IX
Marius parece muerto a una persona que entiende

Colocó a Marius en el suelo.

¡Estaba fuera!

Los miasmas, la oscuridad, el horror, estaban ya detrás de él. El aire salubre, puro, vivo, alegre, libremente respirable, le inundaba. En derredor el silencio, pero el silencio apacible del sol oculto en el horizonte. La hora del crepúsculo había pasado ya; se acercaba la noche, la gran libertadora, la amiga de todos los que necesitan de un abrigo de sombra para salir de la angustia. El cielo se ofrecía por todas partes con una calma enorme. El río llegaba a sus pies con el rumor de un beso. Se oía el diálogo aéreo de los pájaros en sus nidos, que se daban las buenas noches en los olmos de los Campos Elíseos. Algunas estrellas salpicaban débilmente el azul pálido del cenit, imperceptibles resplandores sólo visibles para los soñadores. La noche desplegaba sobre la cabeza de Jean Valjean todas las dulzuras del infinito.

Era la hora indecisa y exquisita que no dice ni sí ni no. Había ya bastante oscuridad para poder perderse a cierta distancia y aún bastante luz como para reconocerse de cerca.

Jean Valjean se sintió vencido irresistiblemente durante algunos segundos por toda aquella serenidad augusta y acariciadora. Hay ciertos minutos de olvido; en ellos el padecimiento cesa de oprimir al miserable; todo queda eclipsado en el pensamiento; la paz cubre al soñador como una noche, y bajo el crepúsculo radiante, y a imitación del cielo que se ilumina, el alma se llena de estrellas.

Jean Valjean no pudo menos de contemplar la sombra inmensa y vaga que por encima de él se extendía; y pensativo, tomaba en el majestuoso silencio del eterno cielo un baño de éxtasis y de oración. Después, vivamente, como si el sentimiento del deber le asaltase, se inclinó hacia Marius, cogió agua en el hueco de la mano y le salpicó el rostro con algunas gotas. Los párpados de Marius no se movieron, y sin embargo, su boca entreabierta respiraba.

Jean Valjean iba a introducir de nuevo la mano en el río cuando de improviso sintió ese embarazo de quien tiene detrás de sí a alguna persona.

En otra parte hemos señalado ya esta impresión, conocida de todos.

Se volvió.

Como poco antes, había, en efecto, una persona detrás de Jean Valjean.

Un hombre de elevada estatura, envuelto con una larga levita, con los brazos cruzados y llevando en su mano derecha una porra con puño de plomo, estaba de pie a pocos pasos de Jean Valjean.

Era, con el auxilio de la sombra, como una especie de aparición. Un hombre sencillo se hubiera asustado a causa del crepúsculo, y un hombre reflexivo a causa de la porra.

Jean Valjean reconoció a Javert.

El lector habrá adivinado sin duda que el perseguidor de Thénardier no era otro que Javert. Javert, después de su inesperada salida de la barricada, había ido a la prefectura de policía, había dado cuenta de todo verbalmente al prefecto en persona, en una corta audiencia, y luego había continuado su servicio, que implicaba, según la nota que se le encontró, cierta inspección del ribazo de la orilla derecha, en los Campos Elíseos, la cual, desde hacía algún tiempo, despertaba la atención de la policía. Allí, había descubierto a Thénardier, y le había seguido. Sabemos ya el resto.

Se comprende también que el abrir tan obsequiosamente la puerta a Jean Valjean era una treta de Thénardier. Thénardier sabía que Javert seguía allí; el hombre perseguido tiene un olfato que no le engaña; era preciso arrojar un hueso a aquel sabueso. Un asesino, ¡qué hallazgo! No conviene desaprovechar tales fortunas. Thénardier, al echar fuera a Jean Valjean en su lugar, daba una presa a la policía, le hacía soltar su pista, se hacía olvidar ante un asunto de mayor importancia, recompensaba a Javert por su espera, lo que halaga siempre a un espía, ganaba treinta francos y contaba con escaparse mediante la ayuda de esta diversión.

Jean Valjean había pasado de un escollo a otro.

Aquellos dos encuentros seguidos, caer de manos de Thénardier en manos de Javert era duro en verdad.

Javert no reconoció a Jean Valjean, quien, como hemos dicho, no se parecía a sí mismo. Sin separar los brazos, asió mejor su porra, con un movimiento imperceptible, y dijo con voz tranquila:

—¿Quién sois?

