el carmín de los labios. Estaba muy asustada y enseguida arrancó a llorar. Tenía un pánico terrible a venirse con nosotros, porque decía estar enamorada del chico que la había seducido, que resultó ser el hijo de un reconocido traficante de trata de blancas, que hacía servir al chico de 16 años como cebo para enamorar a las jovencitas. Cuando las niñas estaban convencidas, las persuadía para que se escaparan con él a India y allí eran vendidas a la prostitución.

Kushila nos dejó claro que, si su novio no se venía con ella, se cortaría las venas. Aquello era de verdad un gran dilema ya que ninguno de nosotros sabía cómo actuar.

La madre de Kushila, por su parte, se negaba a aceptar a su hija en casa, porque decía que ya no era virgen y que le sería imposible poderla casar.

El punto final lo puso la noticia de que la niña estaba embarazada. Yo pensaba que me moría de dolor. Era demasiado fuerte.

La policía se llevó al proxeneta a la cárcel. Yo cogí a Kushila por el brazo y le dije:

—Si tu madre no te quiere, vente con tu novio a la escuela. Allí siempre habrá un lugar para ti.

Me sentía tremendamente sola y desvalida. Aquellos niños estaban en constante peligro, y para protegerlos tendría que haber nacido como un gran pulpo con tentáculos de hierro. El instinto me llevó al templo de Pashupati-Nath, allí donde llevan a los muertos para hacer la cremación. Necesitaba entrar en contacto con la muerte y saber qué diferencia había entre un cadáver y yo. Había ya atardecido, y el rojo vivo de las hogueras se mezclaba con los últimos rayos de sol. El aire olía a carne humana. ¡Ojalá hubieran podido quemarme a mí! No quería continuar viviendo con aquella sensación de impotencia. Aquella ciudad era un calvario en vida. El templo de Pashupati estaba rodeado por dioses esculpidos en la piedra. De tanto hacerles ofrendas, aquellas divinidades tenían la cara cubierta de rojo. La pintura de los dioses se me antojaba como si fuera sangre, los dioses lloraban sangre. Fue entonces cuando escribí aquel poema:

Despierta ciudad dormida, tus dioses están llorando,

lloran lágrimas de sangre sobre sus caras de barro.

Del cielo se escuchan voces, en la tierra se oyen llantos,

los niños lloran a gritos, las madres lloran callando.

Despierta ciudad dormida, los templos se están mojando,

una lluvia de puñales está arrasando los campos.

Los puñales son de plata, los campos son pura escarcha,

y la luna que se muere ya parece una guadaña.

Hay muchos niños hambrientos, hay muchas bocas callando,

despierta ciudad dormida, tus dioses están llorando.

Lo ocurrido con Kushila nos dejó a todos perplejos. El abogado decía que el chico, con sólo 16 años, ya había contraído matrimonio cuatro veces; las esposas anteriores habían desaparecido repentinamente. Cuando quisimos hacerle entender este hecho a Kushila, que decía haber encontrado al hombre de su vida, nos contestó que las anteriores esposas de su novio eran malas y se iban con los camioneros.

Este asunto nos trajo un problema añadido, porque tuvimos que cobijarlos en la escuela de manera provisional y no teníamos acondicionamiento.

