IV
Botella de tinta que no es buena sino para quitar las manchas

Aquel mismo día, o mejor dicho, aquella misma noche, cuando Marius dejaba la mesa, e iba a retirarse a su gabinete para estudiar un caso, Basque le había entregado una carta diciéndole: «La persona que ha escrito esta carta está en la antecámara».

Cosette había tomado al abuelo del brazo y daba una vuelta por el jardín.

Una carta, como un hombre, puede tener mala catadura. Papel grueso, pliegue grosero, sólo con verlas ciertas misivas repugnan. La carta que había traído Basque era de esta especie.

Marius la cogió. Olía a tabaco. Nada hay que despierte tanto los recuerdos como un olor. Marius reconoció el tabaco. Miró el sobre: «Al señor Pontmercy. En su casa». Reconocido el tabaco, le fue fácil reconocer la escritura. Hubiérase podido decir que del asombro se desprenden a veces relámpagos. Marius quedó iluminado por uno de esos relámpagos.

El olfato, misterioso auxiliar de la memoria, acababa de hacer revivir en él todo un mundo. Era el mismo papel, aquella manera de doblarlo, el color pálido de la tinta, la conocida letra; sobre todo era el tabaco. La buhardilla de los Jondrette se le aparecía.

Así, ¡extraña casualidad!, una de las dos pistas que había buscado tanto, aquella por la que últimamente había hecho tantos esfuerzos y que creía perdida para siempre, acababa de ofrecérsele.

Abrió ávidamente la carta y leyó:

Señor barón:

Si el Ser Supremo me hubiese dado talento, hubiera podido ser el barón Thénard, miembro del Instituto (Academia de Ciencias), pero no lo soy. Llevo únicamente el mismo nombre que él, feliz si este recuerdo me recomienda a la excelencia de vuestras bondades. Estoy en posesión de un secreto que concierne a un individuo. Y este individuo os concierne. Tengo el secreto a vuestra disposición, y deseo tener el honor de seros útil. Os ofreceré el medio simple de expulsar de vuestra honorable familia a este individuo que no tiene derecho a estar en ella, pues la señora baronesa pertenece a una clase elevada. El santuario de la virtud no puede cohabitar más tiempo con el crimen sin mancharse.

Espero en la antesala las órdenes del señor barón.

Con el mayor respeto.

La carta estaba firmada «Thénard».

Esta firma no era falsa. Estaba únicamente abreviada.

Por lo demás el estilo y la ortografía completaban la revelación. El certificado de origen estaba completo. No cabía duda alguna.

La emoción de Marius fue profunda. Después del primer movimiento de sorpresa, experimentó un movimiento de felicidad. Si lograba encontrar al otro hombre que buscaba, a quien le había salvado la vida, no desearía nada más.

Abrió un cajón de su secreter; cogió algunos billetes de banco, se los puso en el bolsillo, volvió a cerrar el cajón y llamó. Basque entreabrió la puerta.

—Haced que pase —dijo Marius.

Basque anunció:

—El señor Thénard.

Entró un hombre.

Nueva sorpresa para Marius. El hombre que entró le resultaba completamente desconocido.

El personaje introducido por Basque, de edad avanzada, tenía una gran nariz, la barbilla sumida en la corbata, anteojos verdes y dobles, el pelo alisado y aplanado sobre la frente hasta las cejas, como la peluca de los cocheros ingleses de high life. Sus cabellos eran grises. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies; un negro bastante gastado, pero limpio; del bolsillo salían unas cuantas baratijas, que hacían suponer un reloj. Andaba encorvado, y la curvatura de su espalda aumentaba en la profundidad de su saludo.

Lo que sorprendía al principio es que el traje de aquel personaje, demasiado amplio aunque cuidadosamente abrochado, no parecía hecho para él.

En este punto es necesaria una breve digresión.

