Capítulo 6. Diario de una maestra en Katmandú
Katmandú, 4 de marzo de 1991. Primer día de escuela
Me quiero morir.
Por más que lo intento, no consigo conciliar el sueño. La idea de Maria Antònia de llevar un diario, si no me sirve como válvula de escape para eliminar la rabia, al menos me servirá como alternativa al psiquiatra. He tenido un día catastrófico. Yo, que salí de casa contentísima, dispuesta a disfrutar de mi primer día de clase... Pronto, bien pronto, me di de bruces con una realidad tan cruel que me hizo tocar el suelo con los pies, y con las manos. No existen previsiones humanas, ni hay en la tierra ningún método de prevención capaz de anticiparse al desastre acontecido en mi primera jornada de trabajo. Nada funciona aquí. Todo parece conjurarse contra mí para crear esta atmósfera de confusión y desespero...
A las seis de la mañana, después de homenajear mentalmente a Maria Antònia y a todos los amigos que me habían ayudado a llegar al gran día, llegué a la escuela para comprobar que todo estuviera a punto y para verificar que se había hecho la limpieza necesaria, tal y como me había prometido Mr. Pemba.
Cuando entré en clase, creí que me había equivocado de edificio. Todo presentaba un aspecto deplorable: al parecer, algunas personas habían entrado durante la noche y habían celebrado una orgía. El suelo estaba lleno de papeles y colillas de cigarros, las mesas tenían grasa y aceite, y había restos de comida por todas partes; los botecitos de pintura estaban abiertos y alguien había utilizado una tapadera como cenicero. El material de las estanterías estaba amontonado en un rincón —¡ay, los rincones de mi querida Maria Antònia, en qué se habían convertido!—, como si todo lo hubieran tirado a la basura, sin orden ni concierto. Las piezas de la pirámide Maria Montessori[6] se hacinaban en un revoltijo de escombros... Había envases de cerveza desparramados por el suelo y una gran vomitona sobre la alfombra de la biblioteca. La estancia despedía un hedor agrio, un olor espeso a sudor, alcohol, latas de conserva y bolo alimenticio. Mi aula, mi preciosa aula de parvulario tenía todo el aspecto de haber sido burdel de barrio chino.
Tuve que sujetarme la cabeza con ambas manos, para que no se me cayera y para cerciorarme de que no se trataba de un mal sueño. Hice acopio de valor y fui enseguida a buscar al personal de limpieza. Insistí en que aquello era una emergencia, que tenía que hacerse rápidamente, antes de que llegasen los niños.
—Sí, sí, señorita, ya vamos..., ya vamos...
Me miraban sonrientes y volvían a sus asuntos. Es decir: a no hacer nada. Jamás me dijeron que no tenían ninguna intención de venir. Me decían «ya vamos, ya vamos» y nunca venían. Al cabo de un tiempo, desesperada, volvía a buscarlos y allí estaban, tumbados en la hierba del jardín jugando a las cartas. Y las mujeres, mirando.
Me llevaban los demonios. Al fin, convencida de que nada podía esperar de nadie, tomé una resolución drástica: sin pensármelo dos veces, cogí trapos, jabones y cubos de agua, y, armada con el arsenal de limpieza y desinfección, dejé la clase como los chorros del oro.
Ya eran casi las nueve cuando terminé. De nada me había servido el esfuerzo cosmético e higiénico matutino: estaba agotada, sudorosa y envenenada. La ira y la impotencia dominaban cada neurona de mi cerebro. Pero, al fin, todo estaba ya en orden y sólo faltaba que los niños llegasen...
De pronto noté que unos ojos me observaban. Sentada en el umbral de la puerta, con los ojos pintaditos de khol[7], había una niña de aspecto frágil y cuyo rostro era la imagen de la dulzura. Tras la niña aparecieron otros jovenzuelos y, animados por su número y por lo que tenían delante, se abalanzaron sobre el material didáctico y los juegos con el ímpetu de su energía infantil. Los niños no perdieron el tiempo: comenzaron a jugar con lo primero que encontraron, desparramando los objetos por el suelo, lanzándolos al aire, amenazándose mutuamente y tratando de apropiarse del botín. Después llegaron ellas: las madres. Al frente de aquella turba venía una joven —con todo el aspecto de ser la capitana del grupo—, arrogante y firme en sus ademanes.
La clase se convirtió en un campo de batalla: los niños gritaban y se peleaban, se arrebataban los objetos de las manos, corrían detrás del usurpador o huían ante un inminente ataque. Cada madre intervenía en las disputas a favor de su hijo o arremetía contra sus rivales con ademanes vigorosos.
¿Qué sucedía? ¿Qué estaba ocurriendo allí?
Por más que trataba de apaciguar el combate, no había modo de lograrlo... Los gritos y los llantos eran horrorosos y las madres parecían dispuestas a no permitir que sus hijos perdieran la oportunidad de acaparar los despojos de la contienda. Allí cada cual hablaba la lengua que conocía y que, por desgracia, no era la de los demás. De modo que no había forma de entenderse y todo se hacía a fuerza de empujones y aullidos...
Vi a una joven, segura y tenaz, que trataba de seguir mis indicaciones, e imaginé que sería una de las prometidas, esperadas y nunca vistas ayudantes.
—¡Soy Sharmila! —me dijo a voces, mientras trataba de separar a dos fieras.
