Capítulo 9. Marido a la carta
Katmandú, 23 de agosto de 1991
Ayer llegaron a la escuela dos monjas tibetanas que se habían escapado de Lhasa cruzando las montañas del Himalaya. Tenían un aspecto tan deplorable y surrealista que me dio miedo abrirles. Al principio las atendí a través de la rendija de la puerta, porque por nada del mundo me hubiera imaginado que se trataba de unas monjas. Parecían resucitadas del tiempo de Marco Polo: venían envueltas en telas de saco y harapos de lana, escondiendo su verdadera identidad. Una de ellas traía una pierna ranca, apenas protegida por una sandalia de goma, y es que, la pobrecilla, traía los dedos del pie izquierdo congelados. Parece ser que estuvieron merodeando por el recinto un buen rato sin ver a nadie. No es de extrañar, porque era día festivo y en la escuela sólo me encontraba yo y los del internado.
La comunicación fue realmente difícil, porque yo no sabía cómo dirigirme a ellas. Me quedé un buen rato mirando aquellos rostros, que estaban surcados por una corteza ajada y oscura, tan rugosa y escamada como la textura que tienen los rinocerontes en la piel.
De repente me percaté de que una de ellas llevaba un amuleto colgando del cuello. Se trataba de un prendedor que contenía la foto del lama Dudjom Rimpoche. Uno de los tulku que había sido maestro del lama Rigga. Todo mi miedo se desvaneció. Con un alborozo que salía de lo más profundo de mi alma, abrí la puerta enseguida y las hice pasar a la clase. Inmediatamente me apresuré a ir a buscar a Rigga.
Ayer noche no regresé a casa para dormir. Tuve que llamar a Mummy y decirle que había sucedido una emergencia y que tenía que cuidar de las monjas. Mummy sólo se tranquilizó después de hablar con Rigga y de asegurarse de que él cuidaría de mí.
Como las monjas son fugitivas, no pudimos exponerlas libremente, así que tuve que ir a por el médico de la zona, amigo mío, para que nos hiciera el favor de atenderlas. El hombre expresó claramente su impotencia ya que, al parecer, las religiosas presentaban signos evidentes de haber sido duramente torturadas: una de ellas tenía tres costillas rotas como resultado de una paliza. Sin poder hacer reposo y con el esfuerzo del camino, las costillas le habían comprimido el pulmón, provocándole fuertes calambres y problemas respiratorios. La otra había sido violada por ano y vagina, habiéndole sido incrustada una prótesis de hierro que le producía corrientes eléctricas en los orificios genitales. Las quemaduras provocadas por las torturas y salvajadas le habían dejado una herida que le supuraba constantemente y, además, había quedado incontinente.
El relato de las monjas ha sido escalofriante. No entiendo cómo el mundo puede permanecer impasible ante el genocidio que se está produciendo en Tíbet.
Me entristece muchísimo comprobar cómo el mundo entero, con su falta de solidaridad y su silencio, está apoyando a China para que continúe masacrando gente. Esta situación es, en definitiva, junto con el de Pol Pot y los Jemeres Rojos en Camboya, el genocidio más importante de la historia después del de los judíos. Pero los tibetanos no se dan por vencidos y siguen luchando en el exilio para preservar su cultura y proteger su raza.
Hoy, a las seis de la tarde, hemos ido a ver al emisario de las Naciones Unidas, que, según parece, se está ocupando de proporcionar salvoconductos a aquellos tibetanos que consiguen evadirse del país. La intención de las monjas es la de llegar hasta Dharamsala. El señor, por lo visto, se encontraba de vacaciones y no regresará hasta dentro de dos semanas.
Rigga ha sido directo y tajante:
—Tienes que dejarles el dinero para comprar un pasaporte —ha dicho.
Yo no me lo he pensado dos veces, he cogido un taxi y a la media hora estaba de vuelta con el dinero.
Rigga me ha llevado a una lujosa mansión a las afueras de la ciudad, a unos seis kilómetros de Katmandú bordeando la ring-road. Los habitantes de la casa eran de la casta de los Manangays. Antes de entrar, Rigga me ha contado los rasgos que más caracterizan a esta etnia y me ha dicho que procede de las regiones superiores del río Marshyangdi en el distrito de Manang. Se parecen físicamente a los tibetanos. El padre del rey Birendra les otorgó libre albedrío para desarrollar el comercio internacional y algunos de ellos han estado judicialmente relacionados en actividades de contrabando.
Practican la religión Bön[11], el budismo y el chamanismo. Al igual que el resto de los budistas, celebran la fiesta de Losar.
Mientras Rigga hacía los tratos, yo no me atrevía ni a respirar. Aquello me recordaba a las películas de la mafia siciliana. Y es que todo allí dentro estaba lleno de misterio: había un trasiego extraño de gente que iba y que venía, todo se fraguaba entre sonrisas irónicas y miradas huidizas, hasta que, al final, salimos de allí con dos pasaportes falsos.
Rigga y las dos monjas se encuentran camino de Dharamsala. Si es verdad que existe Dios, que sea en esta hora y para esta causa: que Dios les bendiga...
A los pocos días de marcharse las monjas recibí un aviso para que me presentara en el departamento de inmigración. Pensé que me llamaban para notificarme que me habían concedido el visado de trabajo. ¿Qué otra cosa podía ser? Estaba tan contenta que quise celebrarlo de antemano comprándome un kurta suruwal de brocado amarillo para la ocasión.
A la mañana siguiente Mr. Pemba y yo asistimos puntualísimos a la cita. Él, muy elegante, con su traje de lino oscuro, y yo con mi vestido amarillo, peinada y acicalada como para ir de boda. Teniendo en cuenta el desbarajuste de la sala del ministerio y el desaliño del personal, nosotros éramos algo parecido a una atracción de feria. Con la pinta que llevábamos, la gente nos miraba de reojo, ya que se creían que éramos marajás.
Nos hicieron esperar tres horas sentados en los banquillos de nea de la entrada. Para cuando nos llamaron, Mr. Pemba ya había sudado la gota gorda, pues estábamos a principios de septiembre y hacía un bochorno infernal. Detrás de la mesa del despacho se dibujaba la figura de un hombre de mediana edad. Iba tocado con un topi, a la usanza nepalí. Parecía realmente preocupado por lo que tenía que decirnos.
—¿Tiene usted el pasaporte? —me preguntó.
—Sí —le contesté, tendiéndole el documento.
—Es usted la señorita Victòria Subi Rana —dijo el hombre, mirando el pasaporte con extrañeza.
—Sí, señor —contesté yo.
—¿Está usted casada con un señor de la casta de los Rana? —preguntó él.
—No, señor —respondí.
—Entonces ¿cómo puede ser que se apellide usted Rana? ¿Es que su padre se llama Rana? —insistió el hombre.
—No se llama Rana, señor, se llama Subirana —dije yo con mucha paciencia, ya que este interrogatorio me lo habían hecho cientos de veces desde que merodeaba por tierras de Nepal.
—Entonces ¿significa que su padre es nepalí? —insistió el funcionario.
