Capítulo 2. Un mundo diferente
Mi viaje fue, desde el principio, accidentado.
El primer vuelo que tenía a las cinco de la tarde con la compañía Alitalia se demoraba debido a una huelga que mantenían los controladores de vuelo del aeropuerto francés. Yo debía estar en Roma antes de las doce de la noche para no perder la conexión que me había de llevar a la India, pero las expectativas de cogerlo se desvanecían por minutos. A las once menos cuarto de la noche nos llevaron a todos los afectados por la huelga al hotel Ritz de Barcelona. Al día siguiente, una vez en Roma, comprobé lo difícil de la situación. En pleno mes de julio, cuando la mayoría de los europeos tienen sus vacaciones, no había manera de encontrar conexiones. Estuve en Roma durante dos días en un hotel de cinco estrellas. Como dice el refrán, «al mal tiempo buena cara»: aproveché para visitar la ciudad y disfrutar del lujoso alojamiento. ¿Qué iba a hacer? Por fin, algún dios benévolo encontró una plaza para mí y volé, desde Roma, con las últimas luces de la tarde.
A las dos de la madrugada aterricé en el aeropuerto de Delhi. ¡No podía creer lo que veían mis ojos! Había multitud de pobres; algunos durmiendo en las aceras, otros se acercaban a los turistas pidiendo con las manos extendidas. Los había mutilados, ciegos, cojos, lacerados. Sus atuendos blancos, las caras oscuras y ¡aquella expresión de desaliento en el rostro! Fue mi primer contacto con los miserables. Una amalgama de sensaciones me envolvió: la noche volcaba sobre todos su calor asfixiante, y aquel olor intenso y agridulce, el olor de los pobres, que desde aquel día ya no me abandonaría jamás[1].
Estaba asustada y tenía ganas de llorar, y lloré como lloran los ángeles de las iglesias o las muñecas de porcelana, sin llanto, sin expresión, pero con mucha pena por dentro. Me sabía la única chica de rostro blanco rodeada de hombres de piel oscura, en aquel país del que lo desconocía todo. ¡Hubiera dado cualquier cosa por volverme atrás! Estaba tan aterrorizada que me paralicé, me quedé allí quieta, dejando que los mendigos se acercaran a mí. Los miraba atónita, desde mi incomprensión y mi miedo, hasta que aquel chico joven, adivinando mi desespero, me indicó el camino hacia el ascensor.
El viaje de Delhi a Katmandú dura dos horas. Quisiera poder recordar qué vi y qué sentí cuando llegué a mi destino, pero no puedo. Sólo tenía miedo y el miedo me impedía ver o sentir cualquier otra cosa.
El hotel Taragaon estaba situado muy cerca de la gran estupa de Boudha. Se trataba de pequeños bungalows construidos al estilo nepalí, pero perfectamente modernizados y muy confortables; mi habitación tenía un baño interior con agua caliente, flores naturales en las mesitas y cestos de mimbre con fruta fresca. Sin embargo, nada exterior a mí podía exterminar la pena que sentía, la soledad, la tristeza, esa mezcla de sentimientos que se hacían cada vez más patentes. Tenía una gran sensación de desamparo y no entendía por qué. Cuando salía de mi guarida, de mi pequeño paraíso, me veía de nuevo rodeada por los pobres; cerca del hotel había un barrio donde se veían muchos niños hambrientos hurgando en las basuras, peleando con los perros para obtener el mejor botín de los contenedores. Iban descalzos, casi desnudos y la mugre les envolvía. Yo no quería ver, no quería mirar, no quería saber, pero los niños estaban allí y sus rostros, cadavéricos y endebles, me perseguían como una pesadilla. Por las noches me los imaginaba tumbados en el mugrero, soportando el calor del monzón, las lluvias torrenciales, el zumbido persistente de los mosquitos. Así era el vivir de los sin techo, de los intocables. ¿Qué soñarían los parias?
Estuve tres días llorando, deseando volverme a España en el primer avión. Sólo encontraba alivio en la gran estupa. Me sentaba en lo más alto de los chortens, y desde allí observaba a los fieles que acudían a rezar[2]. Todos daban vueltas al recinto sagrado, en el sentido de las agujas del reloj. Muchos de ellos movían sus molinillos de oración y recitaban mantras en un murmullo sordo: «Om mani padme hum, Om mani padme hum». En Boudha-Nath tuve mi primer contacto con los tibetanos: conocí a una mujer de Lhasa y a un monje. Ambos despertaron en mí sentimientos nuevos que quise compartir con Ramón, la única persona que yo sabía habría de entenderme. Reproduzco aquí algunos fragmentos de la carta:
Boudha-Nath, 9 de julio de 1988
Hola Ramón:
No sé si recordarás quién soy. Nos hemos visto un par de veces, y gracias a la información que me diste, me he sentido apoyada para hacer este viaje. Soy Vicki, y quería ir a Tíbet, para conocer a los tibetanos, hasta que tú recondujiste mi idea inicial y me dijiste: «Hay mucho Tíbet fuera de Tíbet». ¡Tenías mucha razón!
Al final, después de tantos meses de preparar este viaje, y después de tantos anhelos, me llegó el día de marchar, y casi sin darme cuenta, me vi rodeada de gente extranjera a las dos de la mañana en el aeropuerto de Delhi. ¡Ya te lo puedes imaginar! Para una chica sola, con mentalidad occidental, lo que aquello significó para mí. Pensé que me iban a comer en crudo.
Cuando llegué a Katmandú, la angustia había llegado a sobrepasar los límites de mis fuerzas. Nunca antes había visto tanta miseria junta: aquella gente malviviendo en el barro, mirándome desde su suciedad, los niños desnudos, revolcándose entre la porquería, el barro, y los excrementos de las vacas. La miseria penetró en mí como si se tratara de una segunda piel.
Pero, de repente, cuando a la mañana siguiente me encontré otra vez frente a la gran estupa, y vi a los tibetanos dando vueltas en derredor hacia un camino sin destino, sin fronteras, sentí que, por encima de la miseria, se respiraba una paz sin límites; nunca antes, en ningún lugar del mundo me había sentido mejor.