—¡Intenta que las madres salgan de aquí, Sharmila, por Dios! —le grité desesperada.
En realidad me habían presentado a Sharmila dos días antes, pero yo era incapaz de reconocerla en aquel tumulto de madres, niños y cacharros volando. Sharmila se las veía y se las deseaba para hacerse entender en medio de la algarabía y comprendí que allí no se hablaba la lengua nepalí: había tal variedad de etnias y castas que resultaba imposible mantener ninguna comunicación verbal. Así que optamos por la comunicación gestual y los empujones.
—¡Sharmila! ¡Que salgan las madres! —le gritaba casi llorando.
Tuvimos que esforzarnos para separar a los niños y a las madres, pero al fin conseguimos que todas aquellas mujeres abandonaran el aula... todas, menos una. La capitana de aquel grupo de locas permaneció dentro: era la madre de la niña con los ojos pintados de khol y, para mi desgracia, también era una de las ayudantes que me había prometido Mr. Pemba. Se llamaba Shrijana: había tenido la brillante idea de meter a todas las madres en la escuela y, una vez despejada la zona, en vez de consolar a los niños que lloraban por tan terrible pérdida, se ocupó sólo de su niñita, la tomó en sus brazos y trató de protegerla. La niña comprendió enseguida la situación: era una privilegiada, dado que su madre era la única que había logrado evitar la expulsión, y trató de aprovechar su superioridad...
Allí estaban aquellos niños... Tenían un aspecto salvaje, como si hubiesen regresado de algún lugar de la prehistoria: la piel morena y curtida, como de puro esparto; las mejillas, de un rojo sanguíneo, eran muy pronunciadas; las cejas, pobladas, pelo recio y negro como carbón; algunos tenían una especie de coleta en lo alto de la cabeza, anudada con cintas de lana vieja... Había niños descalzos, otros vestían trajes de lana de distintos colores, otros iban ataviados con ropas de cuero raído y botas hasta la rodilla. Había niños con sombrero y otros llevaban aretes en las orejas. Casi todos lucían colgantes de metales preciosos y piedras incrustadas en amuletos... No tardé en darme cuenta del panorama: eran refugiados, huidos del Tíbet, de Bután y de Sikkim. Seguramente habían cruzado las montañas del Himalaya en busca de refugio, huyendo de la tiranía política de sus respectivos países. Pero también había sherpas de Solu-Khumbu y sherpas de Helambu, cada cual con su lengua distinta. Además, para completar el escenario, se podía distinguir a un grupo tamang. Había dos niños cuya procedencia se ignoraba por completo, aunque hablaban hindi[8].
Era horrible. Jamás hubiera imaginado ese desastre.
Decidí dar por concluida aquella clase. Con gritos, gestos y ademanes, logré que las madres hicieran una fila en la calle. Una a una fueron entrando y llevándose a los niños. Algunas me miraban con gesto dudoso y parecían preguntarme: «¿Esto es todo?». Sí. Eso era todo, por el momento.
Era imprescindible identificar los objetivos prioritarios y hacer un plan de trabajo. Si mis ayudantes hubiesen estado antes a mi disposición —y si yo no hubiera tenido tanta confianza en un lugar como Nepal— aquella catástrofe hubiera podido evitarse. No importaba: ahora lo fundamental era diseñar un plan para reconducir la situación y obtener resultados inmediatos. Hice llamar a Shrijana y a Sharmila, y celebramos una reunión. Conclusiones: 1. Las madres no entrarán en clase para llevar y recoger a los niños. Los niños aprenderán a hacer filas y entrarán solos. 2. A medida que los niños vayan entrando en clase, se les hará sentar y se les dará a escoger material o juguetes. 3. Una de nosotras se quedará en la puerta para hacer entrar a los niños y las otras atenderán a los niños en clase. 4. Shrijana y Vicki jugarán y realizarán actividades con los niños que no lloran —en el patio—. Sharmila consolará a los que se queden en clase. 5. Shrijana no podrá ocuparse de su hija personalmente, para que el resto de los niños no se sientan discriminados.
Una cosa son los deseos y otra la realidad.
Katmandú, 5 de marzo de 1991. Segundo día
Me encuentro en una situación muy difícil. Claro que, bien pensado, existe una gran diferencia entre ayer y hoy: en estos momentos conozco exactamente la envergadura de los problemas que me rodean. Son situaciones límite, tan graves que me veo incapaz de resolverlas, ya que no dispongo de medios para atajarlas. Las dos mujeres que, se supone, deberían ayudarme carecen de la instrucción y la formación mínima imprescindible. No puedo comunicarme con los niños porque no me entienden; cuando intento emplear el lenguaje no verbal, me doy cuenta de que ellos utilizan otros códigos. Los niños que vienen de la montaña llegan muy sucios. No conocen las normas básicas de higiene y, cuando les urge la necesidad, se bajan los pantalones y defecan en clase. También hay barreras culturales a la hora de demostrar afecto: los niños ven que soy blanca y diferente a ellos o a las personas que conocen, rechazan el contacto físico y huyen de mí...
La reunión no sirvió para mucho: los acuerdos y las resoluciones parecían haberse perdido y olvidado.