—Mi padre no es nepalí, señor, es español —dije de nuevo.
—¿Dónde está su padre ahora? —preguntó el hombre.
—Mi padre está en España, señor.
—¿Y cuándo va a volver a Katmandú su padre?
—Mi padre, ni ha venido nunca a Nepal, ni creo que lo haga en un futuro, porque se encuentra delicado de salud.
—Pero, entonces, si su padre es español, ¿cómo es que en el pasaporte consta con apellido nepalí?
—Ha leído usted mal, señor. Mi padre no se apellida Rana, sino Subirana —le dije con bastante ironía.
—Entonces ¿su marido no es nepalí sino español?
—No estoy casada —le contesté.
—Entonces la que se llama Rana es su madre —dijo el hombre, convencido.
—Mi madre no se llama Rana, señor, se llama Isabel Rodríguez.
—Dígame, señorita, ¿es usted nepalí o española?
De repente me dieron ganas de coger el pasaporte, abrirlo de par en par, y metérselo en la boca como se meten las cartas en un buzón. El funcionario, que demostró no ser muy versado leyendo pasaportes, resultó sin embargo un buen lector de expresiones, ya que, cuando me miró a los ojos, después de la última estupidez que me había preguntado, entendió rápidamente que no estaba dispuesta a continuar contestando necedades. Y así lo hice, porque, a partir de entonces, guardé silencio, hasta que, de repente, percatándose quizá del ridículo espantoso que estaba haciendo, pasó a otro tema.
El tema siguiente fue fisgonear en la vida de Mr. Pemba. El funcionario se quedó muy sorprendido, ya que pensó que Mr. Pemba estaría, como la mayoría de los nepalíes, indocumentado. En Nepal, las acreditaciones no son obligatorias, y son muchos los ciudadanos que no tienen documentos, ni constan en ningún registro del país.
Cuando el burócrata hubo saciado su sed de conocimientos, sacó una carta escrita en papel de pergamino y se la dio a Mr. Pemba. Al tibetano le cambió el color de la cara.
—¡Esto no puede ser posible! —dijo.
La carta era la denegación de mi permiso de trabajo. El documento iba acompañado de una denuncia por estar trabajando en la escuela Pemba sin tener los papeles en regla. Yo quise saber el nombre del denunciante, pero no me lo dijo, ya que, al parecer, era un secreto de Estado.
El funcionario me miraba con cara de cínico y aires de superioridad:
—Tiene usted quince días para abandonar el país —me recalcó—. Durante el tiempo que permanezca en Nepal, si la encontramos en el recinto de la escuela, la deportaremos a su país inmediatamente por incumplimiento de la ley.
Dicho esto, el hombre se levantó de la silla y dio por terminada la conversación. Mr. Pemba, sin embargo, me hizo un ademán con la mano, indicándome que debíamos permanecer sentados. Yo no entendía nada. Si me hubiera regido por los códigos éticos y sociales de mi cultura, aquella escena hubiera significado un desprecio, y una despedida. Pero el tibetano era gato viejo, así que me limité, una vez más, a obedecer. Lo mejor era hacer como decía mi abuela: «Ver, oír y callar».
El señor Pemba me pidió que le esperara allí sentada y me dejó plantada sin más explicaciones. Yo sentía una quemazón en la garganta y el sabor amargo de la hiel, que me devoraba por dentro. Me sentía profundamente humillada, ultrajada, abandonada en manos de un destino que se presentaba injusto y cruel. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo era posible que me hubieran denegado el permiso? ¿Quién iba a ocuparse de los niños de la escuela? Cuando Mr. Pemba regresó, me desveló las entrañas de aquel secreto: se trataba de dinero. El tipo quería seis mil euros por hacer la vista gorda a todo el asunto de la denuncia y, a cambio, me proporcionaría un visado por un año.
Mr. Pemba parecía muy satisfecho de los tratos que había conseguido con el ladrón de turno. El asunto lo había despachado de tal modo que, en pocos días, retirarían la denuncia y me pondrían el sello de none tourist visa en el pasaporte.
Sin embargo, yo no había quedado tan satisfecha como Pemba, y la verdad era que no quería marcharme de allí sin decirle al tipo lo que pensaba de él. Como insistí tanto en mi propuesta, no tuvo más remedio que ceder. Cuando tuve al hombre delante, le pregunté:
—¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Krishna —respondió.
—¿Sabe usted, señor Krishna? El corazón de los hombres también se oxida. El suyo está tan corroído por la corrupción, que el óxido se le está saliendo por los ojos, y, si no, fíjese en los rodales de ocre que tiene bajo el lagrimal. Es el hedor a podrido que le rezuma del cuerpo. Quédese con su permiso de trabajo y con su corazón de hojalata. No es más que un pervertido contumaz, que se reitera en cometer los mismos errores persistentemente. ¡Ah, se me olvidaba! También debería usted lavarse la lengua. A quienes tienen el alma quemada, como la tiene usted, se les pone la lengua negra, luego se les enciende el aliento como el cráter de un volcán y, de tanto echar llamas por la boca, un día se abrasan vivos.
El hombre comenzó a frotarse los ojos en busca de los rodales de robín y a sacar la lengua fuera, como si de veras notara en la boca la quemazón. Y es que, del pánico que le entró, se tomó al pie de la letra el lenguaje figurado.
Salimos de allí cantando Viva el Rey; el funcionario, presa de una furia repentina, mandó llamar a la guardia, que nos echó del ministerio a empujones.
Cuando volvíamos de regreso a casa de Mr. Pemba, éste me dijo que trataría de arreglarlo pidiendo disculpas. Yo le di las gracias por su interés, pero le dejé claro que por nada del mundo estaba dispuesta a entrar en el juego del soborno y que había que pensar otra solución para seguir permaneciendo en el país.
Le dije a Mr. Pemba que me dejara en Durbar Square, donde se encuentra lo que antaño fuera el Palacio Real. El recinto, que sin duda tuvo que ser en su día paraíso de gloria y esplendor, está ahora en un lamentable estado de deterioro. Sin embargo, conserva todavía la belleza exótica de sus templos, con sus dioses esculpidos en bronce, con los retablos de madera, el agua de las fuentes y la sobriedad de la piedra vetusta. Crucé las callejas de la ciudad antigua mirando el suelo de adoquines rojos. Las baldosas iban quedándose allí, silenciosas y yertas, a pesar de las pisadas, a pesar de la indiferencia de los transeúntes. Eran piedras prehistóricas, y estaban acostumbradas a aguantar el ritmo frenético de los humanos a través de los siglos: lodo de ruedas, humo de coches, excrementos de perros. Yo me alejaba oponiendo resistencia y me giraba para mirarlas y para ver cómo otros las pisaban. De repente me sentí tan inútil como una de ellas: a mí también me habían pisoteado. Me sentía humillada en lo más íntimo. En unos días tendría que dejar Nepal; el viaje de regreso a casa estaba próximo. Para los burócratas de aquel país yo era tan insignificante como un guijarro cualquiera, era un estorbo, una piedra callejera, sin valía, sin propósito, sin identidad.