Había en París en aquella época, en una vieja casa de la calle Beautreillis, cerca del Arsenal, un judío ingenioso cuya profesión era convertir a un pícaro en hombre honrado. No por mucho tiempo, pues hubiera resultado molesto para el pícaro. El cambio se hacía durante un día o dos, a razón de treinta sueldos por día, por medio de un traje que se pareciese lo más posible a la honradez de todo el mundo. Este alquilador de ropas era llamado «el cambista», nombre que le habían dado los rateros parisienses, no conociéndole por otro. Tenía un vestuario bastante completo. Poseía todas las especialidades y las categorías; de cada clavo de su almacén colgaba, gastada y ajada, una condición social; aquí el vestido de magistrado, allí el de cura, más allá el de banquero; en un rincón, el uniforme de militar retirado, y más lejos el traje de hombre de letras, y detrás el del hombre de Estado. Aquel individuo era el guardarropa del inmenso drama que los pícaros representan en París. Su casa era los bastidores de donde salía el robo o a los que volvía la estafa. Un bribón harapiento llegaba a aquel vestuario, dejaba treinta sueldos y escogía, según el papel que deseaba representar aquel día, el traje que le convenía, y al bajar la escalera el bribón era alguien. Al día siguiente devolvía la ropa, y el cambista, que confiaba todo a los ladrones, no era robado jamás. Estos vestidos tenían un inconveniente, no «encajaban»; no estando hechos para quienes los llevaban, eran demasiado estrechos para unos, demasiado anchos para otros y no iban bien a nadie. Todo tunante que sobrepasaba la media humana de estatura se sentía incómodo con las ropas del «cambista». Era preciso no estar ni demasiado gordo ni demasiado flaco. El «cambista» se había propuesto complacer a los hombres ordinarios. Había tomado la medida de la especie en la del primer pícaro que tuvo a mano, el cual no era ni grueso ni delgado, ni alto ni bajo. De ahí las dificultades para adaptar los trajes, y el «cambista» se las apañaba como podía. ¡Tanto peor para las excepciones! El traje de hombre de Estado, por ejemplo, negro de arriba abajo, hubiese sido demasiado amplio para Pitt, y demasiado estrecho para Castelcicala. El traje de hombre de Estado estaba designado como sigue, en el catálogo del «cambista»; copiamos su texto: «Una levita de paño negro, un pantalón de lanilla negra, un chaleco de seda, botas y ropa blanca». Al margen había escrito: «Antiguo embajador», y una nota que copiamos igualmente: «En una caja aparte, una peluca convenientemente rizada, anteojos verdes, sellos de reloj y dos pequeños cañones de pluma de una pulgada de longitud, envueltos en algodón». Todo esto pertenecía al hombre de Estado, antiguo embajador. Todo este traje estaba, si es posible hablar así, extenuado, las costuras blanqueaban; por uno de los codos quería asomar ya el forro; además, faltaba un botón en la levita, sobre el pecho; esto era poco importante, pues la mano del hombre de Estado, que debe siempre estar colocada sobre el corazón, tenía por función ocultar el botón ausente.

Si Marius hubiera estado familiarizado con las instituciones ocultas de París, hubiera reconocido inmediatamente, sobre el personaje que acababa de entrar, el traje de hombre de Estado del almacén del «cambista».

El disgusto de Marius al ver entrar a un hombre distinto del que esperaba recayó sobre el recién llegado. Le examinó de pies a cabeza, mientras el personaje se inclinaba desmesuradamente, y le preguntó secamente:

—¿Qué queréis?

El hombre respondió con un rictus amable, del cual daría alguna idea la sonrisa acariciadora de un cocodrilo.

—Me parece imposible que no haya tenido antes de ahora el honor de conocer al señor barón. Creo que le encontré hace algunos años en casa de la princesa Bagration, y en los salones de su señoría el vizconde Dambray, par de Francia.

Es una buena táctica de los pícaros el aparentar reconocer a alguien a quien no se conoce.

Marius estaba atento a la manera de hablar de aquel hombre. Espiaba el acento y el gesto, pero su disgusto aumentaba; era una pronunciación nasal, absolutamente distinta del sonido de voz agrio y seco que esperaba. Estaba completamente desorientado.

—No conozco —dijo— ni a la señora Bagration ni al señor Dambray. En mi vida he puesto los pies en casa de uno ni de otro.

La respuesta era contundente; sin embargo, el personaje, sonriendo de nuevo, insistió:

—Entonces fue en casa de Chateaubriand. Conozco mucho a Chateaubriand. Es muy afable. Me dice algunas veces: «Thénard, amigo mío… ¿no queréis beber una copa conmigo?».

La frente de Marius se iba poniendo cada vez más severa.

—No he tenido nunca el honor de ser recibido en casa del señor Chateaubriand. Abreviemos. ¿Qué queréis?

El personaje, ante la voz más dura, se inclinó más profundamente.

—Señor barón, dignaos oírme. Hay en América, en un país que está al lado de Panamá, un pueblo llamado Joya. Este pueblo se compone de una sola casa. Una gran casa cuadrada de tres pisos, construida con ladrillos cocidos al sol; cada costado tiene una longitud de quinientos pies, y cada piso se retira del inferior doce pies, con el fin de dejar ante sí una terraza que da la vuelta al edificio; en el centro hay un patio interior donde están las provisiones y las municiones; no hay ventanas, sino troneras, y no hay puerta, sino escalas para subir del suelo a la primera terraza, y de la primera a la segunda, y de la segunda a la tercera, y escalas para bajar al patio interior; en las habitaciones no hay puertas, sino trampas, y no hay escaleras en las habitaciones, sino escalas; por la noche se cierran las trampas, se retiran las escalas, y las bocas de las carabinas asoman por las troneras; no hay medio de entrar allí; de día una casa, y de noche una ciudadela. Ochocientos habitantes. Ése es el pueblo. ¿Por qué tantas precauciones?, porque el país es peligroso; está lleno de antropófagos. Entonces, ¿por qué van allí?, porque es un país maravilloso donde se encuentra oro.

—¿Adónde queréis ir a parar? —interrumpió Marius que del disgusto pasaba a la impaciencia.

—A esto, señor barón. Soy un viejo diplomático fatigado. Estoy harto de la civilización y quiero probar a vivir entre salvajes.

—¿Y luego?