El segundo día de clase fue, si cabe, peor que el primero. Los niños no tardaron en advertir que sus madres no podían —no les estaba permitido— entrar en clase y se aferraron a sus faldas como posesos, llorando desconsoladamente y gritando como si los llevásemos al matadero. Yo estaba en la puerta, con Shrijana, que me los iba trayendo uno a uno, entre pataletas y forcejeos. Esta operación me llevó mucho tiempo, pero, al fin, las mujeres estaban fuera y los niños dentro, aunque competían por ver quién daba más alaridos.
Entré en la clase dispuesta a comenzar las tareas.
Pensé que me iba a dar un ataque al corazón allí mismo. No podía creer lo que estaba viendo: al parecer, algún niño se había bajado los pantalones y había defecado en clase. Otros debieron de imitar su ejemplo, de modo que la clase estaba llena de pisadas de orines y de excrementos. El suelo, embadurnado y maloliente, les hacía patinar, y los niños resbalaban y se caían por todas partes, y se golpeaban y se desplomaban sobre las heces de sus compañeros o las suyas propias, rebozándose en la porquería. Había un olor insoportable en la clase, y yo les veía caminar haciendo equilibrios, con los brazos extendidos, mientras trataban de ponerse a salvo. Caminaban como si estuvieran en un lodazal y, cuando resbalaban, se abrían como un compás y caían sobre sus traseros, llorando y salpicándolo todo.
Sharmila y yo corríamos de un lado para otro, atendiendo a los niños —y pringándonos de lo que no quiero contar— sin saber a qué emergencia acudir. Los apilábamos en una esquina libre de excrementos, pero se escapaban, como accionados por no sé qué resorte, y volvían a patinar en el piso y a derrumbarse sobre la..., sobre..., allí.
—¡Shrijana! ¡Shrijana! ¿Dónde estás? ¡Ven a ayudarnos, por favor!
Vi que llegaba desde fuera, con su hija en brazos. Aparentaba toda la tranquilidad del mundo: simplemente, se ocupaba de su hija.
Con una furia repentina, me acerqué a ella y, en un arrebato, le quité a la niña. Creo que mis ojos hablaban por sí mismos; me temblaban las manos y hubiera escupido cólera.
—¡Sal de aquí! ¡Fuera! —le dije—. ¡Y busca a alguien para que limpie esto!
Lo cierto es que no sabía si llorar o entregarme a una desesperación suicida.
—¡Sharmila, por favor... saca a los niños al patio..., sácalos de aquí...!
Colocamos a todos los niños en fila, frente a los lavabos y los retretes, y pedí a Sharmila que trajera un cubo de agua, guantes, toallas, jabón y los uniformes obligatorios del colegio. Acto seguido, comenzamos la tarea: los desnudamos y comenzamos a lavarlos uno a uno. Los niños apestaban de tal modo que resultaba nauseabundo acercarse a ellos. La mayoría tenía manchas de orines en la ropa, el cuerpo comidito por las moscas y restos de excrementos en los pies y las manos... Cuando los desnudamos, me percaté de la gravedad de la situación: algunos no habían conocido el agua jamás. Los pobrecitos tenía mugre acumulada desde hacía meses y años. O aquellos niños acababan limpios como soles o yo no me llamaba Vicki.
Estaba en plena faena, frotando y restregando manos y pies y codos y rodillas... cuando me percaté de que mi ayudante, Sharmila, había dejado de trabajar.
—Pero ¿qué haces? ¡Vamos! ¡Aún faltan doce!
—Es que no quieren lavarse...
—¡Pues lávalos! ¡Aunque no quieran! —le grité.
Sharmila cogió de nuevo el cubo de agua y, de mala gana, continuó su trabajo.
El aseo infantil nos llevó tres horas. El siguiente paso era mostrarles qué era un lavabo y qué era un retrete. Los niños miraban abriendo aquellos ojos profundos y rasgados: no entendían nada, no sabían por qué salía agua de aquellos tubos —grifos— ni acababan de comprender por qué debían hacer sus necesidades en un lugar concreto. El váter era, simplemente, una taza incrustada en el suelo y los niños miraban el agujero como si fuera un lugar misterioso. Algunos creían que servía para refrescarse los pies y las niñas no se atrevían a ponerse de cuclillas allí por si se caían y se las tragaba aquella sima. La cuestión del uso de los lavabos y los retretes resultó ardua: mis ayudantes se negaron durante mucho tiempo a explicar —pormenorizadamente— cómo se usaban aquellos objetos y para qué servían. Yo tenía por seguro que aquel primer aprendizaje era esencial: la higiene era primordial en la clase y si no utilizaban bien los retretes, no tardaríamos más de un mes en caer abatidos por los olores y pestilencias, jamás podríamos eliminar el hedor a orines y excrementos.
Al fin los niños estaban limpios y se secaban al sol, en el jardín.
Entonces tuvo lugar una discusión tan acalorada como absurda. Íbamos a utilizar los uniformes escolares obligatorios para adecentar a los niños y Sharmila estaba empeñada en que los críos debían ponerse la corbata.
—Mientras yo esté al frente de este parvulario —le dije seriamente— los niños jamás llevarán corbata.
—Pero el uniforme...
—Por encima de mi cadáver, Sharmila.
Zanjada de este modo la cuestión, me detuve a observar a los niños. Allí estaban: los habíamos peinado, les habíamos lavado la cara y las manos, les habíamos cortado las uñas, les habíamos puesto ropas limpias y los habíamos perfumado con esencia de limón. El aire desprendía olor a limpio y a colonia de bebé.
