Capítulo 7. La singular batalla contra los piojos y otras escenas escolares

Katmandú, 21 de marzo de 1991

Hoy han venido a visitar la escuela tres chicas españolas: dos son de Gerona y una de Ibiza. Una de las de Gerona se llama Sacri, es maestra y nos hemos hecho muy amigas. Hemos quedado para vernos más días y disfrutar de alguna actividad juntas, ya que tenemos muchas cosas en común.

Las tres se han quedado muy sorprendidas de lo bonita y lo bien montada que está la escuela y de lo bien que responden los niños, ya que no se han extrañado en absoluto de verlas, y han reaccionado como si las conocieran de toda la vida. Dicen que lo que yo estoy haciendo es fascinante y que esto tendría que servir de ejemplo a todos aquellos que quisieran hacer un beneficio a la Humanidad.

En verdad lo necesitaba. Que alguien de mi cultura y de mi propio oficio haya valorado positivamente mi trabajo me ha levantado la moral y me ha dado ánimos para seguir luchando en busca de mi objetivo.

Les he contado que esto es un trabajo laborioso, que he sudado tinta china para obtener unos resultados mínimos. Les he dado detalles de algún tema en concreto, por ejemplo del hábito que tenían todos los niños de repetir lo que yo decía. Se tronchaban de risa al oír mi versión. ¡Cómo es la vida! Lo que hace sólo unos días fue objeto de llantos y berrinches, era hoy motivo de risas.

En realidad, cuando hablaba con ellas, me daba cuenta de lo mucho que han progresado estos chiquillos. Les ha hecho mucha gracia cuando les he hablado del episodio que sucedió hace dos días con Tsering Topgyel, cuando hablábamos de sus familias. Yo preguntaba:

—¿Cómo se llama tu padre?

Y él me respondía:

—¿Cuál de ellos?

Le pedí a Sharmila varias veces que me ayudara, pensando que el niño no había entendido bien la pregunta, pero cada vez que abordábamos el tema, el niño respondía lo mismo. Al final descubrí que algunos de aquellos niños tenían más de un padre.

Sharmila no supo darme demasiadas explicaciones. Ella dice que en Nepal no se dice nunca el nombre de una persona a secas: «Siempre decimos hermana mayor (Didi) o menor (Bahini) detrás del nombre. En el caso de los varones, igual: Dai o Bhai». Este trato se da incluso para los desconocidos. Vas a un restaurante a comer y al camarero que te sirve le llamas «hermano». Sharmila dice que estos niños viven en casa con sus tíos, a los que también llaman «padres», porque todos los miembros de la familia se responsabilizan de la educación de los críos como si fueran sus propios hijos.

Sharmila también me dijo que, puesto que se utiliza el denominativo del parentesco, o de la relación, en lugar del nombre, existe la posibilidad de que haya muchos niños que no sepan el verdadero nombre de sus familiares, porque no se usan.

Ahora entiendo por qué hace unos días Father se puso a llamar a voces a su hijo Rajesh. Yo me quedé sorprendida, ya que el hijo está viviendo en América. Mummy, sin embargo, acudió enseguida. Cuando Father vio mi cara de sorpresa, me dijo que él no podía, por superstición, llamar a su esposa por su verdadero nombre.

La verdad es que, habiendo aprendido esta lección, de aquí en adelante ya no le preguntaré a nadie cómo se llama. Lo que voy a hacer es llamarlos a todos «hermanos», que además es más fácil y espiritual.

Katmandú, 23 de marzo de 1991

Hoy he tenido una vivencia que, seguro, pasará a la historia: vengo de una manifestación.

Todo empezó ayer tarde, cuando quedé con Sacri en casa de Monjul, mi profesor de nepalí. Él es comunista y está muy metido en política. Estos días se están celebrando elecciones y, como Sacri también formó parte del movimiento clandestino durante el franquismo, me comunicó que le interesaría mucho conocer a alguno de los líderes políticos del momento, para poder conversar.

Nepal ha pasado de ser un Estado donde la dictadura del rey era absoluta e inamovible a un país con una democracia constitucional desde el año 1990.

Existe, sin embargo, una mezcla de tradición y modernismo en todo este tinglado, ya que Su Majestad el rey Birendra Shaha, además de monarca, está considerado como la reencarnación viviente del dios Vishnu, y, por ello, a mí se me hace difícil entender cómo puede un ciudadano creer en esas cosas, y además ser democrático. Pero, en fin, prefiero mantener los ojos muy abiertos y no juzgar, ya que estoy en otro país, en otra cultura, en otra dimensión, y seguro que, si tuviera más información, entendería más cosas; así que, como siempre dice mi abuela, mejor será «ver, oír y callar».

El 8 de marzo Sacri se encontró en la calle con una manifestación de mujeres que celebraban el Día Internacional de la Mujer. Y es que el ambiente, en general, ha estado regido, estos días, por la tensión, el ajetreo y los nervios que preceden a la jornada electoral.

Ayer noche, estando Sacri y yo en casa de Monjul, de tanto hablar, se nos hizo tarde. Monjul y su adorable mujer, Shusmita, después de ofrecernos una cena exquisita, insistieron en que nos quedáramos a dormir. Sacri y yo accedimos, y hoy, cuando nos hemos levantado, Monjul nos ha invitado a la ceremonia oficial donde se haría público el veredicto de las elecciones.

La plaza estaba abarrotada de gente que se apretujaba junto a la tarima, donde los líderes políticos daban signos evidentes de alegría y alborozo.

Por lo visto, la unión de los tres partidos comunistas había conseguido ganar aquellas elecciones y aquél era el momento álgido, la cristalización de un deseo largamente esperado por todos, la cumbre de una lucha clandestina, ardua y difícil, de la que muchos habían salido malparados. Una lucha a la que algunos no habían sobrevivido. Me recordaba la historia de los años de dictadura franquista.

De repente sin saber cómo Sacri y yo nos vimos subidas en el entarimado, entre muestras de júbilo, fogosos abrazos e intensas manifestaciones de alegría que los comunistas nos profesaban expresando un gozo desmesurado y sin prejuicios. Nos embadurnaron de polvo rojo y nos invitaron a que hiciéramos lo mismo con todo aquel que se nos pusiera por delante. Pronto quedamos todos tan colorados que, en lugar de comunistas, parecíamos los súbditos del demonio Lucifer. Nos colocaron guirnaldas de flores en el cuello. Tiraban arroz, y confetis, globos, agua y había música por doquier. La multitud enloquecida reclamó la presencia de sus líderes y nos obligaron a bajar. Nos hicieron una barrera humana de cuerpos y brazos que nos protegía, para que los exaltados no se nos echaran encima y nos dejaran caminar. Los líderes se montaron a un carro. De repente a Sacri y a mí nos tiraron de los brazos y, como si fuéramos dos monigotes, nos subieron al carro a tirones, salvándonos de la muchedumbre enloquecida que nos cogía por las piernas porque querían compartir con nosotros la victoria electoral.

Montadas en el carro, con los líderes políticos del momento, recorrimos Sacri y yo las calles del centro de Patan. La gente entonaba himnos que olían a estoicismo, con ritmos muy marcados y con auténtico sabor a revolución. Sacri estaba tan excitada que, de pronto, se echó a llorar. Jamás hubiera pensado vivir momentos tan intensos en Nepal.

