Capítulo 1. La peluquera y los lamas
El escorpión pensaba: «El mundo se divide en dos: los que tienen y los que no tienen». Y, en medio del fuego, el escorpión atendía las predicciones del astrólogo.
—Durante la primera parte de tu vida sufrirás penurias y todo lo que obtengas será con tu sudor. Viajarás, como dice la tercera casa, y si te esfuerzas por mantener el equilibrio y la serenidad, alcanzarás la felicidad. Otras gentes se meterán en tu casa y te harán sufrir. Imaginarás que logras el amor, pero está escrito que nunca encontrarás el que deseas. Vigila tu cuerpo, porque ningún trabajo es excesivo para ti y no sabes que tus fuerzas también pueden fallarte. Elige con cuidado a tu esposo o te equivocarás. Tendrás sueños y ellos te señalarán el camino. Triunfarás en lo que emprendas pero tendrás que trabajar hasta la extenuación.
—¡Bah! Tonterías. No creo en los astrólogos —afirmaba la niña.
—¡Ah, no sé! —decía Pepi encogiéndose de hombros—. Eso es lo que dice esta revista.
Pepi era la propietaria de la peluquería y Vicki era el nombre de la niña que trabajaba en el establecimiento durante los fines de semana: los viernes, los sábados y los domingos.
Todo lo que pensaba era que otras niñas y otros niños estaban jugando en la calle y yo tenía que estar trabajando. Con 9 años, una niña apenas puede pensar en otra cosa que no sea jugar. Pero, al menos, tenía la conciencia clara de que el mundo de Ripoll estaba dividido en dos partes bien diferenciadas: los que podían y los que no podían. Yo pertenecía a los que no podían. No podía jugar, no podía estudiar, no podía disfrutar, no podía ser una niña como aquéllas... tan arregladitas y tan guapas. ¡Me moría de ganas! ¿Por qué no podía estar en la calle? ¿Por qué tenía que estar una niña como yo trabajando en aquella peluquería donde no hacían más que hablar de cosas que yo no comprendía?
—Pepi, ¿a que no sabes cómo se distingue a una mujer virgen de una que no lo es?
—Por favor, señora, que está aquí la niña...
La mayoría de las veces no lo tenían en cuenta. No me importaba mucho, porque, a decir verdad, yo no sabía de qué hablaban.
Por casualidades del destino, o por culpa de aquellos horóscopos que leía Pepi en la peluquería, Vicki estaba destinada a una vida gris. Seguramente el destino de muchos niños como yo no estaba escrito en los horóscopos, sino en los decretos y en las leyes. Nacer mujer, en Ripoll, en el seno de una familia humilde, en un país gobernado por un dictador y en un entorno propicio a la esclavitud infantil era suficiente para hacer una predicción bastante sencilla: estudiarás si te lo puedes permitir, trabajarás desde que tus manos puedan utilizar herramientas, te casarás, tendrás hijos, envejecerás y te irás al otro mundo. Eso es todo.
Mis abuelos maternos huyeron de Almería, donde la Guerra Civil los había despojado de todo o casi todo. Cuando llegaron a Ripoll no tenían ningún lugar donde refugiarse, pero un alma caritativa hizo sacar a las bestias de una cuadra y les permitió guarecerse allí. La abuela María procedía de una familia acomodada de Vera, en Almería, y no estaba acostumbrada a trabajar. Tuvo que resignarse a permanecer en aquel establo durante algún tiempo. La dama almeriense no sabía freír un huevo, pero tuvo que aprender a buscar piojos, chinches y pulgas entre las mantas si quería dormir en paz. Llegaron a Cataluña cuando mi madre, Isabel, tenía sólo 3 años.
Como de la necesidad nace la habilidad, la abuela María de ojos azules guardó los elegantes vestidos y comenzó a trabajar. Su alegría de vivir y su energía arrolladora impidieron que aquella lastimosa situación acabara con ella y con toda la familia. Luchar o dejarse morir: ésas eran las únicas cosas que podía hacer. Y decidió sacar a su familia adelante. Todo lo que he sabido de la yaya María no ha tenido otro sentido: lucha y esfuerzo.