Comencé a dar vueltas como persiguiendo algo que nunca he sabido qué era. Nadie ahorraba una sonrisa. Me sentí tan humanamente ligada a aquella gente, que me pareció como si siempre hubiera hablado su lenguaje, como si todos formásemos parte de una gran familia.
Comencé a dar vueltas, y más vueltas alrededor de la estupa. Cuando me di cuenta, una mujer tibetana caminaba a mi lado recitando una letanía indescifrable. Así, juntando nuestra sonrisa, y con pasos menudos, estuvimos paseando un buen rato, unidas por unos lazos de hermandad y complicidad, que me hicieron entender por qué les es posible sobrevivir entre tanta miseria: ¡El calor humano es tan fuerte! ¡Y sus creencias son tan profundas! Les llevan a mirar su pestilente realidad, no como una situación estática e irresoluta, sino como un paso que les llevará definitivamente a una situación de bienestar eterno.
Me paso horas en la gran estupa, mirando a los tibetanos, cómo rezan y cómo viven. He conocido a un monje que me está explicando cosas sobre sus vidas. Soy feliz aquí.
¡Ya ves! No me quedaba tranquila si no te contaba un poquito todo esto. Para mí fue muy importante tu información. ¡Por fin mi sueño se ha hecho realidad!
Muchas gracias y hasta pronto,
Vicki.
Tal y como le conté en la carta a Ramón, tuve la suerte de conocer a un monje: me metí en un monasterio budista. El olor a manteca y a ceras inundaba toda la lamasería; había monjes de distintas edades afanados en diferentes quehaceres: unos en el patio, lavando ropa, otros rezando en el recinto sagrado; los que todavía eran chiquitos jugaban al escondite y se agazapaban en cualquier rincón; ora en sus habitaciones, ora bajo las túnicas de los monjes viejos que pasaban sus rosarios apaciblemente huyendo del bochorno estival. Todos iban vestidos con sus hábitos granates, pero debajo llevaban blusas color azafrán. Aquellas escenas me resultaban familiares porque las había leído muchas veces en los libros que trataban de temas tibetanos y me regocijé de poder ser al fin testigo de la vida en el monasterio.
De repente me percaté de que alguien me miraba, era un monje joven que me invitó a pasar a las cocinas. Su sonrisa me invadió con una calma extraña, me dejé llevar y, casi sin darme cuenta, me encontré en el interior. Había muchos cacharros de metal amontonados en las fregaderas; en los estantes superiores se apilaban las escudillas de los monjes. El horno era de barro y estaba situado en el centro de la sala, en la parte superior quemaban tres fuegos de leña; en uno bullía el té, en otro se cocían patatas y, en el tercero, había una marmita con agua en un hervor lento.
Enseguida me invitaron a tomar té. El primer día no pude tomar más de una taza: se trataba de un brebaje con la textura de una sopa, hecho con hojas de té verde, manteca de nak (la hembra del yak) y sal. La poción la hervían y la batían hasta que se mezclaban los ingredientes. La gracia estaba en tomarlo muy caliente porque, al enfriarse la manteca, se te pegaba a la garganta y te producía una carraspera de mucho cuidado. La cocina desprendía un olor a rancio que se acentuaba con los vapores de los cocidos. La grasa se amontonaba por doquier, los adoquines estaban llenos de mugre y también las losas del suelo.
El monje que me llevó a las cocinas se llamaba Rigga y me dijo que si les quería ayudar a pelar patatas, ya que tenían que preparar la cena para los seiscientos monjes que vivían en la lamasería; me dieron un cuchillo afilado y un azafate de cobre, y pelé más patatas que pelos tengo en la cabeza. Conforme las pelábamos, las íbamos echando a un puchero para que se cocieran, sin lavarlas siquiera. Cuando me di cuenta, habían transcurrido cinco horas. Al llegar al hotel, tenía las manos negruzcas y llenas de grietas; todo mi cuerpo desprendía un olor a zurrumo y a sudores agrios. Me duché con agua caliente, me metí en la cama y, arropada entre las sábanas de lino, me percaté, con infinita gratitud, de que había dejado de llorar.
Al día siguiente volví al monasterio; Rigga me esperaba sonriente en la puerta central. Su cara era hermosa, tenía los pómulos anchos, los dientes blanquísimos y los ojos tan oblicuos que, al reírse, desaparecían de su rostro. Llevaba el pelo rasurado a la usanza de los monjes. Tendría unos 25 años, era alto y de constitución robusta. Tenía una personalidad alegre, bondadosa y con pocos prejuicios. Practicaba la meditación y había sido discípulo directo de uno de los maestros más importantes del budismo de todos los siglos: Dudjom Rimpoche (1904-1987). Durante el tiempo que permanecí en Nepal, Rigga fue mi guía y mi amigo. Él me ayudó a descubrir los secretos de la cultura tibetana y los aspectos prácticos del budismo. Juntos visitamos monasterios y recintos sagrados, de su mano conocí a los lamas y rimpoches más relevantes en el mundo del budismo de aquella época. Al cabo de los años, cuando el paso del tiempo ralentiza las emociones y agudiza la analítica, puedo descifrar con claridad que la presencia de Rigga en aquel entonces me sirvió para aprender mucho sobre una de las tendencias étnicas, religiosas y culturales más importantes del país, la de origen mongol, y, como consecuencia, tuve elementos de comparación para conocer todo lo referente a las personas de origen ario.
El hotel me parecía demasiado suntuoso para mí, así que Rigga me llevó a una pensión muy modesta que se encontraba cerca de la estupa. Quedamos en que me mudaría al día siguiente y que Rigga vendría a buscarme a las nueve de la mañana para ayudarme. Me decidí a ir a Thamel, el barrio más turístico de Katmandú.