Sacri recordó de repente la lucha que hiciera en Cataluña, las veces que había salido huyendo de los encapuchados de Cristo Rey, por proclamar a gritos el emblema de aquellos tiempos: «Llibertat, amnistia, Estatut d’Autonomia». Estábamos tan influenciadas por el ambiente festivo del momento que Sacri y yo comenzamos a cantar. Empezamos cantando L’estaca de Lluís Llach. Después seguimos con la canción Diguem no, del cantante Raimon. Cuando Monjul me oyó cantar, me dijo que tenía que hacerlo en público y delante de un escenario. Monjul es cantante y poeta, y estamos pensando seriamente en preparar un tema los dos juntos.

Total, que Sacri y yo hemos estado subidas al carro ocho horas y media. Nos costó mucho deshacernos de los líderes, quienes querían a toda costa invitarnos a cenar. Al final hemos insistido tanto que nos han dejado bajar.

Sacri y yo no nos podíamos creer que aquello hubiera sido cierto. Hemos acabado las dos agotadas. Si lo que Sacri quería era información, ha quedado, sin lugar a dudas, bien servida.

He llegado a casa que parecía que venía del carnaval. De tanto rojo, no se sabía si se trataba de mí o de uno de los dioses de la puja. Mummy y Father se han enfadado mucho, porque dicen que eso no me convenía en absoluto, ya que los comunistas no son un buen partido.

Les he dicho que yo no tengo nada que ver con ningún partido, que aquello no estaba planeado y que, por favor, me dejaran darme una ducha y meterme en la cama a descansar.

De todos modos lo de hoy sólo ha sido el recuento de votos de la población de Patan, que es un distrito del valle de Katmandú, que antiguamente se llamaba Lalitpur. Ahora tienen que celebrar las elecciones en el resto del país, así que los resultados finales no se conocerán hasta dentro de un mes.

Katmandú, 5 de abril de 1991

Ha venido a verme un chico muy majo llamado Oriol, a quien le ha dado mi dirección Ramón Prats

Él ha presenciado cómo he cantado para un público de unas cuatrocientas personas la canción Vaixell de Grecia, de Lluís Llach. Previamente Monjul y yo la hemos traducido en lengua nepalesa e inglesa, y hemos distribuido los panfletos entre el público asistente.

Yo, antes de empezar a cantar, he dicho que me sentía muy identificada con los momentos que estaba viviendo Nepal, ya que España había experimentado algo similar cuando se hiciera la transición de la dictadura a la democracia. Hablé también de Lluís Llach y de la importancia que habían tenido otros cantautores y poetas en la revolución cultural y política de mi país.

Fue tal el éxito que me han sacado en la televisión nepalí durante el telediario.

Con Monjul, estamos trabajando en la traducción de dos poemas de García Lorca al nepalí. Veo que, por fin, he conseguido desarrollar mi creatividad al margen de mi tarea pedagógica. Esto me hace muy feliz.

Katmandú, 19 de abril de 1991

No puedo creer lo bien que me funciona todo. Realmente la paciencia y la tolerancia son virtudes que tendríamos que practicar más en Occidente. Si no hubiera hecho caso de Mummy, ya habría dejado la escuela hace tiempo, pero ella me ha ayudado a saber esperar y los resultados son cada vez mejores.

Hoy he tenido un buen día; he comenzado a trabajar en un asunto que me gustaría compartir con otros niños de clases superiores. He escrito la propuesta y la he distribuido entre los maestros de la escuela primaria, media y superior. Se trata de hacer un trabajo de concienciación para mantener limpio el patio y las clases, ya que es una verdadera vergüenza ver cómo está todo: pringado de papeles y con porquería por todas partes. A mí se me hace imposible enseñar a mis niños normas de higiene, si cuando salen al patio ven a los niños mayores y a los propios maestros tirar todo al suelo.

Primeramente he sacado a los niños al patio para recoger los objetos que había en el suelo y, por desgracia, hemos vuelto a la clase con un montón de papeles, bolsas de plástico y basuras de todo tipo. Después hemos empezado a trabajar con lo que habíamos traído en diferentes ámbitos. Entre otras actividades, hemos clasificado lo que hemos encontrado: los papeles en un sitio, los plásticos en otro, las chapas de botella en otro lugar. Mientras hacíamos la clasificación, una de las niñas, inocentemente, me ha traído un preservativo creyendo que se trataba de un globo. Me he quedado un poco perpleja, sin saber muy bien qué decir. ¿Quién fornicará a escondidas en el patio de la escuela? Para salir airosa del asunto, en un descuido de la niña, he tirado el condón a la basura.

Después de clasificar, hemos escrito el nombre de cada cosa en cartoncitos y hemos montado una exposición que vamos a mostrar por toda la escuela con el emblema: «Mantengamos limpia nuestra escuela».

El proyecto no sólo reivindica medidas de higiene sino que presenta una propuesta de trabajo para que los niños, después de haber recogido lo que hay en el suelo, puedan investigar si se comen más patatas o caramelos, si consumen chicle, y de qué marca, si se consumen más fideos secos de la marca Rara o de la marca Weiwei, o dónde se fabrican las cosas que se consumen en la escuela durante el recreo. Si hay papel de periódicos, podríamos saber cuál es, ir a la editorial, ver otros tipos de papel, visitar una fábrica de papel, confeccionar papel, etcétera. En fin, ¡veremos qué sale de todo esto! Lo que más me emociona es ver el progreso de los niños, lo rápido que aprenden, lo mucho que les gusta venir a la escuela y lo que me quieren. Eso sí que es una recompensa a todos los trasiegos e infortunios. Por ver a los niños felices, soy capaz de superar las adversidades y olvidar...

Katmandú, 25 de abril de 1991

La guerra de los piojos sigue en pie. La verdad es que como yo no puedo estar presente cuando entran los niños por la mañana, Sharmila y Shrijana no son capaces de convencer a las madres de no dejarlos entrar en clase y volvemos a estar infestadísimos. Mr. Pemba dice que mañana traiga un ungüento de la farmacia y lo aplique indiscriminadamente a todos los niños, y que, si esto no funciona, avise a los padres de que va a venir el barbero para pelar al rape a todos los niños que lleven piojos.

Katmandú, 26 de abril de 1991

Hoy, nada más llegar, he visto desde la ventana cómo en la clase había una hilera de niños sentados uno frente a otro que se despiojaban mutuamente. ¡Me quería morir! Siguiendo el consejo de Mr. Pemba, he ido a comprar la loción para despiojar; seguidamente he sacado a los niños al patio y los he embadurnado con la pócima. La verdad es que aquello apestaba horrores. Más que matapiojos, parecía matarratas: los niños tosían, babeaban, lagrimeaban y lloraban, frenéticos y asustados. ¡Dios mío! Pero ¡qué clase de medicina era aquélla! Ahora ya entiendo por qué la mayoría de la gente en Nepal prefiere quitarse los piojos con la mano antes que someterse a semejante tortura. Yo llevaba una bata blanca hasta los pies, pañuelo blanco atado a la cabeza y guantes de plástico. Los piojos saltaban de las cabezas a mi ropa. Al terminar la sesión de limpieza, me miré en el espejo de la clase: tenía todos los piojos muertos enganchados en la bata. Los niños los señalaban divertidos entre gran alborozo, ya no lloraban: se habían liberado de parásitos y picores y se sentían aliviados. Empezaron a reírse con una risa loca, se burlaban de mí, de la pinta que tenía. Allí, delante del espejo, todas las miserias humanas se veían reflejadas en el blanco de mi delantal. De repente simulé que cogía uno de los piojos y se lo devolvía a su dueño:

—Éste es tuyo, tómalo, yo no lo quiero —le dije, y salí corriendo detrás de él.