No pude evitarlo: estaban tan guapos que lo único que quise fue abrazarlos y sentir el calor de sus cuerpecitos contra mi pecho. Algunos se asustaron ante aquel arrebato de cariño, pero después comenzaron a reírse y a devolverme los mimos: me tiraban del pelo, me pellizcaban la cara y me besaban alborozados. Me hicieron sentir feliz y creo que ha sido la mejor experiencia desde que comenzó esta odisea. Así es el amor de los niños: una recompensa insustituible.
Sin embargo, de vuelta a casa, me sentí desfallecer; estaba cansada y, por momentos, me invadía el desánimo. Pensar cómo solucionar los problemas, pensar cómo enfrentarlos, cómo asumir la necesidad de empezar —rigurosamente— desde cero... era deprimente y agotador. Mummy trataba de que comiera algo, pues ya llevaba más de veinticuatro horas sin probar bocado.
—No..., no tengo hambre —le respondía—. No sé qué hacer... He ido a ver a Mr. Pemba y me he quejado de mis ayudantes. Shrijana es una analfabeta, pero él no quiere reemplazarla... Sharmila se cansa antes de trabajar... Y luego... las madres, y los niños, y los limpiadores... Es un desastre, Mummy, un verdadero desastre.
—No es tan grave, Vicki —me dijo.
Ella consideraba perfectamente normal todo lo que ocurría en la escuela. Después se reía un poquito y me acunaba como a una niña.
—Debes saber algo, Vicki —continuó Mummy—: esa muchacha, Shrijana Adhicari, es una brahmani y, como perteneciente a su casta, sólo puede hacer trabajos intelectuales. La mayoría de los profesores del país son brahmanes, aunque ahora también hay abogados, arquitectos... Se les contrata por el apellido, ¿sabes?, no por sus cualidades. Es cierto que la mayoría han ido a la escuela, pero entre ellos también hay semianalfabetos... como Shrijana, y desempeñan un trabajo para el cual no están preparados.
—Esta muchacha no sabe escribir una carta, te lo aseguro —le expliqué.
—Puede ser. Pero Mr. Pemba jamás la despedirá.
—¿No?
—No. Los brahmanes están en todos los estamentos burocráticos y oficiales. Contratarlos es casi un seguro, una puerta de fácil acceso para resolver cualquier problema.
La noche fue transcurriendo entre revelaciones sorprendentes —aunque no muy halagüeñas—. Estábamos desveladas y preocupadas. Yo me quejaba y acumulaba los reproches; Mummy me consolaba, me animaba y me explicaba los verdaderos secretos de una sociedad desconcertante...
—Llevan pendientes en la nariz, Mummy —le dije, acurrucándome y solicitando comprensión.
—Claro, niña —me contestó—. Muchas mujeres lo llevan...
—¿Y tú? ¿Por qué no llevas un pendiente en la nariz?
—Porque soy newari y ninguna newari debe llevarlo. Las mujeres de mi casta somos las únicas que no tenemos obligación de llevarlo. Las demás llevan pendientes de acuerdo con su casta y así se distinguen unas de otras...
Las horas fueron pasando, mi amargura se acunó entre los brazos de Mummy y poco a poco fue llegando la calma y la mañana. «Bueno», pensé, «tendré que aguantarme con Shrijana y ver si aprende un poco... aunque no sé...».
Y, finalmente, el sueño nos venció.
Katmandú, 6 de marzo de 1991. Tercer día
¡Por favor! ¡Esto es para morirse! Estas gentes creen a ciegas en supersticiones sin hacerse ninguna pregunta y sin entender el sentido de lo que practican. Estoy de verdad preocupada con este tema: necesito más información sobre las costumbres y tradiciones de los nepalíes, sobre sus prácticas cotidianas, sus ritos, su religión. Necesito saber qué pertenece a su cultura, qué es fruto de su esencia como pueblo, qué es inamovible, para afianzarlo y enseñarlo en la escuela. Por otro lado también es imprescindible conocer lo que no ha nacido entre las montañas y el valle de Katmandú, lo que no pertenece a su cultura, lo que es fruto únicamente de la ignorancia y la superstición, para poder trazar líneas de progreso en sus vidas.
El tercer día de clase no fue mucho mejor que los dos primeros.
Apenas había entrado por la puerta de la escuela cuando me han comunicado que Mr. Pemba deseaba hablar conmigo. Al parecer, Sharmila había ido a quejarse: ella había sido contratada como maestra y no quería, bajo ninguna circunstancia, realizar tareas propias de las castas bajas o intocables, tales como lavar a los niños o enseñarles a utilizar el retrete.
—Contrataré a una mujer, a una criada, para que haga esos trabajos...
Me resultaba casi intolerable y no acertaba a comprender cómo los nepalíes soportaban que aquella estructura social castrase toda posibilidad de movimientos.
—Haga lo que desee —le dije—. De todos modos, me gustaría ver el título de magisterio de Sharmila.
—Eeeeh...
Sharmila no había terminado los doce cursos de bachillerato. No había completado su educación y creía —porque así se lo hacía ver toda una sociedad— que podría emplearse como maestra sin ningún reparo.
—Señor Pemba —le espeté—, me temo que la opinión de una estudiante de bachillerato no puede prevalecer ante la filosofía de cientos de universidades de todo el mundo que enseñan a sus estudiantes de magisterio el principio pedagógico de la educación integral del niño. Y me temo también, señor Pemba, que una estudiante de bachillerato como Sharmila a duras penas puede comprender que un maestro no es sólo aquel que educa el intelecto, sino que sus funciones abarcan la educación física, emocional, moral, espiritual y cognitiva... entre otras cosas.
