VII
Efectos del sueño mezclados con la felicidad
Los enamorados se veían todos los días. Cosette iba a casa del señor Gillenormand con el señor Fauchelevent. «Es la inversión de las cosas —decía la señorita Gillenormand—, la futura esposa viene a domicilio para que le hagan la corte». Pero la convalecencia de Marius lo había exigido así, y los sillones de la calle Filles-du-Calvaire, mejores para las entrevistas que las sillas de paja de la calle L’Homme-Armé, habían hecho arraigar la costumbre. Marius y el señor Fauchelevent se veían pero no se hablaban. Parecía que hubiesen convenido en ello. Toda joven necesita de un acompañante. Cosette no hubiera podido ir allí sin el señor Fauchelevent. Para Marius, el señor Fauchelevent era la condición de Cosette. Lo aceptaba. Al tratar, vagamente y sin precisar, las materias de la política, desde el punto de vista de la mejora general de la suerte de todos, apenas llegaban a decirse algo más que sí y no. Una vez, con motivo de la enseñanza, que Marius quería que fuese gratuita y obligatoria, multiplicada, prodigada a todos como el aire y el sol, en una palabra, al pueblo entero, fueron de la misma opinión y casi entablaron una conversación. Marius observó entonces que el señor Fauchelevent hablaba bien, e incluso con una cierta elevación de lenguaje. Faltábale, sin embargo, un no se sabe qué. El señor Fauchelevent tenía algo de menos que el hombre de mundo, y algo de más.
Marius, en el fondo de su pensamiento, dirigía toda suerte de preguntas mudas al señor Fauchelevent, que para él era simplemente benévolo y frío. A veces tenía dudas sobre sus propios recuerdos. Tenía un agujero en la memoria, un agujero negro, un abismo abierto por cuatro meses de agonía. En él se habían perdido muchas cosas. Llegaba a preguntarse si realmente había visto al señor Fauchelevent, a un hombre tan grave y tan sereno, en la barricada.
No era éste el único estupor que las apariciones y las desapariciones del pasado le habían dejado en el espíritu. No debe creerse que estuviese libre de las insistencias de la memoria que nos obligan, aun siendo felices, aun estando satisfechos, a mirar melancólicamente hacia atrás. La cabeza que no se vuelve hacia los horizontes desvanecidos no contiene ni pensamiento ni amor. A veces, Marius se cogía la cara entre las manos, y el pasado tumultuoso y vago atravesaba el crepúsculo que tenía en el cerebro. Volvía a ver a Mabeuf, oía a Gavroche cantar bajo la metralla, sentía bajo sus labios el frío de la frente de Éponine; Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Combeferre, Bossuet, Grantaire, todos sus amigos se alzaban ante él, y luego se disipaban. Todos aquellos seres queridos, dolorosos, valientes, encantadores o trágicos, ¿eran sólo sueños?, ¿habían existido, en efecto? El motín lo había envuelto todo en humo. Las grandes fiebres tienen grandes sueños. Interrogábase, palpábase; sentía vértigo por todas aquellas realidades desvanecidas. ¿Dónde estaban, pues, aquellos seres?, ¿era cierto que todos habían muerto? Una caída en las tinieblas se lo había llevado todo, excepto a él. Le parecía que todo aquello había desaparecido como detrás de un telón de teatro. En la vida existen esas cortinas que caen. Dios pasa al acto siguiente.
Y en cuanto a él, ¿era todavía el mismo hombre? Él, el pobre, era rico. Marius abandonado tenía una familia; Marius desesperado se casaba con Cosette. Le parecía que había atravesado una tumba, que había entrado en ella negro y había salido blanco. Los otros se habían quedado en aquella tumba. En ciertos momentos, todos los seres del pasado aparecían, formaban un círculo a su alrededor y le ensombrecían; entonces pensaba en Cosette, y se serenaba.
El señor Fauchelevent ocupaba casi un lugar entre aquellos seres desvanecidos. Marius dudaba de que el Fauchelevent de la barricada fuera el mismo que se sentaba tan gravemente al lado de Cosette. El primero era probablemente una de esas pesadillas que traen y llevan las horas de delirio. Por lo demás, sus dos naturalezas eran tan distintas que no era posible que Marius hiciera ninguna pregunta al señor Fauchelevent. Ni siquiera se le había ocurrido la idea. Hemos señalado ya este detalle característico.
Dos hombres que poseen un secreto común, y por una especie de acuerdo tácito no cambian ni una palabra sobre ello, es un hecho menos raro de lo que se supone.
Solamente una vez Marius realizó una prueba. Hizo aparecer en la conversación la calle Chanvrerie, y volviéndose hacia el señor Fauchelevent, le dijo:
—¿Conocéis esa calle?
—¿Cuál?
—La calle Chanvrerie.
—No tengo ni la más remota idea acerca del nombre de esa calle —respondió el señor Fauchelevent con el tono más natural del mundo.
La respuesta, que se refería al nombre de la calle, y no a la calle en sí, pareció a Marius más concluyente de lo que era.
«Decididamente —pensó—, he soñado. He tenido una alucinación. Sería alguien que se le parecía. El señor Fauchelevent no estaba allí».