Capítulo 12. Aventuras del pequeño Lobsang
Tuve que poner orden y reflexión en mis pensamientos y emociones, reconstruir de nuevo las ideas y los sentimientos que afloraban como un estorbo y obstruían mi claridad mental. Si analizaba las cosas desde el principio, era consciente de que lo que a mí me había pasado era demasiado difícil de digerir: no sólo había triunfado con mi proyecto de escuela, sino que también había encontrado el amor.
Había llegado el momento de disfrutar de mi matrimonio con una postura sana y optimista, dando gracias por las ventajas y sin dejar que la ausencia de Kami fuera un obstáculo para continuar mi trabajo.
Decidí entregarme por completo al proyecto educativo que tenía entre manos. Sharmila y Moni habían aprendido muchas cosas y las hacían muy bien. Los niños parecían intuir mi pensamiento, absorber de mi mente, beber de mis fuentes de información. Ellos y yo hacíamos una simbiosis perfecta. Se acostumbraron a ser el centro de atención de visitantes, porque la fama del parvulario no paraba de crecer. Venían también a vernos algunos españoles, llevados por el boca a boca y por la curiosidad. Así fue como conocí a Mercé Escayola y a Jordi Risa, unos excursionistas que nos vinieron a visitar.
Cuando vi a Mercé por primera vez, supe que había encontrado a mi alma gemela, que se trataba de un ser muy especial para mí. Con los años la vida me daría suficientes oportunidades para ratificarme en aquella primera impresión. En aquellos días ella fue como un regalo enviado del cielo. Nos hicimos inseparables y me ayudó muchísimo a superar la ausencia de Kami y el tumulto emocional de la boda, ya que, en su compañía, me adapté rápidamente a mi nueva situación.
Su marido se marchó a una expedición que duraría un mes y medio. Ella le acompañó durante un par de semanas y luego se vino a mi casa a pasar unos días.
Cuando Jordi regresó de su expedición, me hizo dos comentarios que habían de ser trascendentales para mí:
—No sé qué es lo que ha cambiado en ti desde que te dejé hace un mes y medio —dijo mirándome fijamente—. Tienes toda la pinta de una mujer embarazada —añadió Jordi, como si su oficio no fuera el de médico dentista sino el de adivinador.
Yo me limité a mirarlo con escepticismo y le comuniqué que estaba esperando la regla, y precisamente aquel día había comenzado con la primera señal.
Él insistió en que su percepción era cierta y me dijo que la que estaba equivocada era yo.
—¿Tú estás tonto o qué? —le dije casi con rabia—. Me acaba de bajar el periodo —añadí.
Entonces, Mercé, que ya sabía lo neurótica que me había puesto con lo de quedarme embarazada, cambió disimuladamente de conversación.
El otro comentario que me hizo Jordi fue referente a unas mujeres tibetanas que habían encontrado por el camino y que se habían escapado de Tíbet. Aquellas mujeres resultaron ser dos monjas amigas de las religiosas que meses antes Rigga y yo evacuáramos a India.
Cuando Jordi y Mercé regresaron a Barcelona, comentaron al escritor Javier Moro lo del encuentro con las monjas. Javier se interesó por este tema, que le sirvió de inspiración para escribir su libro Las Montañas de Buda, un testimonio extremadamente auténtico que relata con la sensibilidad que caracteriza el estilo de este escritor la vida de las monjas, su huida y la trayectoria del viaje por las montañas del Himalaya.
Cuando Javier decidió llevar a cabo su proyecto, se pasó por Nepal para conocerme, documentarse y hacer el mismo recorrido que hicieran las religiosas hasta llegar a exiliarse en India. Aquel año se fraguó entre nosotros una sólida amistad.
Personalmente pienso que en el mundo harían falta más escritores que se dedicaran a este género literario. Los americanos lo denominan historiografía.
Se trata de hacer un recorrido sociopolítico, describiendo historias reales que, por su contenido biográfico, pueden aportar los datos subjetivos que nunca deberían incluirse en los libros de historia.
Precisamente por este motivo, las obras historiográficas tendrían que estar recomendadas para complementar los libros de texto en las escuelas, ya que el testimonio de personas que cuentan hechos históricos desde sus propias perspectivas es imprescindible para evitar manipulaciones ideológicas en la enseñanza.
Los libros de historia deberían ser puramente informativos y narrar los hechos con la máxima objetividad. El subjetivismo tendría que venir desarrollado por un tipo de pedagogía que permitiera el testimonio de diferentes profesionales: médicos, políticos, amas de casa, religiosos, carpinteros, etcétera. Sólo así se puede asegurar el respeto al libre albedrío y evitar la censura.
Este tema me hizo recordar que en el mundo todavía hay niños que son víctimas de sistemas educativos basados en la castración y la deformación de los hechos históricos para fines políticos, en la manipulación de la información y demás aberraciones.
En Nepal, sin ir más lejos, se estudia a Napoleón Bonaparte en los libros de primaria como un ejemplo de conducta moral. Paralelamente, si analizo los libros de texto en los que yo estudié, me doy cuenta de que fui víctima de un gran lavado de cerebro y me rebelo contra un sistema que pretendía mostrármelo todo a través del prisma corroído del franquismo.
