Capítulo 4. El astrólogo del rey
Llegué a Katmandú con un billete de ida, a la misma casa de siempre, y me encontré con una Mummy entristecida y abrumada por la partida de su hijo Rajesh, que se había marchado a vivir a América sólo cuatro días antes.
Hacía varios años que los Shrestha alquilaban sus apartamentos a los maestros de la escuela Lincoln. Eso había tenido una influencia decisiva en la personalidad de Rajesh y de sus dos hermanas, ya que, a pesar de haber sido educados en los principios hinduistas más puros, no pudieron evitar el contagio de culturas extranjeras. Sin darse cuenta, comenzaron a comportarse como lo hacían sus vecinos americanos. Primero fue la excusa de acercarse a ellos para aprender inglés, luego probaron las comidas que sólo los americanos podían comprar en el economato, luego quisieron vestir como ellos. Poco a poco se hicieron amigos de las familias y, al final, consiguieron la ayuda necesaria para poder viajar a los Estados Unidos.
Las dos hijas de Mummy vivían en Washington D.C. desde hacía siete años, y ahora se habían llevado a Rajesh, su único hijo varón. Mummy había tratado de disuadirle por todos los medios, pero la fascinación de lo desconocido pudo más que la presión familiar.
Unos días antes de partir Mummy llevó a Rajesh al templo y le hizo jurar ante los dioses que volvería para casarse a la manera tradicional, tal y como se habían casado todos los hijos e hijas descendientes de las familias hindúes: sus padres se encargarían de elegir a la que habría de convertirse en su esposa. Él aceptaría sumiso el consejo de sus mayores, como lo hicieron su padre y su abuelo y todos los antepasados de su casta. La mujer no podía soportar la idea de que su hijo se casara con una americana. La deshonra les había llegado de la mano de sus dos hijas, que, desobedeciendo el linaje familiar, habían contraído matrimonio con extranjeros, considerados en la religión hindú como gente sin casta.
Mummy volcó toda su ternura en mí, como si se tratara de la hija pródiga que vuelve a casa. A falta de cuidar a su hijo Rajesh, comenzó a preocuparse por mis cosas con el control que ejercen las madres nepalíes sobre sus hijas solteras.
—¿Cuánto dinero has traído? —me preguntó—. Mejor será que te lo guarde yo, no vaya a ser que te lo roben.
Lo cierto fue que Mummy me suscribió a un plan de ahorro indefinido, ya que, cuando le pedía doscientas rupias para comprar unos zapatos, me decía que con cien ya tenía bastante, y que si seguía así me iba a quedar sin una gorda. No me dejaban pagar nada: ni el alquiler de la casa, ni la comida, ni querían que les hiciera regalos, ni que les comprara ropa. Mummy resultó ser una banquera formidable, ya que las cuatro perras que tenía cundieron muchísimo gracias a sus grandes dotes de administradora.
Al principio me fascinaba jugar a ser nepalí. Acepté de buen grado ponerme a disposición de los caprichos de aquella mujer tan querida para mí. Yo me convertí en la hija fiel que accedía sumisa a quedarse en casa, que absorbía sus enseñanzas con avidez y desparpajo, que aprendía hacendosa las tareas del hogar de una forma totalmente nueva, que cocinaba con utensilios tan extraños que se diría eran prehistóricos, que lavaba los platos con jabón de ceniza, que se acostumbró a comer búfalo en lugar de ternera, que aprendió a cortar la carne con aquella especie de hoz o cuchilla tan estrafalaria en forma de azadón, que regateaba de manera habitual, que cambió la sal y la pimienta por el jengibre y la guindilla. Yo me entregaba a mi papel cautivada por el insaciable deseo de conocer sus costumbres. Lo vivía sin poder razonarlo, como si estuviera protagonizando una película, maravillada por aquel contraste exótico y fascinante que me ponía constantemente a prueba, por el abismo que existía entre ellos y yo, entre lo suyo y lo mío. Allí fue cuando empecé a desarrollar esta dualidad tan acusada en mi personalidad: la esquizofrenia cultural que poseo desde entonces. Cuando iba a la calle, volvía a ser yo, me comportaba como la mujer que siempre fui: analítica, independiente, nerviosa, inquieta, suspicaz. Llegaba a casa inspirada en mis antiguas doctrinas, con energías renovadas; subía las escaleras llamándoles a voces, con mi alegría habitual, a veces cantando, a veces explicando algo a gritos; abría la puerta y entraba deprisa en la cocina, me topaba con una Mummy sentada en el suelo rodeada de cacharros: aquí un mortero, allí una escudilla, trabajando silenciosamente, como lo hacen las mujeres nepalíes, sin que se note su presencia en la casa. Ella me temía, porque con cada una de mis llegadas la abrumaba con mis embestidas, le tiraba los cacharros, le pisaba las verduras y le hacía unos destrozos terribles. Ella me regañaba entre risas, porque en el fondo sentía un regocijo renovado y se acordaba de cuando sus hijos eran pequeños. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que me acostumbré a entrar despacio y a pensar que ellos utilizaban el suelo para todo: cocinaban, comían, planchaban o, simplemente, se sentaban a charlar.
Mummy quería, de todos modos, que aprendiera el comportamiento de la mujer de Nepal: un trabajo callado y humilde.
—Haz lo que debas hacer, pero en silencio, y que nadie sepa si estás o no estás en la casa...
Mi esquizofrenia cultural sufría considerablemente con este tipo de sentencias. En general yo estaba dispuesta a admitir las diferencias que me separaban de aquel mundo y siempre tuve conciencia de que aceptarlas y aun asumirlas era indispensable para lograr mis objetivos. Sin embargo, ¡qué difícil me resultaba tolerar la constante humillación a la que se veían sometidas las mujeres!
En cierta ocasión Mummy me asaltó con la siguiente pregunta:
—¿Para cuándo estás esperando la regla?
—¿Qué?
—Dímelo tan pronto como la tengas, porque habrá que iniciarte en los ritos de purificación.
¿Purificación? ¿Purificación de qué?
Cuando averigüé de qué se trataba, creo que, en lugar de purificarme, más bien se me llevaron los demonios, porque de repente me cogió tal coraje y tal indignación que me dieron ganas de hacer la maleta y salir corriendo. En cuanto aparecieron las primeras señales Mummy se cercioró de que entendiera bien las normas, ya que se trataba de un periodo muy crítico, en el que las mujeres se ven sometidas a toda clase de discriminaciones. Tuve que aprender nuevamente a andar por la casa tomando las precauciones necesarias: no me estaba permitido cocinar, ni tocar los alimentos que hubiera de consumir otra persona. No podía entrar en la cocina, tenía que comer aparte, mis platos tenían que ser lavados sin que se mezclaran con los de otra gente, no podía pisar ninguno de los templos ni recintos sagrados, no podía ir a comprar alimentos, no me podía duchar hasta el cuarto día de la menstruación. Me sentía como un estorbo: todos los instintos de rebeldía se daban cita en mi mente. Lo que hasta entonces me había tomado como una diversión empezaba a afectar a las zonas más femeninas de mi persona. Pero así era Nepal, así había sido desde hacía siglos y, si quería vivir con mi familia adoptiva, no tenía más remedio que aceptar las reglas del juego, aunque muchas veces no estuviera de acuerdo. Si decidía quedarme en la casa, debía buscar un antídoto contra lo que yo llamaba machismo y desigualdad. Pero, de no encontrar una poderosa vacuna, si quería vivir a mi aire y practicar lo que hasta entonces habían sido mis creencias, entonces debería marcharme a una pensión.