Sentada en el restaurante K.C.’s conocí a Rajesh Shrestha. Rajesh significa «Señor de los reyes» y Shrestha es una de las castas de más prestigio entre los newar. Rajesh no hacía ascos ni de su estirpe ni de su abolengo, pues gastaba gallardía y finura, le encantaba el lujo, el confort, la buena vida y todo lo que estuviera relacionado con el dinero. Enseguida me propuso alquilarme un miniapartamento a mejor precio que la pensión. Casi sin darme cuenta, me vi montada en su Kawasaki, que se deslizaba por los atajos de una ciudad en penumbra. La noche era oscura, y las calles de Katmandú carecían de alumbrado. De pronto me asaltó el miedo: ¿estaría loca? ¿Qué hacía yo montada en aquella moto con un desconocido? ¿Dónde me llevaría? ¿Cómo podía ser que en un país tan pobre hubiera motos tan lujosas? ¿Quién era aquel muchacho? ¿Pertenecería a la mafia? ¿A la trata de blancas? Cuando la moto se paró en aquel descampado yo ya estaba a punto de echarme a llorar. Rajesh me cogió de la mano y me dijo: «Come», que en castellano significa «ven». Yo me negaba a dar un solo paso. Él debió de notar mi perturbación, porque, señalando unas luces que se divisaban al otro lado del campo, me dio a entender que aquella era su casa y seguidamente empezó a vocear llamando a su madre. Cuando Mummy apareció, yo estaba sollozando. La mujer llevaba una bata larga hasta los pies, era hermosa, de unos 40 años, un poco entrada en carnes, cara redonda y dientes blanquísimos. La mujer no entendía nada de la situación y se afanaba en decirme que no llorara. Me invitaron a pasar a su casa, que estaba situada a pocos metros de la carretera, bordeando un camino fangoso.
La casa era de construcción moderna, con espaciosas habitaciones limpias y ventiladas. La sala tenía un sofá, pero el padre de Rajesh, al que todos llamaban Father, estaba sentado en el suelo sobre unos cojines. Yo me senté junto a él, doblando las piernas al estilo oriental. Al poco me sirvieron un té azucarado con leche y un huevo frito. Yo esperaba que me trajeran pan para mojar en el huevo, pero, viendo que no me lo traían, hice uso de la cucharilla tal y como hacía Father y me comí el huevo. En aquellos momentos me acordé de mi abuela María, que, siendo andaluza de pura cepa, jamás se habría comido aquel huevo sin pan. Más adelante habría de saber que aquélla era una costumbre típica de los nepalíes, que te obsequiaban con lo mejor que tenían en casa, sin preguntarte si querías tomarlo o no. Los huéspedes tienen la obligación de comerlo todo agradeciendo la hospitalidad de quienes les invitan. En Nepal las personas se honran unas a otras con sus continuas visitas. Muchos de ellos las hacen a primera hora de la mañana y sin previo aviso, cosa que me resultaba muy chocante, ya que en cualquier momento podía aparecer alguien en la casa y meterse en tu intimidad de la manera más inesperada.
Así fue como entré a formar parte de aquella familia. Al día siguiente, cuando Rigga vino a buscarme, le comuniqué mi cambio de planes y, en lugar de mudarme a la pensión, me fui a vivir a casa de los Shrestha.
Colocamos mi maleta en la habitación que estaba situada en la planta baja de la casa. Disponía también de una pequeña cocina y un cuarto de baño. A Rigga le pareció mucho mejor que la pensión en Boudha y enseguida entabló conversación con Mummy. Yo creía que aquel interrogatorio no iba a terminar nunca, ya que los nepalíes son por naturaleza muy curiosos y uno de sus hábitos preferidos es hacer preguntas sobre temas que para nosotros, los occidentales, podrían ser considerados de índole privada. Sin apenas darnos cuenta, se nos hizo de noche. Para entonces Mummy sabía casi todo de la vida de Rigga. Ella había oído hablar mucho sobre los tibetanos, pero nunca antes tuvo la ocasión de conocer a uno personalmente: estaba realmente fascinada con lo que el monje le había contado. Él era el segundo de una familia de ocho hermanos, el primero había de tomar posesión de la industria de alfombras que tenía su padre, el segundo había de seguir la tradición y hacerse monje, así es que, a los 5 años, le mandaron al monasterio que obedecía a su linaje. Según las cuatro órdenes monásticas del budismo ellos eran Ñingmapas. La escuela Ñingmapa es la más antigua de las cuatro y la más relacionada con las enseñanzas secretas del budismo. Después de la Ñingmapa vinieron las escuelas Sakyapa y Kagyupa, a las cuales han pertenecido los eruditos y los ascetas más importantes del Tíbet, respectivamente. Por último, tenemos la escuela Guelukpa, la de los Dalai Lamas, que es la más estricta en el sentido monástico.
Allí aprendió a leer y escribir tibetano, a interpretar las sagradas escrituras budistas, a seguir los ritos, las liturgias, y todas las tradiciones religiosas de su orden. Su padre ganaba mucho dinero y, por ello, él podía tener una habitación confortable con todos los objetos que le apetecían: un radiocasete, un termo eléctrico, varias alfombras y thangkas para practicar. Algunas thangkas son mandalas, es decir, complejas figuras geométricas, formadas por numerosos círculos y cuadrados concéntricos, en los que se hallan determinadas deidades del budismo. Estos mandalas se utilizan como soporte de meditación para algunas prácticas del tantrismo.
Los abuelos paternos de Rigga, cuando se exiliaron de Tíbet, habían comprado muchas tierras en Nepal y en India. Consiguieron pasar a escondidas una valiosa fortuna en oro y piedras preciosas; cuenta su abuela que en aquellos tiempos lo más apreciado era el coral y una piedra valiosísima llamada zsi, a la que se atribuyen poderes mágicos y sobrenaturales. Según los tibetanos, los zsi tienen ojos, ya que se diría que se trata de ojos disecados dentro de un cristal. Según los expertos, es un fósil incrustado en el interior de un mineral transparente que tiene unos cuatro mil años de antigüedad. Esta gema es de forma ovalada, del tamaño de un macarrón, y en su transparencia deja ver la cantidad de fósiles que contiene su interior. Actualmente se pueden encontrar zsi de un ojo, de dos, de tres, de cuatro, de cinco, de siete, de nueve y de doce. Los de cinco ojos son casi inexistentes en la actualidad, los más comerciales son los de dos, tres y cuatro ojos, y los más caros, los de nueve o siete. El valor aproximado de un quilate de zsi de tres ojos equivaldría a seis mil euros. Claro que el precio también depende de si tienen uno o dos chari, que significa «bordillo». Los que tienen dos bordes se cotizan más.