Al oír esto, todos empezaron a perseguirme, gritándome:

—¿A que no encuentras el mío...?

Katmandú, 27 de abril de 1991

Esta mañana una de las madres ha venido hecha una fiera diciendo que habíamos aplicado loción antiparasitaria a su hijo y que lo habíamos envenenado. La mujer estaba convencida de que el niño era demasiado pequeño para resistir los efectos de la pócima y que si se le moría el hijo nos iba a hacer responsables de su muerte.

En realidad creo que tendríamos que hacer un programa de concienciación con las familias para que nos ayuden a cooperar en esto. Quizá si hiciéramos venir a un médico, o al lama de la comunidad, para que les hablara sobre lo perjudicial que es tener piojos, podríamos erradicarlos de una vez por todas. No sé, no sé, tengo que estudiarlo muy bien.

Katmandú, 30 de abril de 1991

El viernes por la noche recibí una llamada de España. Eran Ovidia y Mimi, dos mujeres que un día me encontré perdidas en la calle y a las cuales ayudé a volver con el grupo de turistas con el que habían venido. Me llamaban para responderme a la demanda que les hice pidiéndoles ayuda para algunos de los niños de este parvulario que son muy pobres. Me han otorgado once becas, que las pienso repartir entre los más necesitados. ¿No es maravillosa la generosidad de estas personas? Dicen que la mayoría de las donaciones provienen de un centro que se llama L’Estel de l’alba, donde la gente se reúne para hacer yoga y para meditar. ¡Estoy contentísima y emocionada!

Mimi me ha contestado a una petición que le hice a nivel muy personal, para escolarizar a un niño que está siempre en la estupa de Buda. El chiquillo debe de tener 3 o 4 años. Comparado con las medidas de su cuerpo, su cráneo es tan chiquito, que se parece más al de un mono que al de una persona. Anda arqueándose, con un balanceo leve, moviendo las extremidades como lo hacen los simios: espalda encorvada y gestos bruscos al girar. El niño no habla, emite sonidos agudos y palmotea sus manos estereotipadamente, como un esquizoide.

Va en brazos de una niña de unos 5 o 6 años, a veces colgando de la espalda, atado con un trapo, como si fuera un bulto; otras veces lo lleva de la mano. Se conoce que el niño no quiere andar y, cuando la cría se cansa de llevarlo en brazos, monta unas pataletas que, entre gritos, porrazos y patadas, la debe de desollar viva.

El niño deforme es la atracción de los turistas que, de pura lástima, no paran de darle dinero; sin embargo, los adultos que mendigan por la zona le odian, porque les quita todas las limosnas, los niños no paran de insultarle y le llaman «mono». Todos les instigan para que se vayan a otra parte y, a veces, se enzarzan en peleas que, casi siempre, terminan mal.

El sábado estuvimos en la estupa hablando con ellos. La niña que lo lleva es su hermana. Cuando le pregunté por su nombre, pareció extrañarse mucho y solamente me contestó:

—Soy la que lleva a Jaram.

Yo insistí en la pregunta, pero Sharmila, que iba conmigo, me hizo una aclaración:

—Aquí, cuando nace un varón, se lo dan a una hermana mayor que él, para que lo cuide, y entonces aquélla pierde su nombre; todos la conocen como la que cuida del hermano.

Yo me quedé sin habla. Pero ¿cómo era posible que semejante injusticia se pudiera tolerar en un país democrático?

Supe que aquella gente procedía de la India y que sus padres vivían en un campamento muy pobre que se encuentra delante del aeropuerto de Katmandú. Le propuse a la hermana que nos dejara educar a su hermano en nuestra escuela, a lo que se negó. Sharmila le dijo a la niña que fuera a buscar a su madre, porque queríamos hablar con ella.

Esperamos tres largas horas y al rato se presentó.

La mujer tenía un aspecto deplorable. De pobreza, de decrepitud. Iba descalza, vestida con harapos, con signos evidentes de miseria y de malvivir, pero había algo en ella que me llamó poderosamente la atención, ya que no era demasiado frecuente en Nepal: tenía los ojos azules. Unos ojos que resaltaban como dos turquesas incrustadas en el retablo de su cara morena.

La mujer se negó rotundamente a quitar a su hijo de la calle. Según Sharmila, lo que para otros hubiera sido una vergüenza, o un motivo de desgracia, era, para ellos, una bendición. Aquel niño deficiente seguramente era el único reclamo que tenía la familia para sobrevivir.

Me contó Sharmila cosas espantosas, sobre padres que mutilaban a uno de sus hijos para ponerlo a pedir, y así despertar la pena y el favor de los turistas.

¡Me horroricé! ¡Me horroricé! ¡Me horroricé!

Le pedí a Sharmila que se callara, que no quería saberlo.

—Hoy no, por favor; otro día me lo cuentas. Hoy ya tengo bastante con vivir lo que he vivido, y con saber lo que sé. Hoy ya no puedo tolerar más el sufrimiento.

Me volví a casa con una gran sensación de fracaso, pensando que realmente Nepal era un país muy cruel. Si se tenía sensibilidad e inteligencia, la vida se hacía muy difícil de llevar en algunas situaciones.

¿A quién me recordaba la madre del niño deficiente? Repentinamente, tracé un paralelismo entre los versos de un palo flamenco popular y la escena que acababa de vivir:

La gitana que yo quiero

tiene los ojos azules

de tanto mirar p’al cielo.

¿Sería ése el motivo? Quizá a la mujer se le habían puesto los ojos azules de tanto mirar al cielo clamando justicia. Quizá la misma justicia que pedía mi abuela María cuando salió de Vera, su pueblo natal, y se marchó a Cataluña para poder sobrevivir a la guerra civil.

Ella tenía también los ojos azules. ¿Será quizá por la misma razón?

Katmandú, 5 de mayo de 1991

Hoy, nada más llegar, he presenciado cómo Shrijana le daba un bofetón a un niño. ¡Ha sido horrible! Al parecer, no es la primera vez. Me he dado cuenta de que, a veces, cuando les regaño, lo primero que hacen es protegerse la cabeza por si las moscas. Ahora entiendo el significado. Al preguntarle por qué había desobedecido las reglas, me ha contestado que todos los maestros de la escuela Pemba pegan a los niños y que yo no tengo ni idea de lo que es la disciplina, ya que los niños son malos y hay que pegarles para que se asusten y obedezcan. Según ella el propio Mr. Pemba tiene la costumbre de meter a los niños malos en un cuarto de castigos, donde se les encierra y se les pega hasta que reaccionan y aprenden la lección.

Fue la gota que colmó el vaso. Al escuchar semejante información, la he cogido por el brazo fuertemente, la he mirado fijamente a los ojos, y le he dicho:

—Shrijana, estás despedida.