La idea de dejar la casa de los Shrestha simplemente por el hecho de que vivieran de forma diferente a la mía no me pareció justa, porque, en realidad, lo que yo andaba buscando era precisamente información acerca de ellos, de sus diferencias. Quería conocerlos, entender su sentir, establecer lazos que me permitieran saber cómo actuar cuando yo decidiera montar la escuela, que en definitiva era lo que me había llevado hasta allí. Lo demás eran cosas secundarias, pasajeras, coletillas que se cruzaban en mi camino. Focalicé toda mi atención en el montaje de la escuela: debería trazarme objetivos a corto y largo plazo.
Antes de nada tenía que proceder a legalizar mi situación en el país. La manera más fácil parecía ser matricularme en la Universidad de Lenguas para aprender nepalí y así obtener un visado de estudiante. Las clases fueron, desde el principio, un tormento, porque sólo había cursos para principiantes y, como yo ya sabía hablar, me aburría enormemente. El curso de nepalí, sin embargo, me sirvió como excusa para salir de casa todos los días, sin que Mummy se preocupara de qué dirían de mí los vecinos si veían entradas y salidas no justificadas. Y es que, en Nepal, la gente se rige muchísimo por las apariencias: a las hijas solteras no les está permitido el devaneo, no están autorizadas para salir solas de casa, siempre necesitan un acompañante, jamás salen de noche y, cuando van a alguna parte, deben dar explicaciones y detalles a la vuelta. Este control exagerado había provocado más de una pelea entre Mummy y yo, porque ella se empeñaba en que yo siguiera las costumbres del país y a mí me exasperaba. Ella me decía que uno no podía ir en contra de las normas sociales: «We have to live in society», decía [«Nosotros tenemos que vivir en sociedad»].
Como era una alumna muy avanzada, enseguida simpaticé muchísimo con mi profesor, de nombre Monjul Nepal. Se trataba de un brahmán poeta y cantautor de tendencias comunistas que había sido repudiado por haberse querido separar legalmente de su mujer y haberse unido a una segunda esposa veinte años menor que él, llamada Shusmita. Al parecer su primera esposa nunca le concedió la anulación. Aunque, con la llegada de la democracia, existía oficialmente la posibilidad de divorciarse, a nivel social el divorcio es una práctica escasa en Nepal. Todavía hoy, doce años más tarde, romper el lazo matrimonial está mal visto entre los nepalíes. Sin embargo, parece socialmente aceptado que los hombres tengan más de una esposa, o concubinas repartidas por ahí, aunque dicha práctica está penalizada por la ley.
Monjul, Shusmita y yo nos hicimos tan amigos que no dejaba de frecuentar su casa, hasta tal punto que me propuso declararme socialmente como su hermana en una fiesta que, según decía, se celebraba todos los años en honor de los hermanos, y de la que hablaré más adelante.
En la clase había gente de diferentes nacionalidades que, como yo, utilizaban el curso de nepalí como tapadera para otros fines. Entre los estudiantes podían reconocerse dos grupos homogéneos: los budistas y los cristianos. Los primeros estaban en el país para estudiar budismo y se concentraban, generalmente, en la zona de Boudha-Nath, bajo la tutela de algún rimpoche que les guiaba en sus estudios. Los cristianos estaban allí para evangelizar a los nepalíes. Era gente fanática de su religión, discriminatoria, desagradable, que ejercía un racismo exagerado en función de si pertenecías o no a los suyos. A los budistas los miraban por encima del hombro porque consideraban la práctica del budismo como una pérdida de tiempo; a los pocos que, como yo, estábamos al margen de cualquier doctrina, nos hablaban primero con paternalismo, más tarde comenzaron a decirme que era demasiado corrupta porque no iba a misa los domingos, porque no me confesaba... Según ellos, eso era vivir continuamente en pecado, y me pronosticaban que Dios me castigaría por mis malas acciones. Intentaron por todos los medios que entendiera lo mal encaminada que iba, hasta que, al final, comenzaron a tratarme con actitud de desprecio y se negaron a relacionarse conmigo y con el resto de los no cristianos.
Si la religión no puede servir a los hombres para estar más cerca de sus semejantes, a ser más conscientes de esta gran alma universal que somos todos, ¿para qué les sirve a los que la practican? Si en nombre de la religión ponemos barreras en lugar de destruirlas, ¿para qué sirve ser religioso?
Krishnamurti ya decía que, desde el momento en que empezamos a atribuirnos nombres, etiquetas, o nos declaramos pertenecientes a alguna ideología de forma exclusiva y excluyente, automáticamente estamos ejerciendo la doctrina del «yo pertenezco y tú no perteneces». Eso es irreal, porque, en la energía universal, a la que los cristianos llaman Dios, no existe semejante división, no existe ni yo ni tú; existe un sentimiento profundo de unión que sólo se produce cuando sentimos verdadero amor, afecto o compasión por alguien. Estos sentimientos emanan del corazón de las personas, que es donde se producen los verdaderos encuentros, y el corazón no sabe de religiones ni de partidismos.
Aquellos cristianos de la clase de nepalí estaban olvidándose por completo de lo que predicaba Jesucristo: la práctica del humanitarismo, del amor incondicional, de la humildad, de la compasión hacia el prójimo y del acercamiento entre seres humanos. Aplicando su dogma de manera tan estricta, lo único que acentuaban aquellos cristianos era el rechazo y el caos espiritual.
Ésos son los temas que deberían poner de moda los predicadores y gurús: investigar cómo hacer más felices a los que tenemos a nuestro lado, cómo tener la capacidad de hacernos la vida más agradable los unos a los otros en lugar de distanciarnos, como en el caso de aquellos falsos cristianos de Nepal.
