Capítulo 11. Vicki Subirana, una mujer casada en Nepal
El día que Kami regresó de su trekking, nos habían invitado a celebrar el año nuevo de los budistas-lamaístas, que se conoce con el nombre de Losar. Son las fiestas más importantes para los sherpas, tibetanos y manangays, y para otras etnias de procedencia mongol.
Kami llevaba más de quince días sin ducharse, traía el pelo largo y greñudo, y las uñas sin cortar. Sin embargo, se negó a higienizarse para ir a la fiesta, con el argumento de que era sábado, el día en que él había nacido. Si rompía la regla, le podía acontecer cualquier desgracia, entrarle la ruina, enfermar, o incluso morirse, él o cualquier familiar.
Yo pillé un berrinche tremendo, porque mi marido era un hombre muy limpio, que se duchaba todos los días y jamás había tenido una pelea por un tema de este tipo con él, pero por más que me puse farruca, mi marido no cambió de opinión.
Kami me había traído el que sería mi primer vestido sherpa: un bakhu de seda ocre con la blusa haciendo juego, y quería que me lo pusiera para asistir a la fiesta con él.
—De manera que yo tengo que pasar por el tubo y tú no —le dije, comenzando una pelea—. Vaya un machista que estás hecho. Como no te cambies de ropa, yo contigo no voy.
Tengo que reconocer que, en aquella ocasión, no me porté demasiado bien con él y, una vez más, di muestras de mi testarudez.
Kami intentaba hacerme razonar con su eterna sonrisa y un diálogo que yo no parecía demasiado dispuesta a entablar. Sin embargo, poco a poco, sin palabras, pero con mano izquierda, Kami consiguió salirse con la suya y me hizo desistir.
—Vamos a parecer la princesa y el lacayo —refunfuñaba yo mientras Kami me vestía, ya que, aunque se trataba de un vestido muy sencillo, colocárselo correctamente requiere maña y traza, y yo estaba tan nerviosa y tan enojada que no fui capaz de hacerlo sola.
Cuando terminó de vestirme, Kami sacó unos cosméticos de un estuche y me maquilló. Dijo que así era como los hombres querían ver a las mujeres en Nepal. Yo, para no liar más el asunto, me mantuve calladita y le dejé hacer.
Al terminar, mi marido me miró de arriba abajo y me dijo que estaba hecha una preciosidad. Cuando me vi en el espejo, me quedé gratamente sorprendida, porque, al tratarse de una prenda ajustada al cuerpo, me hacía una bonita figura y me quedaba muy bien. El vestido era elegante, de corte clásico y largo hasta los pies. La pintura realzaba los atributos de mi cara y daba a mis ojos un toque exótico, muy especial.
Los sherpas habían preparado diversas actividades. La primera fue una concentración masiva en un recinto ceremonial llamado Sherpa Sewa Kendra, que se encuentra cerca de la gran estupa de Boudha-Nath. Allí acudieron centenares de personas; desde los más ricos hasta los más pobres. Todos se habían vestido para la ocasión con lo mejor que tenían. Las mujeres iban engalanadas con sus bakhus de seda. Las que eran ricas, se habían confeccionado uno nuevo para la ocasión, y así podían variar para no repetir el del año anterior. Las que no se lo podían permitir llevaban puesto el bakhu del día de su boda, se compraban un pandem de seda nuevo, se ponían todas las joyas de su dote ¡y a lucir se ha dicho!
Los hombres vestían, la mayoría, traje y corbata, al más puro estilo occidental. Los había que iban ataviados con el traje típico de los sherpas, que consistía en una especie de casaca hasta media pierna, atada a la cintura con una especie de faja-cinturón. Las mangas del traje eran anchas. Era gracioso comprobar que una de las mangas la llevaban sin colocar, de manera que parecían todos mancos. Calzaban bota alta de colores y sombrero bordado en oro, ribeteado con pelo de yak.
Nosotros éramos la atracción de la noche, no por el atuendo de Kami, del que todos conocían el motivo, sino por el hecho de que se hubiera casado con una extranjera como yo. Nuestra historia corría de boca en boca, ya que aquello significaba mi primera presentación oficial. Todos elogiaban mi belleza y Kami se sentía muy orgulloso de mí.
La comida era diversa y abundante. Aquel día entendí por qué a mí me atiborraban de comer. Tenía que aprenderme las reglas del juego: primero, esperar a que me ofrecieran varias veces antes de acceder; luego, dejar siempre un poquito de comida por terminar; y después, colocar las dos manos encima del plato cuando la anfitriona se empeñara en hacerme repetir. En realidad, según el protocolo, el huésped debía rechazar hasta siete veces la comida que le ofrecía su anfitrión.
Allí se hicieron danzas y rituales diversos, se celebró una puja, se bebió y se cantó.
El resto de las fiestas se celebraban en familia, cada uno en su casa, y era equivalente a nuestra Navidad: se preparaba algo muy parecido a los pestiños, llamado kapse, que se colocaba en unas fuentes junto a caramelos y frutos secos, y se ofrecía a los huéspedes al llegar.
El día de Losar se intercambiaban regalos; Kami me entregó una cajita de cartón envuelta en papel de colores, me dio un beso y me dijo que esperaba, con aquello, hacerme muy feliz.
Al abrirlo, vi que eran unas tarjetas de visita donde estaba escrito mi nombre. Yo me quedé tan sorprendida que, de la alegría, no sabía si reír o llorar. Aquélla fue la mejor prueba de amor que me habían hecho jamás.
Las tarjetas, escritas en letra bellísima y en papel blanco de satén, cambiaron mi vida para siempre.
Desde que el deseo de ser madre anidó en mi corazón, me obsesioné tanto con ello, que me pasaba los días acechando el momento de mi ovulación. La obsesión se agravaba porque, en muchas ocasiones, Kami estaba fuera trabajando y mis periodos fértiles no siempre coincidían con mi marido en la ciudad.
Para que no me atormentara más de la cuenta, Kami cogió la costumbre de avisarme solamente el día antes de partir. Con todo y con eso, yo, cada vez que se iba, le montaba un drama. Eso de que él se ausentara durante tanto tiempo lo llevaba muy mal. Pensaba frecuentemente en el riesgo que corrían los expedicionarios. La montaña se cobraba cada año muchísimas vidas. Cuando se iba, lloraba y lloraba sin consolación.