Sin perder un minuto, he ido a ver a Mr. Pemba y le he pedido que me explicara su versión sobre el asunto del cuarto de tortura. A decir verdad, aunque él lo ha negado tajantemente, por la expresión confusa de su rostro y por la falta de veracidad de sus palabras, he sabido que Shrijana no estaba mintiendo. Le he dejado claro a Mr. Pemba que, a pesar de que había transigido en muchas cosas, nunca iba a permitir prácticas de ese tipo en la escuela y que estaba dispuesta a luchar en contra del castigo físico y de la tortura infantil y llegar donde hiciera falta para denunciarlo.

Antes de irme del despacho de Pemba, le he comunicado que había despedido a Shrijana, y que yo misma quería hacer la selección de la próxima candidata.

Katmandú, 10 de mayo de 1991

Sacri ha regresado de hacer un trekking. Ha estado llevando un diario. Como es muy interesante, he decidido incorporar algunas de sus anotaciones:

«En Jomoson, un líder local del NC (Nepali Congress) me hablaba de la repercusión que, según él, tenía el turismo en la zona y los trekkings. Su punto de vista era muy crítico. Según él, la afluencia de extranjeros repercutía negativamente en la calidad de vida de los nepalíes. El turismo provoca que los precios de los productos básicos suban: por ejemplo, tiempo atrás, dos huevos costaban una rupia; ahora un huevo vale tres o cuatro rupias. Antes cada familia se cocía su propio pan, ahora lo venden a los turistas. Resultado: ha disminuido el consumo de huevos y de pan entre los nepalíes, y la alimentación es más pobre. A primera vista puede parecer que el dinero que los extranjeros dejan en Nepal debe repercutir en la mejora de la economía de la zona, pero la realidad demuestra que esta apreciación es inexacta: lo que mejora es la economía de unas pocas familias (las propietarias de los lodges por ejemplo), pero no la economía de la mayoría de la población.

»Este ejemplo de los huevos y el pan, tan sencillo, es muy significativo y puede extrapolarse al resto del país: una minoría de población nepalí se enriquece gracias a los ingresos derivados del turismo, pero la gran mayoría sólo sufre las repercusiones negativas que se derivan, sin ninguna ganancia a cambio. Un comerciante de Thamel, por ejemplo, puede ganar en un día el doble, el triple, o incluso más de lo que gana un profesor universitario en un mes.

»Hay algunas voces críticas en Nepal contra el turismo, tal y como se observa en la polémica abierta sobre el tema, que puede seguirse a través de la prensa. En un suplemento semanal del diario nepalí en inglés, The Rising Nepal, leo un artículo titulado “How to be a good turist” que me sorprende sobremanera: en él, el periodista advierte de los peligros que el turismo puede comportar y pone como ejemplo la degradación sin vuelta atrás de la costa mediterránea española a causa del turismo de masas. Hace hincapié en la degradación paisajística y medioambiental del Mediterráneo y la compara a la que ya está sufriendo Nepal. Explica también, por ejemplo, que el turismo que visita esa zona no se interesa en absoluto por el país (España) y que el único contacto que ese turista tiene con la población autóctona es a través de los camareros o empleados de hoteles... No es agradable leer una verdad como ésta sobre tu país, que escuece incluso a tantos kilómetros de distancia...

»Otras opiniones defienden que no se permita el trekking en solitario, y que los trekkers tengan que ir obligatoriamente acompañados por un guía local, así se generarían puestos de trabajo en las zonas más pobres del país. Normalmente, cuando un trekker se hace acompañar por un guía y porteadores, contrata los servicios en alguna agencia de Katmandú y, por tanto, el dinero no crea riqueza en las zonas que visita (zonas de montaña) sino que enriquece a unos pocos empresarios de la ciudad que pagan sueldos miserables a los trabajadores contratados, los cuales, en muchos casos, han tenido que emigrar de las zonas rurales para acabar llevando una vida desgraciada en una ciudad que los explota. Y la situación se agrava aún más en el caso de que se trate de una gran expedición de alpinismo, ya que, por una parte, el número de intermediarios nepalíes y extranjeros aumenta considerablemente, y por otra, suelen transportar la mayoría de provisiones desde su país de origen (alimentos enlatados, etcétera), con lo cual la población nepalí sufre los inconvenientes de este tipo de viajeros (por ejemplo, contaminación medioambiental del Himalaya: cada año se recogen toneladas de basura abandonadas por las expediciones) y casi ningún beneficio económico.

»Desde mi punto de vista el turismo tiene otras repercusiones negativas más sutiles, más allá del terreno económico o medioambiental. Me refiero a todo lo que se deriva del trato humano, a las complejas relaciones entre turistas o viajeros y nepalíes. Dado el bajísimo nivel de vida del país, cualquier extranjero se ve como un potentado, lo cual genera una vasta gama de posibilidades de contaminación en la relación interpersonal.

»Por una parte, hay un tipo de turista que se aprovecha de la pobreza extrema de la población de la manera más indigna posible, regateando hasta la extenuación los precios de cualquier producto básico que compra, desde una prenda de ropa, hasta la habitación de un hotel o el sueldo de un guía de montaña. Si bien es de todos conocido que el regateo está a la orden del día, hay regateos que son extremadamente humillantes, regateos que se aprovechan de la necesidad de los otros para conseguir precios irrisorios, precios ínfimos y, desde luego, injustos.

»Por otra parte, si uno es demasiado magnánimo a la hora de aceptar los precios que se piden, se cae en el peligro opuesto: se refuerza la imagen de que todo occidental es rico, que nuestros mundos son un paraíso y que al turista o al extranjero se le debe explotar o uno debe aprovecharse de él. Es imposible también, desde esta perspectiva, que las relaciones con los nepalíes sean de respeto mutuo, de igualdad, de aprendizaje y enriquecimiento.

»No es fácil encontrar el equilibrio; a veces se corre el riesgo de equivocarse: es como caminar en el filo de la navaja... “Cómo ser un buen turista” es, en definitiva, un reto personal que cada uno debe resolver según su conciencia».

Katmandú, 14 de mayo de 1991

Sacri continúa su diario de esta forma:

«Me levanto pronto, a las 7.30 estoy ya en la calle. La primera noticia es que los comunistas ganan en Katmandú. Los moderados, claro, no los comunistas de tendencia maoísta... La gente está eufórica. Las calles se llenan de manifestaciones de gente que canta, baila, grita consignas... Alguien me explica que si ganan los comunistas van a echar al rey del país, que el Palacio Real tiene salas recubiertas de oro, y que ese oro va a servir para dar de comer a los necesitados... Me emociona ver esa ingenuidad y esa alegría en los ojos de la gente, me dejo llevar por su entusiasmo y me uno a ellos, aun sabiendo que esos sueños de bienestar para todos serán imposibles...

»Los líderes políticos se pasean en coches descubiertos por la ciudad, la gente les aclama y les cubre de arroz y polvo rojo, los rocía con agua, les cuelgan guirnaldas de flores... Como si fueran dioses... Me admira ver cómo en este país los pequeños o grandes actos cotidianos están siempre teñidos de rituales religiosos, cómo es imposible separar la religión y la vida civil.

»A mediodía corren rumores de golpe de Estado. “Si gana el Partido Comunista, tal vez los militares tomen el poder bajo las órdenes del rey”, dice la gente. Algunos se encierran en sus casas, pero otros muchos siguen celebrando en la calle la victoria comunista. La gente está inquieta y a la vez esperanzada. Todos esperan un gran cambio en el país, un cambio que acabará con su miseria.