Aquellos cristianos vivían agrupados, de espaldas a los demás, siempre criticando a los que no eran como ellos, atacando lo que hacía la gente nepalí, enfatizando lo malo, tratando de convencerles de que se convirtieran al cristianismo. Ése era, sin lugar a dudas, su principal objetivo: evangelizar. Cuando los sermones y monsergas no daban resultado, acudían a métodos menos espirituales y ofrecían dinero a los nepalíes por su conversión. Se trataba de suculentas sumas de dinero que procedían directamente de la colecta de las parroquias cristianas del extranjero. Les pagaban por bautizarse, por asistir a misa, por aprender el catecismo. Predicaban en contra de los preservativos, en contra del control de la natalidad, incitándoles a que tuvieran muchos hijos... en un país donde la mayoría de familias se las ven y se las desean para poner un plato de comida a la mesa, donde mueren centenares de niños por malnutrición y falta de asistencia sanitaria. Ese comportamiento tan patético en nombre de la religión me producía náuseas. Sobre todo porque, con su actitud, estaban ensuciando la reputación del cristianismo bien practicado, que no tenía nada que ver con lo que ellos hacían, y también estaban humillando a los cristianos de verdad, aquellos que jamás entrarían en semejante juego de decrepitud.
Estos cristianos de pacotilla se vanagloriaban de estar haciendo una labor humanitaria muy grande, pero, en realidad, sus ayudas no eran nunca desinteresadas: para que los pobres pudieran tener acceso a los beneficios, primero se tenían que convertir al cristianismo, luego, se les proporcionaba una beca para que sus hijos pudieran asistir a la escuela y, si demostraban ser regulares en sus prácticas religiosas, se les otorgaba un sueldo mensual.
¿Qué tipo de escuelas eran aquéllas? Se trataba de instituciones privadas muy parecidas a las escuelas del gobierno. Los cristianos habían hecho un pacto con sus directores y les mandaban a los niños becados. Allí les enseñaban a leer y a escribir, con el agravante de que, además de repetir necedades, les obligaban a aprender el catecismo de memoria, a renegar de sus religiones y a asistir a las liturgias y rituales de la Santa Madre Iglesia. Esas escuelas no estaban establecidas con el objetivo de enseñarles una buena pedagogía, aquella que les iba a ofrecer elementos para salir de la pobreza a partir de desarrollar en ellos el espíritu crítico, el pensamiento lógico-analítico y la creatividad. La escuela era un vehículo hacia la cristianización. Los pobres escolarizaban a sus hijos porque, así, recibían un sueldo todos los meses.
Eran los proyectos basados en la filosofía de la caridad. Los cristianos eran los salvadores, eran los buenos, los que iban allí a hacer milagros, los que iban allí a otorgarles la salvación y la vida. Los nepalíes eran los pervertidos, aquellos que tenían que ser salvados. Se establecía así un vínculo de dependencia de los nepalíes hacia los cristianos donde los primeros deberían permanecer agradecidos a sus salvadores durante toda su vida.
El contacto con aquellos cristianos hizo que me planteara por primera vez qué tipos de ayuda serían necesarios en los países del Tercer Mundo para llevar a cabo una actuación realmente efectiva y generar cambios sostenibles. Decidí investigar qué instituciones trabajaban en Nepal en materia de ayuda educativa y visitarlas para estudiar sus funcionamientos. También quería saber si podían servirme para trazar las directrices de lo que habría de ser mi propia escuela.
La gran mayoría de instituciones de aquella época todavía no se habían planteado ayudar a los más necesitados estableciendo escuelas de alta calidad, basadas en el respeto a las diversidades culturales del país y empleando métodos educativos donde se practicara la «pedagogía activa», donde el niño es un elemento consciente de su propio proceso educativo. En otras palabras: no se habían planteado ofrecer a los más pobres las mejores escuelas, las mismas escuelas que ellos elegirían para educar a sus propios hijos. Abundaban, sin embargo, los centros donde simplemente se enseñaba a leer, a escribir y a repetir lo que sus superiores querían escuchar. Ese tipo de escuelas que, por su falta de rigor cualitativo, nunca serían aceptadas en Estados Unidos, ni en Europa, ni en ningún país desarrollado. Ésos eran proyectos para lavar conciencias, donde se practicaba la falsa caridad. Este concepto de la falsa caridad no se vinculaba sólo al ámbito de apadrinar a un niño y mandarlo a la escuela sino que tenía una extensión más amplia: llegaba de la mano de las donaciones de gente de países ricos, que mandaban cantidades exageradas de ropa, de comida o de otros productos, sin pararse a pensar si los nepalíes las necesitaban o no. Se trataba, generalmente, de cosas que sobraban: vestidos que habían quedado viejos, pequeños, pasados de moda, medicinas caducadas, libros de texto del año anterior, juguetes rotos, en fin, lo que en España solemos llamar «estorbos». Aquello que decidimos tirar cuando nos ponemos a hacer la limpieza de los armarios. Generalmente nos da pena deshacernos de ello; por otra parte, no tenemos suficiente espacio en casa para almacenarlo, así que, si alguna institución de las llamadas «benéficas» viene a casa a recogerlo y además se lo envía a los pobres, nos creemos que estamos haciendo un gran acto de caridad. Aunque pueda parecer una tontería, con este tipo de actuaciones, siempre con la mejor intención, estamos creando un concepto falso de la palabra «cooperación» y también un vínculo vicioso muy negativo, entre el que envía las cosas y el que las recibe.
La persona que hace una donación de cosas que ya no usa está confundiendo el concepto de «ayudar», que no significa «dar lo que le sobra a uno». Cuando uno quiere ayudar a alguien, debe hacerlo desde el punto de vista de lo que el otro necesita. En primer lugar, se le hace verbalizar cómo quiere ser ayudado y, a ser posible, se le proporcionan los medios para que esa persona se pueda ayudar a sí misma y para que un día pueda prescindir de nosotros. En lugar de mandarle vestidos, mejor sería capacitarle para que pudiera trabajar y, con el dinero que ganara, pudiera comprarse la ropa que le hiciera falta. De este modo se cortará el vínculo negativo que se produce cuando los pobres se pasan la vida esperando que se les ayude, cosa que a nosotros nos hace sentir generosos y buenos, los héroes de la película. La primera actuación genera esa dependencia de los pobres hacia nosotros que se prolongará para toda la vida. Eso es lo que Paulo Freire, en su libro Pedagogía del oprimido, llama «falsa caridad».
A las palabras de Freire yo añadiría que, para actuar en contra de la falsa caridad, es necesario dotar a los más necesitados de aquellas herramientas que habrán de permitirles alcanzar el nivel de dignidad al que tienen derecho todos los seres humanos sin discriminación de ningún tipo. Dignidad que nos viene otorgada por el tipo de educación que recibimos, la información que nos rodea, los medios a nuestro alcance, la diversidad de opciones, oportunidades y opiniones a las que nos han sometido, el apoyo político, administrativo y social de nuestro país... En definitiva, todas aquellas cosas que nos vienen dadas desde el nacimiento y que nosotros no hemos tenido opción de elegir.
La primera discriminación empieza cuando los que estamos ayudando nos creemos en un plano superior. Cuando existe la desigualdad de derechos, automáticamente se produce desigualdad en los beneficios y empiezan a surgir las «ayudas sucedáneo». Las ayudas auténticas son para la clase privilegiada y a los demás les tocan los sucedáneos.