Un día regresó antes de lo previsto con un cadáver. Se trataba de un sherpa que trabajaba con él, de cocinero, y se había matado en un alud. Al parecer no era el único que había perdido la vida: un ciudadano francés había muerto con él. Aquello me sumió en un estado de paranoia constante. Kami vino muy deprimido y tuvimos que enfrentarnos con los preparativos del funeral.
Lo primero que se hace en estos casos es avisar al lama. Generalmente, si no es una muerte repentina, al lama se le llama unos días antes para que, practicándole lo que los budistas llaman Phowa, pueda, a través del proceso de su muerte, ayudarle a morir. Después se da a conocer el caso a todos los familiares y amigos, para que participen de las numerosas ceremonias que se preparan y vengan a ayudar.
Nos desplazamos todos otra vez a la Sherpa Sewa Kendra, y allí se distribuyeron los trabajos: unos fueron a por leña, otros fueron a por agua, otros trajeron comida y se pusieron a cocinar.
Mientras el cuerpo todavía estaba caliente, los lamas, en la parte superior del edificio, donde se encuentra la gompa, comenzaron con la práctica del phowa.
Todos los lamas allí reunidos comenzaron a rezar sus mantras. Cuando le pregunté a Kami por el significado de todo aquello, me contestó que los sherpas creen que el espíritu del muerto tarda más en salir del cuerpo que el cuerpo en morirse. Cuando el espíritu queda atrapado dentro del cuerpo, puede tener muchos problemas, tales como reencarnarse mal, o podría ser que tardara mucho en encontrar el camino de su karma. El espíritu atraviesa durante esas horas o días lo que los tibetanos y sherpas llaman bardos, estados transitorios entre la muerte y la reencarnación.
Si uno se muere en casa, se le mantendrá allí durante tres días y tres noches y se le practicará lo que en sherpa se llama thatul, un ritual de purificación.
La gente venía a ver al muerto y no se iba hasta que no había comido. Los familiares tenían la obligación de ofrecer comida en honor del difunto a todos los que acudían al velatorio.
Al cuarto día una comitiva de amigos y familiares seguimos al muerto al crematorio. El cadáver lo llevaron cuatro personas a las que se les llama royakpa. Ro significa muerto, y yakpa significa «el que sirve a los muertos».
Los royakpa eran miembros de la familia, o cualquier sherpa que quisiera hacer ese trabajo. A los royakpa se les pagaba, pero era imprescindible que tuvieran el mismo signo del zodíaco que el muerto, o todavía más fuerte.
Una vez en el crematorio lo pusieron en una pira que contenía lámparas de aceite, de manera que el cuerpo comenzó a quemarse. Todos nos quedamos allí hasta que las llamas, de tan altas, nos hicieron salir huyendo.
Allí solamente se quedaron los royakpa, que tenían la obligación de asegurarse de que el proceso de cremación se desarrollaba hasta el final.
Al salir del cementerio Kami, el lama y yo nos fuimos a casa de la familia donde estuvimos rezando toda la noche. Teníamos que averiguar si la muerte del cocinero había producido efectos negativos a los familiares o a otras personas.
Según me dijo Kami, se pueden dar casos en los que el muerto no esté convencido de morirse. A veces éste quiere llevarse con él a algún miembro de la familia, o a algún amigo. Si es así, el espíritu del muerto va a hacer todo lo posible para que aquéllos se pongan enfermos y se vayan con él.
Cuando suceden estas tragedias, se dice que el espíritu se ha reencarnado en un shindhhi, que significa «demonio». Entonces se practicará una puja para que el espíritu entienda que la familia, los amigos y el pueblo entero van a cuidar de la persona que se pretende llevar, y que debe irse y dejarla tranquila.
Al cabo de tres días de haber quemado el cuerpo, el lama y sus ayudantes fueron a observar las cenizas. Querían ver si encontraban pisadas de perro, pájaro, cabra, o cualquier otro animal en el lugar. De haber sido así, hubiera significado que el cocinero se había reencarnado en uno de aquellos animales. Como no encontraron ninguno de los signos, cogieron los huesos restantes, los machacaron e hicieron un escapulario que tiraron al río para purificar el alma del difunto, ya que había indicios de haber tenido una mala reencarnación todavía peor que la de los animales mencionados.
A las tres semanas, y luego a los tres meses de haber muerto, dijo Kami que tenía que hacerse la última puja, llamada Yoa.
Consiste en llamar a todos los conocidos y ofrecerles un convite en honor del difunto. Las personas que asisten a este rito también tienen que contribuir con ofrendas y dar dinero. El dinero servirá a la familia para resarcirse económicamente por las pérdidas ocasionadas con la muerte del familiar.
El dinero que se reciba será cuidadosamente registrado. La familia del muerto se quedará con el registro y, el día de mañana, si hay una boda, un bautizo o una muerte en la familia donadora, la familia del muerto actual deberá devolver, si le es posible, el doble de lo que se le ha donado.
Por último, harán una caricatura del muerto, la vestirán con sus ropas y la dejarán a la vista de todos. Los amigos y familiares le ofrecerán comida y bebida, le darán el último adiós y le convencerán de que, habiendo hecho todo lo posible por él, y habiendo gastado tanto dinero por él, lo mejor será que siga su camino y no vuelva más al lugar ni al cuerpo que ocupó.
Sus ropas serán entregadas a un pobre y el funeral se dará por finalizado.
Años más tarde caería en mis manos uno de los libros más impresionantes del siglo XX. Se trata de la obra de Sogyal Rimpoche The Tibetan Book of Living and Dying. Este libro ha cambiado mi vida, ya que ha sido escrito para que los que tenemos la suerte de haberlo leído podamos reflexionar acerca de la muerte, prepararnos para morir y rectificar nuestras conductas mientras vivimos.
Con la lectura del libro vendrían a mi memoria las escenas vividas durante aquel funeral en Nepal, por sus referencias a la práctica del phowa y otros rituales.