—Señor barón, el egoísmo es la ley del mundo. La campesina proletaria que trabaja durante el día vuelve cuando pasa la diligencia; la campesina propietaria que trabaja en su propio campo no regresa. El perro del pobre ladra después del rico, el perro del rico ladra después del pobre. Cada uno para sí. El interés, éste es el único objetivo del hombre. El oro, éste es el imán.

—¿Y qué más? Concluid.

—Quisiera ir a establecerme en Joya. Somos tres. Tengo esposa e hija; una hija muy linda. El viaje es demasiado caro. Necesito un poco de dinero.

—¿Y qué me importa esto? —preguntó Marius.

El desconocido sacó el pescuezo fuera de la cabeza, ademán propio del buitre, y replicó sonriendo otra vez:

—¿Es que el señor barón no ha leído mi carta?

Había algo de verdad en eso. El hecho es que el contenido de la carta había resbalado sobre Marius. Más que haber leído la carta, había observado la escritura. Apenas la recordaba. Hacía un momento un detalle le había puesto alerta: «Tengo esposa e hija». Clavó en el individuo una mirada penetrante. Un juez de instrucción no hubiera mirado mejor. Limitose a responder:

—Precisad.

El desconocido metió las manos en los bolsillos, alzó la cabeza sin enderezar su espina dorsal, pero escrutando a Marius con la mirada verde de sus anteojos.

—Sea, señor barón. Voy a precisar. Tengo un secreto que venderos.

—¿Un secreto?

—Un secreto.

—¿Que me concierne?

—Un poco.

—¿Cuál es ese secreto?

Marius no cesaba de examinar al hombre mientras le escuchaba.

—Empiezo gratis —dijo el desconocido—. Vais a ver que soy interesante.

—Hablad.

—Señor barón, tenéis en vuestra casa un ladrón y un asesino.

Marius se estremeció.

—¿En mi casa?, no —dijo.

El desconocido, imperturbable, cepilló su sombrero con el codo y prosiguió:

—Asesino y ladrón. Tened en cuenta, señor barón, que no hablo de hechos pasados, caducos, que pueden borrarse por la prescripción de la ley y por el arrepentimiento ante Dios. Hablo de hechos recientes, de hechos actuales, de hechos ignorados aún por la justicia. Continúo. Ese hombre se ha introducido en vuestra confianza, y casi en vuestra familia, con un nombre falso. Voy a deciros su verdadero nombre. Y os lo diré gratis.

—Escucho.

—Se llama Jean Valjean.

—Lo sé.

—Igualmente gratis os diré quién es.

—Decid.

—Un antiguo presidiario.

—Lo sé.

—Lo sabéis desde que he tenido el honor de decíroslo.

—No. Lo sabía ya antes.

El tono frío de Marius, la doble réplica «Lo sé», su laconismo refractario al diálogo, despertaron en el desconocido una cólera sorda. Asestó a Marius, a hurtadillas, una mirada furiosa, que sólo duró un instante. Por rápida que fuera aquella mirada, de esas que se reconocen inmediatamente en cuanto se han visto una vez, no se le escapó a Marius. Ciertos resplandores no pueden brotar sino de ciertas almas; los ojos, ventanas del pensamiento, los reflejan; los anteojos no ocultan nada; sería como poner un vidrio delante del infierno.

El desconocido continuó, sonriendo:

—No me permito desmentir al señor barón. En todo caso, debéis reconocer que estoy informado. Ahora, lo que voy a relataros sólo lo sé yo. Interesa a la fortuna de la señora baronesa. Es un secreto extraordinario. Está en venta. A vos os lo ofrezco antes que a nadie. Y barato. Veinte mil francos.

—Conozco ese secreto, igual que los otros —dijo Marius.

El personaje sintió la necesidad de bajar un poco el precio:

—Señor barón, dadme diez mil francos y hablo.

—Os repito que no tenéis nada nuevo que contarme. Ya sé lo que queréis decirme.

Hubo un nuevo relámpago en la mirada del hombre. Exclamó:

—Es preciso no obstante que yo coma hoy. Os repito que es un secreto extraordinario. Señor barón, voy a hablar. Hablo. Dadme veinte francos.

Marius le miró fijamente.

—Conozco vuestro extraordinario secreto, así como sabía ya el nombre de Jean Valjean como sé vuestro nombre.

—¿Mi nombre?

—Sí.

—Eso no es difícil, señor barón. He tenido el honor de escribirlo y decíroslo. Thénard.

—Dier.

—¿Cómo?

—Thénardier.

—¿Quién…?

En el peligro, el puerco espín se eriza, el escarabajo se finge muerto, la guardia veterana forma en cuadro; aquel hombre se echó a reír.

Luego sacudió de un capirotazo un grano de polvo de la manga de su levita.

Marius prosiguió:

—Sois también el obrero Jondrette, el comediante Fabantou, el poeta Genflot, el español don Álvarez y la señora Balizard.

—¿La señora qué?

—Y habéis tenido un figón en Montfermeil.

—¿Un figón?, nunca.

—Y os digo que sois Thénardier.

—Lo niego.

—Y que sois un bribón. Tomad.

Y Marius sacó del bolsillo un billete de banco y se lo arrojó a la cara.

—¡Gracias!, ¡perdón!, ¡quinientos francos!, ¡señor barón!