Aquellas conclusiones turbaron mi conciencia, desde luego, pero fueron muy valiosas para el montaje de mis proyectos futuros. No sabía todavía quién iba a financiar mi escuela, dónde la establecería, quiénes me ayudarían, pero una cosa sabía con certeza: la filosofía de mi escuela marcaría una diferencia en la vida de los parias de Nepal.
En aquella época experimenté un cambio radical de actitud: vivía ensimismada pensando y diseñando mentalmente lo que habría de ser mi proyecto escolar. Lo imaginaba todo, lo planeaba, lo verbalizaba, lo soñaba una y otra vez; incluso veía a los futuros alumnos con la dimensión distorsionada que da el juego fantástico de la noche: visualizaba las caras de los niños, los veía saltar a la pata coja, los veía correr y sus risas locas de infantes me ensordecían. La mayoría de ellos me llamaba a gritos, desencajando mucho las mandíbulas, tan desinhibidos y frágiles que parecían muñecos de goma. Yo siempre quería abrazarlos cuando venían a tocarme con las manos sucias de jugar en el barro, pero nunca podía, porque siempre salían corriendo para luego meterse en un tubo largo y estrecho que se perdía en la inmensidad del cielo. Ese tubo que conectaba el cielo con la tierra me tenía obsesionada, porque apretujaba a los niños y los despachurraba hasta que salían por el otro lado con la cabeza apepinada, el cuerpo deforme y los brazos alargados. Desde allí arriba seguían saltando sobre una sola pierna entre las nubes blandas y sutiles. Algunas veces sus brazos se hacían tan largos que los extendían hacia mí para rodearme el cuello; luego, cuando yo intentaba cogerlos, se desvanecían. Solía despertarme a medianoche, sobresaltada por lo esquizofrénico del sueño, y ya no conseguía dormirme más.
En realidad, este sueño, convertido en pesadilla en algunas ocasiones, era el resultado de las muchas intrigas y preocupaciones a las que me vi sometida desde que decidí investigar qué requisitos se necesitaban para establecer una escuela en el país. Fue entonces cuando perdí definitivamente la inocencia, porque entré directamente a formar parte de un engranaje burocrático del todo inaceptable para mí. El primer día, después de preguntar en la recepción del Ministerio de Educación, me pasé tres horas de pie en la cola que me indicaron. Los funcionarios trabajaban poco y mal, se levantaban cuando les parecía y se sentaban en la ventana; ora fumando un cigarro, ora tomando té. De aspecto desarreglado, gesto arrogante y mirada huidiza, despachaban a los clientes como si fueran objetos. Cuando me llegó el turno, un tipo andrajoso, alto, delgado, de mentón prominente y expresión huraña, me escrutó con la frialdad del que se siente superior.
—Ésta no es la sección para los papeles que usted necesita. Tiene usted que ir a la puerta siete —me respondió.
Yo no daba crédito a mis oídos. En la puerta siete había unas trescientas personas alineadas esperando su turno. Necesitaría, como mínimo, otras tres o cuatro horas. En vano traté de explicarle que no era culpa mía, que me habían informado mal, que había perdido toda la mañana para nada. Por todo comentario, esbozó una sonrisa. Sus dientes amarillos se me clavaron como puñales. Y es que, en Nepal, las sonrisas pasan a ser armas de doble filo. Acababa de darme de bruces con un sistema tan corrupto, tan escandalosamente distorsionado que me hizo comprender que, tras las sonrisas de los nepalíes, a veces se esconden venenos de escorpión. Nunca sabes lo que hay detrás de una palabra amable, detrás de un gesto afirmativo, detrás de una promesa. Llegué a casa hecha polvo, con la sensación de fracaso que se tiene tras haber perdido un día inútilmente. Cuando Father escuchó mi relato, me hizo saber lo estúpida que había sido:
—¿Tú no sabes que esto no es América? ¿Crees que alguien va a darte alguna información si no les das algo de propina?
Yo intentaba convencer a Father de que Nepal estaba constituido en una democracia y lo que él me proponía quedaba fuera de la ley. Yo no estaba acostumbrada a semejantes prácticas y eso del soborno era absolutamente inconcebible para mí. Haciendo caso omiso de los consejos de Father, al día siguiente volví al ministerio. Estaba dispuesta a obtener la información que necesitaba haciendo valer mis derechos sin hacer uso de la corrupción. Me coloqué directamente en la fila siete, que afortunadamente no era muy larga. Cuando conseguí hablar con el funcionario, me informó de que aquélla no era la sección que yo necesitaba: era la puerta siete del departamento que se encontraba en la segunda planta. Le monté un escándalo terrible, diciéndole todo lo que se me ocurrió en aquel momento; la cólera terminó con mi paciencia y voceaba de tal forma que los guardias de seguridad se acercaron para intervenir. El funcionario de la ventanilla ni se inmutó; esbozó una sonrisa de oreja a oreja y, sin hacer ningún comentario, hizo pasar al que iba detrás de mí. Subí las escaleras enfurecida, sintiéndome profundamente estafada, pero enseguida me encontré con la gente que esperaba en la puerta número siete. Debía de haber unas trescientas personas.
Así estuve durante una semana, día tras día, hasta que recorrí todos los edificios cutres, ruinosos y mugrientos del país en busca de información. El panorama era desolador: todos eran hombres que me acosaban con sus miradas obscenas y sus preguntas. Me tocaban el culo con el menor pretexto; si querían escupir, escupían; si se querían sonar los mocos, lo hacían con las manos y luego se limpiaban en la camisa; si querían eructar, eructaban; a todo ello hay que añadir el rezumo a orines que llegaba de los lavabos, la parsimonia de los funcionarios que esperaban ansiosos la hora de cerrar y el desbarajuste de papeles. Aquello acabó definitivamente con mis nervios.
Mi vida estaba adquiriendo un aire kafkiano y surrealista. Cuando volvía a casa, tenía la moral por los suelos. Por las noches cavilaba durante horas sin poder conciliar el sueño; perdí el apetito, adelgacé. Era evidente que no sabía cómo desenvolverme en aquella burocracia.
Con la derrota en la mano, decidí admitir mi fracaso y fui a pedirle ayuda a Father. Cuando Father comprendió que me había «bajado del burro», me echó un discurso de dos horas y me hizo una lista con todos los deberes: lo primero, procurarme un transporte barato y de fácil manejo; así que al día siguiente me compré una bicicleta.
Father me dejó alucinada desde el primer día.
—Tráete un poco de dinero —me dijo—. Lo vamos a necesitar.
Y así, sin gastar tapujos ni finura, se desvelaban las entrañas corroídas de un sistema en el cual, desde el funcionario de la ventanilla de información, pasando por el mozo que te acompañaba a la ventanilla, hasta llegar a las esferas más altas, todos funcionaban con propinas y sobornos. Allí no importaba la casta o la ralea: cuando se hablaba de dinero, la gente se entendía de maravilla.