Ya hacía tiempo que los padres de mis alumnos y otros conocidos me repetían una y otra vez que cuándo me iba a casar con Kami, que vivir amancebados no estaba bien visto en Nepal.
Yo les decía que Kami y yo ya estábamos casados y que nuestra unión era perfectamente legal, pero era evidente que no hablábamos el mismo lenguaje: aquella gente tenía un concepto distinto al mío de lo que significa contraer matrimonio.
Ellos, que vivían todavía en el maravilloso mundo de las palabras de honor y los pactos verbales, no sabían lo que significaba ir al juzgado y sacar un certificado matrimonial. Todos se habían casado siguiendo los ritos religiosos, que son los que dan a conocer, a puertas abiertas, el enlace matrimonial. Era eso lo que ellos me estaban pidiendo: que hiciera una fiesta rimbombante, «a bombo y platillo», nunca mejor dicho, ya que allí la gente se casa así.
Yo eludía el tema tanto como podía, porque aquel tipo de fiestas costaban un dineral. Había que invitar a centenares de personas y nosotros no teníamos presupuesto para poderlo pagar.
Sin embargo, una carta de mi hermana diciendo que venía nos hizo cambiar de opinión.
Fue a Kami a quien se le ocurrió la idea, ya que podríamos tener representantes de las dos familias; parecía, pues, un momento excelente para poderlo celebrar.
La carta me llegó a mediados de julio, solamente con un mes de antelación. Era un poco precipitado, pero nos pusimos manos a la obra y estuvimos durante un mes haciendo los preparativos noche y día, sin descansar.
Lo primero que hicimos fue contratar un grupo de personas que, bajo la supervisión de Kami, nos ayudaron, ya que queríamos organizar el ritual en el más puro estilo sherpa, como se casa la gente de los pueblos. Esto causó alboroto y gran sorpresa, ya que estaba de moda casarse de smoking, copiar rituales extranjeros e ignorar por completo la riqueza tradicional de los ritos del país.
Descubrí por entonces que me había casado con un hombre tenaz, que no se rendía hasta haber cumplido sus propósitos y a quien nunca le daba pereza trabajar. Él se ocupaba de todo, con un dominio y una habilidad que me agradaban y me asombraban. Mientras lo veía conversar y discutir pensaba qué distinto hubiera sido todo si Kami hubiera podido estudiar y qué diferente hubiera sido su vida. Cuando volvía la mirada y me encontraba frente a los niños del parvulario, me quedaba el consuelo de saber que aquellos niños comenzarían su camino de modo diferente.
—Hay que preparar, por lo menos, quinientas invitaciones —dijo Kami.
—¿Por lo menos? —le pregunté—. ¿Quieres decir que habrá que invitar a más?
—Aquí, en Nepal, nunca se sabe... Tú entregas la invitación a un miembro de la familia, pero si quiere venir acompañado, nadie le impide traer a más gente con él.
—Pero, Kami, supongo que tendremos que fijar un número, ¿no?
Mi marido me miró con gesto contrariado. Sin embargo, lo dejé pasar. De todos modos, no comprendía cómo se podría preparar una boda sin saber cuántas personas iban a asistir. Sin embargo, era evidente que en Nepal ese tipo de cuestiones no era muy relevante.
—Adelante, Kami. Haz lo que creas oportuno.
Aunque no era capaz de comprender en todos sus extremos aquel despliegue matrimonial, confié a ciegas en mi marido y me dejé llevar. Y donde no llegó mi cerebro, llegó mi corazón.
Kami también se encargó de las invitaciones. Eran muy sencillas, de cartón reciclado en beige con ribete rojo. Se veían dos manos que se estrechaban y en letras mayúsculas se leía Wedding. Se abrían a lo ancho y podían leerse los nombres de los padres. ¡Ellos invitaban! Yo sólo comenzaba a sentir ansiedad ante la perspectiva de una boda semejante.
Nos casaríamos en la Sherpa Sewa Kendra y pedimos que la decoraran para la ocasión. La comida era un problema y se solucionó comprando ciento cincuenta pollos, cincuenta corderos, cien kilos de carne de búfalo, un camión de sacos de patatas, otro de arroz y verduras para alimentar a todos los habitantes del Himalaya. Eran imprescindibles el chang y el roksi, y tenían que ser de la mejor calidad[16].
La cuestión de la ceremonia religiosa era peliaguda. Tuve que hacer malabarismos para tener contentos a Father y a Mummy y, al mismo tiempo, no profanar la religión de mi marido. Father quería que yo saliera de su casa y que fuera un brahmán de su casta el que dirigiera el ritual y bendijera nuestra unión.
—A mí un brahmán no me bendice —aseguraba Kami—. Yo soy budista y si no me casa un lama, no me casa nadie.
No había modo de que flexibilizara su conducta.
Así que, supongo que como todas las novias del mundo, comencé a perder el apetito —¿será por eso que las novias siempre están delgadas?—, me costaba conciliar el sueño, me sentía cansada y agotada, malhumorada y todo me irritaba.
Estaba al borde del suicidio y no sabía cómo podría reunir las creencias de mi familia hinduista y las convicciones de mi marido budista. Poco antes de la llegada de mi hermana, yo solita vislumbré la solución. Investigando los paralelismos existentes entre el budismo y el hinduismo, di con el linaje de los Shakyapa. Los Shakyapa forman una orden dentro del budismo-lamaísmo a la que también pertenecen los budistas newar. Aunque los newar son tradicionalmente hinduistas, esta rama seguía las enseñanzas de Buda. De este modo Father quedaría satisfecho y mi marido, también. Decidido: sería un lama Shakyapa quien oficiara nuestra ceremonia.
Mi hermana llegó con un alborozo de locura. Venía con su marido Francesc. Estaba guapísima y pletórica, deseosa de que le contara cómo iba todo. Durante dos o tres días yo dejé de ocuparme de los preparativos para la boda y me dediqué a ellos por completo. Me contaron que les había sido casi imposible encontrar billetes, ya que Cataluña, aquellos días, estaba viviendo el acontecimiento más significativo de los últimos tiempos, porque, en la misma semana en que yo me casaba, se celebraban en Barcelona los Juegos Olímpicos.
