Capítulo 3. Salto al vacío

Durante mi segundo viaje a Nepal me apunté a un curso sobre cultura nepalí. Formaba parte de un programa para la formación de guías turísticos. Había muchos hombres y poquísimas mujeres. Ellos ocupaban los primeros bancos, hablaban a lo bruto, jugaban entre ellos y lo que más me chocó es que se tocaban y se abrazaban sin el menor pudor. Me explicaron que eso no tenía nada que ver con la homosexualidad. Los hombres podían ir cogidos de la mano por la calle, no así los matrimonios, a los que les estaba prohibido cualquier contacto físico en público. Generalmente los maridos caminaban delante de sus mujeres, las cuales les seguían en actitud sumisa.

Las mujeres del curso se mostraban recatadas e ingenuas. Aunque se trataba de personas con estudios superiores, se comportaban con extrema timidez y estaban agrupadas en los bancos de atrás: no se atrevían a abrir la boca. Sin embargo, allí descubrí a Maya Manandar: una newari que rompía moldes. Me pareció desde el principio una mujer de excelentes cualidades; lo tenía todo: era bella, culta, sensible, inteligente y buena persona. Hoy, desde la distancia, siento cómo el corazón se me rompe por tenerla lejos. Ella representa la amiga fiel que siempre ha estado a mi lado. De Maya, de mi relación con ella y de las consecuencias de la misma hablaré más adelante.

Regresé de Nepal en septiembre y me quedé gratamente sorprendida porque todavía hacía muchísimo calor. La pachorra de la gente, sudando a mares en aquel clima de quemazón inusual, me ayudó a relajarme y a ordenar mis cosas con un poco de lentitud. Había mucho por hacer.

La ruptura con mi pareja de tres años parecía haber llegado a un punto definitivo. Fue muy duro: no faltaron ni reproches, ni palabras equívocas, ni muestras de rencor. Lluís Llach lo ha dicho en una de sus canciones: «Em pregunto per què no sabré mai comprendre, que l’adéu d’un amor faci sempre oblidar tants moments de tendresa...».

Lo primero que hice fue llamar al camión de las mudanzas. Desalojé mis cosas con la apatía que produce andar un camino sin retorno. Aquel amor, que en su día fue tierno y bello, quedaría registrado para siempre en la lista de mis desamores. Hubiera preferido, pues, llenar el camión de calabazas y que las hubiera de todas las formas, colores y tamaños: gordas y amarillentas, duras y anaranjadas, calabacines verdes y apepinados. Eso hubiera tenido su lógica. Me hubiera gustado verlas allí, lindamente empaquetadas, representando el gran desastre de mi vida amorosa, retozando entre los muebles y enseres que se amontonaban en el vehículo que habría de llevar mis pertenencias a otra parte. Pero ¿y lo que pertenece al corazón? ¿Dónde podría almacenarlo? ¿Hay acaso un anticuario para guardar el desamor?

Me trasladé a Barcelona a vivir a casa de mi hermana. Para una pueblerina como yo, la ciudad se presentaba como un gran abanico de distracciones. Me veía a mí misma demasiado ingenua. Andar por la calle me producía estrés: había que fijarse atentamente en las calles para no perderse, observar los semáforos, vigilar que no te robaran el bolso, llevar dinero para el transporte. Me sentía constantemente agredida por la ley del asfalto, que escondía, detrás de sus ruidosas avenidas, aquella extraña sensación de soledad.

Mi hermana fue la persona que hizo de mí la habitante urbana que ahora soy. Ella me contagió el gran apego que le tiene a Barcelona y, en lugar de indisponerme contra los defectos de la gran ciudad, se dedicó a ensalzar sus bellezas sin escatimar lisonjas y requiebros.

Fue un periodo inolvidable, ya que estábamos siempre juntas, disfrutando de todo lo bueno que nos traía la vida. Nos reíamos como locas, de cualquier cosa, de nuestra propia sombra, con ese humor andaluz que hemos heredado de la yaya María y de mi madre. Mi hermana Imma, aunque diez años menor que yo, siempre ha destacado por su gran madurez, y por esa mente analítica que la caracteriza. Para mí ella es, sin lugar a dudas, parte de mi sangre. El cariño de mi única hermana es sagrado, de esos que no se tambalean en función de cómo me traten, de esos que se basan en el amor incondicional y, en verdad, quererla es muy fácil, porque es tan sensible y tan hermosa que, cuando no la tengo cerca, su recuerdo siempre me fortalece y me reconforta.

Aprovechando las ventajas de la diversidad étnica que me ofrecía Barcelona, me puse en contacto con Ram Shrestha para que me diera clases de lengua nepalí. Ram Shrestha es un newar que se casó con una española y ambos viven en Barcelona desde hace varios años. Nunca tendré palabras para agradecerles lo bien que se portaron conmigo, lo mucho que me ayudaron, y lo valiosa que fue para mí su amistad.

