I
La tierra empobrecida por el mar

París arroja anualmente veinticinco millones al agua. Y no hablamos metafóricamente. ¿Cómo y de qué manera?: día y noche. ¿Con qué objeto?: sin ningún objeto. ¿Con qué idea?: sin pensarlo. ¿Para qué?: para nada. ¿Por medio de qué órgano?: por medio de su intestino. ¿Cuál es su intestino?: la alcantarilla.

Veinticinco millones es la más moderada de las cifras aproximadas que dan los cálculos de la ciencia especial.

La ciencia, después de haber andado a tientas durante mucho tiempo, sabe hoy que el más fecundo y eficaz de los abonos es el abono humano. Los chinos, digámoslo para nuestra vergüenza, lo sabían antes que nosotros. Ningún labrador chino (lo ha dicho Eckeberg) vuelve de la ciudad sin traer en los extremos de su bambú dos cubos llenos de lo que nosotros llamamos inmundicias. Gracias al abono humano, la tierra en China está aún tan joven como en los tiempos de Abraham. El trigo chino da hasta ciento veintiocho granos por semilla. No hay guano comparable en fertilidad al detritus de una capital. Una gran ciudad es el mejor de los estercoleros. Emplear la ciudad en abonar la llanura sería asegurarse un éxito infalible. Si nuestro oro es estiércol, en cambio, nuestro estiércol es oro.

¿Qué se hace con ese oro-estiércol? Se lo arroja al abismo.

Se envían convoyes de buques, que ocasionan grandes gastos, para recoger en el polo austral el excremento de los petreles y pingüinos, y el incalculable elemento de opulencia que se tiene al alcance de la mano se tira al mar. Todo el abono humano y animal que el mundo pierde, devuelto a la tierra en lugar de ser arrojado al mar, bastaría para alimentar al mundo.

Estos montones de inmundicias de las esquinas y bordillos, esos carros de basura que se zangolotean por la noche en las calles, esos horribles toneles del muladar, estos fétidos arroyos de fango que el empedrado oculta, ¿sabéis lo que son? Son la pradera en flor, la hierba verde, el serpol, el tomillo, la salvia; son la caza, el ganado, el mugido de satisfacción de los bueyes por la tarde; son heno oloroso, trigo dorado, pan en vuestra mesa, sangre caliente en vuestras venas; son salud, alegría, vida. Así lo quiere esta creación misteriosa que es la transformación sobre la tierra y la transfiguración en el cielo.

Devolved todo esto al gran crisol y saldrá de él vuestra abundancia. La nutrición de las llanuras forma el alimento de los hombres.

Dueños sois de perder esta riqueza, y de juzgarme además ridículo. Será la obra maestra de vuestra ignorancia.

Las estadísticas han calculado que Francia por sí sola vierte todos los años en el Atlántico, por boca de sus ríos, quinientos millones. Con estos quinientos millones, se pagaría la cuarta parte de los gastos del presupuesto; y, sin embargo, la habilidad de los hombres es tal que prefiere desprenderse de ellos, regalándolos al arroyo. La sustancia misma del pueblo, aquí gota a gota, allá a oleadas, se la lleva tras de sí el miserable derramamiento de nuestras alcantarillas en los ríos y el gigantesco vómito de nuestros ríos en el océano. Cada hipo de nuestras cloacas nos cuesta mil francos. Dos son sus resultados: la tierra empobrecida y el agua apestada. El hambre saliendo del surco y la enfermedad del río.

Es notorio, por ejemplo, que hoy el Támesis envenena a Londres.

En cuanto a París, ha sido preciso en estos últimos tiempos hacer que la mayor parte de las alcantarillas desemboque más allá del último puente.

Un doble aparato tubular, provisto de válvulas y exclusas aspirantes e impelentes, un sistema de drenaje elemental, sencillo como el pulmón del hombre, y que está en pleno funcionamiento en varias comunas de Inglaterra, bastaría para traer a nuestras ciudades el agua pura de los campos, y para enviar a nuestros campos el agua rica de las ciudades, y por este sistema, el más sencillo del mundo, aprovecharíamos los quinientos millones arrojados fuera. Se piensa en otras cosas.