El mismo día que Mercé y Jordi se marcharon, comencé de manera repentina a sentirme mal. Era como una sensación de cansancio permanente que se agudizó a medida que pasaban los días. Aquella debilidad que me invadía me dejaba sin energía y me daban unas paranoias muy extrañas. Lo primero que me alarmó fue el desagrado y la aversión que experimentaba hacia mi propio sudor. Mi sentido del olfato se había agudizado de tal forma que, al levantarme por las mañanas, reparaba en olores que hasta entonces habían pasado desapercibidos para mí. Se me cerró el apetito, tenía náuseas y me dio por comer sólo lechuga, lo cual era un problema, ya que los nepalíes no suelen incluirla en sus dietas, y era muy difícil encontrarla en Nepal.
Me di cuenta de que mi carácter extrovertido y alegre había cambiado y me había vuelto reservada y huraña. No tenía paciencia con los críos, cualquier cosa me enojaba y me hacía sentir fatal.
La menstruación de aquel mes había sido una cosa muy extraña, porque experimenté todos los síntomas premenstruales; llevaba ya quince días con gotitas de sangre, pero el flujo de la regla no me terminaba de bajar.
Mis pechos se hicieron voluminosos; los tenía tan duros e hinchados que se me salían del sostén.
Una mañana abrí la ventana de mi habitación, como de costumbre, y dejé que la vida de la calle entrara en mi casa. Eran las ocho de la mañana, hora en la que las mujeres solían preparar la comida principal. El aire me traía el olor genuino de las especias; después percibí el aroma dulzón que desprende el arroz cuando se está cociendo y me dieron unas terribles ganas de vomitar. ¿Sería cierta la predicción que hiciera Jordi Risa? ¿Estaría embarazada de verdad? Sólo pensar en ello me volvía loca de alegría, pero, si era así realmente, ¿qué significaban las manchas de sangre? ¿A qué se debía aquella sensación premenstrual?
Los vómitos de aquel día habrían de sentar un precedente, porque, a partir de entonces y durante los ocho meses que siguieron, cada vez que olía el arroz cocido, me daba por sacar todo lo que tuviera en el estómago sin poderlo remediar. Aquello se convirtió en una auténtica tortura, ya que, en Nepal, el dhal bahat se comía dos veces al día en todas las casas del país. ¡Desde luego, vaya cruz que me había caído!
Al final decidí llamar a Maya para que me diera algún consejo. Cuando Maya me escuchó, afirmó con toda seguridad que se trataba de un embarazo y que lo que tenía que hacer para evitar las pérdidas era reposar, guardar cama unos días y esperar el tiempo reglamentario para poder hacer los análisis con un poquito más de rigor.
Decidí acatar sin demora su advertencia, aunque aquel consejo se convirtió en un escollo que obstaculizaba mi rutina en el trabajo. De nuevo me veía apartada de la misión que me había traído hasta allí. Hubiera preferido tener la serenidad para no calentarme la cabeza con cosas negativas, aceptar la vida tal como venía y aprovechar el reposo para hacer meditación, pero mi mente estaba dispersa y obstruida. No dejaba de pensar en mi marido, que había partido con una expedición y estaría ausente durante tres meses. Cabía la posibilidad de que estuviera embarazada, pero él no lo sabía, y por las pérdidas que tenía, tampoco podía descartarse que, de un momento a otro, se produjera un aborto. Si me pasaba algo malo, ¿quién iba a estar allí para cuidar de mí?
Así estuve durante unos días hasta que, al final, Maya y mi suegra me llevaron a una ginecóloga que, después de hacerme una ecografía, me confirmó la preñez y me advirtió de que debería permanecer tres meses en cama, ya que tenía el útero muy bajo y había un alto riesgo de abortar.
La doctora me dijo que para erradicar las pérdidas de sangre, debería ponerme unas inyecciones cada día, durante una semana, y que, pasados los cuatro meses de embarazo, si la cosa iba bien, podría levantarme y hacer vida normal.
Al salir de la visita Maya, mi suegra y yo nos metimos en la farmacia que había debajo del ambulatorio, para que me pusieran la inyección. En Nepal las farmacias están ubicadas en un garaje, al aire libre. Las inyecciones te las ponen a la vista de todos, con el polvo de la calle que levantan los vehículos y el estruendo de las bocinas al pasar.
Recuerdo que el mostrador hacía de separación para tener acceso a la parte trasera, que estaba habilitada con unos bancos en los que la gente se sentaba mientras estaba siendo atendida. En la estancia se encontraban varias personas que, después de comprar sus medicinas, decidieron quedarse allí para mirar. Yo ya me había acostumbrado a que la gente me mirara sin motivo. Quizá les chocaba el hecho de que vistiera como ellos, de que fuera acompañada de gente del país, de que hablara la lengua nepalí. ¿Qué sé yo?