Fue gracias a ese patrimonio que la familia se forjó un porvenir desahogado en tierras extrañas. Desafortunadamente sus abuelos maternos no habían podido exiliarse, por encontrarse delicados de salud, y estaban todavía en su país de origen junto con los hermanos de su madre. Rigga siempre rezaba por todos ellos, ya que sufrían la dictadura comunista que los chinos habían impuesto en Tíbet y frecuentemente eran torturados y perseguidos.
Durante la primera noche en casa de Mummy, cayó una tormenta que me despertó a las cinco de la mañana. Jamás había experimentado algo parecido. El exterior estaba inundado por el agua. El viento era tan fuerte que se llevaba las tejas de las casas, la lluvia caía a chorros, golpeaba los cristales, se filtraba por debajo de las puertas, movía los árboles y lo devastaba todo con un desafío implacable. Era el monzón tan esperado por los nepalíes. La calle estaba llena de gente disfrutando de la lluvia bendita: los había enjabonándose en medio del camino, lavando sus alfombras, recogiendo agua con cubos, llenando sus tanques. Yo no daba crédito a mis ojos: apenas si había amanecido, pero la gente ya se encontraba en plena actividad.
A las nueve Mummy me llamó para desayunar: cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que el desayuno se componía de un plato de arroz cocido con diferentes verduras y un poco de carne, todo muy especiado y picante. Sentados en el suelo, Rajesh y su padre comenzaron a comer con la mano derecha mezclando las verduras con el arroz y una sopa de lentejas y llevándoselo todo a la boca con gran maestría. Me invitaron a hacer lo mismo y, a decir verdad, por más que lo intenté, no conseguí más que ponerme perdida de comida. Me explicaron que aquello era Dhal Bahat, el plato nacional de Nepal, que los nepalíes comen dos veces al día: a las nueve de la mañana y por la noche. Dhal significa lentejas, de las que hacen un puré y lo mezclan con el bahat, arroz cocido. Las verduras suelen ser las de la estación y se llaman tarkari. Aquellas comidas con la familia Shrestha se convirtieron en un hábito para mí y en una rutina para ellos. A partir del segundo día, los hombres comían primero y Mummy les iba sirviendo con deleite hasta que terminaban. Luego, siguiendo las costumbres del país, comíamos las mujeres: Mummy comía en el mismo plato de Father, que dejaba en su plato un montoncito de arroz, costumbre que se llama «dejar el juto»[3], como indicativo de que le daba el permiso a su esposa para comer. Aunque arraigado en sus tradiciones, Father era, en bastantes aspectos, hombre liberal, y tenía la costumbre de lavarse su propio plato.
La tormenta había dejado una atmósfera húmeda y soleada, la vegetación desprendía vapores de olor salvaje y tropical: a follaje, a perfume de flores, a especias, a incienso. El hedor de los pobres que yo conocía, se encontraba lejos, al otro lado de la ciudad, junto a la estupa, bajo los ojos de Buda, que lo miraban todo. De repente sentí nostalgia, quería encontrarme con Rigga, visitar otros lugares y aprender más cosas sobre los tibetanos. Sin embargo, a Mummy, que me veía demasiado inocente, no le parecía buena idea dejarme ir sola y decidió acompañarme, no sin antes advertirme que vistiera de forma recatada, sin enseñar las piernas ni los hombros, pues ambas son medidas de respeto que deben acatar las mujeres en Nepal. Al llegar a Boudha-Nath me percaté de que había un grupo de niños vestidos con traje y corbata, al estilo occidental. Lo que más me chocó fue ver que las niñas también llevaban corbata, y además minifalda. Si a las extranjeras no se nos permitía enseñar las piernas, ¿cómo los uniformes de las niñas rompían la regla? Mummy no tuvo ningún argumento coherente para contestar a mi pregunta. En realidad, fueron muchas las preguntas que se quedaron sin respuesta aquel día, pues, llevada por una curiosidad irresistible, seguimos a los chiquillos hasta la escuela y lo que vi me produjo tal sensación de shock que no podré olvidarlo mientras viva: se trataba de un edificio cutre y ruinoso, sin ventilación y sin luz. Los niños se hacinaban en sus pupitres desvencijados, debía de haber unos setenta niños en un espacio de seis metros cuadrados. No había más decoración que una pizarra y la clase estaba desprovista de material escolar. El aula tenía un aspecto tétrico y desolado. Todo estaba muy sucio y olía mal, las escasas ventanas, desportilladas, carecían de cristales y el agua de la lluvia había enmohecido los pupitres. Pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Dónde me encontraba? ¡Me resistía a creer que aquello fuera real! ¿Dónde había visto yo antes aquellos pupitres enganchados a las sillas? De repente lo recordé: lo había visto en un libro sobre la historia de la educación en Inglaterra: había varias fotografías de un museo inglés donde se encuentran los objetos antiguos más representativos en materia educativa de todos los tiempos. De manera que estaba en un recinto histórico. ¡Si Maria Montessori levantara la cabeza![4]. Ella fue la primera pedagoga en diseñar muebles, materiales y objetos a la medida de los niños. Ella decía que al niño hay que darle la oportunidad de equivocarse y de rectificar a partir del reconocimiento de sus propios errores. Si la silla está enganchada a la mesa, el niño no podrá practicar el hábito de colocarla en su sitio después de usarla. Era evidente que con semejante pedagogía, aquellos pobres alumnos estaban destinados a no pensar nunca por sí mismos. Lo único que se les permitía era repetir lo que sus maestros les decían. Aquella escuela era, en definitiva, una auténtica fábrica de autómatas: ni el método, ni el aula, ni los materiales favorecían actividades creativas para desarrollar el sentido crítico y el pensamiento individual.