En la plaza de los templos había un gran bullicio de gentes y cosas. Era la hora del atardecer, cuando los fieles ofrecían a los dioses sus últimas plegarias. Una amalgama de formas y colores se movía por instinto. Olía a incienso, a perfume de flores y a esencia de té.
Aquellas piedras solemnes y regias encerraban los secretos más sublimes del hinduismo: los templos estaban repletos de esculturas que simbolizaban el contenido de los Vedas, los libros sagrados por excelencia, la épica y la literatura del Ramayana, y también del Bhagvadgita y de los Upanishads.
Recorrí los templos impregnándome de la esencia de cada uno de sus dioses: primero, el recinto de la Kumari, la niña diosa, reencarnación de la diosa Kali, que debe permanecer en cautiverio hasta que tiene su primera menstruación. Privada de los placeres que ofrece la vida en el exterior, la niña es educada en un ambiente ficticio y sacada en procesión una vez al año, para que el rey le presente sus ofrendas. Pedí al universo el favor de liberar a la niña Kumari de su yugo maldito, y pedí justicia para todos aquellos niños que, en nombre de la religión, están siendo manipulados y privados de sus derechos.
Después, visité la estatua del dios-mono Hanuman, intrínsecamente asociado con el dios Rama por ser el mensajero del Ramayana. Dicen que Hanuman tiene un poder invencible y que siempre se muestra receptivo, tolerante y justiciero. Cerré los ojos y pensé un deseo: deseé que mi misión allí en Nepal continuara adelante sin interrupciones. De repente me vi rodeada de cuervos que se precipitaban hacia mí volando con gran griterío. Las aves pasaban tan cerca que me rozaban con sus alas. Yo protegí mi cabeza con las manos y me agaché asustada. En el suelo, las sombras de los cuervos se reflejaban como esqueletos diabólicos. Tenía miedo, me dolía el corazón y sentía cómo el llanto y la pena se acrecentaban dentro de mí. El cielo derramó sin piedad aguas torrenciales y se quebró de dolor. Aquello era una lluvia de llantos: fiera, intensa y magnánima, que se filtraba por todas las rendijas, renovándolo todo y purificando lo podrido.
La gente salió huyendo hacia sus casas y los cuervos alzaron el vuelo como fugitivos. El suelo quedó lleno de plumas y de desechos. Yo me refugié en el pórtico de una pagoda y esperé hasta bien entrada la noche. Cuando amainó el aguacero, yo tenía un aspecto deplorable: estaba empapada y sentía frío. El color amarillo de mi kurta suruwal se había manchado de grasa. Sentía las mejillas tirantes e hinchadas de tanto llorar y mi pañuelo estaba aguado, lleno de babas y de mocos.
Me levanté despacio, para no quebrantar el sueño de los dioses, pero los cuervos se vinieron conmigo. Me siguieron durante todo el camino desafiando al tiempo y al espacio. Aquello tenía que ser, desde luego, un mal augurio. El danzar frenético de los bichos me llenó de temor. Entonces recordé las palabras de Rigga: «El Dalai Lama dice que el secreto de la felicidad es mantener siempre buenos pensamientos, aun cuando las circunstancias sean adversas».
El poder de aquellas palabras me guió de regreso a casa. A medida que las iba repitiendo, experimenté una fuerza extraña dentro de mí. Me sentía parte de un universo que me protegía. Supe certeramente que nada ni nadie podría dañarme y que mi trabajo en Nepal no dependía del favor de los hombres, sino de una energía especial que me guiaba y que jamás me iba a abandonar.
Los cuervos no me dejaron hasta llegar a mi destino. Se posaron en la baranda de la terraza, en lo alto del tejado y en el cable de la luz. Con el estrépito de las aves, todos los vecinos se asomaron a la puerta. Mummy me dijo que Mr. Pemba les había llamado para darles la mala noticia y que me estaban esperando. Ella me vio llegar de lejos, con los pájaros volando a mi alrededor como si fueran mi escolta, y se dijo a sí misma que había venido protegida por el dios Yama, que representa la muerte y también la justicia. Me dijo que no temiera, que el dios justiciero había intercedido por mí.
La versión de Father, sin embargo, difería de la de Mummy; él insistía en que los cuervos simbolizaban la llegada de un huésped. También quería decir que en el próximo año habrían de nacer niños en la familia.
Aquel día ninguno de nosotros sospechaba que todas aquellas premoniciones habrían de cumplirse en un futuro próximo.
El primer presagio se confirmó con la llegada de mi prima Anna. A los dos días de lo acontecido, Anna me llamó diciéndome que venía a Nepal. Estábamos a mediados de septiembre y ella tenía previsto venir a principios de octubre. Me quedé alucinada con la noticia. Sin embargo, cuando colgué el auricular, me di cuenta de que la situación no era tan fácil como la pintaban. Si no sucedía un milagro, Anna y yo nos cruzaríamos en el camino: ella vendría a Nepal y yo regresaría a España, de vuelta a casa.
Los días que precedieron la llegada del huésped que Father anunciara con tanto acierto fueron de absoluta incertidumbre. Tuve que ir a la escuela a recoger mis cosas. No quise hacerlo de día, porque sabía que no iba a poder contener el llanto y no quería que los niños me vieran llorar. La clase olía a ellos, a cada uno y a todos en general. También estaba mi aroma, que quizá en unos días se habría disipado. Miré las paredes decoradas con el trazo inseguro del dibujo infantil, e identifiqué uno entre todos los demás: el de Pemba Yangzen Ghale, la niña de Mustang. Vi la foto de Maria Antònia colgando de la pared, los niños le habían llevado flores como si se tratara de una diosa. «¡Si ella supiera todas las penas que estoy pasando, cómo se disgustaría!», dije para mí.
El corazón se me partió en dos. No quise permanecer allí por más tiempo. Metí mis cosas en una bolsa y cerré la puerta de golpe sin mirar atrás.
Aprovechando que me encontraba en Boudha, fui a ver a Rigga para contarle lo que me estaba sucediendo y para pedirle ayuda en aquellos días tan cruciales. Rigga me dijo que se marchaba a Singapur con su maestro, y que no volvería antes de seis meses. Aquella noticia me hundió todavía más. Cuando él lo notó, me dijo que me iba a iniciar en la práctica de la meditación. Me explicó con detalle cómo debía hacerlo. Yo lo anoté todo cuidadosamente en una libreta y, después, él se dirigió a uno de los cajones de la cómoda que había en su habitación y sacó un rosario budista:
—Toma —me dijo—. Este mani perteneció a Dudjom Rimpoche, que murió en 1987[12]. Fue uno de los maestros espirituales más importantes de nuestro siglo. Debes practicar el mantra Om mani padme hum. Verás cómo esto te ayudará a serenarte en los momentos de miedo, de tensión o de dificultad.