Me pasaba las noches estudiando el alfabeto nepalí —que procede del sánscrito—, adentrándome en su contenido y descifrando cada palabra como si se tratara de un jeroglífico, apartada del mundo, ensimismada en aquel soliloquio ininteligible que sólo podía compartir con mi maestro cuando iba a clase.

Me dediqué a salir con un grupo de amigas que tenía, y recuperé a Pilar. La Pilar de Barcelona, una mujer emprendedora donde las haya, de esas que tuvieron que luchar solas para sacar a sus hijos adelante, en contra del sistema. Pilar es autodidacta como pocas y de una belleza de esas que salen del alma, porque Pilar es tan guapa por dentro como por fuera.

En aquella época empecé a sentir con más fuerza que nunca que nadaba a contracorriente. Los intereses político-económicos del momento no se habían decantado hacia la cooperación internacional. A nadie que estuviera en su sano juicio se le ocurría decir que dejaba su trabajo para irse a colaborar voluntariamente al Tercer Mundo. Las actrices, actores, cantantes y personas reconocidas en diferentes áreas todavía no habían hecho campañas publicitarias a favor de la solidaridad. No había series televisivas que fomentaran la compasión hacia los más débiles. Nadie hablaba de la desigualdad entre países ricos y países pobres. Solamente funcionaban las grandes instituciones de toda la vida: Unicef, Cruz Roja y pocas más. También existían, en lugares muy lejanos, unos pocos mitos: el padre Vicente Ferrer o la madre Teresa de Calcuta. La mayoría de ellos estaban relacionados con las misiones, con el cristianismo, con la religión. Cuando contaba mis intenciones, la gente se sorprendía de que pudiera existir una voluntad pagana en eso de ayudar a los pobres. Comencé a sentirme, pues, habitante de otro planeta, alguien errante y solitario, que ya nunca más ha seguido al rebaño: en el umbral de mis 30 años rompía moldes, esquemas y estereotipos.

Muy a pesar de la generosidad de mi hermana, que insistía en que me quedara en su casa, me puse a servir en casa de Nilo Esteve. Cuando se enteró mi familia, se llevaron un disgusto terrible: ¡tantos años estudiando para ahora acabar de criada en una casa! Yo sabía que era un trabajo temporal que me ayudaría a ganarme un sobresueldo mientras cobraba el paro. Nilo siempre ha sido una persona significativa en mi vida, una gran amiga, de la que aprendí muchas cosas. Desde la cuna la dotaron de esa elegancia natural que la caracteriza, y de un saber llevar la vida compaginando lo sencillo con lo sublime. Ella es ante todo mujer sensible y dulce, pero es también apasionada y pragmática. Enseguida me hizo sentir miembro de su familia, de tal manera que nuestra relación se convirtió en una simbiosis perfecta: salíamos de paseo, nos contábamos las cosas y nos divertíamos.

Unos días antes de marchar a Nepal hicimos una fiesta con toda la gente que había conocido durante mi estancia en Barcelona. Dejaba atrás un montón de amigas con las que había compartido ratos inolvidables: fue bello y emotivo.

Allí me despedí de Pilar, tan guapa, tan auténticamente genuina, y tan luchadora como nadie, con la que había compartido tantos ratos buenos y también alguna que otra tristeza. También estaba Montse Maureta, amiga entrañable y sensible, tan noble que siempre sabe estar ahí cuando la necesitas. Nuria Freixa, a la que conocí estando en Barcelona, y que fue tan buena compañera. Con ella nos reíamos mucho, salíamos a un bar llamado London a escuchar jazz en directo, y como nos daba miedo salir a medianoche porque no queríamos cruzar solas la calle, nos quedábamos hasta que cerraban y luego llegábamos a casa al amanecer. A la fiesta también acudió Idoia, a quien conocí haciendo voluntariado en la institución ASPASIM, donde presté servicio durante aquel último año, trabajando con discapacitados. Vinieron también otras personas del centro, a quienes agradecí profundamente su cariño y su compañerismo. Estaba también mi hermana, mi prima Anna, mi queridísima amiga Pilar Guardia y algunos amigos más.

Me hicieron muchos regalos, me abrumaron con sus muestras de amistad y me ruborizaron; por supuesto, aunque nunca faltan enemigos y envidiosos, estoy mal acostumbrada a que muchas personas me quieran y siempre me ha parecido una sensación maravillosa pero conflictiva: cuando a una la quieren así, ¿cómo devolver tanto cariño? A veces tengo dudas y no sé si soy capaz de entregar a mis amigos todo lo que merecen... aunque pueden estar seguros: hago todo lo posible.