Y aquel hombre trastornado, saludando, cogió el billete y lo examinó.

—¡Quinientos francos! —repitió absorto. Y dijo a media voz—: ¡No está mal! —Y añadió bruscamente—: Pues bien, sea. Fuera disfraz.

Y con una presteza de mono, se echó atrás los cabellos, se arrancó los anteojos, se quitó la nariz; se quitó el rostro como otro se quitaría el sombrero.

La mirada se iluminó; la frente desigual, agrietada, con protuberancias, horriblemente arrugada en la parte superior, se manifestó por entero; la nariz volvió a ser aguda como un pico; el perfil feroz y sagaz del hombre de presa reapareció.

—El señor barón es infalible —dijo con una voz clara de la que había desaparecido el tono nasal—, soy Thénardier.

Y enderezó su espalda curvada.

Thénardier estaba extrañamente sorprendido; se habría turbado si hubiera sido capaz de ello.

Había ido a llevar la sorpresa y era él quien la recibía. Aquella humillación se la pagaban con quinientos francos, y lo aceptaba; pero no por ello estaba menos aturdido.

Veía por vez primera al barón Pontmercy y, a pesar de su disfraz, aquel barón Pontmercy le reconocía, y le reconocía a fondo. Y no solamente este barón estaba al corriente de su historia, sino que, según parecía, también de la de Jean Valjean. ¿Quién era aquel joven casi imberbe, tan glacial y generoso, que sabía los nombres de la gente, que sabía todos sus nombres, y que les abría su bolsillo, que trataba a los bribones como un juez y que les pagaba como una víctima?

Thénardier, como sabe el lector, aunque en otro tiempo vecino de Marius, no le había visto nunca, lo cual es frecuente en París. Había oído hablar a sus hijas vagamente de un joven muy pobre, llamado Marius, que vivía en la casa. Le había escrito, sin conocerle, la carta que recordará el lector. Ninguna relación podía existir para él entre el Marius de aquella época y este señor barón de Pontmercy.

En cuanto al nombre de Pontmercy, el lector recordará que en el campo de batalla de Waterloo no había oído más que las dos últimas sílabas, para las cuales había tenido siempre el legítimo desdén que se debe a lo que no es más que un agradecimiento.

Por lo demás, por su hija Azelma, a la que había puesto sobre la pista de los novios el 16 de febrero, y por sus investigaciones personales, había llegado a saber muchas cosas, y desde el fondo de sus tinieblas había logrado coger más de un hilo misterioso. Había conseguido, a fuerza de ingenio, o al menos a fuerza de indicios, adivinar quién era el hombre al que había encontrado cierto día en la alcantarilla grande. Del hombre le costó poco llegar al nombre. Sabía que la baronesa de Pontmercy era Cosette. Pero por este lado se proponía ser discreto. ¿Quién era Cosette? Él mismo no lo sabía. Entreveía algún nacimiento bastardo, pues la historia de Fantine le había parecido siempre ambigua, pero ¿para qué hablar de ello? ¿Para hacerse pagar su silencio? Creía tener algo mejor para vender. Por otra parte, sin pruebas, decir al barón de Pontmercy «vuestra esposa es bastarda» no hubiera logrado más que provocar la cólera del marido, traducida en puntapiés sobre sus riñones.

En la mente de Thénardier, la conversación con Marius no había empezado aún. Había tenido que retroceder, modificar su estrategia, abandonar su posición, cambiar de frente; pero no había aún comprometido nada esencial, y tenía ya quinientos francos en su bolsillo. Además, tenía que decir algo decisivo, e incluso contra aquel barón Pontmercy, tan informado y tan bien armado, se sentía fuerte. Para los hombres de la naturaleza de Thénardier, todo diálogo es un combate. En el que se iba a entablar, ¿cuál era su situación? No sabía con quién hablaba, pero sabía de quién hablaba. Pasó rápidamente esta revista interior de sus fuerzas, y después de haber dicho «soy Thénardier», esperó.

Marius se había quedado pensativo. Por fin tenía a Thénardier. Aquel hombre a quien había deseado tanto encontrar estaba allí. Podría pues por fin cumplir la recomendación del coronel Pontmercy. Le humillaba que aquel héroe debiera algo a aquel bandido, y que la letra de cambio girada desde el fondo de la tumba por su padre estuviese aún en descubierto. Le parecía también, en la compleja situación en que se hallaba su espíritu frente a Thénardier, que tenía ocasión de vengar al coronel de la desgracia de haber sido salvado por un individuo tan vil. De cualquier modo estaba contento. Iba por fin a liberar de aquel acreedor indigno a la sombra del coronel, y le parecía que iba a retirar de la cárcel por deudas la memoria de su padre.

Al lado de este deber, tenía otro, esclarecer, si podía, el origen de la fortuna de Cosette. La ocasión parecía propicia. Thénardier sabía tal vez alguna cosa. Podía resultar útil conocer el fondo de aquel hombre. Empezó por esto.

Thénardier había hecho desaparecer el billete en su bolsillo y miraba a Marius con una dulzura casi tierna.

Marius rompió el silencio.