Fue una lección inolvidable que me hizo tocar con los pies en el suelo y situarme en un Nepal que no había descubierto hasta entonces. ¿Cómo era posible que aquello funcionase de aquella manera? Ensimismada en mis cavilaciones y pensamientos, me dejé llevar hasta mi pueblo natal. ¡Qué distinta era la vida allí! De repente me percaté de lo diferente que era la Vicki de entonces, de todo lo que había cambiado en mí desde que abandonara mi país: estaba adoptando otros esquemas funcionales, las fiestas y tradiciones de otra cultura; la lengua para expresarme no era la misma que me enseñaron mis padres, los hábitos alimenticios y los horarios de las comidas eran otros, mi familia era de otra raza... Me dio la sensación de que mi origen se estaba extinguiendo, de que me estaba perdiendo a mí misma en una fusión extraña y desconocida que no era yo. Yo quería conocer otras cosas, pero sin dejar de aferrarme a los valores que para mí habían sido, hasta aquel entonces, inamovibles. Otra vez el sentido de la impermanencia se planteaba como tema principal. No sólo es bueno estar abierto a los cambios, sino ser, en todo momento, consciente de su repercusión. ¿Era negativo lo que había cambiado en mí? En realidad, de lo único que me sentía culpable era de haber transgredido lo que yo, hasta entonces, había asumido como normas de mi ética personal. ¿Tan grave era sobornar a un individuo para obtener algo a cambio? En todo caso, ¿qué era más importante: quedarme sin la información o darle una propina? Era evidente que estaba en otro contexto cultural y que, si quería vivir allí, habría de seguir el sabio refrán que dice: «Allí donde fueres...».
Father y yo salíamos cada día a las diez de la mañana en nuestras bicicletas, después de haber tomado lo que constituiría la comida principal. El primer día reunimos toda la información que necesitábamos y procedimos a estudiarla con detalle. ¡Era increíble! Para abrir una escuela en Nepal se necesitaba un depósito de cincuenta mil rupias y rellenar una solicitud que acreditara la siguiente información: dirección de la escuela, datos particulares del propietario, número de trabajadores y número de alumnos que se pensaban escolarizar.
Aunque parezca miserable, así era. Para montar una escuela en Nepal se requerían los mismos trámites que para abrir una carnicería. Eso confirmaba perfectamente el caos de la situación educativa del país. Con semejante falta de rigor administrativo, el asunto educativo se concebía solamente desde el punto de vista de un negocio.
En el Ministerio de Educación conocimos a Mr. Joshi, un newar que trabajaba como inspector educativo y que estaba allí para hacer una gestión. Hablamos de lo que nos había traído hasta allí, nos escuchó con mucho interés y, después de intercambiarnos los teléfonos, quedamos en que nos llamaría para ayudarnos. A los pocos días recibimos a Mr. Joshi en nuestra casa. El hombre, maravillado con mis planes, mis propósitos y mi entusiasmo, había venido a vernos para hacernos una propuesta. Me sugería que me aliara con el director de alguna escuela de fines no lucrativos para que me dejara los locales y, así, poder establecer y regentar el parvulario.
Esta idea fue inmediatamente compartida por Father, que, alegando mi falta de experiencia, vio con muy buenos ojos el hecho de negociar con una persona experimentada en el tema.
Yo no acababa de ver las cosas claras, ya que, conociendo la falta de calidad de la mayoría de las escuelas de Nepal, dudaba de encontrar a alguien dispuesto a invertir dinero en lo que, para mí, eran pilares esenciales: infraestructura, materiales y desarrollo profesional. Pero me equivoqué. Y así fue como, al cabo de una semana, conocí al director de la escuela de refugiados tibetanos más grande del país: Mr. Pemba Lama.
Mr. Pemba nos invitó a su casa, que estaba situada en el mismo recinto amurallado que bordeaba la escuela. Se trataba de un tibetano bien entrado en los 40, cara redonda de mejillas carnosas y labios oscuros. El pelo liso, de abundante espesura, lo llevaba sin raya y peinado hacia atrás. Mr. Pemba destacaba por su aspecto limpio y saludable. Su traje de lino escondía un vientre profundo, señal inequívoca de los buenos guisos que le preparaba su mujer, a la que todos llamaban cariñosamente amala, que en tibetano significa «madre».
Mr. Pemba era parco en palabras, hablaba despacio, con modestia, sin mirar a los ojos, hecho que se daba con frecuencia entre las etnias de origen mongol, para quienes sostener la mirada es un gesto de arrogancia o desafío.
Father y Mr. Joshi llevaban la voz cantante en todo lo referente a los negocios de la escuela. A mí casi no me dejaron abrir la boca. Al principio me lo tomé como un abuso de machismo, pero, según me contaron al terminar la reunión, los primeros encuentros deben ser siempre recatados, sin expresar muy bien todos los deseos, para que sea el contrario el que se deje conocer primero y, así, poder tomarle ventaja. Era evidente que hicieron bien en no dejarme intervenir, ya que, dada mi naturaleza extrovertida y parlanchina, a buen seguro les hubiera estropeado el trato.
De ese modo, utilizando el silencio en lugar de las palabras, se cerró aquella entrevista, con el que habría de ser mi principal aliado en el montaje de mi primera escuela. Nos alejamos de Mr. Pemba a la espera de noticias, ya que, según nos comunicó, se marchaba a la India al día siguiente, para reclutar maestros, y prometía estar de vuelta en tres semanas.
A mediados de septiembre, coincidiendo con el final de las lluvias y la recolecta del arroz, se celebraron las fiestas de Dasain y Diwali. Estas fechas representan para los nepalíes lo que las Navidades para los cristianos. Es el acontecimiento más esperado del año para todos los hinduistas, independientemente de la casta a la que pertenezcan. Aunque suelen acontecer entre septiembre y octubre, las fechas exactas nunca se saben con seguridad hasta que los astrólogos no lo determinan según el calendario lunar.
Dasain simboliza la victoria del bien sobre el mal y comienza con diversas procesiones de divinidades antiquísimas que, unos días antes de la fiesta principal, recorren la ciudad de Katmandú con las reliquias de dioses y diosas. Se celebra en honor a todos los nombres y formas de las diferentes manifestaciones de Durga, que son aclamadas con multitud de pujas y ofrendas, baños sagrados y la matanza de animales, que son sacrificados dejando las calles de Katmandú repletas de sangre durante estos días.
Se conmemora de este modo la victoria de los dioses sobre los demonios, que son considerados más débiles.
En realidad existen numerosas versiones que justifican el significado de esta celebración, pero según el Ramayana, el rey Rama, definido como la reencarnación de lord Vishnu, después de muchos enfrentamientos sangrientos y duras luchas, consigue destruir al rey de los demonios, llamado Ravana, que, según cuenta la leyenda, procedía de Ceilán. Se dice que consiguió vencerle solamente cuando evocó la energía suprema, llamada Shakti, que poseía Durga, considerada la Divina Madre Universal.
