I
El séptimo círculo y el octavo cielo

Los días que siguen a las noches de bodas son solitarios. Se respeta el recogimiento de los novios. Y también un poco su sueño retrasado. La barahúnda de las visitas y de las felicitaciones no empieza hasta más tarde. La mañana del 17 de febrero, un poco después de las doce, Basque, con el paño y el plumero bajo el brazo, ocupado en «hacer la antecámara», oyó un ligero golpe en la puerta. No habían llamado, lo cual es lo indicado por la discreción en semejante día. Basque abrió y vio al señor Fauchelevent.

Le introdujo en el salón, aún revuelto, y que tenía el aspecto de un campo de batalla debido a las alegrías de la víspera.

—¡Diantre, señor! —observó Basque—, nos hemos despertado tarde.

—¿Está levantado vuestro amo? —preguntó Jean Valjean.

—¿Cómo está el brazo del señor? —respondió Basque.

—Mejor. ¿Está levantado vuestro amo?

—¿Cuál? ¿El antiguo o el nuevo?

—El señor Pontmercy.

—¿El señor barón?

Los criados gustan de servir a los títulos. Recogen algo para sí; tienen lo que un filósofo llamaría las salpicaduras del título, y esto los adula. Marius, sea dicho de paso, republicano militante, según lo había probado, era ahora barón a pesar suyo. Una pequeña revolución se había operado en la familia acerca de aquel título; era ahora el señor Gillenormand quien se interesaba en él y Marius quien lo despreciaba. Pero el coronel Pontmercy había escrito: «Mi hijo llevará mi título». Marius obedecía. Y además, Cosette, en quien la mujer empezaba a apuntar, estaba encantada de ser baronesa.

—¿El señor barón? —repitió Basque—. Voy a ver. Voy a decirle que el señor Fauchelevent le está esperando.

—No. No le digáis que soy yo. Decidle que alguien solicita hablarle particularmente, y no le deis ningún nombre.

—¡Ah! —dijo Basque.

—Quiero darle una sorpresa.

—¡Ah! —dijo Basque.

Y salió.

Jean Valjean se quedó solo.

El salón, como acabamos de decir, estaba muy desordenado. Parecía que aguzando el oído hubiérase podido oír aún el vago rumor de la boda. Sobre el parquet había toda clase de flores caídas de las guirnaldas y de los tocados. Las velas, quemadas hasta el candelabro, añadían a los cristales de las arañas estalactitas de cera. Ni un solo mueble estaba en su lugar. En los rincones, tres o cuatro sillones reunidos formaban círculo, y parecían sostener una conversación. El conjunto era alegre. Hay aún una cierta gracia en una fiesta muerta. La alegría había reinado allí. Sobre las sillas en desorden, entre las flores que se marchitan, bajo estas luces apagadas, se han pensado cosas alegres. El sol sucedía a la luz de la araña y penetraba alegremente en el salón.

Transcurrieron algunos minutos. Jean Valjean seguía inmóvil en el lugar donde le había dejado Basque. Estaba muy pálido. Sus ojos estaban hundidos y tan enrojecidos a causa del insomnio que casi desaparecían en las órbitas. Su frac negro tenía los pliegues fatigados de una vestidura que ha pasado la noche. Los codos estaban blanqueados a causa de la pelusa blanca que se adhiere al paño con el roce del lienzo. Jean Valjean miraba a sus pies la ventana que el sol dibujaba sobre el parquet.

Se oyó un ruido en la puerta y alzó los ojos.

Marius entró con la cabeza alta, los labios sonrientes, una extraña luz iluminando su rostro, la frente despejada, la mirada triunfante. Tampoco él había dormido.

—¡Es usted, padre! —exclamó al descubrir a Jean Valjean—; ¡ese imbécil de Basque, con su aire tan misterioso! Pero venís muy temprano. Sólo son las doce y media. Cosette está durmiendo.

Esa palabra, padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius, significaba felicidad suprema. Siempre había existido entre ambos, como se sabe, frialdad y embarazo, hielo que debía ser roto o fundido. Marius había llegado a un punto tal de embriaguez que el hielo se disolvía, y el señor Fauchelevent era para él, como para Cosette, un padre.

Continuó; las palabras le desbordaban, lo cual es propio de estos divinos paroxismos de la alegría.