La joven Isabel encontró marido: Amador Subirana. Teniendo en cuenta las circunstancias, se puede decir que en casa a veces las cosas iban regular, en otras ocasiones iban mal, y generalmente iban muy mal. De hecho, durante la dictadura y en los pueblos industriales como Ripoll, sólo le iba bien a algunos.
Tuve la suerte de llegar el 29 de octubre de 1959 y crecí con la única perspectiva de la fábrica textil de Ripoll. Sin embargo, «para que no bigardeara por las calles», trabajaba en la peluquería de Pepi.
—Así te harás una mujer.
Aún me pregunto para qué quiere una niña hacerse una mujer.
Aquel ambiente cerrado y dirigido seguramente me hizo soñar más de lo recomendable, si es que soñar demasiado se puede considerar un defecto. La primera oportunidad de viajar me la proporcionó Macrina a los 14 años, cuando puso en mis manos un libro de Lobsang Rampa, El tercer ojo. Macrina y Miquelet eran mi segunda familia. En su casa encontraba lo que jamás veía en la calle, ni en el colegio, ni en la peluquería, ni siquiera en mi propio hogar. En casa de mis padrinos había algo más: un interés por los libros, por el conocimiento, por la educación, por la sensibilidad... y ellos parecían ver en la joven Victòria algo más que una muchacha a la que no le gustaba estudiar. Tal vez serviría para otras cosas.
A los 15 años aquella Vicki abandonaba el instituto: la infancia había acabado. No había sido capaz de soportar el BUP, estaba en la calle, sin perspectivas de futuro, sin trabajo y asumiendo que yo era de aquellos jóvenes que completaban las estadísticas del «fracaso escolar». Carne de fábrica textil.
Mi madre, mis abuelas y la mayoría de las mujeres obreras de aquella época eran el producto de la política franquista. La fábrica las marcó: ganaban un sueldo fijo y, a cambio, los empresarios, poderosamente aliados con el dictador, mantenían al rebaño en paz.
Leía los libros de Macrina y Miquelet, deambulaba por la casa. Lo único que imaginaba era que algún día podría abandonar el círculo, que podría escapar del ruido de la fábrica textil, que no tendría que soportar las conversaciones vacías de las mujeres en la peluquería. Los libros lo decían: había lugares lejanos donde las costumbres y los hombres eran distintos.
A los 17 años decidí que la fábrica no podía ser lo único que viera en mi vida. Estaba harta y más que harta del ruido, de las conversaciones, de la nómina miserable a fin de mes. Y volví a los pupitres. Ya había hecho un curso de puericultura, pero inicié los estudios de Formación Profesional en la rama de Educación Infantil.
Abandoné definitivamente la fábrica y comencé a trabajar en el jardín de infancia Daina. Pero no era suficiente ya. Concluida mi formación profesional, ingresé en la mejor facultad de Ciencias de la Educación, en la Universidad de Vic. Fueron años duros, durante los cuales tuve que superar no sólo el desafío de estudiar y trabajar a un tiempo, sino poder sobreponerme al estigma franquista que «los que no podían» llevábamos en la frente. Los hijos de los ricos «podían». Yo no tenía derecho, pero poco me ha importado en mi vida no tener ese derecho. Si es de justicia y si lo merezco, ¡claro que tengo derecho! Y como lo tuve yo, han de tenerlo todos los que llevan escrito en su frente que han nacido para ser esclavos.
Había pasado por encima de lo que mi mundo me tenía reservado, pero no podía evitar sentir rabia: «Has estado a punto de caer, Vicki. Simplemente... has tenido suerte». Fuera suerte o no, muchos amigos y algunos conocidos no me perdonaron que hubiera roto las previsiones.
Y no ser como los demás, en un pueblo, resultaba bastante complicado. Las conversaciones no me interesaban, porque había acostumbrado mis ojos a la lectura, a buscar en la biblioteca de Macrina y Miquelet, a indagar en los periódicos y las revistas, y a planear mi propia vida. Las habladurías me hacían daño.