Me llevé un disgusto tremendo, sobre todo después de haber querido utilizar los lavabos y comprobar el hedor a podrido que se desprendía de allí. Pero ¿quiénes eran aquellos maestros? ¿Dónde se habían formado? ¿Por qué aquella escuela carecía de los principios básicos en pedagogía?
A partir de aquel día decidí investigar otros aspectos en materia educativa y comprobé, con pesar, que, si la primera escuela visitada constituía un típico ejemplo de escuela pública, la mayoría de escuelas privadas no variaban demasiado. Estaban de moda los boarding schools, es decir, los internados, y se trataba de centros establecidos sin ningún tipo de control pedagógico o sanitario. Los dueños eran, en ocasiones, analfabetos que aprovechaban sus locales para hacer negocio, sin ningún rigor profesional y sin prejuicios a la hora de maltratar a los niños o explotar a los trabajadores de la institución. Los castigos físicos eran la única forma de disciplina. La estampa del maestro con el palo en la mano formaba parte del paisaje escolar. La coeducación no existía. Los libros de texto, en su gran mayoría, estaban llenos de sandeces, ya que hacían alusión a elementos típicos de países occidentales, y hablaban de la batidora eléctrica como de un objeto común en todas las cocinas de Nepal. Claro que los editores, al hacer los libros, quizá olvidaran como dato importante que en aquel entonces sólo el 40 por ciento de la población de la capital nepalí disponía de electricidad en sus casas y que el precio de una batidora equivalía al sueldo de dos meses de cualquier persona de clase obrera.
Quise conocer más de cerca los problemas de la educación en Nepal y decidí ponerme a trabajar gratuitamente para una escuela. Allí supieron que yo conocía el método Montessori y me pidieron que les elaborara material, así que, en poco tiempo, había enseñado las lecciones básicas del método a los alumnos y a los maestros.
Este hecho me animó a escribirle una carta a mi querida maestra Maria Antònia Canals, que había sido alumna de Maria Montessori, y le conté con detalle todo lo que había presenciado visitando las escuelas en Katmandú. Le explicaba cómo yo había construido los saquitos de percepción táctil y otros materiales del método Montessori para una escuela pública, el regocijo de los niños y el agradecimiento de los maestros. También le transmitía en aquella carta la impotencia y el dolor que sentía ante aquel panorama educativo. Acababa enumerándole detalladamente todo el trabajo que me había quedado por hacer: una larga lista de reformas que, en realidad, no estaban al alcance de una simple maestra como yo, sino que debían ser planteadas desde el Ministerio de Educación de Nepal. Había que pensar, en primer lugar, en una universidad de magisterio que formara maestros de preescolar y primaria, la modificación del currículo, de manera que quedaran incluidas todas las tendencias culturales coexistentes del país, libros de texto de calidad, crear escuelas modelo... La lista era interminable.
Así transcurrieron todos los días de mi primer viaje. Al amparo de mi madre adoptiva, aprendí a hablar inglés, visité la ciudad en busca de información pedagógica, viajé al campo, vi los monumentos de rigor y descubrí aquellas cosas de Nepal que no estaban escritas en las guías para turistas.
Poco a poco fui consciente de que en Nepal existían otras gentes, aparte de los tibetanos y sus historias. Descubrí con deleite y fascinación que en Nepal coexisten sesenta y una etnias, que se caracterizan por tener sus propias lenguas o dialectos, y por practicar diferentes religiones y ritos, y tener distintas culturas, gastronomías, formas de vida y maneras de vestir.
Experimenté, a veces con orgullo, a veces con estupefacción, los detalles más inverosímiles de la vida de los newar, que son la etnia más antigua del valle de Katmandú. Su historia se remonta a 2.500 años de antigüedad y su tradición ha perdurado a lo largo de los siglos y ha sobrevivido a la dominación de las dinastías Gopala, Kirat, Licchavi y Malla. Finalmente fueron derrocados por la dinastía de los Shaha. En realidad, el nombre de la misma ciudad está relacionada con ellos, ya que Katmandú significa «Templo de madera», porque fueron los newar los que construyeron los primeros templos de madera, adoquinaron las calles y crearon un imperio de belleza incomparable, ejemplo de esplendor y cultura para muchísimas civilizaciones del mundo.
Los newar habitan también las colinas que rodean el valle y los pueblos cercanos a la capital. Al principio, esta etnia era puramente budista pero, con el paso del tiempo, han combinado el hinduismo y el budismo en sus prácticas religiosas. Es la casta que se dedica básicamente al comercio, a la banca, la economía, la artesanía y la agricultura.
Son aproximadamente un millón trescientos mil. Están divididos en diferentes castas, que a su vez se subdividen, y que están designadas por la ocupación que desempeñan.
Su lengua se denomina Nepal Bhasha, y es una mezcla del tibetano-birmano; sin embargo, debido a la poca comunicación que existe entre unas comunidades y otras, la lengua newari ha derivado en numerosos dialectos, de manera que los newar que viven en Patan hablan una lengua diferente a los habitantes de Bhaktapur. Estos últimos albergan la subcasta de los Jhapu, que son generalmente campesinos de una casta muy inferior. Para que todos lo sepan, las mujeres visten con un sari negro que tiene una franja roja alrededor, llevan la oreja repleta de aros de oro y se tatúan las piernas.