Me miraba como si no esperara de una maestra aquella cascada de lógica.
—Además —continué—, el proyecto que le presenté no se reducía a educar a los niños, sino que incluía un trabajo paralelo con los educadores y con los padres. De modo que, si Sharmila y Shrijana no están dispuestas a modificar sus ideas y a renovarse, lo mejor será buscar otras educadoras...
Mr. Pemba parecía molesto e incómodo con aquella extranjera que parecía tener las ideas tan claras, el ánimo tan firme y la decisión de una persona convencida de sus opiniones. En efecto, yo estaba convencida de mis opiniones, pero mi fuerza era necesidad y mi ánimo se reforzaba ante la injusticia constante y la superchería que mutilaba cualquier avance en uno u otro sentido.
Mr. Pemba cambió de asunto.
—Bien, bien —decía agitando las manos como quitándose de encima las telarañas—; sin embargo, usted no quiere que los niños lleven corbatas y ha de saber que son parte del uniforme oficial de la escuela...
Las corbatas, Dios mío. Aún podía tolerar tener que explicárselo a mis ayudantes, pero me resultaba ridículo que un hombre como Mr. Pemba no alcanzara a comprender por qué no les ponía las corbatas a los niños. Traté de explicarle las grandes contradicciones que suponía tal práctica y me negué tajantemente a que los niños las utilizaran.
—Además —le amenacé—, si usted es capaz de explicarme para qué sirven las corbatas, tal vez esté dispuesta a considerarlo. Debe explicarme para qué le sirve una corbata a un niño y, de paso, tal vez pueda explicarme para qué le sirve a usted. Me pregunto —le dije mientras observaba su pétreo rostro— si no sería más interesante que se preocupara por la higiene de sus estudiantes: es vergonzoso ver lo sucios que llegan los niños al colegio; aunque traigan la dichosa corbata, parece que han salido de un muladar. Y, puestos a contrastar opiniones, tal vez sería aconsejable que, en vez de darle mil vueltas a las corbatas, enseñase a los profesores materias básicas, como la limpieza: ¡es repugnante el hedor que sale de los lavabos, es intolerable comprobar que la suciedad se amontona en los patios y es insufrible el aspecto piojoso y raído de algunos maestros y educadores y de la mayoría de los niños de esta escuela!
Los cristales de la sala de reuniones quedaron temblando con mi discurso y allí lo dejé. Supongo que seguiría pensando en corbatas.
Aquella reunión no fue lo único desagradable del día. Trabajar en un país donde los conceptos relativos a la vida cotidiana eran tan distintos a los míos no era, precisamente, la mejor terapia para mi «esquizofrenia cultural». Bien al contrario, cada suceso, cada acontecimiento, cada gesto, cada palabra o cada encuentro no parecían más que la confirmación de que Vicki estaba en el lugar equivocado.
Llegaron a la escuela cuatro madres. Estaban furiosas y llegaron vociferando y gritando en lenguas extrañas. Yo no las entendía, pero resultaba evidente que estaban muy enfadadas... A la vista se veía que estaban hechas unos basiliscos y sus miradas desprendían odio y deseo de venganza. Hablaban y gesticulaban con ademanes fieros, se echaban las manos a la cabeza —como si se hubiera cometido un crimen o hubiera acaecido la mayor desgracia imaginable— y daban palmadas o miraban al cielo en señal de súplica. Una de ellas llevaba una toalla liada a la cabeza: se trata de una costumbre muy arraigada entre los sherpas y otras etnias de procedencia mongol, que consideran esencial no resfriarse la zona craneal...
—¿Qué dicen? —pregunté a Sharmila.
—No las entiendo muy bien...
Lo que había sucedido era verdaderamente grave: habíamos transgredido leyes y costumbres ancestrales. Cuando lavamos a los niños, cometimos el tremendo pecado de eliminar la grasa protectora de sus cuerpos. Atentamos contra uno de los chakras más vulnerables del cuerpo del niño, llamado sahasrara, situado en el centro del cráneo, relacionado con la glándula pineal, que es la que representa la conciencia. Según las madres, también habíamos vulnerado una regla imprescindible: cortamos las uñas de los niños en un día nefasto o poco propicio.
—Yo no entiendo nada... —me decía a mí misma casi desesperada.
—En realidad —me comentaban—, no es un día nefasto para todos, sólo lo es para algunos...
Era necesario tener en cuenta tantas supersticiones, creencias, costumbres y ritos que resultaba imposible dar un paso en cualquier dirección.
Mis clases en la universidad absorbían buena parte de mi tiempo y no estaba dispuesta a ello. Cuando llegaba a la escuela, a la una y media de la tarde, podía encontrarme con cualquier sorpresa y, la mayoría de las veces, no muy agradable. Un día entré en el aula y allí vi a todos los niños: con sus corbatitas al cuello.
—¿Es que aquí no sirve de nada lo que se diga? —vociferé.
Exactamente: no importaban los acuerdos y las decisiones que se hubiesen tomado uno o dos días antes. Cada cual hacía lo que más le gustaba, lo que consideraba necesario o lo que le venía en gana. Mis ayudantes, si yo estaba ausente por cualquier razón, tomaban sus propias resoluciones con una amnesia que me hacía dudar de todo.