Traían una noticia bomba: finalizada la inauguración de las olimpiadas, vendrían a visitarnos mi amiga Montserrat Llevadot y su marido, Pere Jordi Piella. Montse era una compañera de profesión a quien yo tenía un gran cariño. Su marido, Pere, era el alcalde de Ripoll. Venían con tres personas más: uno era José Ángel, un maestro amigo mío, que se hizo querer mucho en el pueblo por su sencillez y su jovialidad. Otra era Rosa Rogel, una andorrana a quien yo adoraba, y la tercera, una mallorquina muy salada llamada Margalida Ballester.
Mira por dónde, ¡iban a estar presentes el día de la ceremonia! En realidad nos dimos la sorpresa mutuamente: yo, porque nunca me hubiera imaginado tenerlos el día de mi boda, y ellos, porque no sabían nada del gran acontecimiento que se estaba preparando.
No sé qué recuerdo tendrán ellos de su visita a Nepal, pero estaban tan excitados con las experiencias que vivían, que por cualquier cosa les entraban unas tremendas ganas de reír. La risa que más daba el pego era la de Rosa: fresca, desinhibida, infantil, que estallaba de pronto contagiándonos a todos. El día que a mí me iban a probar el vestido de novia, ellos decidieron venirse conmigo para hablar con el modisto y pedirle que les hiciera un traje típico, a cada uno, para ir a la boda. Primero, les tomaron las medidas y, luego, les hicieron esperar hasta que las telas estuvieron hilvanadas. Al primero que llamaron fue a Pere Jordi, y empezaron a meterle mano allí mismo, en la calle, entre el polvo del mercado, el devenir de transeúntes y la mirada curiosa de cuantos pasaban, que se paraban a fisgonear. Ésta es una costumbre muy típica en Nepal: la gente se para y te mira de arriba abajo, sin manías, sin prejuicios y sin que haya un motivo especial. En aquella ocasión, había, desde luego, un fundamento, ya que no era nada frecuente ver a gente extranjera haciéndose un traje sherpa. La verdad es que tenía un aire cómico ver a Pere Jordi Piella, tan sobrio, tan recto, tan discreto, en plena calle, probándose aquella tela anchota y desgarbada, en una situación que, normalmente, uno realiza en la intimidad. Cuando Rosa le vio con el vestido puesto, comenzó a reírse como se ríen las locas: con sonoras risotadas que nos arrastraron a todos los demás. Pere Jordi sentía mucha vergüenza y es que no era para menos la cosa, ya que a todos los que estábamos allí nos daba mucho corte aquella situación. Mi cuñado Francesc, que se había estado resistiendo a hacerse el traje desde el principio, diciendo que él no se disfrazaba ni por carnaval, viendo la suerte del alcalde, decidió esconderse detrás de los otros para ver si, así, el sastre no lo veía, y se olvidaba de él; pero en cuanto Pere terminó, lo mandaron llamar y, enojado por todo aquel asunto, comenzó a pelearse con mi hermana, reprochándole que, por su culpa, se veía metido en semejante chifladura.
Sin embargo, después de Pere, nos fueron llamando a todos uno a uno, incluida yo. Nos probaron los trapos en plena calle, siguiendo el mismo ritual. Creo que, al final, estábamos ya tan acostumbrados a la forma de hacer de los nepalíes, que aquello nos parecía de lo más normal, y el sentido del ridículo que tuviéramos al principio se nos quitó.
Me casé con Kami el día 16 de agosto de 1992. Era domingo y el día amaneció brillante y hermoso.
A las siete de la mañana llegaron los lamas a mi casa. Hicieron una puja de purificación y tuve que permanecer con ellos, ofreciéndoles té y comida, y todas aquellas cosas que son necesarias en una ceremonia tan importante. Pensé que jamás se irían y, sin embargo, la cocina estaba hasta arriba de cacharros sucios, el suelo era un barrizal de aceite —los lamas no pusieron mucho cuidado con las lámparas—, el baño estaba sucio —creo que todo el barrio había ido a mi casa para buscar las bendiciones de los lamas— y aquella situación amenazaba con destrozarme los nervios.
En la puerta de la escuela había una multitud dispuesta a ver a la novia sherpa extranjera. Adecentamos la casa y recibimos a Father y a Mummy. ¡Venían tan elegantes y tan guapos! Después llegaron mis hermanos Monjul y Shusmita, con una poetisa llamada Vanira. Y mi amada Maya, que me abrazó con lágrimas en los ojos.
—¡Soy tan feliz y celebro tanto tu boda, hermana Vicki...! —me decía.
Imma y yo nos sorprendimos al ver a Rosa, que se había hecho un bakhu marrón en seda china: la prenda le quedaba perfectamente, ya que es menuda y delgada y, al contrario de los demás días, estaba seria y muy metida en su papel. La seguían los otros españoles, como si fuera una delegación del gobierno en visita oficial. De verdad que era impresionante: Montse parecía talmente una princesa; eligió un tono entre ocre y crema que realzaba su esbelta figura y su elegancia natural.
Fue la admiración de la fiesta, porque tiene mucho don de gentes y un innato saber estar. Margarida tenía un aire muy parecido a Montse: ella fue la que más simpatizó con los niños de la escuela. Se pasó el día haciéndoles regalos, intercambiando direcciones, como si fuera la relaciones públicas del lugar. Pere Jordi causó admiración a todo el mundo, por su porte magnífico, por su sobriedad. La noticia de que era alcalde se había extendido, le hacían reverencias y le honraban con un trato especial.
José Ángel dijo que él, por primera vez en su vida, se pondría un traje y una corbata, y que aquello era lo máximo por lo que podía apostar, así es que, según dijo mi hermana, lo encontraba guapísimo, mientras que él iba diciendo que le parecía llevar un disfraz.
Subieron todos al piso, ya que representaban a la familia y amigos de la novia, y allí, como marca la tradición, debíamos esperar al novio, que tenía que salir con su comitiva de la casa de su madre y tenían que venirme a buscar.
Mi hermana, que hasta entonces lo había llevado bien, comenzó a ponerse nerviosa:
—¡Huy, nena, que ya están todos aquí, y nosotras todavía nos tenemos que arreglar! —decía Imma.
