VI
La hierba oculta y la lluvia borra
Hay en el cementerio del Père-Lachaise, en las cercanías de la fosa común, lejos del barrio elegante de la ciudad de los sepulcros, lejos de todas aquellas tumbas de fantasía, que despliegan en presencia de la eternidad las repugnantes modas de la muerte, en un rincón desierto, al pie de una antigua pared, bajo un gran tejo por el cual trepan las enredaderas, en medio de la grama y el musgo, una piedra. Esta piedra no está menos exenta que las demás de las lepras del tiempo, de la humedad, del liquen y del estiércol de los pájaros. El agua la verdece, y el aire la ennegrece. No está próxima a ningún sendero, y no es agradable andar por allí a causa de la altura de la hierba, y porque se mojan enseguida los pies. Cuando sale el sol, acuden allí las lagartijas. A su alrededor se estremece la ballueca, agitada por el viento. En primavera, las currucas cantan en el árbol.
Esa piedra está desnuda. Al cortarla, únicamente se pensó en las necesidades de la tumba, y no se tomó otra precaución que la de hacer aquella piedra lo bastante larga y ancha como para cubrir a un hombre.
En ella no se lee nombre alguno.
Solamente, hace ya muchos años, una mano escribió con lápiz cuatro versos que poco a poco se fueron volviendo ilegibles bajo la lluvia y el polvo, y que probablemente hoy ya estarán borrados:
Duerme. Aunque la suerte no le fue propicia,
vivía. Y murió cuando perdió a su ángel.
La muerte le llegó sencillamente,
como llega la noche cuando se marcha el día.
[FIN DE LA OBRA]