—¿Habéis llevado a los niños al lavabo?
—No.
Procuraba tocarme la frente o pellizcarme, para poder estar segura de que aquello no era una comedia del absurdo o una escena surrealista. Después montaba en cólera y mis gritos podían oírse en el Annapurna.
—¡Muy bien! ¡Perfecto! ¡De acuerdo! ¡Si a partir de hoy no se cumplen las órdenes y las normas establecidas, os descontaré dinero de vuestros sueldos! ¡Así de clarito! ¿Lo habéis entendido o no?
Se callaban y me miraban con pesadumbre, pero a esas alturas del curso —menos de una semana— ya sabía con qué me enfrentaba y también conocía perfectamente los gestos de los nepalíes: una sonrisa, a veces, significa «ya veremos», «¿qué te has creído?», «no me molestes, bonita», «lo que tú digas, pero haré lo que me plazca», «eres una perfecta idiota», etcétera, etcétera. Y un gesto de sumisión femenina significa «grita, grita, que ya haré yo lo que me parezca». Por fortuna en tantas otras ocasiones una sonrisa nepalí es una verdadera sonrisa y un silencio modesto es también un signo de respeto y humildad.
Por aquellos días me sentaba en un rincón y observaba a los niños. Quería familiarizarme con ellos, con sus ritmos. Tenía una libreta en la que iba anotándolo todo: sus gestos, sus expresiones, incluso algunas palabras. Yo creía que aquellos apuntes me ayudarían a entablar un contacto mejor y más fluido. Lo que más me preocupaba, sin embargo, era el lenguaje. No había modo de establecer una comunicación verbal con los niños y, como no entendían lo que les decíamos, la disciplina era casi imposible.
En una conversación con Mr. Pemba, le planteé el asunto del idioma que deberíamos emplear con los niños, ya que era imprescindible preparar un plan de comunicación verbal.
—Tiene que prevalecer el inglés —me dijo—. De otro modo, discriminaríamos sus lenguas de origen y podríamos tener problemas...
En realidad yo no estaba en absoluto de acuerdo con esa postura y me parecía un colonialismo cultural intolerable. Pero me sentía incapaz de luchar contra tantos inconvenientes y me sentía tan sola, tan sola... Decidí ceder en este tema, y pensé que sería bueno preparar el material y el plan para que los niños aprendieran el inglés como lengua de uso en la escuela.
Ya iba a abandonar el despacho de Mr. Pemba, pero me detuvo...
—Espere, no se vaya. Hay algo más para usted —y tomó un papel, mientras lo leía con desgana—. He ordenado que los niños deben venir a la escuela con el uniforme reglamentario, incluidas las corbatas. Ha habido muchas quejas de los padres... Me dicen que, si no llevan el uniforme completo, nadie sabrá que envían a sus hijos a un colegio de pago. Y eso es un desprestigio... para ellos. Eso es todo. Buenas tardes.
No sé cuánto tiempo estuve llorando. ¡Otra vez las malditas corbatas! Me refugié en un lugar apartado y pude llorar todo lo que quise. Ya no eran las corbatas, o los trajes o el inglés, era que la escuela estaba regida por intereses sociales y económicos, y que todo les importaba más que pensar en la calidad pedagógica y en el bienestar de los niños. Era tan deprimente, tan injusto, tan deplorable que pensé seriamente en abandonar el proyecto. No podía trabajar dirigida por analfabetos... Era más de lo que cualquiera estaría dispuesto a aceptar. «Dejaré que se me pase el berrinche», pensaba para mí, «y mañana volveré a decirle a Mr. Pemba que lo dejo todo, que me busco la vida por mi cuenta y que me deje en paz de una vez con sus santísimas corbatas». Lamentaba tener los ojos enrojecidos y el pecho con un nudo por culpa de este cúmulo de locuras e insensateces; lamentaba estar llorando, ahora que había logrado una situación higiénica más o menos razonable y que sabía por dónde deberían discurrir las directrices de mi programa.
Ni la escuela con sus profesores, ni el polvoriento Katmandú, ni nadie en el mundo sabe cuánto lloré. «Mañana..., mañana quería empezar... No puedo más con todo esto. ¡No puedo más!».
Había planeado empezar a trabajar el lenguaje con gestos, imágenes, canciones, dibujos y representaciones reales, y quería comprobar si los niños se familiarizaban con las tareas básicas que debían realizar en clase, tales como entrar y salir ordenadamente, ir al servicio, comer, escribir, etcétera. Era importante, además, que conocieran nociones básicas de vocabulario, para que pudieran entender lo que tenían más cercano. El plan se ampliaría más adelante... Pero había decidido romper con todo.
En casa, Mummy ejerció, como siempre, de psicóloga. Le conté todo lo que había sucedido: la imposición del uniforme, la imposición del idioma, la imposición de las ayudantes, la imposición de todo.
—Se acabó, Mummy, se acabó —le decía—. Abriré una escuela por mi cuenta y riesgo. Estoy harta y más que harta: no pienso trabajar en esas condiciones.
Mummy me miraba con ojos comprensivos y no sé si reprochándome mi carácter impulsivo. La Vicki de raíces andaluzas aparecía y provocaba un terremoto: no había montañas en el Himalaya que pudieran detener un torrente así. Primero me hartaba de llorar, pero después era necesario solucionar el asunto. Y cortaba por lo sano. Así era.