Roser Sebastián tenía un gimnasio. Era amiga mía. Elegante, distinguida, muy inteligente. A su lado me sentía protegida y se enfrentaba a todos y daba la cara por mí si la cuestión era defender mi modo de pensar y mis aspiraciones.
—La malinterpretáis —decía.
Roser Sebastián era mayor que yo, pero me enseñó que tenía derecho a escoger mi propio destino.
Y mi destino estaba en todos aquellos libros que había leído. Desde la distancia, resulta curioso observar cómo una madura los objetivos apenas sin percatarse de ello y va tejiendo los pensamientos hasta darles una forma precisa. Aún me pregunto cómo se iría formando en mi cerebro la loca idea de viajar al Tíbet. ¿Dónde había encontrado la semilla y cómo había germinado en mi interior? Recuerdo perfectamente el libro de Lobsang Rampa, pero sólo con mucha dificultad podría citar otros nombres y otras lecturas de aquella época. Aquella idea de viajar ¡al Tíbet! me obsesionaba y yo misma buscaba el alimento para que creciera en mí.
Leía todo lo que aparecía sobre el Tíbet: me interesaba su cultura, su religión, las fiestas, los lamas, las comidas de los tibetanos, sus vestidos. Si cerraba los ojos, creía poder dibujar cada detalle... como si hubiera estado allí. Si los abría, me asustaba sorprenderme a mí misma pensando en el viaje.
«Seguramente se trata de una enfermedad mental: estoy loca y por eso imagino estas cosas», pensaba.
Cualquier psiquiatra hubiera diagnosticado una locura cierta. Viajar sola a Oriente era un síntoma clarísimo. Al menos en el círculo de mis amistades y parientes, no era capaz de imaginar a una mujer que desease viajar sola y, menos aún, tan lejos. Pensar en la reacción de las personas que me rodeaban no hacía más que confirmar mi desequilibrio mental. ¿Qué dirían en el pueblo? ¿Y mis amigas? ¿Y las maestras del parvulario Daina? ¿Cómo podría explicar que durante todo aquel tiempo —nueve años— había ocultado tan descabellado pensamiento? ¿Y mi madre? ¿Qué diría mi madre si supiera que tengo la intención de viajar al Tíbet?
Finalmente decidí que tenía que sacar aquel demonio fuera. Ocurriera lo que ocurriera.
—Me voy al Tíbet.
Fue un completo desbarajuste, un absoluto escándalo. Los amigos y los familiares me asaltaban en la calle y me llenaban la cabeza de chismes y mentiras.
—¿De verdad te vas al Tíbet?
—Allá tú. Dicen que en esos países es más fácil morir descuartizado que de malaria.
—Pues yo he leído el otro día que por lo que vale una maleta son capaces de matarte.
—Tendrás suerte si no te raptan.
—No. Tendrás suerte si te raptan. Si no tienes suerte, te matarán en cualquier esquina.
—Pero, los tibetanos, ¿qué religión tienen?
—¿Y es cierto que te cambian por un camello?
—Allí tienen una enfermedad, que no sé cómo se llama, que te tiene vomitando durante cuarenta días, después se adelgaza mucho y, al final, te mueres.
Aquellos comentarios hubieran desanimado al viajero más experimentado. Los tuve que escuchar mil veces y me agota recordar cuánto tuve que luchar y cuánto tuve que oír cada vez que proponía mi viaje.
Mi compañera en el parvulario, Pilar, me habló de Ramón Prats. Me dijo que era un estudioso de la cultura tibetana.
—Da clases en la Universidad de Nápoles, pero viene todas las Navidades y durante el verano. Creo que tiene casa en Camprodón. Puedes buscarlo y preguntarle...
Y lo busqué. Necesitaba tener el punto de vista de un experto.