Sucedió unos días antes de partir. Era de noche y la tierra tembló. Me despertaron los gritos aterrados de la gente en la calle y las voces de Mummy que me apelaban a salir con urgencia de la habitación. Eran las tres de la madrugada y yo estaba consternada porque no sabía si aquello era real o se trataba de una pesadilla. Las paredes retumbaban, las puertas de los armarios se abrían y cerraban de golpe, los objetos de la mesilla tintineaban, se caían los libros de las estanterías, la cama resbalaba de un extremo a otro de la estancia. El suelo era como un imán que me aspiraba y me impedía avanzar, obligándome a deambular, dando pasos inciertos, sin atinar con la salida. Mummy, desde la calle, gritaba:
—¡Sal, Vicki! ¡Sal deprisa, Vicki!
Yo quería caminar hacia la puerta, pero la casa entera temblaba y amenazaba con sepultarme.
—¡Vicki, Vicki!
Los gritos de Mummy se hacían desesperados, pero yo no podía llegar, no podía salir. De pronto, apareció ella con la fuerza de quien se sabe protectora y me arrastró hasta la calle. Después, llorando de impotencia y de rabia, me abrazó. El panorama era desolador: casas hundidas, paredes resquebrajadas, gritos de dolor y auxilio saliendo de los escombros. En la calle había muchas personas, algunas estaban desnudas, ya que habían salido de la cama con el único fin de sobrevivir, y desnudas se quedarían, pues fueron muchos los que lo perdieron todo. Nadie se atrevía a volver a las casas por miedo a encontrarse los cuerpos sin vida yaciendo entre las ruinas.
Los días que siguieron al terremoto fueron especialmente tristes. En el área de Tahachal donde vivían los Shrestha, sólo las construcciones modernas habían sobrevivido a la catástrofe. La casa de Mummy había quedado llena de grietas y desgarros en la pared, testimonio inequívoco de aquella noche maldita. El epicentro había tenido lugar en Bhaktapur, donde los muertos se contaban por centenares y los daños causados a viviendas y personas eran incontables.
El terremoto me afectó personalmente, ya que algunos turistas heridos tuvieron que ser evacuados de emergencia y, como consecuencia, mis vuelos quedaron cancelados. Mi estancia en Nepal se prolongó tres semanas más de lo previsto. Me di cuenta de lo afortunada que había sido, ya que yo hubiera podido ser ahora una de las víctimas. Father me pidió que le ayudara a investigar sobre los desaparecidos para incluir un reportaje en el periódico semanal que él mismo dirigía. Durante muchos días organizaciones de todo tipo se solidarizaron con el pueblo nepalí hasta que, poco a poco, todos volvimos a nuestra rutina habitual.
Nosotros vivíamos cerca de Saywambu-Nath, más conocido como el Templo de los Monos, ya que el recinto se encontraba situado en lo alto de una colina rodeada por una vegetación salvaje donde habitaban manadas de monos. Se trataba del segundo centro budista del país. Para acceder a la estupa tenían que subirse más de cien escaleras, que se bifurcaban a lo largo de la colina permitiendo la entrada por varios costados.
Yo tenía la costumbre de levantarme a las cinco de la mañana para hacer footing. Cuando Father se dio cuenta, asumió personalmente la tarea de despertarme para que no faltara a la cita matinal. Solía llegar hasta la ladera del Templo de los Monos y luego bajaba la pendiente jadeando de cansancio. Una mañana, cuando volvía de mi carrera habitual, tuve un pensamiento tan obsesivo que me enloquecía. Por más que lo intentaba, no conseguía apartarlo de mí. El mensaje era claro y contundente: «Al regresar a España dejaré mi trabajo como maestra, volveré a Nepal, y montaré escuelas gratuitas para los niños más pobres del país».
Ese pensamiento se convirtió en una auténtica tortura: se aparecía de repente, como una visión, con un poder sobrenatural que me invadía por completo. Me quedaba mirando un punto fijo, ensimismada, con la mirada ausente que tienen las locas. Tardé mucho tiempo todavía en verbalizarlo, era demasiado fuerte para dejarlo salir, me desgarraba por dentro porque seguirlo significaba romper con todo, tirarse por un precipicio sin protección ni garantías. Pero el pozo oscuro de mi consciencia se negó a mantener esa batalla por más tiempo, y un día se lo dije a Mummy al oído, muy bajito, casi en un susurro. Ella me miró emocionada, y con aquella complicidad que nos unía me dijo:
—Te esperaré.
La imagen de Mummy en el portal de la casa, con los ojos hinchados por el llanto, me acompañó durante todo mi viaje de regreso. «Rezaré a todos los dioses para que te traigan de vuelta», me dijo al partir, y estoy segura de que así lo hizo. Porque nunca volví a ser la misma. Aquel viaje me cambió por entero. En el pueblo, mi familia y mis amigos estaban deseando verme; sin embargo, yo no compartía su alegría. La tristeza que sentía era tan grande que me inundaba toda. Estaba contenta de estar con mi gente, pero tenía tanta nostalgia que me pasaba las horas y los días hablando de Nepal: de Mummy, de Father, de Rajesh, de las comidas, de los olores, de Rigga, de los paisajes, de los pobres, de lo mal que estaban las escuelas y de lo mucho que me encantaría volver allí. Me decían que ya se me pasaría, que la gente quedaba muy afectada con su primer viaje a Oriente. Pero con el tiempo la angustia se acrecentó.
Mi vida en pareja comenzó a deteriorarse. Él era el mismo: un compañero excelente, una persona maravillosa, pero yo ya no quería vivir con él. Necesitaba recuperar mi libertad. Entré en una crisis profunda donde me planteaba el porqué y el cómo de todo lo que hacía. Perdí el apetito, la jovialidad, las ganas de reír. Me costaba un enorme esfuerzo concentrarme en mi trabajo y, en consecuencia, me sentía miserable. Había en la escuela dos amigas de confianza que fueron desde el principio de una gran ayuda: Pilar Munell, con quien había compartido mis juegos de infancia, la escuela primaria y la adolescencia. Mi historia la fascinaba y siempre me animaba a que siguiera los designios de mi corazón y me lanzara a la aventura.