—Tú, por lo menos, tienes todas las ropas en casa —decía yo, afligida—. Pero a mí todavía tienen que traerme el sombrero, y una capa, y no sé qué más, así que, aunque quiera, todavía no me puedo vestir —añadía con un lamento.
Ni la una ni la otra sabíamos cómo se colocaban los bakhu, así que tuvimos que aguardar a la señora que trajo mis atuendos para que nos vistiera a las dos.
Imma llevaba un traje turquesa de flores plateadas que era una verdadera preciosidad. Como estaba un poquito entrada en carnes, era el prototipo ideal de los hombres de Nepal. Su pelo rubio y su tez clara le conferían un exotismo especial. Se puso un lazo enorme, del mismo estampado que el vestido, que era de un hortera garantizado, pero que allí estaba de ultimísima moda. A mí me dio por reír y por meterme con ella:
—¡Madre mía, qué lazo! —le decía burlona—. Pero ¡si te pareces a la ratita presumida!
La verdad es que cuando la vieron en la fiesta, no hacían más que decir que era la chica más guapa de Katmandú y que se parecía a una estrella de cine que estaba de moda en India y Nepal.
Mi hermana y yo nos tronchábamos de risa, sobre todo cuando me vistieron a mí.
—Pues mira, que si yo con el lazo estoy hortera, cuando te veas tú con el gorro que te han puesto, ¡ya verás! —me decía ella llorando, ya que de tanta guasa se nos saltaban las lágrimas.
La verdad es que estábamos las dos comiditas de los nervios y también teníamos un poco de tristeza, porque, en realidad, echábamos de menos a mi madre y a mi abuela, ya que, en un día tan señalado, nos hubiera encantado tenerlas allí.
¡Cuando me vi en el espejo no me lo podía creer! Parecía exactamente una de esas mujeres que salen en el documental La ruta de la seda, como si en lugar de casarme con Kami, fuera a convertirme en la esposa de Marco Polo.
Llevaba un bakhu rojo de seda china, con un grabado de flores en oro que le daba a la tela un aire magistral. El pandem también era de seda opaca y las líneas del delantal iban del rojo al rosado haciendo juego con los tonos del vestido. Me habían puesto una capa de terciopelo en tonos azules con brocado de oro y un ribete de pelo adornando toda la orilla. Aquello era una pieza de anticuario que pesaba como un muerto y olía a moho. La habían hecho traer adrede para la ocasión, desde el pueblo de Kami.
Las mujeres de Gholi, durante muchas generaciones, se habían vestido con ella el día de sus bodas y, aquel día, como les dijimos que queríamos casarnos con ropas antiguas, seguro que se lo tomaron al pie de la letra y que habían vaciado las arcas donde guardaban los atuendos que usaban las mujeres en la Edad Media y los habían traído para mí.
La capa era ancha y sobria y me llegaba hasta los pies, me tocaron la cabeza con un gorro en estampados de terciopelo y de sedas, ribeteado con pelo de yak. Luego, llevaba unos pendientes que parecían dos racimos de uva, en rojo pálido, que me había regalado José Ángel, y que eran perfectos para la ocasión. Estaba francamente guapa, o por lo menos así me sentí yo: me miré de arriba abajo en el espejo, y me agradé.
La casa se llenó de gente y de ruido: unos entraban, otros salían, y es que Kami, que tenía que venir a las dos, llevaba ya un retraso de dos horas, y todos estábamos hartos de esperar.
Mi hermana y yo seguimos con el cachondeo hasta que, de pronto, oímos la música en la calle, cada vez más cerca del portal. Era el sonido de una banda, que paró de tocar cuando se abrieron las puertas de par en par. Primero entraron un grupo de sherpas vestidos con sus trajes típicos y bailando al compás de un instrumento de sonido ronco construido con cuerno de yak. Los hombres blandían vigorosamente algo de pelo negro y blanco que nos costaba visualizar. La danza simbolizaba la entrada triunfal. Estaban blandiendo colas de yak, con lo cual espantaban la mala fortuna, los malos espíritus y todo lo negativo del lugar. Llegado el momento, los bailarines se quedaron quietos y la banda de músicos volvió a tocar; en total eran unos quince o veinte e iban uniformados de rojo y blanco, con ribetes de oro y galones al estilo coronel.
Entonces le vimos aparecer: ¡aquello era verlo para creerlo! La figura de Kami se distinguió nítida y espectacular entre la multitud. Venía andando bajo palio y la gente se arremolinaba a su alrededor para verle llegar.
Kami iba vestido en rojo y amarillo. Llevaba una capa larga haciendo juego con su vestido y un sombrero de ala ancha, en seda del mismo color. Mi hermana y yo chillábamos alborozadas porque aquello parecía una de las escenas de la película El último emperador. La gente empezó a darse achuchones para ponerse en primera fila y presenciar el ceremonial. Las ventanas, los balcones, las barandas... todo estaba abarrotado de gente que se peleaba por mirar. Kami subió las escaleras lentamente, mientras su escolta procuraba taparle con un paraguas, para que no se rompiera la barrera de protección. Al llegar a la casa, entró en la habitación donde se iba a celebrar la primera puja, denominada por los sherpas la «Ceremonia del Chang».
Era típico asignar una acompañante a la novia, para que la instruyera durante la ceremonia, y Maya fue la encargada de dirigirme en el rito.
—Ya, Vicki —me dijo muy seria—. Se acabaron las bromas. Compórtate: debes mostrarte afligida, como hacen las novias. Así se representa que el novio se lleva a la mujer y las jóvenes abandonan el hogar.
Mi hermana y yo estábamos llorando de risa, pero prometimos portarnos bien.