Tomé un taxi y, de regreso a casa, comencé a pasar el rosario. Me quedé mirando fijamente las bolas de madera oscura con una franja color vainilla por la mitad. Aquello era verdaderamente una reliquia. El miedo, la angustia, la opresión y el temor se disiparon. Me di cuenta de que, a medida que iba manipulando el rosario, mis pensamientos cambiaban. Transmuté lo negativo en positivo y me percaté de lo afortunada que había sido al haber podido llegar hasta ahí. Ahora tenía la certeza de que mis sueños podían materializarse con éxito. Había conseguido muchas cosas en muy poco tiempo. Me preguntaba cuál sería la próxima etapa de mi vida. ¿Cuál sería mi próximo destino? ¿Volvería alguna vez a trabajar en aquel parvulario o tendría que regresar a mi país?
Al llegar a casa, llamé a Maya y me desahogué con ella, explicándole todo lo acontecido. Maya dejó todo lo que tenía entre manos y me vino a ver. Aquella noche dormimos juntas en casa de Mummy. Maya me recomendó un abogado muy bueno que, según decía, iba a llevar mi caso muy bien. Así era nuestra amistad: un día yo lo había dado todo por ella y, cuando la necesitaba, ella lo dejaba todo por mí.
Contactamos con el abogado que nos recomendara Maya, para que indagara en mi caso y nos ayudara a encontrar una solución legal para no tener que marcharme. Al principio mi abogado creyó coherente recurrir en la solicitud de permiso de trabajo. Enseguida averiguamos que por esa vía nunca íbamos a conseguir lo que buscábamos. Mi denuncia había sido puesta por un individuo que trabajaba para la embajada china en Nepal. Era obvio que se trataba de un asunto oscuro y disoluto. Algo puramente relacionado con la política internacional. Siendo Nepal un país tan pobre, está siempre sometido a la voluntad de dos grandes potencias: India y China. Ni que decir tiene que a los chinos no les interesaba en absoluto que se realizaran acciones en favor de los tibetanos.
La noticia me afectó físicamente: amanecí hinchada como una breva. Retenía todos los gases y fluidos de mi cuerpo. A los cuatro días tenía una panza mantecosa y excedida, como de auténtica preñez. Nunca me hubiera imaginado que el líquido de nuestro organismo fuera tan voluminoso. Nunca hasta entonces me había percatado de la variedad de texturas, olores y sustancias que almacenamos en nuestro interior; percibía la sangre de mis venas que recorría mi cuerpo como si fuera cera derretida, cada vez más espesa y fluyendo con increíble lentitud. Mi saliva se transformó en una masa viscosa y hedionda. Se me cerró el orificio de la orina y estuve varios días sin poder hacer pipí. Padecía un dolor agudo y punzante en el bajo vientre. Los líquidos y los gases formaron una aleación, me notaba como un envase de Coca-Cola a punto de estallar. Sentía cómo me derretía toda, como si mi cuerpo sólido se estuviera licuando y se hubiera convertido en H2O.
Mummy me llevó a una curandera que me dijo que estaba presa de una maldición y me dio un brebaje para que se me quitara el mal de ojo. También me recetó una pócima que tenía la textura del áloe vera y la fragancia del anís. Así estuve durante varios días, con aquel ungüento cubriéndome la piel, pero no dio resultado. La hinchazón no se redujo. Empecé a tener insomnio por las noches. El alba me sorprendía despierta, empapada en los vapores húmedos de mi cuerpo, que olía a anís.
Yo confiaba poderosamente en el proceso de mi vida aquí en la tierra. Sabía que todo cuanto me sucedía era absolutamente acertado y necesario, pero me costaba mantener mi mente en un estado positivo. Muchas veces la angustia y el dolor me abrumaban. Me rebelaba contra lo que consideraba una gran injusticia. Me pasaba el día deprimida, mirando mi cuerpo deforme en el espejo. No podía dejar de pensar en los niños: de repente todos mis sueños se habían desvanecido.
Rigga, desde Singapur, me escribía casi todos los días y aseguraba que aquél era un buen momento para que me iniciara en la práctica de la meditación: «Vacía tu mente de todo lo impuro», me decía. «Detener la mente ha de ser tu único objetivo, lo demás no es importante».
Al leer sus palabras, recordé unas estrofas del Libro del Tao: «Se moldea la arcilla para hacer la vasija, pero de su vacío depende el uso de la vasija». De repente aquellas palabras aparecían llenas de significado: estaba cargada de energía negativa, no paraba de darle vueltas a las cosas, y eso hacía que retuviera todo lo malo.
Seguro que la vida estaba llamando a mi puerta ofreciéndome un ramo de flores nuevas y olorosas, pero yo prefería tener en mi vasija un ramillete de flores marchitas en aguas malolientes.
Había llegado la hora de vaciar mi mente, arrojar a la calle todo lo malsano y confiar en la presencia de Dios dentro de mí. Un Dios único, de todos y para todos. Un dios sin rostro, sin nombre. Con un solo atributo: el dios del amor.
El efecto de las meditaciones fue mágico y repentino. Mi cuerpo se puso en orden y todo volvió a su tamaño natural.
Hacía ya diez días que no veía a los niños de la escuela. Sin embargo, Sharmila y Moni me llamaban por teléfono a diario para pedirme consejo y para contarme cómo estaban los niños. Me decían que todos me echaban mucho de menos y que los padres estaban seriamente preocupados por mi problema. Fue entonces cuando Mr. Pemba me comunicó que los dirigentes de la comunidad sherpa y tibetana, empatizando con mi problema, habían encontrado una solución.
Nos mandaron llamar de manera misteriosa. A la cita acudimos Father, Mr. Pemba y yo. Había unas diez personas en la reunión. Todos ellos eran hombres. Primero se agasajaron y se hicieron muchos cumplidos, esbozándose mutuamente sonrisas de blanquísimos dientes. También los había con sonrisas de oro, caso muy común entre la gente adinerada de raza mongol, para quienes tener una o varias piezas de oro en la boca era un símbolo de riqueza y ostentación.
Los hombres comenzaron una especie de debate en varias lenguas a la vez, y así estuvieron durante varias horas sin que yo me enterara de qué discutían. La reunión era en la casa de Mr. Pemba y, entre tanto, Amala se había encargado de distribuir una especie de cerveza llamada tongba, que se hace de mijo fermentado, se sirve caliente y sorbida por una caña. Los hombres bebían y bebían, apurando sus cilindros de madera forjada en cobre con sonoros ruidos, mientras Amala les reemplazaba el brebaje consumido con más agua hirviendo. Finalmente Father se levantó con gesto solemne y dijo en un inglés perfecto y en presencia de todos:
—Está claro; ustedes se ocuparán de buscar un buen marido para que Vicki se case y así poder obtener los papeles para que pueda quedarse en el país, y yo me ocupo de los preparativos para la boda.
Yo pensé que me estaban gastando una broma. Aquella afirmación no podía ser verídica desde ningún punto de vista. Quise hablar, pero el griterío, las risotadas y la alegría de los hombres había subido de tono con el exceso de alcohol, y no me dejaron ni resollar.
Terminada la reunión, y de vuelta a casa, Father me aclaró muy seriamente que no se trataba de una broma:
—Ya es hora de que te cases —me dijo muy serio—. Ya no eres una niña y debes casarte. Si no te casas, ¿quién va a protegerte? ¿Quién va a cuidar de ti cuando seas mayor? Debes formar una familia, tener hijos y asumir responsabilidades.