Son, esencialmente, fiestas celebradas en el seno del hogar, que reúnen a todos los miembros de la familia en la casa paterna y, si alguna persona vive en el extranjero, tiene la obligación de regresar para esas fechas y participar de las bendiciones y ofrendas que se practicarán con auspiciosos deseos de prosperidad para todos.
Aunque no se trata de una práctica de origen hindú, desde hace pocos años se ha incorporado a las fiestas de Dasain la costumbre occidental de enviar felicitaciones, extendiendo a amigos y familiares los mejores deseos de paz y prosperidad.
En Dasain son frecuentes los aguinaldos y las pagas dobles. La mayoría de gente ha estado ahorrando durante todo el año para poder estar a la altura de las circunstancias. Los que no tienen dinero lo piden a un amigo, o acuden a un prestamista, pero es de absoluta obligatoriedad seguir los rituales religiosos y adorar a los dioses en tan señalada ocasión.
Yo sentía verdadera curiosidad por presenciar de cerca los numerosos rituales de Dasain y Diwali, porque había oído muchísimas cosas sobre esas fiestas y, sobre todo, porque quería realizar la ceremonia que iba a convertirme en hermana de Monjul.
Quince días antes de Dasain, comenzaron a movilizarse los comercios, ofreciendo a los nepalíes un variado surtido de alimentos, enseres y objetos que la gente, con gran barullo, se apresuraba a adquirir. Las calles estaban atascadas, ya que todos se movían con bultos y paquetes de aquí para allá. Se despertó la euforia repentina de sacar con tempranera los billetes de viaje, porque eran muchos los que, por esas fechas, se volvían al pueblo y, si no se apresuraban, corrían el peligro de quedarse en Katmandú. Los más tenaces se tumbaban a dormir a la puerta de las estaciones de autobuses y esperaban pacientemente a que abrieran las taquillas. El alboroto era una cosa nunca vista, y muy pronto se hizo imposible circular por la ciudad. Se diría que los habitantes de Nepal, se estaban preparando para enfrentarse con el final del mundo, ya que todas las personas, indiferentemente de si eran ricos o pobres, se lanzaron a la calle y se pusieron a comprar: se veían constantemente hombres, mujeres y niños cargados con borregos, cabritos, pollos y patos vivos a la espalda, que habían sido adquiridos para poderlos sacrificar.
En la zona de Tankeswore, cerca del barrio de Tahachal, donde vivía yo, había un puente donde se alineaban los mercaderes vendiendo el pescado traído de la India y la fruta tropical: mangos, bananas, papayas, limas, lichis... En aquella época era completamente imposible cruzar. Para que no me aplastaran con los bultos, tenía que sortear aquel entramado compuesto por animales y personas, y quitarme del medio, pero si me acercaba mucho a la orilla, corría el peligro de ser arrojada a las pocilgas cochambrosas que se alineaban a banda y banda del río Baghmati, y que, con ocasión de las fiestas, los parias que las habitaban, habían comenzado a pintar. Ésa era una costumbre muy extendida entre los nepalíes: asear, pintar y decorar las casas con ocasión de Dasain.
En todas las casas se cocinaban ricos manjares, se preparaban dulces y, a excepción de los chetryas y brahmanes, los nepalíes destilaban alcohol para estas fechas.
Con semanas de antelación, las mujeres maceraban, en crudo, exquisitas verduras al aceite de mostaza, picantes y especiadas, a las que llamaban achar. Carnes de todo tipo, excepto la vaca para todos y el cerdo para algunos, se consumían hasta que hinchaban la tripa. Los que tenían la suerte de criar animales en casa los engordaban concienzudamente durante todo el año, para consumo propio o para venderlos en aquella época, y los demás recorrían las carnicerías en busca de ganado vivo y muerto.
Las carnicerías en Nepal eran lo más asqueroso que un occidental pueda llegar a concebir: carecían de todo control sanitario y los pedazos sangrientos de carne estaban tirados en el suelo, comidos por las moscas, que revoloteaban sobre los cadáveres como abejas en un panal.
Las cabezas de cabra, de búfalo, o de puerco jabalí se exhibían como trofeos sobre las losas del suelo, y miraban con ojos vidriosos a los transeúntes que pasaban por el lugar.
Nadie se preocupaba de averiguar si los cuchillos que utilizaban para cortar estaban o no oxidados. El carnicero iba desguazando las piezas, que arrojaba con maestría en una balanza de pesos, a la antigua usanza; luego, esquivando las moscas, que se negaban a alejarse del festín, envolvía la mercancía en papel de periódico y, con las manos ensangrentadas por el descuartizamiento de la carne, procedía a efectuar el cobro con toda naturalidad.
Alineados a banda y banda de las carnicerías, podían verse cabritos y ovejas atados a una cuerda, mientras esperaban pacientemente la hora del juicio final.
Yo sentía arcadas cada vez que presenciaba aquellas escenas, que parecían afectarme sólo a mí. El resto de los nepalíes no se inmutaban ante lo que, para ellos, formaba parte de su paisaje cotidiano.
En ocasiones, cuando el tendero no tenía trabajo, era habitual encontrarlo dormido sobre la carne, y se despertaba de súbito, comidito de moscas, alertado por el forcejeo de algún perro callejero, que pretendía fugarse con el suculento botín.
A pesar del alborozo colectivo y de la alegría que se contagiaba por doquier, Mummy andaba por la casa triste, apagada, sin ganas de preparativos y se pasaba el día tirada en la cama o en el sofá. Yo no comprendía lo que le pasaba, hasta que Father, haciéndome cómplice de aquel asunto, me lo relató.
Sucedía que ni Rajesh, ni Shusma, ni Reshma iban a estar presentes en aquella celebración. Los Shrestha, que en apariencia era una de las familias más afortunadas del valle, comenzaron a padecer la disgregación familiar cuando sus hijos se marcharon al extranjero para hacer fortuna. Era evidente que Mummy Shrestha tenía un concepto de la felicidad muy diferente del que tenían sus hijos: para ella, la mejor fortuna que la vida le podía deparar era pasar las fiestas en compañía de sus hijos. Los vástagos, en cambio, creían que los Estados Unidos de América eran la panacea del buen vivir y, pese a los ruegos que su madre les hizo para que regresaran, ellos decidieron perseverar en el sueño americano, en busca del filón de oro, y no tuvieron ningún reparo en sacrificar la tradición.
Father se moría de pena al ver a su esposa tan deprimida y me pedía constantemente que le dijera a Mummy que necesitaba comprarme ropa y, así, la sacara a la calle a pasear.
Con la excusa de que en aquella época las mujeres tenían que vestirse con sus mejores galas y alegando que necesitaba comprar regalos, conseguí llevármela de paseo.