—Thénardier, os he dicho vuestro nombre. Ahora, ¿queréis que os diga el secreto que pretendíais descubrirme? Yo también me he informado. Vais a ver que sé aún más que vos. Jean Valjean, como habéis dicho, es un asesino y un ladrón. Un ladrón porque robó a un rico fabricante del cual causó la ruina, el señor Madeleine. Un asesino porque asesinó al agente de policía Javert.

—No comprendo, señor barón —dijo Thénardier.

—Voy a hacerme comprender. Escuchad. Había en el distrito del Pas-de-Calais, hacia 1822, un hombre que había tenido un antiguo choque con la justicia, y que, con el nombre de Madeleine, se había corregido y rehabilitado. Este hombre se había convertido, con toda la fuerza de la expresión, en un justo. Con una industria, la fábrica de abalorios negros, había hecho la fortuna de toda una ciudad. En cuanto a su fortuna personal, también la había hecho, pero de manera secundaria, y en cierto sentido, por casualidad. Era el padre de los pobres. Fundaba hospitales, abría escuelas, visitaba a los enfermos, dotaba a las jóvenes, sostenía a las viudas, adoptaba a los huérfanos; era como el tutor de la región. No aceptó una condecoración; fue nombrado alcalde. Un presidiario liberado conocía el secreto de una falta en que había incurrido en otro tiempo aquel hombre; le denunció y le hizo arrestar, y se aprovechó de su detención para venir a París y lograr que el banquero Laffitte, lo sé de boca del mismo cajero, le entregase, en virtud de una firma falsa, una suma de más de medio millón que pertenecía al señor Madeleine. Este presidiario que robó al señor Madeleine es Jean Valjean. En cuanto al otro hecho, tampoco tenéis nada que descubrirme. Jean Valjean mató al agente Javert; lo mató de un disparo de pistola. Yo, que os hablo, estaba presente.

Thénardier miró a Marius con la expresión soberana de un hombre derrotado que se repone y gana en un minuto todo el terreno que había perdido. Pero no tardó en sonreír nuevamente; el inferior delante del superior sabe disimular el triunfo, y Thénardier se limitó a decir a Marius:

—Señor barón, equivocamos el camino.

Y subrayó esta frase haciendo girar de manera expresiva las baratijas que le salían del bolsillo.

—¿Cómo? —dijo Marius—, ¿negáis esto? Son hechos.

—Son quimeras. La confianza con que me honra el señor barón me impone el deber de decírselo. Ante todo la verdad y la justicia. No me gusta ver cómo acusan a la gente injustamente. Señor barón, Jean Valjean no robó al señor Madeleine y no mató a Javert.

—¡Esto sí que es bueno! ¿En qué fundáis esta afirmación?

—En dos razones.

—¿Cuáles? Hablad.

—He aquí la primera: no robó al señor Madeleine puesto que el señor Madeleine es el mismo Jean Valjean.

—¡Qué decís!

—Y he aquí la segunda: no asesinó a Javert puesto que quien mató a Javert fue el mismo Javert.

—¿Qué queréis decir?

—Que Javert se suicidó.

—¡Probadlo!, ¡probadlo! —exclamó Marius fuera de sí.

Thénardier repuso, recitando la frase a la manera de un alejandrino antiguo:

—El agen-te de po-li-cía Ja-vert fue en-con-tra-do aho-ga-do de-ba-jo de una bar-ca del Pont-au-Chan-ge.

—¡Probadlo!

Thénardier sacó de su bolsillo lateral un gran sobre de papel gris que parecía contener hojas dobladas de diversas medidas.

—Tengo mi legajo —dijo con calma. Y añadió—: Señor barón, en interés vuestro, he querido conocer a fondo a mi Jean Valjean. Os digo que Jean Valjean y Madeleine son el mismo hombre, y digo que Javert no ha tenido otro asesino que el propio Javert, y cuando hablo es que tengo pruebas. No pruebas manuscritas, pues la escritura es sospechosa, sino pruebas impresas.

Mientras hablaba, Thénardier iba extrayendo del sobre dos ejemplares de periódicos amarillentos estrujados, y fuertemente saturados de olor de tabaco. Uno de aquellos periódicos, roto por los dobleces, y casi deshaciéndose en jirones cuadrados, parecía mucho más antiguo que el otro.

—Dos hechos, dos pruebas —dijo Thénardier. Y tendió a Marius los dos periódicos desdoblados.

El lector conoce ya estos dos periódicos. Uno, el más antiguo, un ejemplar del Drapeau Blanc del 25 de julio de 1823, del que se ha podido leer el texto en este libro, donde se establece la identidad del señor Madeleine como Jean Valjean. El otro, un Moniteur del 15 de julio de 1832, informaba del suicidio de Javert, añadiendo que resultaba de un informe verbal del agente al prefecto, que hecho prisionero en la barricada de la calle Chanvrerie, debía la vida a la magnanimidad de un insurgente, quien, teniéndole apuntado con su pistola, en lugar de levantarle la tapa de los sesos, había disparado al aire.