Lo cierto es que las caras de aquellos extraños fueron la última cosa que vi antes de caer. Al sentir el pinchazo de la aguja en las venas de mi brazo, se me nubló la vista y perdí el contacto con la realidad. Se ve que permanecí algunos minutos inconsciente y que el practicante me ajetreaba y me daba golpes en la frente y en el pecho para poderme reanimar.
Súbitamente mi cuerpo recobró la movilidad y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada, ni sabía qué había pasado ni dónde me encontraba. Sentía un sopor en la garganta, como si tuviera minada la facultad de respirar. El oído, sin embargo, lo recuperé rápidamente, aunque yo pensaba que me encontraba tirada en la calle, porque escuchaba las bocinas de los coches de manera estridente. Entonces comencé a vomitar a chorros. Y es que, para poder hacerme la ecografía, había ingerido tres litros de líquido y, lógicamente, por un sitio u otro los tenía que evacuar. Claro que, como el agua me salía en surtidor, mojé a todos los curiosos que se habían apilado para verme, porque yo no paraba de vomitar. En aquellos momentos recobré la conciencia totalmente y vi que la gente salía huyendo llenos de pringue hacia la calle, como si fuera una estampida, proclamando a gritos que lo que yo tenía era una gran borrachera. A mi suegra no le gustaron nada aquellos comentarios y emprendió una pelea con la gente, para defender mi honor:
—Los borrachos seréis vosotros —decía muy enojada—. ¡Largaos a vuestras casas, que a nadie le importa lo que ha ocurrido aquí! —gritaba mi suegra, empujándolos a todos, ¡con un genio de armas tomar!
A la salida, como ya era de noche, los taxis que se encontraban parados delante del ambulatorio se negaron a llevarnos si no les pagábamos el triple de lo que era habitual.
Al darse cuenta de que yo era extranjera, pensaron que podrían clavarnos una buena dentellada. Nos rodearon como si fueran una manada de lobos, ya que sabían que no era probable que pasara un transporte público y que la próxima parada de taxis estaba muy lejos de aquel lugar.
Esperamos durante mucho rato. Yo estaba muy mareada y necesitaba a toda costa descansar, pero no había ningún alma caritativa que nos quisiera ayudar.
Esperamos más de media hora y cuando Maya vio que la situación se hacía insostenible, no tuvo reparos en parar a uno de los carros de carga que transportaba sacos de arroz y unos cuantos pollos. Sin pensárnoslo dos veces, nos metimos en aquel cuchitril y empezamos a dar botes, porque aquella carretera, como la mayoría de las que hay en Nepal, se encontraba en un estado deplorable y había más agujeros que asfalto. Nosotros, como viajábamos al aire libre, éramos capaces de prevenirnos cuando venían los baches y auparnos para no dar tantos saltos, pero aquellos pobres pollos iban atados por las patas y cada vez que se golpeaban en el suelo del carro, del susto que pillaban, se ponían a cacarear.
El dueño del vehículo, sin embargo, resultó ser un ser humano excepcional. Entre el griterío de los pollos, Maya le explicó que se trataba de una emergencia, con lo cual consiguió que el hombre tuviera compasión de nosotras, hasta el punto de que, después de hacer el viaje, no nos quería cobrar el transporte.
Me trasladaron a vivir a un piso que Kami y yo habíamos alquilado para mi suegra y allí permanecí en la inmovilidad más absoluta, de manera que ni para ir al hospital me quería levantar.
Saqué los pocos ahorros que todavía me quedaban y mandé llamar al médico de la embajada americana, con el pretexto de que estaba en una situación desesperada y de que en Nepal no había consulado, ni organismo alguno que representara a mi país.
El doctor Lucas se presentó al rato de llamarle. Escuchó atentamente el relato de los hechos que habían ocurrido aquella tarde y cuando leyó el prospecto de las inyecciones que me habían puesto, ¡no se lo podía creer! Aquel medicamento no era para ser suministrado por vía intravenosa. Según me contó el médico, podía estar contenta de permanecer con vida, porque de otra suerte, me hubieran podido matar. A mí me cogió de súbito la llorera y, como si nos conociéramos de toda la vida, el doctor Lucas me abrazó. Era un hombre alto, enjuto, delgado, pero con una humanidad fuera de lo común. Noté su corazón latiendo fuerte junto a mi pecho, que ardía de tanta pena, porque ya no era sólo mi vida la que ponía en peligro, sino la del ser humano que se estaba formando dentro de mí.
—Doctor, ¿cree usted que el feto habrá quedado afectado? —le pregunté con los ojos llenos de temor.
—Es muy temprano para que lo sepamos. Lo único que podemos hacer ahora es esperar. Descansa y no pienses en nada —me dijo el médico antes de partir.
El doctor Lucas mandó un enfermero de su equipo para que viniera diariamente a ponerme las inyecciones. Y así estuve durante muchos días y muchas noches, tumbada boca arriba mirando el techo de aquella habitación que se había convertido en una cárcel para mí, o tal vez en una tumba, porque nadie era capaz de decirme si el niño que llevaba dentro estaba vivo o estaba muerto. Y aquella incertidumbre me dejó los ojos cieguitos de tanto llorar.