Yo le contesté que suponía que en un país democrático como Nepal los ciudadanos deberían tener libre albedrío para decidir si querían casarse o no, y que, en caso positivo, les pertenecía a ellos y no a terceros hacer la elección del cónyuge.
Father se echó a reír y me contestó:
—Aquí en Nepal se casa todo el mundo. Los padres tienen el deber de buscar pareja para sus hijos. Primero, las obligaciones sociales y luego vienen las obligaciones individuales. Tenemos que vivir en sociedad y nadie va a aceptar tu trabajo si te saltas la ley del matrimonio.
—Pero ¿quiénes sois vosotros para obligar a nadie a casarse sin conocerse previamente, sin quererse y sin estar enamorado? —dije yo muy digna.
Father se echó a reír con cinismo.
—¿Enamorarse? —replicó—. ¿Y eso qué tendrá que ver con el matrimonio? Los jóvenes tenéis la cabeza llena de pajaritos. El amor llega con la convivencia, con el roce, con el respeto. Nosotros, los padres, nunca vamos a elegir una mala persona para un hijo. Si la persona es buena, el amor ya llegará a su debido tiempo. ¿Cómo crees que una cría como tú va a saber lo que más le conviene en la vida? Los hijos no tienen suficiente experiencia para hacer una buena elección. Los criterios que nosotros utilizamos están dictaminados por las compatibilidades que nos marcan los astrólogos y también por las investigaciones que llevamos a cabo a través de nuestras casamenteras. ¿Qué sabéis los hijos acerca del matrimonio y sus vericuetos?
No había manera de hacerle cambiar de opinión. Él estaba convencido de que, si quería continuar trabajando en el parvulario y vivir en la sociedad nepalí, no tenía otro remedio que casarme. Father creía a pies juntillas que, aunque hubiera otra manera para obtener visado, jamás lograría triunfar en Nepal si decidía permanecer soltera. Me faltarían el respeto y el apoyo del estamento familiar. Me dijo que me lo pensara, que en mí estaba la última palabra, pero que me faltaban cinco días para que caducara mi visado. Si no quería casarme, tendría que ir haciendo el equipaje.
¿Por qué mi vida tenía que ser siempre tan complicada? ¿No podría yo seguir la rutina de cualquier chica inteligente y culta del siglo XX? ¿Era necesario que siempre estuviera metida en oscuros laberintos?
Anduve dos días haciendo y deshaciendo la maleta: metía mis cosas, veía que no me cabían. Luego, perpleja y arrepentida, vacilaba y lo sacaba todo de nuevo. Mummy entraba en la habitación. Si veía las maletas hechas, se abrazaba a mí desconsolada y me convencía de que lo mejor era quedarme en el país para casarme.
—Te buscarán un marido rico que te llevará a la escuela en coche. Luego, dentro de un año, cuando tengas gente que te sustituya, podrás tener hijos, quedarte en casa como una señora, disfrutando de la vida y sin trabajar —me decía.
Ella estaba convencida de que sus consejos albergaban el elixir de la vida y la pócima de la felicidad. Yo la escuchaba atentamente, como si estuviera regresando al tiempo del romanticismo y me hubiera convertido en Sissi Emperatriz. Me dejaba llevar por la magia de sus palabras, imaginando a mi príncipe azul seduciéndome con ademanes refinados.
Luego, cuando me quedaba a solas, los fantasmas desaparecían y la realidad me pasaba factura de todo. Si me quedaba allí y me casaba, ello querría decir que estaba loca de remate. Aquella boda iba en contra de mis principios, de mi cultura, de mis creencias, de mi personalidad y de todo lo que yo hasta ahora había defendido a capa y espada. Intentaba meditar, pero no podía. Los pensamientos se apoderaban de mi mente, chupando todo mi espacio interior, quedándome durante horas absorta, callada, irresoluta y, sobre todo, vulnerable.
¿A qué llamaba yo principios? ¿A un atajo de ideas anquilosadas y arcaicas que estaban impidiéndome tomar una decisión para poder continuar en la escuela? Decidí convertir lo que hasta entonces había llamado «mis principios» en una masa azucarada y diluida con sabor a regaliz. De un mordisco me los zampé todos, hasta que mi mente se quedó sin ellos y pude pensar mejor.
Entonces, le tocó el turno a mi cultura, a mis creencias y a mi personalidad. Aquello tenía gracia: llevaba una mochila cargada de experiencias, aprendidas en mi cultura y según la visión de mi personalidad, a la cual llamaba mis creencias. ¿Y quién era yo para creer que lo mío era lo único creíble? ¿Por qué no empezar a salir de mi yo para creer en el yo de los demás?
La respuesta, aunque difícil de aceptar, era muy clara: me di cuenta de que mi mochila estaba llena de conceptos preestablecidos, transmitidos por un miedo interior que me paralizaba. El miedo era prehistórico, ancestral, generacional. Ese miedo que nos impide ser libres para vivir el presente. Es la garra del pasado que nos arranca las alas, nos impide levantar el vuelo y no deja que abandonemos los despojos de un ayer que ya no debería existir. Pero el ayer, por desgracia, siempre es más poderoso que el presente y el ayer nos paraliza.
Decidí entonces terminar con esa herencia mía que me pesaba como un yugo. Yo había venido a Nepal para montar una escuela: ésa era mi misión, ése era mi objetivo principal y lo que tenía que prevalecer ante todo lo demás. Yo era solamente un vehículo, un medio para llegar a un fin. Mi estado civil no tenía por qué ser un obstáculo.
Con todo lo que llevaba en mi mochila, decidí hacer chocolate con churros: me comí sabrosísimos pedazos de aquel manjar, que para mí simbolizaba la cultura española. Con cada bocado, endulzaba todo aquello que sabía a rancio y que no me permitía progresar. Después engullí densas cucharadas de chocolate negro, que me recordaban lo inútil de la experiencia que había acumulado durante años y que de nada me servía allí, en aquel país. Hice por fin una digestión lenta y pesada. No era fácil, porque los jugos gástricos no me llegaban al cerebro, y aquello no era puramente trabajo intestinal. La operación se completó de maravilla y evacué los residuos con alivio y satisfacción.
Así como las hojas de los árboles aprenden a soltarse de sus ramas en otoño sin aferrarse, así aprendí yo a escuchar las señales que me indicaban un cambio radical en mi vida sin oponer resistencia.
Guiada por mi intuición, desafiando cualquier regla preestablecida, fui derribando todos los obstáculos que impedían el trabajo que había venido a realizar aquí en la Tierra.
Aprendí que hay una gran energía por encima de nosotros que nos une a todos a través del amor, y millones de energías miserables que nos desunen a través del odio. La vida nos pone ante situaciones varias, en las que cada uno de nosotros puede actuar según la energía que más le identifique. Claro que, antes de elegir, uno debería tener en cuenta que sólo se recoge lo que se siembra, y que cada pensamiento, palabra y acto que realizamos, queda registrado en nuestra mente y materializado en un futuro, para nuestro bien o para nuestro mal.