El procedimiento actual hace el mal queriendo hacer el bien. La intención es buena, el resultado es triste. Se cree expurgar la ciudad y se enferma a la población. Una alcantarilla es un malentendido. Cuando en todas partes el drenaje, con su doble función, restituyendo lo que toma, haya reemplazado a la alcantarilla, simple lavado empobrecedor, entonces, combinándose esto con los datos de una nueva economía social, el producto de la tierra será duplicado y el problema de la miseria singularmente atenuado. Añádase la supresión de los parasitismos y quedará resuelto.

Entretanto, la riqueza pública se marcha al río, y la merma sigue. Merma, sí, ésta es la palabra. Europa se arruina por consunción.

En cuanto a Francia, acabamos de mencionar su cifra. Ahora bien, como París contiene la vigésimo quinta parte de la población francesa total, y el guano parisiense es el más rico de todos, no se llega todavía al guarismo verdadero al evaluar en veinticinco millones la parte de pérdida de París en los quinientos millones que Francia deshecha anualmente. Estos veinticinco millones empleados en asistencia y goces doblarían el esplendor de París. La ciudad los gasta en cloacas. De manera que puede decirse que la gran prodigalidad de París, su fiesta maravillosa, su Folie-Beaujon[17], su orgía, su fortuna derramada a manos llenas, su fasto, su lujo, su magnificencia, es su alcantarilla.

De esta suerte, en la ceguera de una mala economía política, se ahoga y se deja arrastrar por la corriente y perderse en los abismos el bienestar de todos. Convendría que hubiese redes en Saint-Cloud, para la fortuna pública.

Económicamente, el hecho puede resumirse así: París manirroto.

París, esa ciudad modelo, ese patrón de capitales bien construidas, y de la que cada pueblo procura tener una copia, metrópoli de lo ideal, augusta patria de la iniciativa, del impulso y del ensayo, centro y mansión de las inteligencias, ciudad-nación, colmena del porvenir, admirable mezcla de Babilonia y de Corinto, hace, desde el punto de vista que acabamos de considerar, encogerse de hombros a un labrador de Fukien.

Imitad a París y os arruinaréis.

Por lo demás, en este despilfarro insensato, el mismo París imita.

Estas sorprendentes ineptitudes no son nuevas; la necedad, en el presente caso, viene de muy atrás. Los antiguos obraban como los modernos. «Las cloacas de Roma —dice Liebig— han absorbido todo el bienestar del labrador romano». Cuando la campiña de Roma fue arruinada por la alcantarilla romana, Roma agotó los recursos de Italia, y cuando hubo vaciado a Italia en su cloaca, hizo lo propio con Sicilia, luego Cerdeña y luego África. La alcantarilla de Roma se ha tragado el mundo. Esta cloaca ofrecía sus tragaderas a la ciudad y al universo. Urbi et orbi. Ciudad eterna, alcantarilla insondable.

En estas cosas, como en otras, Roma da el ejemplo.

París sigue este ejemplo, con la estupidez propia de las ciudades de talento.

Para las necesidades de la operación de que hemos hablado, París tiene debajo de sí otro París. Un París de alcantarillas, con sus calles, sus encrucijadas, sus plazas, sus callejuelas sin salida, sus arterias y su circulación, que es fango, faltando sólo la figura humana.

Porque no debe adularse a nadie, ni siquiera a un gran pueblo. Donde hay de todo, se encuentra la ignominia al lado de lo sublime; y si París contiene a Atenas, la ciudad de las luces, a Tiro, la ciudad del poder, a Esparta, la ciudad de la virtud, a Nínive, la ciudad del prodigio, contiene también a Lutecia, la ciudad del cieno.

Por otra parte, el sello de su poder está también presente y la titánica sentina de París ostenta, entre sus monumentos, ese ideal extraño realizado en la humanidad por algunos hombres tales como Maquiavelo, Bacon y Mirabeau: lo grandioso abyecto.

El subsuelo de París, si la vista pudiera penetrar su superficie, presentaría el aspecto de una madrépora colosal. Una esponja no tiene más boquetes y pasillos que el pedazo de tierra, de seis leguas de circuito, donde descansa la antigua gran ciudad. Sin hablar de las catacumbas, que son una cueva aparte, sin hablar del confuso enrejado de las cañerías del gas, sin contar con el vasto sistema tubular de la distribución de agua corriente a las fuentes públicas, las alcantarillas por sí solas forman, en las dos riberas, una prodigiosa red subterránea; laberinto cuyo hilo es la pendiente.

Allí aparece en la bruma húmeda la rata, que parece el producto del parto de París.

Jean Valjean
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