»Conseguir unas elecciones democráticas ha sido ya una gran victoria, que les costó la vida a muchos nepalíes hace un año, cuando las grandes protestas y huelgas clandestinas que, junto a la presión del gobierno hindú, consiguieron que el rey aceptara abrir un proceso de democratización en el país. Durante los meses que duraron las protestas, sobre todo en la etapa final, entre febrero y mayo, muchos nepalíes murieron o fueron encarcelados y torturados.

»En Patan, Monjul nos enseñó, a Vicki y a mí, una casa donde se veían todavía los impactos de las balas de la policía: hace apenas un año, una noche, entró la policía disparando a diestro y siniestro. De las siete personas que en aquellos momentos estaban en la casa, murieron seis. Casi la familia entera. “China es un país amigo, India es el país hermano. Debemos regirnos por el mismo sistema de gobierno que India: la democracia parlamentaria”, decían hace justamente un año... Lo han conseguido.

»Pero de la democracia a la erradicación de la pobreza hay mucho trecho.

»La campaña electoral ha durado dos meses, cosa comprensible si se tiene en cuenta que hay muchos puntos de Nepal donde no llega ni la radio, ni la prensa. ¿Cómo en estas circunstancias se puede llevar a cabo una campaña electoral? Solamente hay una manera: los militantes de los partidos recorren andando el país, cargados con pesadas mochilas llenas de octavillas, de pancartas, de pasquines, de pinturas, con las cuales escriben sus consignas en cualquier espacio vacío, ya sea en los muros o en las escaleras de un templo, en una roca, incluso en los árboles. Todo Nepal está cubierto de pintadas políticas de los distintos partidos. Algunos de estos militantes abnegados han recorrido andando centenares de kilómetros por caminos de montaña para llegar a todos los rincones posibles del país, como pude comprobar el pasado mes de abril en la ruta entre Pokhara y Mukhtinat. Lo mismo ocurrirá con las urnas que contienen los votos: deberán bajarse a pie hasta la ciudad donde se realizará el recuento, toda una proeza en un país de geografía tan accidentada como Nepal. Éste es el motivo por el cual sólo se saben los resultados del recuento de votos de las ciudades del valle de Katmandú. Calculan que tardarán quince días en tener el recuento definitivo de todo el país».

Katmandú, 16 de mayo de 1991

Ya tengo maestra nueva. Se llama Moni. Se trata de una chica guapísima que pertenece a la misma casta de Sharmila: los tamang. Son de las etnias más liberales que hay en Nepal y los más numerosos. Su religión es una mezcla de prácticas budistas, hinduistas y ritos paganos. Se agrupan, en su mayoría, alrededor de la estupa de Boudha-Nath. La mujeres tienen que llevar obligatoriamente un pendiente en la nariz. El vestido de las mujeres se parece al de los tibetanos, sólo que, en lugar de llevar un delantal, llevan dos: uno por delante, y otro por detrás. Hablan una lengua que se deriva del tibetano.

Hay un linaje entre los tamang en el que pasa de padres a hijos la tradición de la brujería, el chamanismo y las prácticas de ritos mágicos, por lo que son muy temidos y respetados.

La chica tamang que hemos contratado es muy dinámica y creo que se va a llevar muy bien con Sharmila.

Como es nueva, he tenido que explicarle el funcionamiento de todo. Se ha quedado perpleja de lo mucho que saben estos niños. Lo que más le ha gustado ha sido el método de lectura y escritura. Hace casi un mes que estamos empleando un sistema que me va muy bien: he dejado que los niños traigan objetos para meter en la cajas de exploración que tenemos en la clase. Después de hacer la observación de los objetos, cada niño escribe el nombre del objeto que ha traído en un cartoncito y lo mete en una cajita que he hecho para cada uno, a la que llaman «la caja de mis palabras». Cada día hacen diferentes ejercicios con «sus palabras»: las memorizan, las escriben, las dibujan, las comparten con los demás y también pueden intercambiarlas. A los cartoncitos intercambiados los llaman «las palabras de otros». Es alucinante cómo han aprendido a leer, a escribir, a dibujar y a soñar simplemente ejerciendo esta práctica. Están tan motivados y deseosos de aprender el nombre y el significado de las cosas que les rodean, que constantemente están recogiendo objetos que encuentran en sus casas, en la clase, en el suelo. ¡Es maravilloso! También hemos empezado a materializar sus miedos, sus sentimientos y sus emociones, poniéndole nombre a expresiones como el llanto, la tristeza o el enfado. Me gustaría que mediante este ejercicio aprendieran a leer y a escribir cada uno a su ritmo, motivados por sus propias vivencias y, así, entrenarles desde muy pequeños para que utilicen el lenguaje como un medio de expresión y reivindicación del ser humano.

Paralelamente a este ejercicio, estamos trabajando las letras Montessori. Cada niño elige una letra que desea aprender: primero, observa atentamente cómo la maestra sigue la silueta de la letra con los dedos correspondientes expresando el sonido en voz alta; una vez aprendido esto, el niño busca un lugar en la clase donde se siente cómodo y se enfrasca en la repetición del ejercicio tantas veces como necesite, hasta interiorizar el sonido y la grafía.

También estamos trabajando un tema centrado en el lenguaje, aprendiendo frases que tienen una secuencia lógica, por ejemplo: «Me levanto para ir a la escuela», «Me lavo los dientes», «Me lavo la cara», «Me visto», «Tomo el desayuno», «Voy a la escuela». Cada frase la memorizan, la dibujan individualmente y en un mural, la representan mediante juegos y técnicas de dramatización.

Es curioso ver cómo estos niños han adquirido un nivel de la lengua inglesa superior a la clase de cuarto grado de los niños de la escuela Pemba.

Katmandú, 22 de mayo de 1991

Ayer tuve carta de mi hermana. ¡Si ella supiera lo mucho que la echo de menos! Es muy difícil para mí permanecer separada de ella. No sé cómo será nuestra relación en el futuro, pero creo que debe de haber pocas hermanas que se quieran tanto como nosotras y que se lo pasen tan bien juntas. También echo de menos a mi madre y a mi abuela, a mi madrina Macrina y a su hermano Miquelet, que para mí han sido siempre como mis propios padres.

¡Hay que ver que sentimentalismo me ha entrado de repente, pero es que el día de hoy ha sido tan bonito! ¡Tan especial! Me gustaría recordarlo así toda la vida: que la unión y el cariño que siento por todos mis seres queridos permaneciera dentro de mí aun en la ausencia.

Mi hermana me mandaba en la carta un recorte de periódico con un artículo de mi queridísima maestra Maria Antònia Canals, que me ha transmitido no sólo muchos de los contenidos pedagógicos que ahora enseño, sino el sabio ejemplo de una mujer que, durante el franquismo y de forma clandestina, estableció una escuela para inmigrantes y marginados de la cual Jordi Pujol fue uno de los patrocinadores.

Ella es para mí una guía y una referencia. Su conocimiento es infinito. A su lado yo me siento una persona insignificante. Nunca podré compararme con ella, ya que somos muy diferentes: en primer lugar, ella es de los pocos genios que todavía quedan en este país. En segundo lugar, ella es profundamente cristiana y, aunque no es seguidora del cristianismo tradicional, es, además, monja.