Marius leyó. Era evidente, fecha correcta, prueba irrefutable, que aquellos periódicos no habían sido impresos a propósito para apoyar las informaciones de Thénardier; la nota publicada en el Moniteur estaba comunicada administrativamente por la prefectura de policía. Marius no podía dudar. Los informes del cajero eran falsos y él estaba equivocado. Jean Valjean engrandeciéndose repentinamente, salía de la nube. Marius no pudo retener un grito de alegría:

—¡Entonces ese desgraciado es un hombre admirable!, ¡toda esa fortuna era realmente suya!, ¡es Madeleine, la providencia de toda una región!, ¡es Jean Valjean, el salvador de Javert!, ¡es un héroe!, ¡es un santo!

—No es un santo ni un héroe —dijo Thénardier—. Es un asesino y un ladrón. —Y añadió con el tono de un hombre que empieza a sentir que posee alguna autoridad—: Tranquilicémonos.

Ladrón, asesino, esas palabras que Marius creía desaparecidas y que entraban de nuevo en escena cayeron sobre él como un témpano de hielo.

—¡Otra vez! —dijo.

—Siempre —contestó Thénardier—. Jean Valjean no ha robado al señor Madeleine pero es un ladrón. No ha matado a Javert pero es un asesino.

—¿Queréis hablar —repuso Marius— de ese miserable robo de hace cuarenta años, expiado, como resulta de vuestros periódicos mismos, por toda una vida de arrepentimiento, de abnegación y de virtud?

—He dicho asesinato y robo, señor barón. Y repito que hablo de hechos actuales. Lo que tengo que revelaros es absolutamente desconocido. Es algo inédito. Y tal vez encontraréis el origen de la fortuna ofrecida hábilmente por Jean Valjean a la señora baronesa. Digo hábilmente, pues, por medio de una donación de ese tipo, pensaba introducirse en una familia honrada con la que compartir las comodidades, y al mismo tiempo ocultar su crimen, gozar de lo robado, ocultar su nombre y crearse una familia. No sería un acto muy torpe.

—Podría interrumpiros aquí —observó Marius—, pero continuad.

—Señor barón, voy a contároslo todo, dejando la recompensa a vuestra discreción. Este secreto vale oro macizo. Me diréis: «¿Por qué no te has dirigido a Jean Valjean?». Por una razón muy sencilla: sé que él se ha desprendido en vuestro favor, y la combinación me parece ingeniosa; pero así y todo no tiene ni un sueldo, y me mostraría sus manos vacías; puesto que yo tengo necesidad de dinero para mi viaje a Joya, os prefiero a vos, que lo tenéis todo. Estoy un poco cansado. Permitidme sentarme.

Marius se sentó y le indicó con un ademán que hiciera lo mismo.

Thénardier se sentó en una silla acolchada, cogió los dos periódicos, los metió en el sobre y murmuró, refiriéndose al Drapeau Blanc:

—Éste me ha costado trabajo hallarlo.

Dicho esto, cruzó las piernas y apoyose en el respaldo de la silla, actitud propia de las personas seguras de lo que dicen; luego entró en materia gravemente, y acentuando las palabras.

—Señor barón, el 6 de junio de 1832, hace aproximadamente un año, el día del motín, había un hombre en la alcantarilla grande de París, en el punto en que esta alcantarilla desemboca al Sena, entre el puente de los Inválidos y el puente de Iéna.

Marius acercó bruscamente su silla a la de Thénardier. Thénardier observó aquel movimiento y continuó con la lentitud de un orador que es dueño de su interlocutor y que siente la palpitación de su adversario por sus palabras.

—Ese hombre, obligado a ocultarse por razones ajenas a la política, había tomado la alcantarilla por domicilio y poseía una llave. Era, repito, el 6 de junio; serían las ocho de la noche. El hombre oyó un ruido en la alcantarilla. Sorprendido, se ocultó y esperó. Era un ruido de pasos; alguien andaba en la sombra, y se dirigía hacia él. Cosa extraña, en la alcantarilla había alguien más que él. La reja de salida no estaba lejos. Un poco de luz que entraba por ella le permitió reconocer al recién llegado y ver que aquel hombre llevaba algo sobre sus hombros. El hombre que andaba curvado era un antiguo presidiario, y lo que llevaba sobre los hombros era un cadáver. Flagrante delito de asesinato, si lo hubo. En cuanto al robo, es cosa natural; no se mata a un hombre gratis. El presidiario iba a arrojar el cadáver al río. Hay que destacar un hecho, y es que antes de llegar a la reja de salida, el presidiario, que venía de un punto lejano de la alcantarilla, debió necesariamente tropezar con un cenagal espantoso, donde parece que pudo haber dejado el cadáver; pero al día siguiente los alcantarilleros, trabajando en el cenagal, habrían descubierto al hombre asesinado, lo cual no deseaba sin duda el asesino. Prefirió atravesar el pantano, con su carga, y sus esfuerzos debieron ser terribles, es imposible arriesgar más la vida; no comprendo cómo salió vivo de allí.