A los pocos días de lo sucedido, llegó una persona que representaba a The Human Touch Fund, una organización fundada por los trabajadores de Unicef en Nepal, que destinaban parte de sus sueldos a obras benéficas. Traía una niña llamada Babita, ciega, raquítica y con un grave problema motor, y nos pidió que le diéramos cobijo, porque necesitaba urgentemente ser atendida en un centro de calidad. Yo no sabía cómo hacer frente a aquella demanda. La representante de Unicef me dijo que había recorrido todos los hospitales y todos los centros del país en busca de ayuda, y que el nuestro era el único que tenía las condiciones físicas, pedagógicas, terapéuticas y profesionales para poder atender a Babita. La mujer me decía que iba a denunciar el estado deplorable en el que operaban la mayoría de las ONG que prestaban servicios educativos en Nepal: según ella, estos centros que operaban en Katmandú recibían cantidades extraordinarias de dinero como ayuda para llevar a cabo tareas de educación con niños pobres. Sin embargo, cuando uno visitaba aquellas instituciones nepalíes, los proyectos presentaban unas condiciones deplorables: los niños estaban mal atendidos, había una notoria falta de higiene, las habitaciones estaban llenas de basura, los niños iban descalzos, desnudos, enfermos, babosos, el personal no estaba capacitado. Las donaciones que habían recibido no las utilizaban para el beneficio de los niños, a quienes continuaban manteniendo en condiciones miserables. Este estado de pobreza era el que les gustaba enseñar a los turistas y a los ricachones cuando iban a visitarlos, y de este modo les sacaban mejor el dinero. Era como un pez que se mordía la cola: cuanta más miseria pudieran enseñar, mayores serían los ingresos.

Yo no me extrañé en absoluto: por desgracia, conocía perfectamente de qué se trataba. Lo que más rabia me daba era la ignorancia que había al respecto. Si la gente que venía a nuestro centro no tenía información sobre el tema de las ONG y capacidad de análisis, en lugar de darnos más dinero para que continuáramos con nuestra labor, se lo daban a este tipo de instituciones que utilizaban la suciedad, la miseria y el morbo como reclamo para atraer dinero.

Me moría de pena de ver a la niña, que parecía un esqueleto ambulante: iba sucia, renqueante de una pierna, malnutrida, cieguita... Por otra parte, me sentía impotente, ya que nosotros no teníamos instalaciones de internado para poderla cobijar.

Había también un problema de personal: si queríamos atenderla bien, Babita necesitaba una persona para ella solita, ya que estaba en un estado deplorable y había que encontrar a alguien que pudiera protegerla, cobijarla y darle afecto. Así se lo dije a la señora de Unicef. Ella me respondió que podía pagar el sueldo de alguien para que se ocupara de Babita, pero que no podían ayudarnos a abrir el internado.

Aquella situación me hizo entender que teníamos que actuar con rapidez. No teníamos dinero, pero pediríamos un préstamo para que Babita, y Kushila, con su marido, vivieran allí. ¿No era aquélla una situación paradójica? La mayoría de ONG en Katmandú se estaban beneficiando de ayudas y subvenciones gubernamentales y privadas, pero luego, a la hora de ayudar a los niños que realmente lo necesitaban, ellos se lavaban las manos y nosotros teníamos que pedir más dinero para llevar a cabo la labor.

A los pocos días de ocurrir esto, apareció un artículo en el diario The Katmandu Post, con el escandaloso titular: «Los centros para niños cierran las puertas a esta niña abandonada». El artículo hizo furor en el mundo de las ONG en Nepal. Estaba escrito por los miembros del comité The Human Touch y denunciaba el precario estado de los centros en los que habían intentado internar a Babita: «Una niña de 6 años ha tenido que saltar de institución en institución, desde hace un mes, por la imposibilidad de encontrar un solo centro en la jungla de más de 150 organizaciones que ayudan a los marginados y abandonados...».

Finalmente, The Human Touch Fund Bulletin de Unicef escribiría en un artículo: «Cuando la policía notificó el caso de Babita a esta organización, nos pusimos a trabajar para encontrarle un hogar. HTF contactó con más de cinco organizaciones y, finalmente, encontró un lugar para ella. Se trata de la organización VEDFON; es una ONG que opera en Nepal desde 1993 para niños marginados. Está situada en Samakushi y Vicki Subirana, una mujer española, es la directora de esta ONG».

A raíz del artículo en el periódico, nuestra escuela se hizo famosa en todo el país y me nombraron asesora pedagógica de la escuela que se llama Budhanialcanta School y que funciona bajo el auspicio del rey de Nepal. Una vez más, los acontecimientos me ponían ante esta eterna paradoja que es la vida: la persona que había ido a Nepal para educar a los parias del país era llamada a palacio para ser la asesora de la escuela real.