Decidí jugármelo todo a una carta: me casaría con un desconocido y obtendría mi permiso de residencia. Pondría todo lo que poseía a merced de la educación de los niños de Nepal. Recordé, de repente, una frase de Alan Watts: «Aquellos que sin tener nada lo dan todo, a todo llegan, y ciñen las cumbres de la espiritualidad». La decisión estaba tomada.
Aquella misma noche hablé de ello con Father y con Mummy, que se alegraron enormemente. Faltaban solamente tres días para que caducara mi visado y yo estaba, nunca mejor dicho, «compuesta y sin novio».
Enseguida llamamos a mi abogado, que me recomendó dos cosas importantes: la primera, llamar a España para que me mandaran los documentos que necesitaba para casarme; la segunda, esconderme durante una temporada hasta que hubieran elegido a mi futuro marido y se pudiera proceder a los trámites matrimoniales.
Al día siguiente llamé a mi hermana Imma y la saqué de la cama. En Nepal era casi mediodía pero en Barcelona debían de ser las cinco y media de la mañana.
—Imma, tienes que enviarme los papeles que necesito para casarme —le dije, como si tal cosa.
—¿Qué dices? —contestó una voz ronca, adormilada y perpleja.
—Que me caso.
—¡Neeena! ¿De verdaaad? —exclamó mi hermana—. Nena, qué bien, ¿no? ¿Y de quién te has enamorado? —preguntó, despertando de golpe.
—No me he enamorado de nadie. Todavía no sé con quién me voy a casar —le respondí—. Están buscándome marido. Me tengo que casar para poder permanecer en el país, ya que, si no, me veré obligada a regresar a España —le expliqué, como si se tratara de la cosa más natural del mundo.
Mi hermana me amenazó con colgarme el teléfono, ya que creyó que le estaba gastando una broma de mal gusto.
Tuve que argumentarle mucho el tema para convencerla de que realmente era una situación de máxima emergencia y de que debería mandarme aquellos papeles con urgencia para poder formalizar mi permanencia en el país.
Mi hermana, que siempre ha estado presente en los momentos difíciles de mi vida, me dio todo su apoyo y toda su comprensión. Aquel día, en lugar de ir a trabajar, se presentó en casa de mis padres en Ripoll para arreglar todo el papeleo. Mi hermana quería resolver el asunto con la máxima discreción, para que nadie en el pueblo se enterara de la movida. Sin embargo, fue imprescindible mencionar el motivo de los certificados y, en pocos días, el asunto de mi boda se convirtió en el tema favorito de corrillos y cotilleos. Mi madre se encerró en casa sin querer salir. No era capaz de afrontar los comentarios de la gente que la acosaba sin cesar. Aquella situación la sobrepasaba. ¿Qué habría hecho ella para merecer una hija como yo?
«Nunca llueve a gusto de todos». Mientras mi madre española se lamentaba de mi disparatado estilo de vida y veía el asunto de mi boda como la locura más grande del siglo XX, mi madre de Nepal, sin embargo, se regocijaba con la idea de ver cumplido uno de sus sueños: si me conseguía un buen partido, me quedaría a su lado para siempre. Había que ponerse, sin demora, manos a la obra. Así que a partir de entonces utilizó todas sus artimañas para la «busca y captura del esposo ideal».
Las madres son las que generalmente tienen la última palabra y eligen esposa para sus hijos. Cada familia tiene sus casamenteras que se preocupan de negociar las bodas para beneficio del patrimonio familiar.
El casamiento de un hijo es algo muy serio en Nepal. Es imprescindible casarse con un miembro de la misma casta. Hasta hace poco, las bodas se formalizaban cuando los novios eran aún chiquillos y, en cuanto la niña tenía su primera menstruación, la casaban. Según el refranero, «Las chicas en Nepal son como los calabacines, cuanto más tiempo se tienen en la casa más se pudren». Yo era, sin lugar a dudas, una excepción a la regla. Más que un calabacín, era la gran calabaza pocha. Tenía todos aquellos atributos que no gustaban al hombre nepalí: había sobrepasado los treinta años, era extranjera, delgaducha, no usaba maquillaje, no me pintaba las uñas, vestía pantalón tejano, y además llevaba el pelo al estilo militar.
Empezaron a decirme que, si quería encontrar novio, tendría que dejarme crecer el pelo, pintarme un poco los ojos, vestir como lo hacían las chicas del país y, sobre todo, engordar.
Nunca me había sentido tan inútil e insatisfecha de mí misma. La situación era alarmante. Si no se producía un milagro, era obvio que me iba a quedar para vestir santos.
Después de mucho cavilar, decidí proponer un matrimonio de conveniencias yo me casaría, obtendría la nacionalidad nepalí y luego me divorciaría para seguir viviendo tranquilamente en el país.
Así fue como comencé a seleccionar lo que yo llamaba irónicamente «marido a la carta». Me presentaron primero a los candidatos ricos. La decepción fue muy grande, ya que eran, en su mayoría, feos y analfabetos: los había bizcos, tuertos, barrigudos, hocicones, con joroba, narizotas, chatos como perros de Pekín, tartamudos, y hasta alguno con sordera. Yo me moría de vergüenza. No sabía ni cómo hablar ni dónde mirar. Tenía la cara enrojecida del sofoco. Me sentía saturada y empachada de tanto mozo torpe y bravucón.
Ellos, sin embargo, se tomaban el asunto con toda naturalidad. Me observaban de arriba abajo con aplomo y galanura, como si estuvieran negociando la compra de una yegua. Luego discutían los pormenores con Father y Mummy, que contestaban a sus preguntas como hace la mayoría de la gente de Nepal: sin mirarse a los ojos pero con mucha gallardía y seguridad.
Todos aquellos hombres tenían un interés común: aquel matrimonio les abría las puertas de Europa. Por aquel entonces, obtener un visado al extranjero era arduo y difícil. El casamiento significaba un trampolín que les permitiría hacer negocios en países desconocidos.
Yo, sin embargo, no estaba segura de las intenciones de aquellos individuos. Debía encontrar a una buena persona, un hombre honrado, con quien pudiera sentar las bases para poder quedarme en el país. No quería negociar con un tipo cualquiera, que después se dedicara a hacerme chantaje y a amargarme la vida.
Mummy estaba empeñada en que me casara con un médico llamado Mukunda Shrestha, a quien ella atribuía muchísimas dotes: en primer lugar, era de su misma casta. Estaba recién llegado de los Estados Unidos de América, donde se había pasado dieciocho años estudiando. Este sujeto era el único heredero de una familia adinerada y, según la versión de Mummy, sus padres le habían mandado llamar para que contrajera matrimonio a la usanza nepalí.
Era un hombre alto y apuesto, elegante y de buen vestir. Demasiado guapo para ser de carne y hueso, diría yo. ¿Por qué un hombre tan emancipado permitía que sus padres manipularan su vida privada y eligieran esposa para él? ¿No tendría ese hombre esposa e hijos en América? No sería ni el primero ni el último que, por no contradecir la tradición familiar, estuviera decidido a mantener una doble vida.