La silla de Marius se acercó aún más. Thénardier aprovechó para respirar largamente. Prosiguió:

—Señor barón, una alcantarilla no es el Campo de Marte. Allí falta de todo, hasta sitio. Cuando dos hombres están allí, es preciso que se encuentren. Y es lo que sucedió. El domiciliado y el transeúnte se vieron obligados a saludarse, a pesar suyo. El transeúnte dijo al domiciliado: «Ves lo que llevo a cuestas, es preciso que salga de aquí, tú tienes la llave, dámela». Ese presidiario era un hombre de una fuerza terrible. No había medio de negarse. Sin embargo el que poseía la llave parlamentó, únicamente para ganar tiempo. Examinó a aquel muerto, pero no pudo ver nada, sino que era joven, bien vestido, con aire de rico, y desfigurado por la sangre. Mientras hablaban, encontró medio de desgarrar y arrancar por detrás, sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de la chaqueta del hombre asesinado. Pieza de convicción, como comprenderéis; medio de descubrir la huella de las cosas y de probar el crimen al criminal. Se guardó la prueba en el bolsillo. Después de lo cual abrió la reja, dejó salir al hombre con su carga a la espalda, volvió a cerrar la reja y escapó, sin importarle el desenlace de la aventura, y sobre todo, no queriendo estar allí cuando el asesino arrojara el cadáver al río. Ahora comprenderéis. El que llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que tenía la llave os está hablando en este instante; y el pedazo de la chaqueta…

Thénardier acabó la frase sacando de su bolsillo y sosteniendo a la altura de los ojos, cogido entre los dos pulgares y los dos índices, un jirón de lienzo negro, lleno de manchas oscuras.

Marius se había levantado, pálido, respirando apenas, con la mirada fija en el pedazo de lienzo negro y sin pronunciar ni una palabra, sin apartar la mirada de aquel jirón, retrocedió hacia la pared, y con su mano derecha extendida hacia atrás, buscó a tientas sobre la pared una llave que estaba en la cerradura de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena e introdujo su brazo sin mirar, y sin que su mirada extraviada se apartara del trapo que Thénardier sostenía desplegado.

Entretanto Thénardier continuaba:

—Señor barón, tengo muchas razones para creer que el joven asesinado era un opulento extranjero, cogido por Jean Valjean en una trampa, y portador de una suma enorme.

—¡El joven era yo, y aquí tenéis la chaqueta! —exclamó Marius, y arrojó sobre el parquet una vieja chaqueta negra ensangrentada.

Luego, arrancó el pedazo de manos de Thénardier, se agachó junto a la chaqueta y acercó al faldón roto el pedazo arrancado. Se adaptaba perfectamente.

Thénardier estaba petrificado. «Me he lucido», pensó.

Marius se levantó tembloroso, desesperado, radiante.

Metió la mano en el bolsillo y se dirigió furioso hacia Thénardier, ofreciéndole, y casi apoyándole en el rostro, su mano llena de billetes de quinientos y de mil francos.

—¡Sois un infame!, ¡sois un mentiroso, un calumniador, un malvado! Veníais a acusar a ese hombre, y le habéis justificado; queríais perderlo y no habéis logrado más que glorificarle. ¡Sois vos el ladrón! ¡Y sois vos el asesino! Yo os vi, Thénardier Jondrette, en el desván del bulevar del Hospital. Sé lo bastante de vos como para enviaros a presidio, y más lejos aún si quisiera. Tomad, aquí tenéis mil francos, bribón. —Y arrojó a Thénardier un billete de mil francos—. ¡Ah, Jondrette Thénardier, vil e indigno!, ¡que esto os sirva de lección, chalán de secretos, mercachifle de misterios, desenterrador de tinieblas, miserable! ¡Tomad estos quinientos francos y salid de aquí! Waterloo os protege…

—¡Waterloo! —gruñó Thénardier, embolsándose los quinientos francos junto con los otros mil.

—Sí, asesino, allí salvasteis la vida a un coronel…

—A un general —dijo Thénardier alzando la cabeza.

—¡A un coronel! —repitió Marius furioso—. No daría ni un ochavo por un general. ¡Y venís aquí a hacer infamias! Os digo que habéis cometido todos los crímenes. Partid, ¡desapareced! Sed dichoso, es cuanto deseo. ¡Ah!, ¡monstruo! Aquí tenéis tres mil francos más. Tomadlos. Partiréis mañana mismo a América con vuestra hija, pues vuestra mujer está muerta, ¡mentiroso abominable! Me cuidaré de vuestra marcha, bandido, y en el momento de marchar os daré veinte mil francos. ¡Id a que os ahorquen a otra parte!

—Señor barón —respondió Thénardier, inclinándose hacia el suelo—, reconocimiento eterno.

Y Thénardier salió, sin comprender nada, estupefacto y contento de verse aplastado dulcemente bajo sacos de oro y de aquella granizada de billetes de banco.

Herido por el rayo, pero contento; hubiera sentido mucho estar provisto de pararrayos contra semejantes chispas.

Acabemos inmediatamente con este hombre. Dos días después de los acontecimientos que relatamos en este momento, partía, merced a Marius, para América, bajo nombre falso, con su hija Azelma, provisto de un cheque de veinte mil francos sobre un banco de Nueva York. La miseria moral de Thénardier era irremediable; fue en América lo que había sido en Europa. El contacto de un hombre malo basta a veces para pudrir una buena acción, y para sacar de ella una cosa mala. Con el dinero de Marius, Thénardier se hizo negrero.