Aquel hombre me pareció un sabio. De apariencia frágil, parco en palabras, poco dado al exhibicionismo, me atendió con amabilidad pero con distancia. Nuestro primer encuentro no duró mucho. Comprendí que se sentía un poco cansado de responder a las preguntas de aquellos que querían viajar a Oriente y que, al igual que yo, invadíamos la intimidad de su hogar. En aquel tiempo Oriente no estaba de moda. Apenas si había bibliografía al respecto, eran raros los reportajes, documentales, películas o conferencias. Declararse tibetólogo, hinduista u orientalista no aportaba ni dinero, ni fama ni prestigio. La fiebre del budismo todavía no nos había invadido y los actores americanos no confesaban públicamente que practicaban la meditación. No había tantos falsos profetas como hay ahora; entendidos de pacotilla y oportunistas que surgieron a partir de la moda orientalista, y, como consecuencia, los que de verdad se sentían vinculados a esos temas tenían dificultades para sobrevivir. Ése era exactamente el caso del tibetólogo.
Ramón pertenece a aquel tipo de personas que se han adelantado a su siglo. El siglo XX se ha caracterizado por la uniformidad de patrones de pensamiento. El gran reto del siglo XXI será el descubrimiento de un pensamiento individual tan fuerte que acabará con las modas y las manipulaciones públicas que se originan debido a la falta de conocimiento personal, al miedo a ser diferente, a no estar de moda y a la gran falta de espíritu crítico que nos rodea.
Ramón comenzó las carreras de arquitectura y profesorado mercantil pero, desde el año 1968, a consecuencia de la revolución estudiantil que se produjo a nivel internacional, empezó a leer libros sobre el Tíbet y el budismo. Para él hubiera sido más fácil dedicarse a llevar los negocios familiares, terminar la carrera que su padre le aconsejó, y mejorar el patrimonio financiero tal y como hicieron sus antepasados, tal y como se esperaba de cualquier individuo acomodado de su época: «Acaba la carrera de arquitectura y podremos construir en los terrenos de la familia...», le decía su padre.
Sin embargo, Ramón eligió estudiar tibetología. Sus padres le miraban con ojos de extrañeza, ya que no podían entender de dónde había sacado su hijo aquellas ideas tan extrañas, pero no tuvieron más remedio que aceptarlas, ya que, tras plantearse la más trascendental de todas las preguntas —«¿Debo ser un buen hijo y hacer caso de los consejos de mis padres, o debo ante todo ser fiel a mí mismo?»—, decidió emprender, en solitario, un camino que no había de serle nada fácil. Para empezar, si quería llevar a cabo su objetivo, iba a tener que realizar grandes cambios en su vida: en primer lugar, tuvo que dejar a su familia y su ciudad y desplazarse a Italia, para estudiar en la Universidad de Nápoles, que era una de las pocas instituciones académicas europeas donde podían cursarse estudios asiáticos, y donde encontró a sus primeros maestros: el tulku (lama reencarnado) Namkhai Norbu Rimpoche y el Gueshe (doctor en metafísica budista) Jampel Senghe. Al mismo tiempo, para poder acceder a la poca bibliografía existente en aquel entonces, Ramón se puso a estudiar con mucha tenacidad inglés, francés, e incluso tibetano, chino y mongol. Poco después empezaría a estudiar también con el profesor Giuseppe Tucci, en Roma, que estaba considerado el Einstein de los estudios tibetanos.
Su decisión había de llevarle a experimentar la incomprensión familiar y social más absoluta, ya que en aquel tiempo se promocionaban solamente las carreras de económicas, leyes, arquitectura... cualquier cosa que estuviera relacionada con el mundo financiero. Sin embargo, la fuerza interior de Ramón le llevó a superar todas las dificultades y fue así como consiguió hacerse uno de los pocos expertos mundiales en la materia. No hay más que hablar con él para comprobarlo.
Cuando le visité, su casa estaba llena de objetos fascinantes que, sin duda, había adquirido durante los innumerables viajes que había realizado por tierras orientales. Cuando la puerta se cerró tras de mí, tuve la sensación de haber salido de un museo. No sé qué hubiera dado por volver allí y conocer en detalle la procedencia de aquella colección privada. Cada pieza encerraba una historia única; los cuadros, las estatuas de bronce, las tallas de madera, los libros tibetanos hechos a mano con papel de pergamino. Por primera vez pude ver y tocar lo que hasta entonces había sido sólo producto de mi fantasía, aquello que tantas veces había imaginado cuando leía los libros de Alexandra David-Néel o Lobsang Rampa. Ramón me aconsejó que leyera otros libros, como La India secreta de Paul Brunton y las obras de Alan Watts. En aquel entonces era muy difícil encontrar libros de gran calidad, como sucede ahora, que fueran testimonios verídicos del pensamiento de los grandes maestros del budismo. ¡Me hubiera gustado tanto estudiar esa cultura!