Como decía, en el artículo que me ha mandado Imma se explicaba que a sus 63 años le han concedido la Creu de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya, por su gran labor pedagógica y social en el desarrollo de la educación en Cataluña, en España y en el mundo.

Me he emocionado tanto que he enmarcado el artículo y lo he colgado en el hueco de la ventana que hay en el fondo de la clase.

Los niños, que se han percatado de ello, me han venido a preguntar quién era esa señora. Después de escuchar muy atentos mis explicaciones, impregnados por mi cariño y por mi ternura, han ido al patio y se han presentado con ramitos de flores.

La verdad es que a la hora de salir, cuando, tras cerrar la puerta, he visto la foto de Maria Antònia entre el rojo intenso de las buganvillas, no he podido reprimir una lágrima de emoción. Y es que trabajar en el parvulario tiene este tipo de recompensas: te agotas a nivel físico, pero sientes una fuerte compensación espiritual.

Katmandú, 26 de mayo de 1991

Sacri escribe:

«Acabado el recuento de votos, gana el NC. Ya decía yo que no podía ser verdad... Ha ganado lo que en nuestro país llamaríamos la socialdemocracia, la derecha moderada. Han perdido las izquierdas (por pocos votos).

»Katmandú sigue llena de propaganda política de todo tipo. Cada partido se identifica con un objeto para que así la población, analfabeta en su inmensa mayoría, pueda reconocer esos símbolos en las papeletas de votación: el sol representa al Partido Comunista (moderado); el árbol, al Partido del Congreso, el ganador. Una multitud de objetos variados simbolizan otros partidos minoritarios: el pez, la lámpara, la hoz, la gallina...

»Pasó el miedo al golpe de Estado, una vez conocidos los resultados de las elecciones. Se habla de fraude electoral, de manipulación en el recuento de votos, gente que votó repetidas veces... En un país donde el censo electoral no existe, ¿cómo se puede controlar una votación? Muy sencillo: al ir a votar, pintan la uña del votante con una tinta supuestamente imborrable. Supuestamente...

»Imposible averiguar la verdad. Nepal se abre a una nueva etapa, con muchas incógnitas por delante. Ojalá tenga suerte».

Katmandú, 28 de mayo de 1991

Si pudiera morirme, me moriría ahora mismo. De verdad, lo juro, porque así es y así me siento. ¡Esto no hay quien lo aguante! Y no puedo más, no puedo más, no puedo más... Hoy, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, ha venido Mummy a decirme que hoy no podría ir a trabajar, ya que a ella le había venido la regla y había de ser yo quien me ocupara de hacer las pujas, cocinar, ir a comprar, y hacer todas las tareas. ¡Qué demonios! ¿Y dónde estaba la hermana de Mummy, que era la que siempre venía para esos menesteres? Resulta que la hermana de Mummy está enferma y no podrá venir este mes.

Para hacer la puja, primeramente he tenido que ducharme, antes de tocar los utensilios sagrados; después he tenido que coger la tinaja del agua e ir a llenarla al arroyo que hay detrás de la casa. Después he tenido que coger flores del jardín, también he ido fuera a comprar pescaditos secos para hacer la ofrenda. Mummy me iba diciendo todo lo que tenía que hacer:

—Pon las cosas con cuidado en la bandeja... ahora el incienso, ahora el arroz...

Cuando lo he tenido todo listo he subido despacio las escaleras para llevar la ofrenda al piso de arriba, que es donde se encuentra uno de los santuarios de los Shrestha. Todo parecía ir bien, cuando, de repente, Mummy se puso a dar gritos repitiendo constantemente la palabra juto, que significa «impuro». Al parecer, el error estaba en que yo llevaba puestas las zapatillas de goma con las que había entrado en el cuarto de baño y, según Mummy, eso era un absoluto sacrilegio, ya que ahora la ofrenda estaba contaminada y me incitaba para que lo soltara todo inmediatamente, volviera a ducharme, lavara cada uno de los objetos de la puja, volviera a por agua y empezara todo el tinglado de nuevo.

¡No podía ser cierto! Me resistía a creer que aquello me estaba sucediendo a mí. Siguiendo las instrucciones de una Mummy muy enojada, evité hacer preguntas o comentarios y me apresuré, bondadosa y sumisa, a repetir el maldito ritual.

Una vez repetido el proceso, estuve en condiciones para empezar la puja: como la mayoría de las casas de construcción reciente, el santuario de los Shrestha es una minúscula habitación adosada a la terraza, que contiene dioses de piedra, de bronce o simplemente pósteres de dioses colgando de la pared.

Como Mummy estaba impura y no podía pisar el templo, se ha quedado fuera y me ha ido dando las instrucciones con todo detalle y precisión.

Antes de entrar ha sido imprescindible descalzarme, después he tenido que limpiar los restos de la puja del día anterior y barrer el recinto sagrado. Seguidamente Mummy me ha ordenado que lavara la cara de los dioses. Primero le ha tocado el turno a Vishnu, el dios preservador, protector y compasivo. Este dios, tallado en puro bronce, tiene cuatro manos: en una lleva una concha, en la otra, la rueda de la vida, en la tercera lleva una flor de loto y en la cuarta lleva una maza.

Después de Vishnu, he tenido que lavar a su consorte Lakshmi, diosa de la riqueza y de la fortuna. La diosa, igualmente de bronce, emerge de una flor de loto gigante. Tiene también cuatro manos, dos de las cuales sujetan flores de loto. Lakshmi está escoltada por dos elefantes, que también están considerados animales sagrados.

Por último, Shiva, el destructor. Este dios puede representarse de tres formas diferentes; los Shrestha tienen a Shiva representado por la lingam, un enorme pene de bronce incrustado en lo que podría interpretarse como una vagina. Para mí, que aunque no soy practicante, he recibido educación cristiana, esto es de lo más chocante: cuando lo lavaba me daban ganas de reír pensando en lo que hubiera dicho mi abuela si le hubieran dicho que aquel falo en erección era considerado un dios.

Acicalar a los dioses es un trabajo costoso porque los hay que tienen una cara por detrás y otra por delante. Mummy me decía que fuese cuidadosa y que no me olvidara nada: los ojos, la frente, las mejillas y, después, el resto del cuerpo. Esto es, desde luego, como un juego de niños, los dioses tienen tantas manos y tantos objetos sagrados que se podría invertir toda una mañana en hacerlo bien.

Por último, el momento de ponerles la tikka. Se trata de una pasta que se hace con una mezcla de polvo de gena roja con agua y arroz, y que se coloca en la frente de los dioses. Hecho esto, he tenido que ofrecerles flores, «a todos los dioses por igual», decía Mummy, «para que no se enfade ninguno»; después les ofrecí el arroz, algunas galletas y los pescados.

Seguidamente Mummy me indicó que tenía que agitar la campana con la mano izquierda y la barra de incienso con la mano derecha. La estancia se llenó de un sopor extraño. Yo me sentía como hipnotizada. Tenía los sentidos impregnados con el aroma del incienso y el ritmo lento de la campana se apoderó de mí. Comencé a balancearme como si estuviera poseída, hasta que descubrí que los dioses me miraban fijamente con sus ojos de metal. Entonces escuché el tañir de otras campanas que venían de lejos. En la oscuridad de la noche el vecindario lentamente se despertaba. Todos estaban invitados a la plegaria matinal.