Mummy era la que estaba en posesión de todos mis ahorros y, siempre que le pedía dinero, me controlaba diciéndome que tenía un agujerito en la mano, y que en cuatro días me quedaría sin un zotín. Yo estaba acostumbrada a manejar mis propias finanzas desde que cumpliera los 18 años y aquello me parecía del todo surrealista, pero siempre me dejaba llevar. Aquellos días, sin embargo, Mummy se volvió derrochadora y generosa. De repente recobró la adrenalina y se dejó llevar por la fiebre consumista de los comercios; comenzó a comprar como una loca sin reparar en gastos, y exigía a los tenderos género de la mejor calidad.
Haciendo uso de aquella energía recobrada, Mummy y yo nos afanamos en la preparación de todas las pujas que tuvieron lugar durante días sucesivos: la casa se nos llenó de familiares y visitantes que no paraban de beber y comer. Mummy y yo estábamos exhaustas, trabajando como negras día y noche, y es que Dasain es, esencialmente, una fiesta donde los hombres disfrutan y las mujeres trabajan: nos enfrentábamos como leonas a la pila repleta de cacharros de cocina y los teníamos que lavar todos antes de irnos a dormir. Después teníamos que dejar arreglada la puja para el día siguiente: ensartar flores para hacer collares, picar ajos, pelar patatas y ponerlas a remojar, cocer huevos, ir a comprar más pescaditos, poner en remojo la soja, preparar más dulces... ¡Dios bendito! ¡Qué paciencia la de aquellas mujeres! Un día tocaba bendecir los coches, después se bendecían las diferentes representaciones de Durga y así sucesivamente: parecía el cuento de nunca acabar.
Los familiares y amigos se ponían a jugar a las cartas, y nosotras, Mummy y yo, les teníamos que sacar comida y bebida hasta que decidían marcharse. Yo no podía creer lo que veía, ya que aquello del juego no era una broma para pasar el rato, sino que la casa se convertía en un verdadero antro de perdición, donde se ganaban y se perdían suculentas sumas de dinero.
Seguro que, para una mujer nepalí, que desde pequeña ha sido educada para servir al varón, aquellas fiestas estaban llenas de alegría y de significado, pero, para mí, que todavía lucho por ver el día en que la mujer y el hombre compartirán las tareas domésticas, aquello me traía a malvivir.
Después de Dasain, con un intervalo de quince días aproximadamente, llegó lo que se denomina Diwali o Tihar. Está enteramente dedicado a la diosa Laxmi, que representa la luz y la fortuna.
El día de la luz en Katmandú es como encontrarse en una ciudad de cuento de hadas. En todas las casas se dibuja un círculo de barro en el suelo, que se llama mandala. Del círculo sale un camino que entra hasta el interior de la casa. Se trata del camino que habrá de recorrer la diosa Laxmi para traer fortuna, dinero y sabiduría a todos aquellos hogares que la hayan solicitado.
El reclamo para la diosa, además del camino, son las lámparas de aceite, que se prenderán alrededor de la casa, en las terrazas y balcones, y en las escaleras que den al exterior.
Mummy y yo estuvimos todo el día confeccionando velas de aceite para ofrecerlas a la diosa y fue una auténtica maravilla.
Por la noche, de tantas luces como había y de tanto resplandor, era como si las estrellas del cielo hubieran caído en el valle y estuvieran anidando en el alma de la gente. Los niños salieron a la calle y comenzaron a cantar. Uno tenía la sensación de que detrás de cada lucecita se escondía el elixir de la vida, porque la ciudad entera respiraba el canto de los niños que recogían el aguinaldo, despertando en cada ciudadano sentimientos profundos de generosidad.
En aquel día las personas hacían también la purificación del propio cuerpo, y uno podía hacerse ofrendas a sí mismo.
Se celebraron ofrendas cinco días consecutivos por el siguiente orden: al cuervo, al perro, a la vaca, al dinero y a los hermanos.
La ceremonia de los hermanos es uno de los rituales más hermosos y significativos que haya celebrado jamás. Doy gracias al hinduismo por haber tenido la sensibilidad de implementar esta fiesta a través de los siglos y recomiendo su práctica a todas las personas del mundo, independientemente de cuáles sean sus creencias o religión.
Cada año, cuando el rey de Nepal ha terminado la puja de Bahi Tika, en señal de saludo a todos los ciudadanos, treinta y un golpes de gong se escuchan desde el Palacio Real.
Para celebrar nuestro enlace, tuve que presentarme en ayunas en casa de mi hermano Monjul.
Lo primero que hizo Monjul fue explicarme el significado de la fiesta y me dijo que, con estas ofrendas, los hermanos se deseaban mutuamente un incremento de salud y prosperidad en el año que había de venir.
Para realizar este sortilegio, se invocan los favores del dios Ganesh, con la luz de una vela, y los del dios Yama, con agua.
Monjul se sentó en el suelo y me dijo que depositara las frutas, los dulces y todos los objetos que me había traído de casa para hacer aquella ofrenda, delante de él.
Después me pidió que cogiera una lámpara de aceite y la fuera derramando alrededor de su cuerpo siete veces. Al terminar, hice lo mismo con un recipiente que, según Monjul, contenía agua sagrada. Con este ritual quedaba protegido de los malos espíritus y de los demonios, creando una barrera que les impedía pasar.
A continuación pasé a ofrecerle todos los elementos que le había traído: puse en su cuerpo flores, arroz, incienso y le di de comer dulces, fruta y yogur.
Finalmente marqué su frente con una línea vertical, hecha con pequeños trazos de pigmento de todos los colores, mientras repetía un conjuro llamando a Yama, el dios de la muerte, con unas palabras que rezaban así: «Con esta semilla en la frente de mi hermano dejo constancia de que la puerta hacia Yama, el dios de la muerte, queda cerrada para siempre jamás. Al igual que Yamuna selló la frente de su hermano y lo eximió de la muerte, así lo hago yo».
Luego, al terminar, él repitió conmigo exactamente el mismo ritual y después nos intercambiamos regalos y pasamos el día juntos cantando y sin parar de comer.
Al atardecer practiqué el mismo ritual con otro amigo de la casta de los newar, que no desistía en su deseo de cortejarme después de que yo, reiteradas veces, le había dado calabazas. Cuando le conté a mi amiga Maya lo que me pasaba, me aconsejó que lo mejor, en estos casos, era convertirlo en hermano mío. Una vez más quedé admirada de las muchas técnicas que tienen en Nepal para solucionar los problemas personales y sociales de forma armoniosa. La verdad es que aquello dio resultado y así fue como me agencié otro hermano llamado Jonhardan Shrestha.
Con el paso del tiempo y viendo lo hermosa que había sido la experiencia en mi vida exporté esta tradición a España, y un día practiqué el mismo ritual con quien es ahora mi hermano español: Carlos Pedrissa, uno de los directores de la compañía «La Fura dels Baus».
Durante las fiestas de Dassai, mientras esperaba ansiosa la respuesta de Mr. Pemba, un día vino a verme Maya y me dijo que ella iba a visitar al astrólogo del rey de Nepal y que si quería ir con ella:
—¿Por qué no consultas con el astrólogo y averiguas si te van a ir bien los proyectos que tienes entre manos? —decía Maya.