—Yo.

—¿Quién?

—Jean Valjean.

Javert cogió la porra entre los dientes, inclinó el cuerpo, colocó en los hombros de Jean Valjean sus dos robustas manos, que se encajaron allí como si fuesen dos tornillos, le examinó y le reconoció. Sus rostros casi se tocaban. La mirada de Javert era terrible.

Jean Valjean permaneció inerte bajo la presión de Javert, como un león que consintiese la garra de un lince.

—Inspector Javert, estoy en vuestras manos. Por otra parte, desde esta mañana me juzgo prisionero vuestro. No os he dado las señas de mi casa para tratar luego de evadirme. Apoderaos de mí. Pero concededme una cosa.

Javert parecía no escuchar. Tenía clavada en Jean Valjean su mirada. La barba fruncida empujaba los labios hacia la nariz, señal de meditación feroz. Por fin, soltó a Jean Valjean, se levantó de golpe, cogió de nuevo la porra y como en un sueño murmuró más que pronunció esta pregunta:

—¿Qué hacéis aquí?, ¿quién es este hombre?

Seguía sin tutear ya a Jean Valjean.

Jean Valjean contestó, y el tono de su voz pareció despertar a Javert:

—Precisamente de él quería hablaros. Disponed de mí como os plazca; pero antes ayudadme a llevarle a su casa. Es todo lo que os pido.

El rostro de Javert se contrajo, como sucedía siempre que alguien le creía capaz de una concesión. Sin embargo, no respondió negativamente.

Se inclinó nuevamente, sacó de su bolsillo un pañuelo que mojó en el agua y secó la frente ensangrentada de Marius.

—Este hombre estaba en la barricada —dijo a media voz, y como si hablara consigo mismo—. Es el que llamaban Marius.

Espía de primera calidad, que lo había observado todo, lo había escuchado todo, lo había oído todo, mientras esperaba morir; que espiaba incluso en la agonía, y que con el pie en la primera grada del sepulcro había tomado notas.

Cogió la mano de Marius, buscando el pulso.

—Es un herido —dijo Jean Valjean.

—Es un muerto —dijo Javert.

Jean Valjean respondió:

—No, todavía no.

—¿Le habéis traído, pues, aquí, desde la barricada? —observó Javert.

Era preciso que su preocupación fuera profunda para que no insistiese en aquella fuga a través de la alcantarilla, y ni siquiera notara el silencio de Jean Valjean después de su pregunta.

Jean Valjean, por su parte, parecía no tener más que un pensamiento. Continuó:

—Vive en el Marais, en la calle Filles-du-Calvaire, en casa de su abuelo… No recuerdo su nombre.

Jean Valjean registró la levita de Marius, sacó la cartera, la abrió en la página escrita por Marius y la tendió a Javert.

Había aún en el aire la suficiente claridad como para que fuese posible leer. Javert, además, tenía en la mirada la fosforescencia felina de los pájaros nocturnos. Descifró las pocas líneas escritas por Marius, y murmuró:

—Gillenormand, calle Filles-du-Calvaire, número seis. —Luego gritó—: ¡Cochero!

No se habrá olvidado el carruaje de alquiler, que esperaba para un caso de necesidad.

Javert guardó la cartera de Marius.

Un momento después, el coche, que había bajado por la rampa del abrevadero, estaba en el ribazo; Marius fue colocado en el asiento del fondo, y Javert se sentaba al lado de Jean Valjean, en la banqueta delantera.

Una vez cerrada la portezuela, el coche se alejó rápidamente, remontando los muelles, en dirección de la Bastilla.

Abandonaron los muelles y entraron en las calles. El cochero, perfil negro en el pescante, arreaba a sus escuálidos caballos. Silencio glacial en el coche. Marius, inmóvil, con el cuerpo apoyado en el rincón del fondo, la cabeza caída sobre el pecho, los brazos colgantes, las piernas rígidas, parecía no esperar otra cosa que un féretro; Jean Valjean parecía hecho de sombra, y Javert de piedra; y en aquel coche lleno de oscuridad, cuyo interior, cada vez que pasaba delante de un farol, se teñía de una luz lívida, cual si proviniera de un relámpago, la casualidad había reunido, y situado una frente a otra lúgubremente, tres inmovilidades trágicas: el cadáver, el espectro y la estatua.

Jean Valjean
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