Final

Lobsang y Dhamu duermen ya.

No quiero que nada les moleste. Y quisiera que los niños de la Escuela Daleki y la Escola Catalunya, y de tantas otras escuelas del mundo, durmieran tranquilos y en paz, como mis hijos. Quisiera que Jaram, y Shiva, y Babita, y Kushila consiguieran conciliar el sueño seguros de que Maya y Nimdiki vigilan su descanso.

Hice cuanto pude por ellos, trabajé hasta la extenuación y logré levantar varias instituciones que se ocuparán de ellos. Me esforcé en ofrecerles la educación que merecían y quise hacerlo porque la educación es el pilar de una sociedad justa y libre. No espero que me lo agradezcan ni que me veneren por ello. Hice lo que debía hacer, seguí los dictados de mi corazón y creo que obré con justicia.

Si digo que mi trabajo allí ha concluido, mentiré. Mientras haya un niño mendigando en las calles, picando piedra en las canteras, prostituyéndose en la India o atado a un madero, los países desarrollados pueden estar seguros de que se está cometiendo un crimen y una injusticia. Mientras sigan vulnerándose los derechos de los niños en el Tercer Mundo, los opulentos occidentales no podrán tener la conciencia tranquila.

Mi vida, durante todos estos años, puedo verla como un proceso de aprendizaje. Tal y como explicaba a los voluntarios, Oriente tiene mucho que ofrecer y, puesto en la balanza, no es seguro que los cooperantes den más que reciben. En otro sentido, más personal, las últimas décadas significan una prueba frente al miedo: yo también sentí el pánico de detenerme en la actividad diaria, frenética o rutinaria, pero quise dejarme llevar por los mensajes de mi corazón, aunque aquellos sentimientos no se ajustaran a lo que los demás esperaban de mí. Cuando pude escuchar mi voz interior y tuve la entereza de aceptarla, comencé también a percibir la dirección que debía tomar. Y, en ocasiones, lo que escuchaba me señalaba un camino totalmente opuesto al que quisiera seguir y me obligaba a cambiar radicalmente.

Estamos acostumbrados a vivir para retener, para poseer, para adquirir, y trabajamos y nos esforzamos para la permanencia de lo material, temerosos y apocados ante el cambio. El cambio implica renuncia tantas veces, y puesto que siempre permanecemos aferrados a algo, sentimos el terror de quedarnos con las manos vacías y huimos del salto al abismo que propone nuestro corazón.

Este libro quisiera ser el espejo en el que se reflejen las consecuencias de una decisión semejante: he escuchado el mensaje interior y, esforzándome para superar el miedo, me he arrojado al abismo. Quienes tienen el hábito de la introspección y han aprendido a vivir según el fluir natural de las cosas habrán encontrado aquí experiencias y sentimientos parecidos a los suyos; los que aún no se han adentrado en esta forma de sentir la vida tal vez se decidan a dar el salto y se lancen al precipicio.

En el fondo del precipicio sólo está uno mismo.

Yo cierro aquí mi carpeta con cuidado.

Barcelona, 1 de marzo de 2002