Mummy se apresuró a llamar a Father para que se beneficiara de las bendiciones. Mummy le recordó que primero tenía que rezar; después me dijo que cogiera una de las flores que había sobre los dioses y me pidió que la colocara sobre la cabeza de Father; después hizo que le colocara un buen pedazo de tikka en la frente y, por último, tuve que dar de comer a Father una de las galletitas, que, según ella, ahora ya eran sagradas y, por lo tanto, se las llamaba prassad.

Cuando Father estuvo listo y bendecido, nos tocó el turno a nosotras. Al igual que con Father, tuve que hacer con ella y conmigo el mismo proceso.

Movida por la curiosidad, le pedí a Mummy que me explicara el significado de lo que había hecho. Ella me dijo que cada mañana hay que orar, pedir protección y ayuda a los dioses para que no descarguen su ira sobre nosotros. Las pujas son ofrendas.

—Hay que satisfacer a los dioses ofreciéndoles elementos para todos los sentidos: el incienso para el olor, la campana para el oído, la comida para el gusto, y así sucesivamente. Si están contentos con lo que les ofreces, te protegen, escuchan tus deseos y te ayudan; si no están contentos te mandan enfermedades, penalidades y te destruyen. Hay que ser buenos y hay que rezar a nuestros dioses...

Ojalá lo que dice Mummy sea cierto y los dioses se apiaden de mí estos cuatro días, porque, realmente, no quiero ni pensar lo catastrófico que va a resultar no poder asistir ni a la escuela, ni a la universidad.

Después de la puja me he pasado el día cocinando, limpiando, haciendo recados... ¡En fin! Me guste o no, aquí hay que estar a las verdes y a las maduras, y no me queda más remedio que cumplir como una señorita de buena familia, y quedarme en casa, hacendosa y con la pata quebrada...

Katmandú, 5 de junio de 1991

El monzón nos ha sorprendido a todos de repente. Ayer me pilló la lluvia pedaleando en mi bicicleta de regreso a casa. Llegué chorreando y Mummy se disgustó. Ya lleva días diciendo que Mr. Pemba tiene que mandarme un chófer para que venga a recogerme y me traiga de vuelta a casa. Por lo visto, aquí, en Nepal, esto es lo lógico y lo normal. A mí, sin embargo, me da muchísimo corte hacerle al director semejante petición, sobre todo teniendo en cuenta que, cuando se lo pedí la primera vez, me dio el cuarto que poseo en el ático y que utilizo en contadas ocasiones. Cuando le digo a Mummy que durante la semana voy a quedarme a vivir en mi habitación de Boudha y que sólo vendré los fines de semana, Mummy se pone triste y me dice que yo ya no los quiero y que estoy deseando dejarles. Esto está empezando a ser preocupante. Habrá que buscar una solución ya que, a partir de ahora, va a estar lloviendo todos los días durante tres meses y no es como para ir mojándose alegremente y cantando sevillanas.

Hace unos cuantos días me metí en un lío increíble. Menos mal que todo se ha arreglado y las aguas han vuelto a su cauce, porque la verdad es que creía que me iba a morir.

En la clase volvieron a aparecer los piojos. Esta vez, además de piojos, me di cuenta de que muchos niños tenían también la cabeza llena de llagas purulentas y cortezas de sangre seca, ya que, de tanto rascarse, se habían provocado una infección en la piel. Viendo lo feo que se estaba poniendo el asunto, mandé a Sharmila para que preguntara a Mr. Pemba qué debíamos hacer con aquellos niños infestados. A la media hora se presentó la chica acompañada de un barbero. Al parecer, lo mandaba Mr. Pemba para que peláramos al rape a todos los que se encontraban en situaciones límite. A mí me pareció una solución muy exagerada y, sobre todo, demasiado drástica, teniendo en cuenta que no habíamos consultado antes con los padres, pero Sharmila me tranquilizó diciendo que allí eso era habitual, y que los padres nos agradecerían el gesto, ya que así se iban a ahorrar el dinero del barbero.

El barbero era un hindú de aspecto famélico y bigote almidonado. Lo pusimos en el patio e hicimos desfilar a los niños uno a uno. A decir verdad, de los treinta y tres niños que había en el parvulario, sólo dos se salvaron de la quema. El barbero llevaba unos calzones de un blanco inmaculado y una túnica a juego. Hacía un poco de viento y el pelo de los niños se le pegaba por todas partes. Yo estaba horrorizada de ver lo oxidada que estaba la maquinilla de rasurar. Aquello parecía una máquina de trasquilar bueyes sacada de las películas del Oeste americano. Deduje que después del trasquilón debería vacunar del tétanos a todos los niños para prevenir las infecciones. Los niños disfrutaban como camellos, burlándose entre ellos de sus respectivas cabezas rapadas. Y así se marcharon para sus casas, con gran alborozo y con la cabeza más pelada que un cazón.

Las madres de los niños, sin embargo, no parecían compartir la alegría de sus hijos. A la mañana siguiente se presentaron algunas de ellas chillando como si estuvieran poseídas. Decían que íbamos a pagar por lo que habíamos hecho y que querían sacar a sus hijos de la escuela. Yo le dije a Sharmila que fuera a avisar a Mr. Pemba. Por lo visto Sharmila supo transmitir muy bien el estado de emergencia de la situación, ya que el director no tardó en llegar a poner orden.

—¿De qué os quejáis? —les espetó.

Las madres se abalanzaron sobre él en tono amenazador, levantando las manos al cielo y chillando como locas, todas a la vez. Mr. Pemba intentó en vano poner paz: las mujeres estaban excitadas como salvajes, era imposible calmar su ira, abrir un diálogo, razonar.

De repente reconocí a lo lejos la silueta del lama Rigga. Si no fuera tan escéptica diría ahora mismo que aquello fue de verdad un milagro. El lama se acercó con su paso lento y una amplia sonrisa. Cuando las madres advirtieron su presencia, se dirigieron a él muy respetuosamente, contándole sus quejas.

Como por arte de magia, la mala energía se disipó, las mujeres fueron tomando posesión de sus norbu, o rosarios de oración, y lentamente recitaban sus mantras en voz baja, casi en un susurro: Om mani padme hum, Om mani padme hum...[10] Rigga me miró con una risa burlona y me dijo:

—Éstas son las madres de los niños que han nacido en martes. Según la tradición de esta gente, el día de la semana en que se nace es un día en el que están prohibidas ciertas prácticas. Por ejemplo, lavarse el cuerpo, cortarse las uñas, cortarse el pelo, cambiarse de ropa, casarse o viajar, entre otras cosas. Habéis transgredido sus leyes y piensan que la mala fortuna ha entrado en la vida de sus hijos. Me piden que se realicen las ofrendas necesarias para paliar este mal.

No podía creer lo que Rigga decía. ¿Sería verdad aquello? Y si era así, ¿cómo es que Mr. Pemba no lo había previsto con antelación?

Total, que Mr. Pemba se ha comprometido a hacer una puja para remediar el desastre espiritual que, según las madres, hemos causado a sus hijos, y quedamos todos tan contentos; los niños sin piojos, y las madres con sus bendiciones echadas.