Ella fue para mí la persona sensible, inteligente, con una ilimitada capacidad para escuchar y comprender. Cuando me vio tan apurada, me trajo un poema que yo había escrito para ella cuando las dos teníamos 15 años y padecíamos nuestros primeros males de amor. Era un poema con un mensaje muy positivo que me gustó recuperar:
Si miras al mundo con tristeza,
verás un mundo triste.
Si miras al mundo con odio,
odiarás la vida.
Cuando sonría tu corazón,
comparte tu dicha.
Cuando llame la primavera a tu casa,
deja que entre,
que colme todos tus rincones,
y, cuando te haya saciado su alegría,
sal a la calle y llama de puerta en puerta.
Luego estaba Magdalena, la directora del centro, que tenía una visión más conservadora. Ella también escuchaba mis penas y mis crisis de identidad, pero siempre intentaba hacerme reflexionar sobre lo afortunada que era, lo mucho que había conseguido, y los sacrificios que me había costado situarme en una posición privilegiada. Me recordaba constantemente que debía mirar atrás y ver que había una gran diferencia entre los tiempos de mi madre y los míos. Mi madre nunca fue a la escuela, ni mis tías, ni ninguna de las mujeres pobres de su generación. Magdalena me recordó los esfuerzos que había realizado: fueron años duros, donde tuve que superar no sólo el desafío de estudiar y trabajar a la vez, sino el estigma franquista que todos los pobres llevábamos encima. Hasta entonces sólo los hijos de gente rica habían podido acceder a la universidad, y era casi imposible saltarse esa regla.
Me fui dando cuenta de que yo era un producto de las injusticias de aquella sociedad española: explotación infantil, desigualdad entre ricos y pobres, manipulación de la religión para fines poco humanitarios, etcétera, y no podía esconder la rabia que aquel sentimiento producía en mí.
Quedaban, sin embargo, en otros países, niños que malvivían en situaciones similares a las que yo sufrí, y ¿quién mejor que yo para ayudarles? Había llegado la hora de devolverle al Universo el favor que me había hecho dándome el poder de la consciencia, del análisis y de la libertad de expresión. Tenía que adquirir un compromiso serio para que los marginados del planeta tuvieran la oportunidad de abrir los ojos a una nueva vida.
La visión que tenía Magdalena era la que compartía la mayoría de la gente. Me había costado mucho situarme en la vida, y ahora, quería tirarlo todo por la borda.
Así estuve durante cinco meses, muriéndome por dentro, intentando escuchar las razones que me daba la gente del pueblo, los amigos, la familia, pero la angustia aumentaba y yo no conseguía ser feliz. Sin embargo, cuando la distancia y los años me permiten analizar los hechos, me doy cuenta de que aquella crisis fue, sin lugar a dudas, un importante periodo de reflexión que habría de ayudarme a conocer mejor quién era yo. El tema principal de mis meditaciones era mi función en la vida: ¿qué hacía aquí? ¿Para qué había venido a este mundo? ¿Cuál era mi misión? ¿Qué obligaciones tenía para conmigo, para con los demás? ¿Qué cosas eran relevantes y cuáles eran secundarias? Me devanaba los sesos intentando responder a las preguntas, pero cuanto más indagaba, más insegura me sentía.
Yo lo quería todo: por una parte, quería permanecer aferrada a aquellas cosas que eran como trofeos para mí —el trabajo, el amor, los amigos, la casa, el coche, y los valores que por entonces formaban el carrusel de mi vida—. Por otra parte, estaba deseando hacer caso a lo que me decía mi voz interior, aquel pensamiento persistente de ir a Nepal y montar una escuela para niños pobres. Yo quería ambas cosas, pero era evidente que todo no era posible y que había llegado la hora de elegir.
Muchas veces evocaba la experiencia del terremoto vivida en Nepal. Esos recuerdos me revelaron la verdad sobre la volubilidad de la mayoría de las cosas que nos rodean: hasta la noche de los temblores, mi habitación en casa de Mummy me había parecido el recodo más seguro, un espacio mío que me daba protección. Después del terremoto, ya no tenía la misma opinión. Aquella alcoba podría haberse convertido en mi tumba. ¿Habría algo en la tierra a lo que valiera la pena aferrarse?
Me di cuenta de que vivía sólo para conseguir objetivos y valores cambiantes y de poca consistencia. Lo que tanto me hacía sufrir era tan frágil como las pompas de jabón. Había basado mi vida en cosas no permanentes, que podían cambiar de un momento a otro. En realidad todo aquello eran medios para conseguir algo. Pero ¿qué era ese algo? La vida no podía ser tan cruel, tan descabellada, tenía que haber para mí y para todo ser vivo un poderoso motivo por el cual habíamos nacido en el planeta Tierra.
Mis cavilaciones me llevaron a escudriñar cada rincón de mi ser, cada trocito de vida que emanaba de mí. ¿Estaría yo preparada para ir a Nepal? ¿Cómo era yo? ¿Sería capaz de vivir separada de mis padres, de mi hermana, de mis amigos? ¿Qué significaban ellos para mí? ¿Y mis cosas materiales? ¿Qué metería en la maleta de veinte kilos? ¿De qué iba a vivir? Durante siete días no fui capaz de digerir lo que comía. Era como una masa de compuestos orgánicos que se negaba a salir de mi cuerpo. Se me hinchó el estómago y me dieron unas fiebres escandalosamente altas. Me pasaba las horas durmiendo, empapada en sudor y miedo. Después entré en una etapa de silencios forzados. Tenía, sin embargo, muchísimas ganas de hablar; paradójicamente, aquel invierno se me quebró la voz y ya no me podía comunicar con nadie porque cogía una afonía detrás de otra.