Era una lástima que gente como él permaneciera en el anonimato. ¿Por qué aquel hombre tan sabio no salía en los periódicos y en la televisión? ¿Por qué trabajaba fuera de España? ¿Cómo era posible que las universidades españolas no le reclamaran para incorporar sus asignaturas en los programas educativos de las carreras de humanidades? Sencillamente esta pregunta se podría contestar con cifras: el Departamento de Estudios Asiáticos del Instituto Oriental de la Universidad de Nápoles, en el que acabó trabajando el propio Ramón como profesor de estudios orientales, contaba ya a principios de los años ochenta con más de cien profesores especializados en orientalismo. Y como ésta, había varias otras universidades, tanto en Italia como en Europa. En España, en cambio, las posibilidades de realizar este tipo de estudios o investigaciones, a nivel oficial, eran nulas... y casi siguen siéndolo. Ramón me dijo que más de una vez había tenido dificultades cuando, al hablar de yoga, la gente le miraba con sorpresa, porque se pensaban que hablar de «yoga» era lo mismo que hacerlo de «droga».
A medida que escribo este libro me doy cuenta de que el escenario universitario de nuestro país sigue castrando las inquietudes de todas aquellas personas a quienes les gustaría seguir la misma trayectoria del profesor Ramón Prats, y que no pueden hacerlo, ya que nuestras universidades todavía no ofrecen estudios de ciencias orientales. Ojalá que este libro sirva para romper una lanza en el panorama universitario español, y que se haga justicia con personas que, como él, están siendo solicitados mundialmente por su experiencia y su saber.
Mi amistad con la familia Prats se consolidó con las visitas que hice a su casa, sedienta de información. Descubriría con gran placer qué gran persona es Ramón y qué belleza interior la de su esposa Raffaella, que enseguida se convirtió en gran amiga mía. Raffaella, además de ser una hermosa italiana de pelo oscuro y ojos vivarachos, y licenciada en chino (de hecho, se conocieron como estudiantes de chino), es sin lugar a dudas una excelente cocinera que sabe preparar la pasta como nadie. De aquellos encuentros recuerdo las conversaciones sobre orientalismo en el sentido más profundo, más culto y más noble que haya mantenido jamás con nadie.
Durante nuestro segundo encuentro Ramón me dijo algo que me influyó a la hora de cambiar el destino de mi viaje. «¿Por qué no vas a Nepal?», dijo. «¿Nepal?», contesté sorprendida. «Hay mucho Tíbet fuera de Tíbet», respondió él.
En primer lugar, en aquellos momentos, Tíbet estaba cerrado al turismo y, en el caso de que lo abrieran, lo único que iba a encontrar allí, según el tibetólogo, sería el grupo de tibetanos más débil: unos pocos ancianos y enfermos, aquellos que no habían podido escapar y que estaban sufriendo la marginación, el dolor, las injusticias y las torturas sangrientas que el pueblo chino ejercía sobre ellos. Me dijo que en Nepal los tibetanos podían expresar libremente sus costumbres, el budismo se practicaba sin miedo a las represalias de los chinos, el nombre del Dalai Lama no estaba prohibido y que era allí donde yo debía ir.
La idea de cambiar el destino de mi viaje no me gustó en absoluto. ¿Dónde estaba Nepal? ¿Cuál era exactamente el mensaje de Ramón? Después de meditar largamente el asunto decidí comprar un billete a Katmandú.
Ramón me ayudó a ultimar detalles, como los referentes al alojamiento —me aconsejó hacerlo cerca de la gran estupa de Boudha-Nath, donde los tibetanos acudían para rezar en la mañana y al atardecer.