En la habitación contigua los lamas habían empezado los rezos de la ceremonia. Sentados en el suelo, sobre cojines, se encontraban los invitados. Cuando entramos en el recinto de la puja, se hizo un gran silencio y todas las miradas se fijaron en mí. A mi hermana le habían hecho sostener un paraguas sobre mi cabeza, como símbolo de protección. Si eso hubiese sucedido un ratito antes, seguro que hubiera sido motivo de guasa, pero nuestro estado de ánimo había cambiado por completo: las dos habíamos sufrido una transformación. Yo recordé los consejos que me diera Maya y me tapé la cara con las manos, con gesto afligido, sin mirar a nadie, sin pronunciar palabra, sin pestañear. Me invadió de repente una gran seriedad y se me quitaron las ganas de reír. Comencé a sentir muchísima vergüenza, como si fuera una actriz que está interpretando una película y se me hubiera olvidado el papel. Nos hicieron sentar al lado del novio que, de tan serio, rígido e inmóvil, parecía una estatua esculpida en la pared. Cuando todos estuvimos instalados, el lama Shakyapa y sus ayudantes dieron paso al ceremonial. Comenzaron blandiendo un quemador con incienso. El humo se esparció por la estancia; todo quedó lleno de telarañas grises que hilvanaban el aire con aromas de sándalo de sutil fragilidad. El lama Shakyapa rezaba una letanía mientras sumergía en un recipiente de cobre una pluma de pavo real. Los colores de la pluma nos hipnotizaron a todos porque tenían un encanto oculto, y el aposento se impregnó de una aureola mágica y especial.
Luego, los lamas reanudaron los mantras y con aquellas plegarias, de eco ronco, invitaron a mi suegra Daleki a que iniciara la «Ceremonia del Chang». Ella se dirigió a mi padre y comenzó a cantarle. Father la miraba con asombro y con admiración, porque eran muy bonitas sus palabras y había mucha dulzura en su voz:
No temas por tu hija y vete tranquilo,
que a partir de ahora nada le habrá de faltar,
no sólo ganará otro padre y otra madre,
sino que mi hijo, que será un buen marido,
la habrá de cuidar.
Vete tranquilo a casa y danos a tu hija,
que nosotros la vamos a hacer feliz.
Era un canto dulce, acompañado por la continua letanía y gravedad de los mantras, y un estremecimiento cruzó la sala cuando Daleki, llorando, dijo aquellas palabras frente a Father. Mi suegra, entonces, tomó una taza de porcelana y colocó manteca en ella; después, la cubrió con chang y la ofreció tres veces a Father. Siguiendo la costumbre, Father negó tres veces y, finalmente, aceptó. Llenaron el recipiente tres veces y tres veces bebió Father un pequeño sorbo. Daleki ofreció una khata a Father y de ese modo se formalizó la petición.
Para dejar constancia de que aquel primer rito se había consumado, empezaron los laúdes a tañir; hubo también repicar de tambores y de platillos, hasta que, finalmente, los sherpas al unísono se pusieron a cantar.
Después fue Kami quien salió de su estado letárgico y recobró la movilidad. Él y Father se rindieron los honores y se intercambiaron khatas; luego, mi marido tuvo que invitar a Mummy para que bebiera el chang. Ella siguió todos los pasos como era habitual, hasta que, por último, me dieron de beber a mí. Mi hermana, que hasta entonces había permanecido silenciosa, sosteniendo su paraguas con mucha dignidad, comenzó a musitar su retahíla en voz baja:
—Conque no te gusta el chang y la manteca, ¿no? Pues si no quieres caldo, tres tazas —dijo con un aire pícaro en los ojos.
Nunca mejor dicho, sin perder la tradición, me dieron de beber tres veces. Del chang no me gustaba ni el olor, y la sensación que me producía la mantequilla pringada en los vasos era de rechazo total. Mi hermana sabía perfectamente que estaba pasando un mal trago, así que, con su increíble buen humor, intentó ayudarme con refranes y comentarios hasta quitarle seriedad. Haciendo de tripas corazón, intenté representar la comedia lo mejor que supe y conseguí salir airosa de aquella situación.
Mi suegra y Kami, siguiendo un protocolo jerárquico, ofrecieron chang a todos los allí presentes, mientras el barullo de la música y los cantos se extendían por toda la vecindad. Cuando el ritual estuvo del todo terminado, salieron los sherpas bailando con sus vestidos de tela recia y opaca, y blandiendo las colas de yak. Kami se acercó a mi oído y, en un susurro, me dijo que el significado de aquellas danzas era para que quedáramos protegidos de los malos augurios, y para desearnos que nuestro amor fructificara y nos uniera, no sólo en esta vida, sino en las reencarnaciones que habían de venir.
Había tanto sentimiento en las palabras que Kami me acababa de decir, que, rompiendo todo el protocolo, me abracé a mi marido llorando de felicidad. Pensar que, por la teoría de la reencarnación, podía desear estar al lado de la persona amada, no sólo en esta vida, sino en las venideras, era un concepto extraordinariamente fascinante para mí. Al pasar junto a Rosa, que había notado desde el principio de la ceremonia mi seriedad, me preguntó:
—Pero ¿qué te pasa, Vicki? ¿Por qué estás tan seria? —me dijo—. ¿Es que no estás contenta?
Yo, casi sin mirarla, hice un gesto de asentimiento con la cabeza y seguí a la comitiva, que nos estaba esperando para partir.
Era evidente que el choque cultural había hincado las uñas de nuevo, distorsionando poderosamente la realidad. Lo que Rosa no sabía era que, si bien en un principio estuve representando divinamente mi papel, la escena final era de lo más real: había llorado de veras, como lo hacían el día de sus bodas la gran mayoría de las novias nepalíes. Claro que sus motivos, seguro, eran diferentes a los míos. Ellas salían de la casa de sus padres para siempre, se sentían inseguras, porque todavía no conocían al que había de ser su marido y la suerte que el destino les iba a deparar. Lo mío era un asunto completamente distinto: Kami y yo estábamos allí para celebrar con aquella fiesta la culminación de una convivencia que se había convertido en amor, algo que, por fin, había quedado bendecido y consolidado, y que, rodeados de amigos y de aquella multitud que nos aclamaba, estábamos dispuestos a manifestar.
Cuando me asomé a la baranda de mi terraza, vi el patio de la escuela abarrotado de gente que se daba empujones para podernos ver salir. Los alumnos que no estaban internos se habían traído a sus familiares y a sus amigos. Estaban también los vecinos, los maestros y todo aquel que había tenido la suerte de colarse para presenciar lo que era el acontecimiento más esperado desde que diera la noticia de que nos íbamos a casar.