Con la llegada de la primavera, coincidiendo con los primeros trinos de los pájaros, recuperé la voz y las ganas de vivir. Aquella transformación me convirtió en una persona nueva: había puesto orden en mi pasado. Era como si, de repente, pudiera entender el significado de todo lo que me había sucedido hasta entonces. Había analizado con detalle las piezas que componían el puzle de mi vida hasta que todas encajaron unas con otras en un orden maravilloso y perfecto. Todo tenía sentido, todo coincidía. Había entendido, por fin, que cada cosa que nos ocurre tiene una razón de ser, que nada nos pasa porque sí. Todas las experiencias me habían dado una lección importante. Muchas de ellas habían sido dolorosas, dramáticas, desgarradoras, pero, aun así, habían sido necesarias para mi crecimiento. Experimentaba una increíble sensación de paz conmigo misma, con el mundo y con las personas a mi alrededor. Ya no culpaba a la gente por lo que habían hecho sino que comencé a mirar los actos de las personas como vivencias que formaban parte de su propio aprendizaje y, por ello, todos teníamos el derecho a equivocarnos y a rectificar.
Entendí que todo lo que me había sucedido hasta entonces me había preparado para afrontar cada uno de los retos presentes y futuros, y que debía continuar haciendo frente a las demandas de la vida, aun sabiendo que no siempre sería un camino de rosas.
Finalizadas las vacaciones de Semana Santa hice pública mi decisión: estaba resuelta a irme a Nepal. Viajaría una vez más en verano para conocer de cerca la viabilidad de mi proyecto. Si decidía que lo iba a llevar a cabo, se lo comunicaría a la directora de la escuela. Luego volvería a Cataluña y permanecería un año para hacer los preparativos: aprender la lengua nepalí, diseñar la escuela, estudiar la cultura del país, organizar mis cosas y comprar un billete de ida a Katmandú.
A partir del día que tomé la decisión, empecé a practicar una técnica que jamás he abandonado: aprendí a observar con codicia mis pensamientos y las repercusiones que tenían sobre mi estado de ánimo. Observaba también las conversaciones que mantenía con la gente, y me daba cuenta de que los temas banales me producían sufrimiento, emociones negativas y una indescifrable sensación de vacuidad en el alma. Sin embargo, los pensamientos y conversaciones positivas actuaban como un sedante para mi mente. Esta técnica me permitió analizar los resultados de mis actuaciones y modificar aquellos hábitos que me causaban dolor, desánimo o tristeza. Hasta entonces me había movido por instintos y, cuando sufría, raras veces podía trazar conexiones entre las causas y los efectos de ese sufrimiento. No comprendía que solamente yo era responsable de mis propios actos, que cada pensamiento que abordaba mi mente, cada palabra que salía de mi boca, cada cosa que yo hacía, quedaría irreversiblemente materializada. Entendí que ese principio universal se aplicaba sistemáticamente aunque yo no tuviera conciencia de ello. ¿Cómo era posible que hasta entonces hubiera podido vivir ajena a ese poder? Me percaté de que yo era capaz de diseñar mi propia vida, mi destino. El descubrimiento de que nosotros somos los arquitectos de nuestro futuro, de que nadie tiene la culpa de lo que nos pasa, cambió por entero mi manera de actuar. Me di cuenta de que el uso de mi energía no sólo influía en mi felicidad y en mi desgracia, sino que, automáticamente, afectaba a todos los seres vivos a mi alrededor. Empecé a pensar que cada cosa que yo hiciera debía ser beneficiosa no solamente para mí sino que mi proyecto de vida tendría que repercutir en el bienestar de todo lo creado en el Universo. Más adelante descubriría, al leer el libro sobre la autobiografía del Dalai Lama —Freedom in Exile—, que los principios a los que aquí hago referencia forman parte de la filosofía del budismo: «En el mundo actual, cuyos niveles de interdependencia son casi absolutos, los individuos y las naciones no pueden resolver sus problemas por sí mismos. Necesitamos a los demás. Por tanto, debemos desarrollar un sentido de responsabilidad universal [...]. Es nuestra responsabilidad individual y colectiva la única que puede proteger y alimentar la aldea global, apoyar a sus miembros más débiles y preservar y cuidar el mundo en que vivimos».
A menudo, cuando me refiero a todos estos conceptos, la gente me pregunta si soy practicante de alguna religión, y tiene su lógica, porque, en realidad, estos temas han sido evocados y estudiados por filósofos y profetas a lo largo de la historia de las religiones. Yo, sin embargo, he llegado a ellos como consecuencia de haber indagado en la naturaleza de mi ser, en busca de mi propia felicidad. No soy practicante de ninguna religión. Creo que el ser humano existió mucho antes de que se crearan las religiones; en todo caso, las religiones fueron producto del hombre, que, habiendo experimentado y observado la causa y efecto de algunos de sus actos en relación con su propia felicidad, tuvo la necesidad de compartir esos descubrimientos con otros seres vivos, y así establecer dogmas, leyes o teorías de índole diversa con el fin de ayudar a sus semejantes a elevar su nivel de consciencia. No hay que olvidar, sin embargo, que la consciencia es algo con lo que el hombre ya nace, que antecede a las religiones, y, por ello, no se puede supeditar la consciencia a las limitaciones de la religión. Así, aquellos que necesiten hacer uso de la religión en sus vidas deberían elegir aquellas que no les obligaran a practicar verdades absolutas, sino que, partiendo de principios universales básicos, dejan al hombre libre albedrío para que cada uno encuentre su propio destino.
En el siglo que entramos habrá que plantearse el tema religioso como una herramienta para ayudar a los hombres a aumentar sus niveles de consciencia, a generar individuos más felices, seres que sean capaces de completar la tarea que han venido a desarrollar. Así pues, los grandes dirigentes espirituales de nuestra era, los profetas y gurús deberían enseñar la religión de manera que fuera un instrumento para generar en los individuos un pensamiento crítico, que les permitiera llegar al descubrimiento del ser, y también a adquirir consciencia de que sólo hay un camino para aliviar el sufrimiento del ser humano: la práctica del amor desinteresado por todos los que nos rodean.
Paradójicamente, muy lejos de ser un vehículo liberador, el repertorio religioso de nuestro siglo está compuesto por numerosas doctrinas aborregadoras y asfixiantes del ser. Muchos son los profetas que, en función de la religión, manipulan a los demás, y hay demasiados rebaños felices dispuestos a creer a ciegas.