Katmandú, 10 de agosto de 1991

Tengo un agotamiento que no puedo con mi alma, ya que llevo dos meses visitando las casas de todos los alumnos del parvulario. Cuando regreso a casa, lo único que quiero es una cama para dormir: ni como, ni leo, ni preparo las clases, ni escribo nada desde que empecé con esta odisea de las visitas. Ésta fue una decisión que tomé después del fracaso que tuvimos cuando convocamos la reunión para que los padres vinieran a la escuela. Es absolutamente necesario trabajar con las familias. Me doy cuenta de que hay demasiadas contradicciones entre lo que los niños practican en el hogar y lo que se les enseña en esta escuela. Hay que empezar a unificar objetivos porque, si no es así, ¿qué es lo que estoy haciendo? Si lo que yo les enseño sólo tiene validez entre las cuatro paredes de la clase, los niños se estarán dando de bruces continuamente con una realidad que tienen en contra. Quería que los padres vinieran a ver lo que hacemos y, así, poder informarles acerca de nuestros métodos educativos, de nuestras actividades y, también, de cómo higienizar a sus hijos. La verdad es que fue un fracaso. Habíamos invitado también a un médico de la zona, para que nos ayudara con los temas de salud. Después de todo lo que nos costó coordinarnos y preparar la reunión, resultó que vinieron cuatro gatos, y nunca mejor dicho, ya que sólo asistieron los padres de Tenzing y de Tashi Dolma, que hacían un total de cuatro.

En realidad, de los treinta y tres niños que asisten al parvulario, dieciséis viven con sus padres y los diecisiete restantes están en el internado de la escuela.

Tengo que admitir que el fracaso se debió a que yo empleé los mismos métodos de convocatoria que hubiera utilizado si hubiera tenido que organizar una reunión en una escuela de Hospitalet de Llobregat. ¡Qué ilusa! ¿Cómo pretendía yo que los padres atendieran a mi llamada con una notificación por escrito? Esta gente es en su mayoría analfabeta y, además, no están acostumbrados a las formalidades horarias y a las leyes de Occidente. Sin embargo, lo cierto es que de ninguna manera iba a dejar aquello en manos del fracaso: había que pensar en una solución. Decidí que si los padres no venían a la escuela, sería yo quien iría a verles a ellos.

Cuando se lo comenté a Mr. Pemba, me miró como si fuera un bicho encerrado en el zoológico. Sin embargo, yo no estaba pidiéndole opinión, lo único que quería era alguien que me guiara para visitar las casas. Así fue como Sharmila y yo nos recorrimos, una por una, las viviendas de nuestros alumnos.

Hacíamos las visitas por la tarde, cuando terminábamos las clases, avisando previamente a los padres de que íbamos a ir a verles. El primer día pagamos la novatada, ya que los padres de Pemba Yangcen Ghale nos recibieron tan bien que nos forzaron a quedarnos a cenar. Se trataba de una familia procedente de Lho Mantang, un reino independiente del Himalaya, también conocido por Mustang. Vivían en un pisito cerca de la gran estupa de Buda y, por lo visto, el padre era marchante y se ganaba muy bien la vida. Tenían la casa llena de alfombras, lo cual, entre las etnias de procedencia mongol, es un símbolo de riqueza. La cocina estaba abarrotada de objetos de cobre y la sala donde comían estaba amueblada con mesitas bajas y futones en el suelo. Nos hartaron hasta que nos salió la comida por los ojos. Sharmila y yo nos esforzábamos en decir que ya no queríamos más, pero ellos, agasajándonos como a huéspedes de honor, nos atiborraron tanto que salimos de allí como cerdos belloteros, con el estómago hinchado y la respiración prendida de un hilo. Aquel día teníamos pensado visitar tres familias, pero visto el panorama intestinal y la hora que era, no tuvimos más remedio que irnos a casa.

Los días que siguieron estuvieron muy bien aprovechados: me he dado cuenta de que esta gente está, en su gran mayoría, protegidos por Hands in Outreach, una organización americana que se solidariza con el Tíbet. En las casas no les falta de nada. He sabido que les ayudan económicamente y que pagan la escuela de sus hijos. El problema está en que no siempre saben cómo utilizar el dinero y se gastan la mitad del sueldo para ponerse un diente de oro y comprarse un televisor, mientras que al niño no le dan ni leche, ni frutas, ni lo higienizan correctamente.

Muchos de ellos son marchantes de animales. Cuál no sería mi sorpresa cuando he comprobado que meten al ganado en los pisos de alquiler, de manera que, al subir al tercer piso, te encuentras de repente con una cabra o una yegua que saca la cabeza por la ventana de la escalera.

¡No podía creer lo que veía! Estas escenas me han afectado tanto que no hago más que soñar cosas extrañas; un día soñé que me despertaba y tenía una yegua en la cama que me pedía dinero para ir a ponerse los dientes de oro.

A pesar del esfuerzo y del cansancio, las visitas han dado un resultado extraordinario. Creo que ahora tengo una idea exacta de lo que debo trabajar con los padres. Las familias, en general, se han acercado mucho más a nosotras y al entorno escolar. Esta gente es muy hospitalaria y generosa: se sentían honrados de que fuéramos sus huéspedes y nos ofrecían comida, regalos, y han tenido con nosotras detalles preciosos. En realidad, nos han tratado como a reinas. Al salir de sus casas se les veía emocionados y venían a despedirnos hasta la calle, pidiéndonos que volviéramos a visitarles.

Lo bueno de todo esto es que hemos hecho un grupito de madres que van a colaborar con nosotras de manera permanente y nos van a ayudar a organizar las actividades que propongamos. En fin, ¡todo un éxito!

Sin embargo, cuando visité a los diecisiete niños que viven en el internado de la escuela de Pemba, no me llevé tan buena impresión. La verdad es que me pareció que revivía las novelas de Charles Dickens. ¡Es verlo para creerlo! El adjetivo «cutre» se queda corto para describir el lamentable estado de las habitaciones y de los aseos. Los niños apestan, viven hacinados sin ningún hábito de higiene, se acuestan con el mismo uniforme que llevan durante el día, la mayoría de ellos no utilizan ropa interior, no se lavan los dientes, se duchan sólo una vez por semana y por la noche se los comen los mosquitos. Las sábanas y las ropas de cama no se las han cambiado desde hace meses, hay restos de piojos y de liendres en las almohadas. Los dormitorios huelen a meados, ya que hay niños de 3 años que se orinan en la cama y nadie hace nada para higienizarlos. El comedor está lleno de excrementos de ratas. Uno de nuestros alumnos, llamado Sonam, me comenta que de noche las ven desde la cama y me dice casi en un susurro:

—Las ratas son muy grandes. Por las noches, por no encontrarnos con ellas, preferimos aguantarnos el pipí hasta que amanece.

La situación me afectó tanto que salí a una de las terrazas a llorar. Cuando Sharmila me vio, vino corriendo sin entender nada.

—Esto es inmoral y totalmente inadmisible. Voy a hacer una denuncia a la policía —le dije.

Sharmila se me quedó mirando perpleja. Era evidente que no hablábamos el mismo lenguaje.

Según mis indagaciones, la situación descrita en el párrafo anterior se repite en la mayoría de internados del país. La gente cree que eso es lo lógico, lo normal y lo correcto. ¡Ilusa de mí! ¡Y yo que quería hacer una denuncia! Claro que alguna cosa habrá que hacer para proteger, por lo menos, los intereses de los niños de mi escuela. No puedo consentir semejante injusticia. ¡Me mueroooo!