Y aun en el caso de que estuviera soltero, ¿por qué los padres habían decidido casarlo con una chica como yo?
Había, desde luego, algo muy oscuro en todo aquello.
No me cabía en la cabeza que los padres de Mukunda accedieran de buena gana a casar a su único hijo conmigo, siendo yo extranjera y, además, mayor que él.
Mummy, sin embargo, lo veía bastante normal, ya que Mukunda quería vivir en América y necesitaba una mujer emancipada que pudiera ayudarle en su carrera. Sus padres me conocían de haber frecuentado la casa de los Shrestha y estaban convencidos de que yo era un buen partido para su hijo, ya que conjugaba bien la vida moderna con los ritos tradicionales de Nepal.
De tanto insistir en que debíamos vernos a solas, accedí a quedar con él para el día siguiente.
La noche anterior a la cita tuve un sueño erótico: soñé que estaba entre los brazos y piernas de Mukunda, que hacíamos el amor como si fuéramos dioses, que mi amante practicaba el yoga tántrico. En el sueño habíamos adquirido el poder de retroceder en el tiempo y nos habíamos convertido en una de las estatuas del Kamasutra que hay esculpidas en las paredes de los templos. De repente descubrí que Mukunda tenía cuatro manos y me abrazaba apasionado, con la fuerza de un huracán. Yo sentía un placer distorsionado y febril, pero también tenía mucha vergüenza, porque no quería practicar el sexo allí, en la calle, delante de todos los transeúntes que se paraban a mirar. Quería salir corriendo pero no podía porque notaba cómo las piernas me pesaban. Y es que había olvidado por completo que lo que yo tenía eran piernas de mármol, no era más que una estatua esculpida en una losa fría y carmesí. Mi parentesco con los dioses no me impidió descubrir que todavía me quedaba la facultad humana de cantar, y canté con voz finísima, como jirones de plata, hasta que despertaron todos los duendes del cielo y bajaron a por mí. Me arrancaron de cuajo de los brazos de mi amado y volé como un cisne por un cielo oscuro hasta que di de bruces con la realidad. Desperté de repente, empapada en un extraño sudor, con la mente enrarecida y con muchísimas ganas de beber. Le pedí a Mummy que me preparara medio litro de agua de limón. Después me lavé la cara con agua muy fría. Desde mi ventana se veía la estatua de Krishna que había en el jardín, con sus cuatro brazos en movimiento. Por un momento volví a revivir aquel extraño sueño. ¿Qué mensaje había detrás de todo aquello? ¿Quería el sueño decir que había soñado con el hombre de mi vida, o que era en el día que comenzaba cuando lo tenía que encontrar?
Fui a la cita con Mukunda con los ojos muy abiertos porque no me quería dejar impresionar. Le observaba con detenimiento sin perder detalle. No tardé mucho en intuir que aquellos ademanes refinados escondían una tendencia femenina que revelaban su verdadera identidad: el apuesto mozo Mukunda Shrestha era homosexual. Intuí que, si no le abordaba directamente y se lo preguntaba, él no me lo diría jamás. Hablar de sexualidad en Nepal es un tema tabú, pero hablar de homosexualidad es, desde cualquier punto de vista, inaudito.
Empezaron a salirme escarabajos por los ojos por haber sido tan tonta de creer que por fin había encontrado a mi príncipe azul.
Mukunda me pedía por favor que me casara con él. Necesitaba una cobertura legal para poder formalizar su condición social en el país. El casamiento le serviría como tapadera y, durante sus estancias en América, podría rehacer su vida sin prejuicios. En Nepal era totalmente imposible manifestar sus tendencias, ya que la homosexualidad estaba prohibida, y quienes la practicaban eran perseguidos y castigados por la ley. Si lo casaban con una mujer del país, se vería obligado a tener relaciones con ella. Debería tener hijos y actuar consecuentemente como un heterosexual. Estaba convencido de que jamás encontraría una mujer de origen nepalí que le eximiera de sus obligaciones conyugales.
Estaba entre la espada y la pared, sumido en un terrible estado de confusión: si quería ser aceptado en sociedad y proteger la reputación de los de su casta y de su familia, debería renunciar a su propia felicidad, sería un desgraciado mientras viviera.
Yo no podía, de ninguna manera aceptar aquel trato. Si me casaba con Mukunda, jamás podría divorciarme. Era como atarme una soga al cuello para toda la vida. Intenté decírselo con todo el cariño y toda la ternura de que fui capaz. Luego le dije que me tendría siempre como amiga para lo que le hiciera falta, pero que yo no podía entrar en el juego que me pedía.
Me fui a casa pensando en la suerte que tenía yo de haber nacido en un país democrático, donde los ciudadanos tenemos el derecho de manifestar nuestra propia sexualidad sin que ello nos impida ganarnos el pan de cada día. Nepal en esta clase de temas se mantenía en un estado deprimente y desolador.
Llegué a casa con el ánimo destrozado. Faltaba solamente un día para que se terminara mi visado y, después, tendría que esconderme como una fugitiva y permanecer ilegalmente en el país. Si me pillaban sin visado, me deportarían como si fuera una criminal.
A Mummy no le gustó que hubiera rechazado casarme con Mukunda. Ella lo veía como el mejor candidato. Aparentemente lo tenía todo. Era para mí el hombre de mi vida. Yo me sentía abrumada. ¡Qué más hubiera querido yo! Nunca podría explicar los motivos que me obligaban a rechazar aquella boda. Por nada del mundo podía contarle a nadie la verdad.
Aquella tarde, después de la cita fallida con Mukunda, llamó Mr. Joshi. Yo sentía por él y por su familia verdadero cariño, agradecimiento y admiración. Llamaba para decirme que había encontrado un candidato llamado Kami Sherpa que quería conocerme y quedamos en vernos al día siguiente.
Cuando Father se enteró de la propuesta, puso el grito en el cielo. De manera que había rehusado casarme con un hombre culto y refinado de la casta de los Shrestha y pretendía entrevistarme con un desconocido que procedía de las montañas del Himalaya.
Father me dijo claramente que se oponía a que me casara con un sherpa. Decía que los sherpas eran gente medio salvaje, que todavía vivían como en la edad feudal. Practicaban ritos antiquísimos. Según él, los hermanos de una misma familia se casaban todos con la misma hembra.
—Si ese hombre se encapricha de ti y te quiere, te obligará a seguir su tradición —afirmaba Father convincente.
—Pero si sólo será una boda para obtener los papeles —decía yo muy convencida.
—Esta gente aún está por civilizar —ratificaba él—. Ellos no entenderán una boda de conveniencia, la boda es la boda y después de casados, ¡a cumplir sin rechistar! —decía Father otra vez, muy enojado.
Aquello de dormir con todos los hermanos de una familia sherpa me parecía una auténtica barbaridad. Y, mira por dónde, cuando estábamos discutiendo eso, precisamente llamaron mi hermana y mi prima Anna por teléfono desde España.