Mummy me escuchó pacientemente y, con la misma ternura de siempre, comprendió mi enojo y mi ira. Ella me hablaba con la serenidad nepalí y con la sabiduría de los años.
—Esa decisión no está en tus manos —me decía—. Recuerda que no estás sola en esto. Quienes te ayudamos al principio, no te abandonaremos ahora. Nosotros estaremos contigo, Vicki. Tranquilízate y olvídalo, aunque sólo sea por unos días. Verás como todo se arreglará.
Me resistía a aceptar sus consejos, pero la tormenta fue pasando y, aunque aún andaban las aguas del lago Vicki un poco agitadas, ya se podía navegar. Al día siguiente miré el mundo desde otra perspectiva y me dejé guiar por los consejos de quien me quería. Era imprescindible aguantar y soportar... Creo que aquellos niños lo merecían y, si debía pasar por algunas cuestiones que me desagradaban, pasaría. Era cosa de ver hasta dónde llegaba cada cual y quién se llevaba el gato al agua. Ejercité la virtud de la paciencia y volví a clase al día siguiente.
Continué con el plan de enseñarles los rudimentos de la lengua inglesa: resultaba un poco frustrante al principio.
—Mi-nom-bre-es-Vi-cki.
Los niños me miraban con los ojos como platos y decían:
—¡Mi-nom-bre-es-vi-cki!
Yo me frotaba las manos, para tratar de ganar tiempo, pensar y hacerles entender cómo era el juego.
—No, no, no: vosotros NO sois Vicki: yo-soy-Vi-cki.
—¡No-no-no-vo-so-tros-no-sois-vic-ki-yo-soy-vic-ki! —gritaban tan contentos.
Los niños repetían como cotorrillos cualquier cosa que salía de mi boca.
—¡Silencio!
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! —y comenzaban a dar voces y a gritar «silencio» por toda la clase.
Aproveché, pues, su instinto imitativo y decidí utilizarlo para jugar a «seguir al rey». Yo hacía gestos con las manos y las colocaba en diferentes partes de mi cuerpo, pronunciando al mismo tiempo la palabra correspondiente. Ellos me miraban y, después, repetían.
—Cabeza.
—¡Cabeza!
—Pierna.
—¡Pierna!
Los niños lo hacían muy bien, y yo estaba francamente contenta. Pero Sharmila y Shrijana, en vez de seguirme a mí, comenzaron a hacer gestos diferentes por su cuenta.
—¡Flor! ¡Pendiente! ¡Sombrero! ¡Automóvil! ¡Katmandú! ¡Escuela!
No tiene sentido continuar: así era todo, desesperantemente lento, y no por culpa de los niños.
Para poder realizar distintas actividades a la vez, decidimos dividir a los niños en tres grupos, según sus edades. Fui a las oficinas para tener acceso al registro y comprobé —tan sorprendida como aterrada— que habían confeccionado las listas calculando las edades de un modo... ¡pintoresco! ¡Los niños que habían nacido en 1987 tenían 5 años! Estábamos en el año 1991 y, si no había olvidado por completo las nociones básicas del cálculo matemático, aquellos niños deberían tener 4, y no 5 años.
—No, señorita —me decía el oficinista—: tienen 5 años, porque se comienza a contar desde el momento de la gestación.
En realidad, con aquella investigación descubrí dos cosas importantes: supe que la mayoría de los niños —y de los adultos— no tenían documentos que acreditaran su edad, ya que el registro civil no es obligatorio y calculan las edades... a ojo de buen cubero. Eso les permite ser más jóvenes o más viejos dependiendo de sus intereses. En la escuela había renacuajos que no levantaban un palmo, pero los padres añadían un par de añitos al niño y, así, adelantaban dos o tres cursos.
Comenté esta circunstancia con Mr. Pemba y le sugerí tener más control sobre las admisiones y los grupos en los que se encuadraban a los niños.
—¡Ah, no hay ningún problema con las edades! ¡Si tenemos fotos y todo! ¡A nosotros no nos pueden engañar!
Decidí que no tenía mucho sentido discutir, pero pude averiguar que aquel oficinista tan simpático estaba aceptando sobornos para aumentar la edad de los niños, de modo que pudieran estar en clases que, en realidad, no les correspondían. Pagando un suplemento era bastante fácil que el niño pudiera ser admitido en un curso superior. No sabía si pedir socorro o dejarme morir.
La cuestión de las edades, en mi clase, se solucionó de forma lógica: permití que se formaran grupos naturales. Les propuse una actividad y los niños se fueron agrupando según los niveles de dificultad de los ejercicios.
No tardé en darme cuenta de que en Nepal no había manera de trabajar durante una semana completa. El panorama festivo, desde un punto de vista laboral, es alarmante. Hay tantas fiestas, festivales y festejos que se puede decir que los nepalíes están siempre de celebraciones y que, cuando tienen tiempo, van a trabajar. El calendario anual es una sucesión de homenajes, conmemoraciones y ritos, y, a veces, cuando no tienen otra cosa más importante que hacer, se dirigen a sus trabajos a la espera de la fiesta inmediata. Puede comprenderse que este ritmo laboral, en lo que toca a la educación, es nefasto y la continuidad que requiere una escuela es imprescindible en el progreso de los niños. De modo que tuve que discutir el caso con Mr. Pemba.