Aquellos días tuve mucho tiempo para pensar. De nuevo me encontraba a solas con mi mente y era como si tuviera un armario lleno de cajones con ideas que había ido guardando, para poder usarlas alguna vez. Había pensamientos que eran míos, otros los había adoptado. Algunas veces lo que había allí escondido estaba tan podrido y tan ajado, que incluso olía mal. Agradecí la oportunidad que la vida me brindaba para poder hacer aquella limpieza, y es que, generalmente, tenemos tiempo para todo lo físico y material, pero las ideas, emociones y pensamientos, aunque no ocupen un espacio aparente, también están ahí, forman parte de nosotros y raras veces nos paramos a ordenarlos, a vaciar lo que no nos interesa, a trazar paralelismos y comparaciones, a echar mano de lo que ya sabemos para aplicarlo en la vida real. Un día nos damos cuenta de que nos cuesta tomar decisiones, de que nos irritamos por cualquier cosa, de que no podemos pensar con claridad. Aquello era lo que me estaba sucediendo a mí. De nuevo me había bloqueado, y lo tenía que solucionar.
Revisando mis archivos de estudiante, rescaté una frase de Séneca, del que se dice haber sido el primer pedagogo de la Hispania romana.
«La mejor manera de vivir la vida es aceptar la adversidad como si la hubieras deseado».
Era curioso ver el paralelismo entre las palabras del filósofo cordobés y las del Dalai Lama de Tíbet cuando dice que el arte de la felicidad es mantener buenos pensamientos aunque las circunstancias sean adversas.
Me di cuenta de que aquellas personas tan eruditas me estaban diciendo que todo dependía de mi fuerza de voluntad. Recordé un poema que había escrito cuando todavía era estudiante de bachillerato y lo repetí muchísimas veces en mi silencio interior. Aquel poema fue como un salmo milagroso, y no sólo me dio la certeza de que mi hijo estaba vivo, sino que me ayudó a superar la inseguridad:
¡Qué bien estás ahí, hijo mío!
En mis entrañas, solo, tranquilo.
Estás ajeno al tiempo,
al mundanal ruido,
solitario y recóndito, casi perdido.
Yo quisiera que tus pulmones ansiosos de vida,
no conocieran el aire negruzco de la ciudad en que vivo.
Yo quisiera hacer para ti un mundo nuevo,
que, cuando abrieras por primera vez los ojos,
lo vieras bello,
y sintieras desde el primer momento,
la alegría de vivir,
en tu cuerpo.
Cuando Kami regresó de la montaña se volvió loco de satisfacción. El hecho de ser padre le dio optimismo y vitalidad, y, aunque mi embarazo continuó lleno de tropiezos hasta el mismísimo día del parto, nos unimos más que nunca y no dejamos que las circunstancias externas estropearan nuestra felicidad.
Kami y yo volvimos a nuestro ático de la escuela y, a los cinco meses de embarazo, comencé de nuevo a trabajar. Vomitaba todo lo que comía, pero me empeñé a toda costa en hacer mi vida normal.
En aquella época había pasado a formar parte de la organización americana Hands in Outreach, que patrocinaba la educación de una cincuentena de niños de la escuela Pemba y de otras escuelas del país. Me contrataron como supervisora. Mi función consistía en asegurarme de que los estudiantes recibían los cuidados necesarios, de lo cual tenía que informar mensualmente a los responsables de esta organización en EE UU.
El entorno de la escuela de Pemba había cambiado de manera considerable. Mr. Pemba, viendo que no podía encontrar buenos maestros en Nepal, trajo personal docente de India, y aquello se convirtió en un campo de batalla porque los indios y los nepalíes no se llevaban bien. El subdirector de la escuela era un señor angloindio con muy buena voluntad, pero que aplicaba una pedagogía nefasta, basada en una disciplina temeraria y militar.
Cada mañana nos despertaban los gritos de terror y los llantos de los niños que estaban siendo torturados. Para pegarles empleaban látigos y palos. Los maltrataban simplemente por no haber hecho sus deberes, por no haber traído los libros de casa, o por haber hablado en clase sin permiso del maestro. Kami y yo no lo podíamos soportar. Aquella situación de violencia me sumió en un estado de melancolía, perjudicando considerablemente mi equilibrio emocional. Desde el punto de vista de un budista como Kami, para quien matar un insecto era un acto de crueldad, los castigos físicos que allí se practicaban violaban los principios más sagrados de su religión.
Un día decidimos ir a ver a Mr. Pemba y le dijimos que no podíamos resistir los tratos inhumanos, que atentaban contra las libertades más básicas, contra el budismo y contra cualquier otra religión.
Pemba hizo oídos sordos a nuestras quejas, alegando que confiaba plenamente en los métodos pedagógicos de su vicedirector. Nos explicó que el nivel de rendimiento de los alumnos era muy bajo y que, si no se empleaba mano dura, suspenderían los exámenes una y otra vez.