Subimos a un coche adornado con cintas de colores expresamente diseñado para la ocasión. Delante iban los sherpas bailando, les seguía la banda de músicos, después iba el coche que nos llevaba a Kami, a Maya, a mi hermana y a mí. Detrás de nosotros, una comitiva de centenares de personas que caminaron en procesión, desde la escuela hasta la gompa, donde tendría lugar la última parte de la recepción.
Cuando atravesábamos el recinto de la estupa sagrada de Boudha, mi hermana y yo empezamos a dar gritos de emoción. Aquello parecía una escena de un cuento de Las mil y una noches. Yo comencé a sentir el glamour y el estoicismo de una princesa. La gente nos aclamaba, nos tiraba guirnaldas de flores, polvos de tikka y arroz. Un halo de gratitud y de respeto comenzó a fluir de mi interior. Me sentía profundamente arraigada a aquellas gentes, que me habían aceptado en su seno, que me habían ofrecido su nombre, que me habían adoptado en su país. Había miles de personas que abarrotaban la estupa, porque era el día de la fiesta de los muertos, llamada Gay-Yatra, y todos los que allí se replegaron para celebrarla tuvieron que detenerse para dar paso a nuestra procesión. Maya me cogió la mano fuertemente y, señalando a la gente que se apilaba a nuestro alrededor, me dijo:
—Éste es un día de gran reconocimiento social para ti. A partir de hoy, nadie podrá decir que eres extranjera. Todos los que están ahí fuera sabrán que perteneces a un rango y a una estirpe.
A las siete de la tarde llegamos a la Sherpa Sewa Kendra. Al fondo de la sala los cocineros terminaban con los últimos guisos, y el aroma de especias y comida se esparcía incitando al apetito de todos los invitados.
Había también una mesa con varios hornillos de aluminio, vasos, cubiertos y platos apilados, esperando a que diese comienzo el suculento festín. El espacio estaba repleto de bancos y sillas que daban asiento a quienes tuvieron la suerte de pillar una buena posición. Las mujeres y los hombres se sentaban separados, mientras que los niños corrían por la estancia revoloteando como palomas al son de la música, que no paraba de sonar.
Luego, delante de todo, encima de un escenario bellamente decorado, estábamos nosotros, los novios, los lamas y el protocolo de rigor.
Los lamas comenzaron de nuevo con sus rezos y, terminada la liturgia, había llegado la hora de comer. Los primeros en ser servidos fueron los huéspedes de honor. Ellos no tuvieron que hacer cola: les sirvieron la comida las azafatas que conocían el protocolo y les agasajaron según su rango y distinción. Los demás tuvieron que levantarse y servirse ellos mismos.
Dos hileras de gente se dividieron a banda y banda de la mesa que contenía el ágape listo para comer: una fila la formaban las mujeres y otra, los hombres. Había tanto orden y tanto respeto en la organización, que Rosa no dejaba de comentar lo mucho que nosotros debíamos aprender de aquella gente:
—Mira qué bello ejemplo de buena armonía está dando esta gente: orden, tolerancia, paciencia y, sobre todo, la eterna sonrisa en los labios.
Así se hacían las cosas en Nepal.
Los niños de mi clase, con sus familiares, también se habían levantado para comer. Algunos padres venían para saludarnos. Me di cuenta de que mis alumnos se mostraban muy vergonzosos y no se atrevían ni a mirarme a la cara. Los críos estaban descolocados y fascinados. Seguramente me veían rarísima, con el gorro puesto y con los atuendos de boda. Era evidente que no me ubicaban disfrazada de aquella forma y subida en el pedestal.
Kami y yo permanecíamos sentados, mirando atónitos cómo la multitud se desplegaba desde las dos hileras y se acercaba a la mesa del banquete. Estábamos seguros de que, si no se obraba el milagro de los panes y los peces, no habría comida para alimentar a los comensales, que se habían dado cita en aquel lugar.
Habíamos repartido unas quinientas invitaciones, pero, a ojo de buen cubero, al menos mil personas habían comparecido para comer.
Aquello fue motivo de pelea:
—Ya te lo decía yo, que eso de organizar la boda sin saber el número aproximado de invitados no podía resultar —refunfuñaba mientras atacaba vilmente a mi marido.
—¿Y cómo pretendías que yo supiera la gente que iba a asistir, haciendo un pregón? —contestaba él, comidito de los nervios.
Total, que al final Kami me dijo que me tranquilizara, que si no había bastante comida, siempre cabía la posibilidad de ir a buscar refuerzos al restaurante de alguno de los allí presentes, que eran hosteleros y que seguro nos iban a ayudar.
Como en la sala no había mesas, los comensales que ya se habían servido su comida, volvían a sus sillas y se sentaban para comer. Mientras tanto algunos invitados comenzaron a desfilar para hacernos la entrega de regalos: el escenario quedó abarrotado de cajas y paquetes de diverso colorido, que se apilaban como si fueran obsequios de tómbola, llamando poderosamente la atención. Había dos ayudantes que se encargaban de anotar en una lista el nombre de la gente que nos había hecho el obsequio y, si se trataba de dinero, lo apuntaban con mucho esmero en otro papel[17]. Después de hacernos las reverencias y los cumplidos de rigor, cada visitante nos colocaba una khata. En menos de media hora teníamos el cuello tan repleto de aquellas bufandas de seda, que a mi marido y a mí, del calor que nos produjeron, nos cogió una especie de sarpullido y comenzamos a rascarnos por todo el cuerpo como si hubiéramos pillado el sarampión.
Cuando la mayoría ya habían llenado el estómago, los sherpas, ni cortos ni perezosos, se pusieron a bailar. Mi hermana y yo no queríamos perdernos la movida y fuimos en busca de José Ángel, que era quien llevaba la cámara de vídeo, para que filmara el baile tradicional.
Estuvimos dando vueltas un buen rato, hasta que al fin, cansadas de tanto buscarle, decidimos desistir.
Fue entonces cuando nos sirvieron a nosotros la comida, ya que los novios y los familiares más allegados son siempre los últimos en comer.