—He contado los días festivos del calendario escolar... y son más que los días laborables. En mi opinión, debería realizarse un estudio de las fiestas y celebraciones y, tal vez, deberíamos eliminar las que fueran menos importantes o...
—¿Qué? —me preguntó sorprendido—. ¡De ninguna manera! ¡Imposible! ¡Imposible! Nosotros ya tenemos menos fiestas que los colegios públicos y ya no pueden reducirse más.
El día 12 de marzo se celebraba la fiesta de Holi, que es la celebración del agua y del color. Está dedicada al dios Krishna, el cual, según la leyenda, tenía tres esposas: Radha, Rukmani y Satyabhama. Además, el pícaro Krishna contaba con unas mil quinientas gopis o pastoras, que también se ocupaban de él. En el día de Holi el dios se reunía con todas ellas a la vez y ponían en práctica juegos y devaneos amorosos, uno de los cuales consistía en rociarse unos a otros con agua y pigmentos de colores.
Y eso es exactamente lo que hicieron los nepalíes aquel día, ante mi mirada atónita: había muchachos y muchachas que salían a la calle, en pandilla, y se lanzaban cubos de agua. Alguno tenía la pericia de esquivar el remojón una o dos veces, pero tarde o temprano todos acababan recibiendo el chapuzón correspondiente. Cuando ya estaban todos empapados y querían descansar un poco de tanta y tanta agua, comenzaba el juego de embadurnarse con pigmentos: corrían unos tras otros y, cuando se alcanzaban, se restregaban polvos de colores por la cara y el cuerpo, entre gritos, risas, forcejeos y gran algarabía. No faltaba quien hacía uso del ingenio y, llenando globos de agua y polvos coloridos, los lanzaba con precisión y alcanzaba a pobres víctimas desprevenidas.
Viendo que la cosa se ponía difícil, decidí permanecer encerrada en casa con Mummy y, desde las terrazas y el patio, vimos la algazara y la diversión de los nepalíes: salir a la calle significaba aceptar el juego y, desde luego, acabar empapado y embadurnado. A los grupos de muchachos les encantaba sorprender a los transeúntes e involucrarlos en el jolgorio.
—¡Ay, Victòria! —me decía Mummy en un tono un tanto satisfecho, un tanto nostálgico—. Tenemos la suerte de no tener a Rajesh en casa. Cuando estaba aquí, sus amigos venían y querían jugar con las hermanas, con Shusma y Reshma...
Creo que, en el fondo, echaba de menos la alegría de los jóvenes. El día de la fiesta de Holi es la única fecha en el calendario en la que los muchachos pueden entrar en casa de las mocitas y jugar con ellas abiertamente. Durante el resto del año, las jóvenes solteras apenas pueden relacionarse con los chicos.
Así fue: no hubo escuela y el calendario no permitía hacerse muchas ilusiones. Aquel día, en realidad, no me importó. Fue un día muy especial, sobre todo para los niños... y para todos los que conservaban el sentido lúdico de la vida. Incluso el rey y la reina de Nepal jugaban al Holi.
Pocos días después, el 18 de marzo, se celebró una fiesta llamada Shivaratri, celebrada en el templo de Pashupati-Nath, levantado en honor del dios Shiva. El culto a esta deidad es muy popular y se practica en Nepal desde hace dos mil años. Shiva representa, entre otras cosas, la destrucción, la pasión desenfrenada, el sexo, las miserias humanas y todo lo terrenal. También está relacionado con la fertilidad y, en consecuencia, también se considera el dios de la creación. El dios Shiva puede simbolizarse de tres modos diferentes: como un asceta, como señor de las artes y como un pene en erección.
Father, como todos los devotos de Shiva, estaba obligado a acudir al templo. Quise acompañarle y presenciar los festejos y celebraciones. Aunque el templo se encontraba de camino a la escuela, tardamos horas y horas en llegar. Se contaban por miles las personas que se habían desplazado, en peregrinaje, desde distintos lugares de Nepal y la India con el único objetivo de cumplir con sus obligaciones religiosas. El paisaje humano era pintoresco y peculiar: había muchísimos mendigos alineados a la entrada del templo; allí se encontraban también hombres desnudos, impregnándose el cuerpo con cenizas y lodo. Todos los rituales no eran sino ofrendas en honor de Shiva. También había muchos individuos intoxicados con drogas.
—Hoy es el único día en que están permitidas las drogas —me explicó Father.
Algunos hombres bailaban, otros cantaban y se divertían al ritmo de la tabla y del charangui. No faltaba quien dormitaba o deambulaba cansino, con la pasividad que producen las pipas de opio y el lento sopor de las plantas de hachís.
—No aceptes nada. Ni comida ni bebida: nada —me advirtió Father—. Ni siquiera de alguien a quien creas conocer bien. No tomes nada. Esos pastelillos que ves ahí están cocinados con bhang[9], así que quédate en ayunas. Meten la droga en los pasteles, en la comida y en la bebida. Se la dan también a los niños, míralo, ¿lo ves? Hoy está permitido consumirlos, el resto del año está prohibido. Cada año —continuaba mi guía— el bhang se cobra multitud de víctimas, porque quienes abusan de ella permanecen días y semanas alucinados, no saben lo que hacen, ven lo que no existe y no ven lo que existe...
Todo lo que me gustó de la fiesta de Holi, me disgustó en la fiesta de Shiva.