Las torturas se hicieron visibles en la escuela a cualquier hora del día: los patios se llenaron de niños que permanecían arrodillados encima de piedrecitas del tamaño de un garbanzo. Cuando los críos se levantaban, tenían todos ellos las rodillas moradas y, del dolor que sentían, a duras penas podían caminar. Los reincidentes comenzaron a tener marcas permanentes y heridas que les sangraban porque los había que tenían que completar castigos de días enteros, y permanecían inmóviles con los brazos en cruz. El vicedirector les hacía sostener libros en las manos y les hacía repetir frases como: «Nunca más me olvidaré el libro en casa», «No hablaré en clase sin el permiso del maestro», y otras barbaridades por el estilo.
Por si eso no fuera suficiente castigo, el vicedirector, de vez en cuando, se paraba delante de uno de ellos y les soltaba dos sopapos en la cara. Los pobres críos se quedaban allí, llorando desconsolados y angustiados, soportando las inclemencias del tiempo y el calor del sol.
Nadie intercedía por ellos. La escuela entera se había hecho cómplice: los profesores y alumnos asumían a la perfección el papel de espectadores y verdugos, y no tenían reparos en ridiculizar a los castigados burlándose de ellos y tirándoles piedras, como si se tratara de una situación completamente normal.
Un día, mi paciencia llegó a su límite: decidí escribir una carta explicando los hechos que estaban ocurriendo en el centro. En el documento aporté el testimonio de los niños maltratados, adjunté fotografías y firmas de los afectados. Mandé una copia de la carta a la organización Hands in Outreach; luego, alegando que se trataba de niños apadrinados por ciudadanos de EE UU, hice llegar otra copia al cónsul de la embajada americana en Nepal.
A los pocos días de esta iniciativa se personaron en la escuela dos oficiales de marina que la embajada americana había enviado para enterarse de lo que pasaba allí. No sabré nunca qué sucedió en la sala de reuniones donde, durante dos días, se encerraron los marinos y diversos testigos, hasta que dieron por terminada la investigación. Yo me negué tajantemente a participar en las indagaciones, alegando que, teniendo en cuenta mi avanzado estado de gestación, ya suponía suficiente trauma haber tenido que presentar aquella carta denunciando los malos tratos y que ahora ya tenían suficientes testigos para trabajar con equidad.
El resultado fue el cese inmediato de las torturas y, aunque fue un alivio, Kami y yo ya estábamos hastiados y, de no haber sido por los niños del parvulario, hubiéramos salido los dos corriendo de allí.
Un día Maya nos invitó a su casa a cenar. Habíamos quedado en encontrarnos en una calle céntrica de Bag-Bazar, ya que ella vivía cerca de allí. Por el camino yo notaba como un picor en el ano; era una sensación rara que me producía malestar.
Cuando llegamos a casa de Maya, me metí en el cuarto de baño y me encerré. De repente tuve la imperiosa necesidad de limpiarme el orificio anal. Cómo serían mi pánico y mi estupor, cuando vi que de mi ano estaba saliendo una especie de gusano que se enroscaba en mis dedos conforme iba tirando de él. Se trataba de un parásito blando y transparente, de cuarenta centímetros de largo y un centímetro de grosor. De una sacudida lo lancé en el aire, y cayó justo frente a la puerta. Todavía continuaba moviéndose con mucha lentitud.
Quedé sumida en una especie de trance histérico, porque no tenía ni idea de cómo reaccionar. Pero ¿qué debía de ser aquello? ¿Y cómo podía ser que aquel bicho asqueroso hubiera salido de mi interior? De repente pensé en mi madre, cuando me contó que durante la posguerra había expulsado una tenia. ¿Sería aquello una tenia? Noté cómo mi cuerpo se paralizaba y me sentía totalmente indefensa e impotente. Tenía tanto miedo que la lengua se me hinchó y sentía como si tuviera un corcho dentro de la boca que me impedía respirar. Me había quedado acurrucada en un rincón del cuarto de baño, jadeando, llorando, chillando, sin poderme mover. Mi marido, Maya y la gente que estaba en la casa me instaban a que les abriera, pero yo no podía levantarme del suelo, hasta que tuvieron que emplear la fuerza bruta y derribar la puerta para entrar.
Aquel episodio fue una pesadilla que me acompañó durante todo el periodo de gestación, porque me enteré de que tener bichos de aquéllos era una cosa muy normal en Nepal.
Maya me llevó a un médico que me miró en un pasillo, detrás de una cortina, mientras los otros pacientes se movían por la estancia con toda tranquilidad. Hizo que me desnudara y me dijo que el niño no nacería bien porque no tenía espacio para crecer, ya que mi útero estaba lleno de tumores.
Luego, examinando el botecito con alcohol donde yo guardaba el parásito que había sacado, me dijo que aquello era una lombriz hembra llamada ascaries. Según me explicó el médico, este bicho primero pone centenares de huevos y, luego, sale al exterior. Claro que, dado el caso de que estaba embarazada, a mí no se me podría medicar, así que tendría que vivir con la infección parasitaria que había dejado aquella lombriz hembra en mi interior.