El menú se componía de aperitivos variados, cinco platos de verdura, dos de carne, uno de pasta, arroz, ensalada, postre y bebida. La verdad es que, cuando nos tocó el turno a Kami y a mí, casi todo se había terminado, y aunque no pudimos degustar el ágape, nos sentimos aliviados al comprobar que la comida había sido suficiente. Habían comido cerca de mil personas.
Hacía media hora que habíamos terminado de comer y apareció José Ángel con una trompa como un piano. Cuando Imma se dio cuenta de lo ocurrido, sin poder contener la lengua le espetó:
—¡Ay, madre mía, qué borrachera! Pero ¿tú estás tonto o qué? —le dijo Imma sin remilgos—. Tú eres muy fresco, eh, José. Si tenías la intención de emborracharte, habérmelo dicho y le hubiéramos dado la cámara a otro. ¿Ahora quién va a hacer la filmación de la fiesta, eh? —remató mi hermana muy aguda.
El pobre José Ángel trataba de hacerse entender lo mejor que podía, intentando disipar los nubarrones mentales del alcohol, pero nosotras no nos aclarábamos. José decía:
—No, si yo no quería, pero cuando fui para filmar lo que hacían en la cocina, me dieron de beber y luego me metieron en el corro de las danzas. Pero antes de bailar, chum, chum, chum, a beber todos juntos, y después de tres vasos otra vez el bailoteo.
—Quita, quita —replicaba mi hermana echándole la bronca—. Trae la cámara. Ya te voy a dar yo a ti chum, chum, chum.
Lo que mi hermana y yo no sabíamos era que la teoría de José Ángel tenía parte de razón. Pronto descubrimos que a José le habían gastado una broma para emborracharle. Se trataba de una competición muy típica en las fiestas. Se hacían dos grupos de baile: los del roksi, y los del chang. Formaban dos corros en los que participaban hombres y mujeres. Los del roksi ponían un bidón de esta bebida en el medio y los del chang hacían exactamente igual. Antes de empezar una pieza de baile, todos los participantes hacían de un golpe «chum, chum, chum» y se bebían tres vasos de licor. Después comenzaban a bailar cogidos por las extremidades, moviendo los pies al compás de la música tradicional. Apostaban por ver quiénes conseguían resistir más bailes sin caerse.
Al final de la fiesta la Sherpa Sewa Kendra estaba llena de borrachos tirados por el suelo durmiendo la mona. Los más resistentes se empeñaban en continuar la competición, agarrados fuertemente unos a otros para no caer. Aunque ya no quedaba ninguno que pudiera bailar al compás, todos intentaban seguir la inercia del grupo y se movían desequilibrados machacando el suelo fuertemente con sus pies.
Necesitamos tres coches para transportar los regalos. Cuando metíamos las cosas en los vehículos, estábamos tan cansados que yo dije:
—Ha sido muy bonito, pero menos mal que esto de las bodas es una vez en la vida y que nunca más nos meteremos en una cosa así, ya que llevamos un mes exclusivo de preparación.
Al oír esto, mi suegra contestó:
—Eso es lo que tú crees, pero, en realidad, el día de hoy no ha sido más que un preámbulo de boda. Este compromiso puede deshacerse si la convivencia no funciona. La boda verdadera tendrá que celebrarse cuando hayáis tenido hijos y demostréis que podéis vivir juntos en armonía. La próxima celebración se tendrá que hacer en el pueblo de Gholi, durará una semana y se os hará entrega de la dote familiar, que constará de tierras, animales, especies y dinero en efectivo —concluyó mi suegra muy seria.
¡Yo no lo podía creer! ¿Así que después de hacer todo aquello era como si no nos hubiéramos casado? Así que una semana de festejos, ¿no?
No había manera de ubicarme. Allí era prácticamente imposible hacerse con la información necesaria para vivir sin meteduras de pata. Cuando me relajaba pensando que ya sabía más o menos por dónde iban los tiros, me daban una noticia nueva que me dejaba totalmente alucinada. Aquel país era como abrir cada día una caja de sorpresas.
Cuando la boda terminó llegó el día de decir adiós. ¿Cuántas veces habré ido al aeropuerto a despedir a alguien? ¿Cuántas veces me han venido a despedir a mí? De nuevo había llegado el momento de constatar lo efímera que es la vida y lo importante que es aprovechar al máximo las oportunidades para estar con los seres queridos, antes de que su ausencia te llene de pesar: se fue mi hermana, mi cuñado, Montse, Rosa. ¡En fin! Se fueron todos. Todavía recuerdo la imagen de Pere Jordi en el aeropuerto, comidito de los nervios porque decía que Montse y las demás mujeres del grupo habían arrasado los mercados de Katmandú comprando un montón de cosas inútiles.
Se marcharon con sobrepeso, pero el exceso lo llevaban también en el alma, porque fueron muchas las emociones que arrastraron; y aunque sí era cierto que las maletas las habían llenado hasta reventar, tuvieron un gran dilema, porque ninguno de ellos sabía qué hacer con sus sentimientos, que les oprimían la garganta al despedirse de nosotros, y les pesaban mucho, aunque no ocupaban ningún lugar.
Volvieron a España con los ojos llenos de imágenes inolvidables. Con el corazón enternecido por los recuerdos. Con el alma repleta de agradecimientos. Se fueron, y me dejaron sola.
Unos días después de la boda Father y Mummy también se marcharon a América para visitar a sus hijos. Para colmo de todos los colmos, Kami también se marchó. Me había casado con un hombre de las montañas y por nada del mundo le podía retener. Me quedó el recuerdo bello del sueño que había vivido, el día que, gracias a él, me convertí en una princesa. Pero el cuento de hadas había terminado y ahora me tocaba afrontar otra realidad. La soledad de las noches me dolía y me exasperaba ver que tenía que compartir a mi marido con rivales mucho más fuertes que yo. Las montañas del Himalaya despuntaban como gigantes en la lejanía y siempre me ganaban la batalla. Estábamos a principios de septiembre, había llegado la temporada de los trekkings; él acudía fiel a su cita y se perdía entre la espesura de las selvas tropicales, recorriendo el cuerpo salvaje y el follaje exótico de sus amantes, mientras yo me quedaba allí.