Aquella fiesta fue inolvidable, por muchos motivos. Sobre todo fue muy emotiva y tenía la sensación de que aquella ceremonia, aquel rito alegre y desenfadado, no era más que un modo de retrasar la aparición de las lágrimas. En mi caso sentía que dejaba atrás toda una historia, todos mis amigos, todas mis cosas..., toda mi vida.

Cuando miré atrás, en el aeropuerto del Prat, y los vi allí, con aquellas caras sonrientes y aquellos ojos brillantes, supe que no sabían qué hacer: supongo que no querían que les viese llorar, y se reían y hacían bromas y agitaban pañuelos...

—¡Adiós, Vicki! ¡Escríbenos una postal!

—¡Adiós, Vicki! ¡Si no vuelves pronto, iremos a buscarte!

—¡Adiós, Vicki! ¡No te hagas budista, que te rapan la cabeza!

El impulso del avión hizo que mi cuerpo sintiera una pasión desaforada por el respaldo de mi asiento, miré por la ventanilla y tuve la tentación de decirle adiós al mar.

Una estancia larga a más de ocho mil metros de altitud era seguramente el mejor lugar para pensar en el paso que iba..., que estaba..., que había dado. La altura a la que volaba aquel avión no era nada en comparación con la altura desde la que yo me había lanzado. No niego que, en algunas ocasiones, he tenido algunas dudas, pero no en aquel viaje: estaba feliz y estaba convencida de lo que hacía. Desde luego, siempre cabía la posibilidad de estrellarme y hacerme picadillo... estas cosas suceden cuando uno se arriesga y salta al vacío sin tener la más remota idea de lo que puede esperarle abajo. Con un poco de suerte, habría rosas, que es lo mejor que puede tocarle a una en esta vida: flores con espinas. Si la fortuna me era desfavorable, al final de aquella caída no habría nada de nada y me aplastaría contra una superficie dura en la que yo había creído ver algo que, finalmente, resultaría ser sólo espejismo.

Estaba cayendo y sólo era cuestión de esperar.

Durante el viaje leí un libro de Yogananda, que es uno de los clásicos de la literatura hindú: el libro se titulaba Autobiography of a Yogi. Al igual que la autobiografía del Dalai Lama, este libro contiene una información que ha sido escrita para que los humanos aprendamos a vivir practicando la paz en un mundo donde continuamente estamos siendo bombardeados por la guerra y por el mal. Es un libro denso, de contenido diverso, de esos que son siempre un referente, una guía, una fuente de inspiración. De allí saqué una información que habría de ser muy valiosa para mí. Hablaba sobre las castas y literalmente decía: «El origen del sistema de castas fue formulado por el gran legislador hindú llamado Manu, y era admirable. Él vio claramente que el hombre se divide, por su evolución natural, en cuatro grandes categorías: aquellos capaces de ofrecer servicios a la sociedad a través de utilizar su cuerpo, llamados Sudras. Aquellos capaces de ofrecer servicios usando su cuerpo pero de manera inteligente, en trabajos tales como agricultura, negocios, comercio, llamados Vaishyas. Aquellos que poseen talento para la administración, la protección del Estado, los ejecutivos, los políticos y los militares, llamados Kshatriyas. Aquellos de naturaleza contemplativa, espiritualmente inspiradores e inspirados, llamados Brahamins.

»Grandes desgracias ocurrieron en India, cuando el sistema de castas pasó de ser personal e intransferible, marcado por la evolución y por las virtudes del individuo, a ser considerado hereditario».

Según la teoría de Manu, las personas pasamos de una casta a otra hasta alcanzar la última, que está representada por los brahamins. En este sentido la casta estaría asociada al nivel espiritual del individuo, y sería un indicativo del estado de conciencia del ser humano.

Por lo que yo sabía, en la actualidad los prototipos eran exactamente los mismos, pero didácticamente estructurados por un sistema piramidal, que simbolizaba el cuerpo humano: Los brahmanes estaban representados por la cabeza. Son los que ejercen profesiones creadoras y su propio nombre les relaciona con el dios considerado el creador: Brahmma. Bajando en línea recta tenemos los kshatriyas, que están representados por los brazos y, por lo tanto, otorgan seguridad y protección. Después venían los vaishyas, que representan el estómago, por lo cual están relacionados con la gestión económica y nutridora de la nación. Por último se encuentran los sudras, que conforman la casta más baja y que está representada por los pies. Éstos, pues, tienen la obligación de servir a todos los demás.

Aquello era lo que yo hacía tiempo andaba buscando, una prueba de que el sistema de castas, del modo que lo estaban implementando, no pertenecía a la religión hindú. La versión actual de las castas era, sin duda alguna, una manipulación de la teoría del legislador Manu en beneficio de unos gobernantes corruptos.

Como tantas veces había sucedido con el islamismo, el cristianismo y otras religiones, la historia se repetía. De nuevo la religión estaba sirviendo de tapadera para poder cometer injusticias libremente.