Cuando salí de la consulta, no podía articular palabra, y así estuve durante varios días, y es que había llegado al límite de mis fuerzas, y no me quedaban más ganas de luchar. Los nepalíes, sin embargo, no entendían por qué me tomaba tan a pecho aquella tontería. Muchos me decían que los gusanos podían echarse también por la boca y que, a veces, la gente expulsaba unas bolitas blancas que, al abrirse, contenían cientos de lombrices diminutas. Decían que lo mejor era echarlas, porque si las bolitas se reventaban dentro del intestino, el cuerpo entero se infestaba de aquellos parásitos, que comenzaban a movilizarse y salían al exterior por cualquier orificio del cuerpo: ojos, nariz, boca y ano.
Me contaban historias que ponían la piel de gallina, pero a ellos parecía hacerles mucha gracia, como si tener la barriga llena de culebras fuera una cosa muy normal.
Lo peor de aquella situación era el hecho de que yo estuviera embarazada, ya que, debido a mis continuos vómitos, desarrollé una especie de paranoia persecutoria, y cada vez que tenía náuseas me imaginaba que de un momento a otro empezarían a salirme bichos por la boca.
Decidí consultar a un médico occidental. Como el doctor Lucas se había ido de vacaciones, me dirigí al ambulatorio de la embajada francesa y hablé con el doctor francés.
El hombre escuchó la odisea de mi embarazo con ojos de estupor. Después, con la seguridad de un magistrado cuando dicta sentencia, me dijo:
—Señora, usted ya ha superado demasiados obstáculos en este embarazo. Haga las maletas y márchese lo antes posible para dar a luz en su país.
Cuando salimos del ambulatorio, Kami y yo sentimos como si hubiéramos rejuvenecido cien años. Pero ¿cómo no se nos habría ocurrido antes? Aquello sería lo mejor. Nuestro hijo nacería en un ambiente que tuviera más garantías que los centros sanitarios de aquel país.
Aquello también nos serviría como excusa para dejar la escuela de Pemba y terminar de una vez por todas con los problemas a los que, últimamente, nos habíamos tenido que enfrentar.
Todavía no sabía de dónde iba a sacar el dinero para los billetes, ni de cómo me las arreglaría para sobrevivir en Barcelona, pero de una cosa estaba segura: acataría el consejo del doctor aunque tuviera que pedir un préstamo.
Aquella noche estábamos tan excitados hablando de nuestros planes de futuro, que éramos incapaces de dormir. A mí me daba pena tener que dejar a los niños de la escuela. ¿Quién iba a velar por el bienestar de aquellos estudiantes cuando yo me fuera? ¿Quién iba a garantizar una enseñanza digna y de calidad? Hubiera dado cualquier cosa por encontrar una solución, pero el dilema estaba servido y era evidente que Mr. Pemba y yo teníamos métodos educativos muy diferentes, y que nuestro trato un día u otro se tenía que romper. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de aprovechar mi viaje a España para escribir un proyecto, buscar la financiación y, una vez de vuelta a Katmandú, montar una escuela que diera cabida a los marginados, a los parias, a todos aquellos niños que andaban corriendo por la calle, sin familia y sin educación.
Kami y yo coincidimos en que había una necesidad urgente de hacer algo para ayudar a aquellos inocentes que estaban siendo víctimas de las mafias, que les explotaban obligándoles a pedir a los turistas, trabajando en las fábricas de alfombras o vendiendo en las calles de Thamel. A Kami y a mí nos daba mucha lástima comprobar que el número de niños que tenía que mendigar para poder comer había aumentado de manera alarmante: cada vez eran más las niñas que desaparecían, nadie sabía su paradero. Los padres, desesperados, salían en la televisión haciendo denuncias pero las niñas en raras ocasiones regresaban.
En realidad la situación política de Nepal había empeorado considerablemente desde que, en 1990, se constituyera la democracia.
La corrupción estaba llegando a límites insostenibles. Durante el tiempo de la monarquía, los sucesores al trono habían tenido una formación específica que les preparaba para gobernar. Algunos de ellos habían estudiado en las universidades más prestigiosas del mundo. Independientemente de sus facultades y dotes para el mando, sabían, por lo menos, leer y escribir.
Ahora, el abanico parlamentario de Nepal no estaba exento de mafiosos analfabetos que habían adquirido sus diplomas de manera dudosa: un título de médico se podía comprar en el mercado negro por quinientas mil pesetas, el de abogado valía ochocientas mil.
Con esta panorámica Nepal, que se conocía en todas partes por ser la cuna de las montañas más altas del mundo, se situaba también en la cumbre por mantener un índice de pobreza que aumentaba día a día, en lugar de disminuir.
A la mañana siguiente, sin perder más tiempo, le comuniqué al señor Pemba mi deseo de marcharme y, aunque aquella decisión lo cogió por sorpresa, yo creo que, muy en el fondo, se alegró. Yo me había convertido en la oveja negra de la familia y con nuestra partida se liberaba al fin de todas las discordias habidas y por haber.