Yo la miré con cara de risa y le contesté que nunca había creído en esas cosas, pero que, aun así, me encantaría conocer al astrólogo del rey, así que, sin previo aviso, como se hacen las cosas en Nepal, una mañana al amanecer, Maya vino a buscarme y nos fuimos a casa del adivinador.
El día que me llevó a ver a Mr. Raj Mangal Joshi no lo olvidaré en toda mi vida. Vivía en el barrio de Patan, en la mismísima encrucijada donde se concentran las callejas más inverosímiles, lindando con los templos de Durbar Square y el bullicio de tiendas y comercios. El suelo empedrado de adoquines rojos, las ventanas de madera tallada, los alfareros, ceramistas, escultores del bronce, vendedores ambulantes, todos merodeando por la zona... Me parecía haber viajado a una ciudad medieval. El astrólogo vivía en una casa como sacada de un cuento de las mil y una noches; vista desde fuera, tenía la apariencia típica de la arquitectura newar: ventanas esculpidas en madera añeja, fachada de piedra, puerta vetusta. Por dentro parecía la típica guarida del sabio: las estancias repletas de papeles esparcidos y apilados por todas partes, los sillones y las mesitas abarrotadas de objetos en apariencia inútiles, los muebles de aspecto raído y desvencijado; todo estaba lleno de polvo, como si no se hubiera limpiado a fondo desde hacía tiempo, las manchas y el desorden formaban parte de la decoración, en una simbiosis que parecía de lo más natural.
La sala de espera estaba atestada de gente sentada en el suelo: hablaban a gritos y conversaban sin prejuicios sobre sus problemas, como si se hubieran conocido de toda la vida. Maya y yo ocupamos unos cojines y nos acomodamos como pudimos. Fue entonces cuando comenzó el interrogatorio: ¿de dónde éramos? ¿A qué habíamos venido? ¿Quién nos había recomendado al astrólogo? ¿Qué problemas teníamos? ¿Dónde vivíamos en Nepal? ¿Teníamos casa propia o de alquiler en España? ¿Cuánto ganábamos? ¿Estábamos casadas? ¿Y cuánto ganaba el marido de Maya? Yo no podía creer que la gente se atreviera a abordar nuestras intimidades con la familiaridad del que habla del último partido de fútbol. ¿Cómo podía eso ser posible? Esa costumbre tan arraigada entre los nepalíes se practica en la mayoría de las oficinas, ya sean públicas o privadas. Profesionales de todas las áreas: administrativos, abogados, médicos, astrólogos te preguntan por tus asuntos delante de todos, de manera que tus asuntos más recónditos pasan a ser para siempre de dominio público. La verdad es que nunca lo he llevado bien, es algo superior a mí, y más de una vez me he defendido dándole un chasco a alguien al haberme sentido violada por un abuso excesivo de confianza. Claro que, con el tiempo, descubrí que detrás de las preguntas no hay mala intención; no preguntan con el ánimo de incordiar, se trata simplemente de la curiosidad que les inspira saber quién eres, cuál es tu origen, quiénes son tus ancestros, cómo te ganas la vida. Es también un modo de entablar amistad. Sin embargo, no comprendía de qué modo podían salir airosos los nepalíes para protegerse del bombardeo de preguntas; y es que, cuando la situación se les escapa de las manos, dicen una mentira detrás de otra y se quedan tan tranquilos.
Al lado de la ventana se encontraba Mr. Joshi, despachando con un cliente. El astrólogo debía de tener entre 50 y 60 años; tenía mentón alargado, nariz aguileña, ojos color avellana, mediana estatura, de aspecto desaliñado y vestido a la manera tradicional. Se movía a raudales, percatándose de todo con extraordinaria rapidez. Llevaba gafas y se adornaba con un topi, el gorro típico nepali.
Al ver a Maya, su cara se alegró de repente y nos condujo a una salita que se encontraba en el piso de arriba. Maya le dio los datos para hacerse lo que ellos llaman la previsión anual, o la revolución solar; el hombre los anotó cuidadosamente en una libreta llena de operaciones matemáticas, en cuyas tapas amarillas se percibía claramente el roído de ratones. Después, Maya nos presentó, diciendo que yo era española y que residía en Nepal. Mr. Joshi preguntó si yo necesitaba de sus servicios, a lo que yo respondí ávidamente que, en realidad, no creía mucho en la astrología. Él me miró fijamente a los ojos y, cogiendo el pulgar de mi mano derecha, me dijo:
—Eres una persona afortunada, de fuertes convicciones y claro destino, vivirás en Nepal unos cuantos años y cumplirás los propósitos que te han traído hasta aquí. Te casarás dentro de un año, con una persona del país, que te ayudará a establecerte.
Yo le miraba burlona, con una media sonrisa, sin creer una palabra de lo que me decía. Maya asentía con la cabeza y apuntaba en una hoja de papel las palabras del oráculo. Al salir de allí, Maya me tendió el papel donde habían quedado escritos los presagios de mi futuro. Yo la miré de reojo y me eché a reír a carcajadas.
—No entiendo cómo puedes creer en semejantes tonterías —le dije.
Y permanecimos mucho rato en silencio intentando no pisarnos los terrenos; ella creía ciegamente en lo que llamaba «una ciencia milenaria», que es para los nepalíes como la Biblia para los cristianos. En Nepal, nada discurre al margen de la predicción y la adivinanza. Los nepalíes, independientemente de si son budistas o hinduistas, cultos o analfabetos, reyes o dignatarios, políticos, comerciantes o parias, todos consultan a sus adivinos. La superstición, el tantrismo, la hechicería, las prácticas extrasensoriales son tan normales para ellos como lo sería para nosotros acudir a nuestro farmacéutico. El astrólogo les recomienda las piedras y gemas que tienen que llevar para protegerse, les advierte del peligro, les previene contra las enfermedades, contra los días críticos, les sugiere cuáles son los mejores días para emprender un viaje, para empezar un negocio, para casar a un hijo, para cambiar de casa, para la siembra y la recolecta del arroz, incluso para las celebraciones típicas de sus fiestas y festivales. El astrólogo determina día y hora para todo, según sean las posiciones de los astros y los planetas. Sin su consentimiento, la vida de la ciudad y la del campo se paralizaría, la gente no se casaría, no se enterrarían los muertos, no se recogería la cosecha, no viajaría el rey, no se convocarían elecciones generales, los ritos más sagrados del hinduismo y el budismo no se practicarían sin las profecías.
Agradecí profundamente a Maya el haberme llevado allí. La experiencia me descubrió una faceta muy importante de la vida social del país que no era, en absoluto, para ser tomada a chirigota. Los nepalíes organizaban sus vidas en función del vaticinio de sus adivinos, y yo, si quería montar la escuela, debería tenerlo muy presente y aprender a manejarme en el ambiente del presagio y el augurio con toda normalidad.