Mi hermana ya empezaba a estar curada de espantos con la tragicomedia de mi vida y cuando le comenté lo de la boda con el sherpa, me contestó con un humor irónico, muy habitual en ella:
—Neeeena, ¡qué bien te lo montas! Si los hermanos son guapos, ya me guardarás alguno para mí, ¿vale? ¡No seas tan egoísta! ¡Tú les dices que las hermanas pequeñas de la novia también entran en el lote!
Y mi prima Anna, que quería comunicarme que llegaba dentro de una semana, añadió muy ramblija:
—Oye, y no te olvides de las primas pequeñas de la novia, que yo también me apunto.
Me fui a la cama pensando en los sherpas y en las numerosas leyendas que había sobre ellos. Encontré un libro en casa que hablaba de su historia y estuve leyendo durante toda la noche. Quizá por miedo a quedarme dormida y volver a soñar.
El libro decía que los sherpas son una etnia de procedencia tibetana. Salieron de Tíbet hace ochocientos años porque se negaron a luchar con armas. Se produjo de este modo un éxodo masivo. Al principio, fueron nómadas, pero más adelante se afincaron en las montañas del Himalaya y comenzaron a crear los primeros poblados en los valles de Solu y Kumbu. Su religión es el budismo y su lengua se parece mucho al tibetano.
El libro decía que los sherpas son gente pacífica que se dedicaba sobre todo a la trashumancia del yak, animal parecido a un bisonte de pelo largo, que no puede vivir a menos de tres mil metros de altitud. La hembra del yak se llama nak y se utiliza para la cría. De la leche de nak los sherpas fabrican numerosos derivados que luego truecan por otros productos en los mercados.
En el libro explicaba también lo que decía Father acerca de los matrimonios con los hermanos de una misma familia. Por lo visto es una costumbre que se practicaba antiguamente para no dividir las tierras ni el patrimonio familiar. Decía el libro que ahora es un hábito casi extinguido y que lo practican más algunas etnias de procedencia tibetana que los sherpas.
De repente entendí el lío que se había organizado en la clase hacía algunos meses, cuando le pregunté a Tsering cómo se llamaba su papá. Ahora lo comprendía todo. Aquel niño es de procedencia tibetana, venía de las montañas y seguramente su madre pertenece al abolengo que practica la poligamia.
Me daba cuenta de que, para poder entender un poco a aquella gente, me harían falta centenares de años viviendo en aquel país. Todo parecía ser distinto, inaudito, injuzgable. Sentía cada vez más respeto por las gentes de Nepal, sabía que lo que yo veía era sólo una parte de la verdad, que me faltaba información para comprenderles, y que, por lo tanto, por extrañas que me parecieran las cosas, debería abstenerme de juzgar.
La verdad es que yo había visitado alguna de las casas de los sherpas cuando hice un trekking de diecisiete días por la zona de Lantang. Le daba la razón a Father, ya que aquella gente vivía en un estado comparable a la Edad Media: no existía el dinero, se alimentaban básicamente de patatas y maíz. Vivían aislados del mundo, sin ningún contacto con la realidad exterior.
De repente sentí verdadera curiosidad por conocer a Kami y, a la mañana siguiente, decidí hacer caso omiso de las monsergas de Father y acudí a la cita muy puntual.
Kami me pareció una persona honrada desde el principio. Lo que más me impresionó de él fue su aspecto serio y conciso. Sus ojos diminutos, de mirada oblicua, tenían el poder de transmitir confianza. Era inequívocamente un hombre de montaña, de belleza salvaje y desgarbada. Se notaba que el sol había grabado su cara con una extensa gama de colores, que contrastaban con sus pómulos anchos del color de la manteca de cacao. Tenía el pelo intrépido y negro, de indomables mechones que, al moverse, le cubrían la tez. Me fijé de repente en lo bien proporcionada que tenía su nariz, pero era tan extremadamente chata, que debía de serle muy difícil hurgarse el orificio nasal. Tenía los labios agrietados y quemados por el sol y unos dientes tan blancos que parecían esculpidos en la cal.
Venía disculpándose por haber llegado tarde, un poco acelerado, y arqueando sus dos cejas desparramadas en una frente surcada de sudor. Parecía recién llegado de la selva y tenía un aire tosco, de modales poco refinados. Vestía muy humilde, y llevaba sandalias de goma en los pies. Aquel hombre pareció muy sorprendido al saber que era extranjera, y aunque quería disimularlo, algo extraño atraía sus ojos hacia mí, porque no podía dejar de mirarme, cosa poco frecuente en la gente de Nepal, que nunca te mira al hablar. Yo volví a ruborizarme como antaño lo hiciera con otros candidatos. Él se dio cuenta y un destello de ternura salió de sus ojos, que se clavaron en mi rostro tan rojo como el fuego de un obrador.
Kami era guía de trekkings y, al parecer, tenía que reunirse con unos clientes suyos que le estaban esperando con urgencia.
—Siento mucho no poder quedarme más rato, pero tengo que irme inmediatamente. Ya nos veremos en otra ocasión —dijo Kami.
Yo me levanté de la silla, junté las palmas de las manos en señal de saludo y añadí:
—Namáste.
Él se dirigió a la puerta sin dejar de mirarme. Se le notaba nervioso, confundido, como si le hubiera quedado algo en el tintero por decir. Caminó de espaldas hasta la verja de la calle para no perder todavía el contacto visual. Después, cuando se hubo marchado, se hizo un vacío solemne que nos enmudeció a todos los allí presentes. Nadie se atrevía a quebrantar aquel silencio, y así estuvimos durante mucho rato, mirándonos los unos a los otros, sin que nadie se atreviera a expresar lo que parecía ser un sentimiento común: la certeza de haber encontrado al fin al hombre que estábamos buscando.
Cuando llegué a casa, les dije a Mummy y a Father que si ese sherpa accedía, estaba dispuesta a hacer tratos de matrimonio con él. Al oír la noticia, Mummy se indispuso y dijo que se iba a su habitación. Father, sin embargo, se ratificó en su oposición, y me dejó muy claro que no iba a ser él quien me animara a contraer matrimonio con un tipo de la etnia de los sherpa.
Eran las cinco de la tarde cuando Kami me llamó por teléfono. Me decía que quería verme al día siguiente, ya que tenía previsto marcharse de trekking y le gustaría hablar conmigo antes de irse. Accedí de inmediato. Viendo cómo estaba el patio, mantuve en secreto la cita, y, para no tener que dar explicaciones innecesarias, decidí recluirme en mi alcoba y meditar. En aquella época echaba muchísimo de menos a Rigga, sus consejos y sus enseñanzas. Apenas había tenido noticias de él desde que se marchó a Singapur con su maestro, pero él había plantado en mí la semilla de la meditación y era un bálsamo indispensable para aquellos días de agitación. En cuanto me notaba abrumada, me ponía a practicar, hasta que experimentaba una saciedad infinita. Una paz física y mental que me devolvía la calma, la alegría y el placer de vivir. Veía que cuanto más meditaba, más clara era mi intuición. Me sentía más segura de estar haciendo lo correcto en cada momento, aun cuando los demás no me entendieran.