La que no se alegró tanto de mi partida fue mi amiga Maya, ya que ella tenía el presentimiento de que me iba para no volver. Sin embargo, cuando la hice partícipe del proyecto que tenía entre manos, se alegró tanto que enseguida quiso hacerle una puja a la diosa Laxmi para que me diera su bendición.
La diosa Laxmi puede estar representada bajo la simbología de la vaca. Sus atributos son los de proporcionar riqueza, luz y protección. La vaca se caracteriza como la gran madre de todas las criaturas, porque es capaz de nutrirlo todo con su misericordia, su compasión y su bondad. El culto de la vaca en Nepal está reconocido como el exponente máximo del hinduismo y sus poderes están por encima de todos los demás dioses en la Tierra y en el Cielo.
Por tratarse del animal sagrado por excelencia, el consumo de carne de vaca en Nepal está prohibido. Suelen andar sueltas por las calles y, cuando la gente pasa por su lado, les tocan la frente y luego se persignan. Si alguien tiene la mala suerte de matar a una vaca o atropellarla, será considerado un delincuente. La falta se pagará con la cárcel y la sentencia será la misma que le pondrían si hubiera matado a una persona.
Maya me dijo que yo tenía todos los atributos de una vaca sagrada, porque iba a ser madre, y también porque, con mi futuro proyecto educativo, iba a proporcionar riqueza, sabiduría y luz a los pobres de Nepal. Maya se dirigió sola al templo de Shiva para hacer las ofrendas, porque a mí, como no era hinduista, no me estaba permitido entrar.
Todavía me quedaba por hacer lo más difícil. Tenía que despedirme de los niños del parvulario y, aunque me daba muchísimo miedo, ya no podía demorarme más. Decidí hacerlo aquella misma tarde. Cuando los niños estaban a punto de marchar, les di la noticia lo más serenamente que pude, alegando mi partida por motivos de salud. Allí hubo llantos, arrebatos de pena y mucha ternura. Moni y Sharmila creían que les estaba gastando una broma, porque nunca se hubieran imaginado que aquel proyecto pudiera seguir adelante sin mí.
Las animé para que continuaran su misión con tenacidad y entereza, aplicando los conceptos que aprendieron durante el tiempo que yo había trabajado allí. Les dije que me tendrían a su disposición para cualquier duda que tuvieran, y les di mi dirección por si me querían escribir.
Añadí que confiaba plenamente en ellas y en su capacidad para llevar aquello adelante.
Terminé diciéndoles que no dudaran nunca en enfrentarse a todo lo que significara violar los derechos de los niños, tal como siempre había hecho yo.
Cuando se fueron, recogí las cosas que me tenía que llevar. El cuadro de Maria Antònia Canals estaba allí, colgando de la repisa de la pared, con los ramilletes de flores frescas que diariamente los niños le ofrecían para presentarle sus respetos y demostrarle su gratitud. Sentí una punzada honda y dolorosa en mi corazón. Por un momento tuve la tentación de llevármelo, pero luego decidí que lo iba a dejar allí. Ella, con su mirada serena y justiciera, serviría de inspiración para que Sharmila y Moni fueran personas virtuosas y siguieran trabajando con los niños de aquel parvulario según la filosofía de Maria Montessori, Séneca, Platón, Freinet, Paulo Freire, Pestalozzi, Decroly, Dewey, Piaget, y de tantos otros pedagogos de la historia que, con su ejemplo, habían ayudado a que los maestros supiéramos educar mejor. Ella velaría para que en aquella clase se continuara practicando el respeto por los derechos del niño, la enseñanza del libre albedrío y, sobre todo, los valores morales de índole universal, como por ejemplo, como decía Séneca, el fomento de las virtudes. El tema de la virtud ha sido abordado por casi todas las tendencias religiosas y filosóficas, y yo pienso que sería importante recuperarlo para trabajarlo en una asignatura que debería llamarse Ciencias Éticas, de manera que los niños pudieran hacer un recorrido por las diferentes religiones y filosofías, entendiendo su mensaje de manera científica, haciendo comparaciones entre las diferentes tendencias y descubriendo los paralelismos que existen.
En este sentido recordé que Teresita del Niño Jesús, en su libro Historia de un alma, al igual que Séneca, también habló de las virtudes, y explica la importancia que tuvo para la formación de su carácter el haber sido educada por unos padres virtuosos. Ojalá que Moni y Sharmila instruyeran a aquellos niños para que su mente no fuera moldeada de manera fundamentalista. Ojalá que llegaran a enseñarles los principios del hinduismo o del budismo, no como un yugo, sino como un instrumento de liberación.
De repente recordé un párrafo del pedagogo Séneca y lo escribí: «Ha de verse si esos profesores enseñan o no la virtud; si no la enseñan, tampoco la comunican; y si la enseñan son filósofos. Pues es tarea más difícil llevar a la práctica los propósitos que concebirlos. Hay que tener perseverancia y acrecentar la robustez con un trabajo asiduo, hasta que la bondad del alma iguale la bondad de la voluntad. Examínate tú mismo y obsérvate por todos lados, y, antes que todo, mira si es en la filosofía donde progresaste o en la vida».