Cuando Thénardier se hubo marchado, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún paseando.

—¡Cosette! ¡Cosette! —gritó—. ¡Ven! Ven enseguida. Marchemos. ¡Basque, un coche! Cosette, ven. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Era él quien me salvó la vida! ¡No perdamos ni un minuto! Ponte el chal.

Cosette le creyó loco y obedeció.

Marius no respiraba, y ponía la mano sobre su corazón para comprimir los latidos. Iba y venía a grandes pasos, y abrazaba a Cosette.

—¡Ah, Cosette, qué desgraciado soy! —decía.

Marius estaba aterrado. Empezaba a entrever en Jean Valjean una elevada y sombría figura. Una virtud inaudita se le aparecía suprema y dulce, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba en Cristo. Marius estaba deslumbrado por aquel prodigio. No sabía precisamente lo que veía, pero sí que era grandioso.

En un instante, un coche llegó delante de la puerta.

Marius y Cosette subieron.

—Cochero —dijo—, a la calle L’Homme-Armé, número siete.

El coche partió.

—¡Ah, qué felicidad! —dijo Cosette—, a la calle L’Homme-Armé. Yo no me atrevía a hablarte de ella. Vamos a ver al señor Jean.

—¡A tu padre, Cosette!, tu padre más que nunca. Cosette, ahora adivino. Me dijiste que no habías recibido la carta que te había enviado por medio de Gavroche. Sin duda cayó en sus manos. Cosette, fue a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso, salvó a otros; salvó a Javert. Me sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me llevó sobre sus hombros por aquella horrible alcantarilla. ¡Ah!, soy un monstruo ingrato. Cosette, después de haber sido tu providencia, ha sido la mía. Figúrate que había allí un cenagal espantoso donde ahogarse cien veces, donde ahogarse en lodo, Cosette, y lo atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba desvanecido; no veía nada, no oía nada, no podía saber nada de mi propia aventura. Vamos a buscarle, a llevarle con nosotros, y lo quiera o no, no nos abandonará jamás. ¡Con tal de que esté en su casa! ¡Con tal de que le encontremos! Pasaré el resto de mi vida venerándole. Sí, debe de ser así, ¿no es verdad, Cosette? Gavroche le entregaría mi carta. Todo se explica. ¿Comprendes?

Cosette no comprendía ni una palabra.

—Tienes razón —le dijo.

Entretanto, el coche avanzaba.

Jean Valjean
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
T05.xhtml
T05_L01.xhtml
T05_L01_0001.xhtml
T05_L01_0002.xhtml
T05_L01_0003.xhtml
T05_L01_0004.xhtml
T05_L01_0005.xhtml
T05_L01_0006.xhtml
T05_L01_0007.xhtml
T05_L01_0008.xhtml
T05_L01_0009.xhtml
T05_L01_0010.xhtml
T05_L01_0011.xhtml
T05_L01_0012.xhtml
T05_L01_0013.xhtml
T05_L01_0014.xhtml
T05_L01_0015.xhtml
T05_L01_0016.xhtml
T05_L01_0017.xhtml
T05_L01_0018.xhtml
T05_L01_0019.xhtml
T05_L01_0020.xhtml
T05_L01_0021.xhtml
T05_L01_0022.xhtml
T05_L01_0023.xhtml
T05_L01_0024.xhtml
T05_L02.xhtml
T05_L02_0001.xhtml
T05_L02_0002.xhtml
T05_L02_0003.xhtml
T05_L02_0004.xhtml
T05_L02_0005.xhtml
T05_L02_0006.xhtml
T05_L03.xhtml
T05_L03_0001.xhtml
T05_L03_0002.xhtml
T05_L03_0003.xhtml
T05_L03_0004.xhtml
T05_L03_0005.xhtml
T05_L03_0006.xhtml
T05_L03_0007.xhtml
T05_L03_0008.xhtml
T05_L03_0009.xhtml
T05_L03_0010.xhtml
T05_L03_0011.xhtml
T05_L03_0012.xhtml
T05_L04.xhtml
T05_L04_0001.xhtml
T05_L05.xhtml
T05_L05_0001.xhtml
T05_L05_0002.xhtml
T05_L05_0003.xhtml
T05_L05_0004.xhtml
T05_L05_0005.xhtml
T05_L05_0006.xhtml
T05_L05_0007.xhtml
T05_L05_0008.xhtml
T05_L06.xhtml
T05_L06_0001.xhtml
T05_L06_0002.xhtml
T05_L06_0003.xhtml
T05_L06_0004.xhtml
T05_L07.xhtml
T05_L07_0001.xhtml
T05_L07_0002.xhtml
T05_L08.xhtml
T05_L08_0001.xhtml
T05_L08_0002.xhtml
T05_L08_0003.xhtml
T05_L08_0004.xhtml
T05_L09.xhtml
T05_L09_0001.xhtml
T05_L09_0002.xhtml
T05_L09_0003.xhtml
T05_L09_0004.xhtml
T05_L09_0005.xhtml
T05_L09_0006.xhtml
autor.xhtml
T05_notas.xhtml