Decidí dejarles aquellas palabras escritas sobre papel de caligrafía en la mesa que compartían Sharmila y Moni. Luego, con la belleza de aquellas frases retumbando en mi mente, me alejé. Hay que nutrir el alma de cosas bellas: de palabras hermosas, de melodías suaves, de paisajes serenos, de personas bondadosas, y sentir cómo a medida que hacemos uso de esa práctica, la energía positiva que anida en nuestro interior se materializa y nos hace vivir momentos de intensa felicidad.
Habiendo cumplido con mis últimas tareas, y después del ejercicio arduo que siempre supone despedirse de los seres queridos, me encontraba preparada para dejar Nepal. Habían sido tres años de intensa lucha, de fracasos y de logros, de desdicha y de fortuna. Me sentía profundamente agradecida a la vida por todo lo que me había dado, sobre todo por el hijo que crecía dentro de mí, y que cada vez se hacía sentir más. Aquello era un regalo de la naturaleza y bien se merecía un lugar seguro para nacer.
A finales de febrero de 1993 mi marido y yo, que estaba embarazada de siete meses, aterrizamos en el aeropuerto de Barcelona. Algunos familiares y amigos estaban esperándonos para vernos llegar. Me dio mucha alegría ver a mi madre, a mi hermana, a mi prima Anna, a Sacri, a Jordi y a Mercé.
Al salir del aeropuerto Kami miraba todo lo que había a su alrededor con ojos alucinados. Acostumbrado al caos urbanístico de Katmandú, Barcelona representaba adentrarse en el mundo del orden y de la organización. Comentaba lo limpio que estaba todo, la disciplina de los coches y transeúntes, las grandes avenidas con sus zonas ajardinadas y, sobre todo, aquellos rascacielos tan altos, que parecía se iban a derrumbar.
El primer deseo que tuve fue pedir que nos llevaran a ver el mar. Quería que mi hijo respirara la fragancia salina de la brisa. Necesitaba llenar mis ojos con los reflejos de plata que tiene la mar al caer el día. Quería mojar mis pies con el vaivén de las olas al llegar a la orilla: salvaje, intenso, con el ímpetu de un volcán.
A Kami, que nunca antes había visto el mar, le dio por preguntar que cómo era posible que tanta agua pudiera aguantarse de aquel modo sin caerse. Para un hombre de las montañas, que tenía como único referente el agua estancada de los pantanos o de los lagos, la inmensidad del mar le hacía experimentar de una manera especial el concepto del infinito. Todos los que estábamos allí estuvimos compartiendo con él la sensación de placer que producía mirar al horizonte, donde la mezcla aleatoria del agua y el cielo difuminó de tal manera el paisaje que perdimos el contacto con la realidad.
Yo me tumbé en la playa boca arriba, con los brazos abiertos de par en par. Cerré los ojos escuchando el agua y percibí el volumen de mi vientre con muchísima intensidad: mi estado de embarazo era tan avanzado que mi cuerpo parecía el caparazón de una tortuga gigante tumbada en la arena, tomando el sol.
En Nepal las tortugas se consideran animales sagrados, porque, según los hinduistas, son las mensajeras de Varuna, el señor de las aguas. Dicen que la parte superior de su coraza simboliza el cielo. Presioné mi vientre por esa zona, como imaginando que mi piel se había convertido en una concha que al bebé le serviría de protección. Después, me acaricié la parte baja, que representa la tierra, y por último palpé con cuidado la parte media de mi abdomen, que simboliza el aire. Noté cómo mi hijo se movía en mi vientre y me sentí feliz.
Cuando abrí los ojos, había oscurecido y la presencia de la noche se desplegaba sobre mí. Me vi rodeada por un índigo intenso, misterioso, infranqueable. Por un instante fui capaz de derribar aquella masa celeste que me impedía ver más allá del espesor del cielo y me imaginé cómo sería Saturno, el planeta azul, que en el hinduismo estaba representado por una tortuga, por ser el más lento entre todos los planetas. Aquella comparación coincidía exactamente con el momento que yo estaba viviendo, ya que, debido a mi embarazo, mi cuerpo se había ralentizado sobremanera, y lo único que me quedaba era la facultad de pensar.
Con el poder que adquiere el ser humano cuando decide desarrollar su capacidad para crear, me dediqué a construir castillos en el aire, y quise imaginar cómo iba a ser la escuela para los niños parias de Nepal. En aquel instante tuve la certeza de que mis sueños iban a ser materializados: veía varios edificios perfectamente equipados, la alegría pegadiza de los niños, la maestría que habían adquirido los educadores, el progreso de los padres, el reconocimiento del gobierno y de toda la nación. Supe que mi camino estaba trazado en las estrellas, que, como puntos diminutos, en aquella noche marina, habían comenzado a brillar. Me despedí del dios Varuna y del mar. Sabía que los nepalíes hacían ofrendas a las tortugas pidiéndoles larga vida, miré a mi hermana, a Kami, a mi cuñado y al niño que todavía tenía que nacer, y pedí para todos ellos longevidad.