—¡Qué contento estoy de veros! ¡Si supieseis cuánto os echamos de menos ayer! Buenos días, padre. ¿Cómo va esa mano? Mejor, ¿verdad? —Y satisfecho de la buena respuesta que se daba a sí mismo, prosiguió—: Hemos hablado los dos mucho de vos. ¡Cosette os quiere tanto! No olvidéis que tenéis una habitación para vos aquí. No queremos saber nada más de la calle L’Homme-Armé. Basta. ¿Cómo pudisteis ir a vivir en una calle como ésa, tan vieja y tan fea, con una barrera, donde hace frío y donde no se puede entrar? Vendréis a instalaros aquí. Y desde hoy mismo. O tendréis que habéroslas con Cosette. Ella se propone llevarnos a todos por la oreja, os lo prevengo. Ya habéis visto vuestra habitación; está junto a la nuestra; da a los jardines; ha sido arreglada la cerradura, la cama está preparada, y no tenéis más que instalaros. Cosette ha puesto al lado de vuestra cama una vieja butaca forrada de terciopelo de Utrecht, a la que ha dicho: «Tiéndele los brazos». Todas las primaveras, un ruiseñor anida en el macizo de acacias que está delante de vuestras ventanas. Allí lo tendréis dentro de dos meses. Tendréis su nido a la izquierda, y el nuestro a la derecha. Por la noche el ruiseñor cantará y durante el día, Cosette hablará. Vuestra habitación está en pleno mediodía. Cosette colocará allí vuestros libros, vuestro Viaje del capitán Cook, y el otro, el de Vancouver, y todos los demás efectos. Creo que hay una pequeña maleta que apreciáis mucho, y he dispuesto un lugar de honor para ella. Habéis conquistado a mi abuelo. Le agradáis mucho. Viviremos juntos. ¿Sabéis jugar al whist? Halagaréis mucho a mi abuelo si sabéis jugar al whist. Vos sacaréis de paseo a Cosette los días que yo vaya al Palacio de Justicia, y le daréis el brazo como hacíais en otro tiempo en el Luxemburgo. Estamos decididos a ser felices. Y vos formaréis parte de nuestra felicidad, ¿oís, padre? Ah, ¿supongo que hoy comeréis con nosotros?

—Señor —dijo Jean Valjean—. Tengo algo que deciros. Soy un antiguo presidiario.

El límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar igual fuera del alcance del espíritu que del oído. Estas palabras, «Soy un antiguo presidiario», saliendo de la boca del señor Fauchelevent y entrando en el oído de Marius, iban más allá de lo posible. Marius no oyó. Le pareció que acababan de decirle algo; pero no supo qué. Permaneció con la boca abierta.

Se dio cuenta entonces de que el hombre que le hablaba estaba espantoso. En su feliz deslumbramiento, no había notado hasta entonces aquella palidez terrible.

Jean Valjean desató la corbata negra que le sostenía el brazo derecho, deshizo la venda que le cubría la mano, descubrió su dedo pulgar y lo mostró a Marius.

—No tengo nada en la mano —dijo.

Marius miró el dedo.

—No he tenido nunca nada —prosiguió Jean Valjean.

En efecto, no había ninguna señal de herida.

Jean Valjean prosiguió:

—Convenía que estuviese ausente de vuestro casamiento. Me he ausentado lo más que he podido. He fingido esta herida para evitar una falsedad, para no introducir nulidad en los actos del matrimonio, para estar dispensado de firmar.

Marius tartamudeó:

—¿Qué quiere decir todo esto?

—Esto quiere decir —respondió Jean Valjean— que he estado en las galeras.

—¡Vais a volverme loco! —exclamó Marius aterrado.

—Señor Pontmercy —dijo Jean Valjean—, he estado diecinueve años en presidio por robo. Luego he sido condenado a perpetuidad. Por robo. Como reincidente. A estas horas soy prófugo.

Marius no pudo menos que retroceder ante la realidad; era imposible negar los hechos, resistir a las evidencias; era preciso ceder ante ellas. Empezó a comprender, y como sucede siempre en semejantes casos, comprendió más aún. Sintió el estremecimiento de un horrible relámpago interior; una idea que le hizo temblar le atravesó el pensamiento. Entrevió en el porvenir, para sí mismo, un horrible destino.

—¡Decidlo todo, decidlo todo! —exclamó—. ¡Sois el padre de Cosette!

Dio dos pasos hacia atrás con un movimiento de indecible horror.

Jean Valjean alzó la cabeza con una majestad tal que pareció crecer hasta llegar al techo.

—Es necesario que me creáis, señor; aunque nuestro juramento no valga ante la justicia…

Aquí hizo una pausa, y luego, con una especie de autoridad soberana y sepulcral, dijo, articulando lentamente y apoyándose en cada sílaba:

—Me creeréis. ¡Padre de Cosette, yo!; delante de Dios no. Señor barón de Pontmercy, soy un campesino de Faverolles. Ganaba mi pan podando árboles. No me llamo Fauchelevent, me llamo Jean Valjean. No tengo ningún parentesco con Cosette. Tranquilizaos.

Marius balbuceó:

—¿Y quién me prueba…?

—Yo. Yo, puesto que lo digo.

Marius contempló a aquel hombre. Aparecía lúgubre y tranquilo. Ninguna mentira podía salir de semejante calma. Lo que está frío es sincero. Se sentía la verdad en aquella frialdad de tumba.

—Os creo —dijo Marius.

Jean Valjean inclinó la cabeza como para aprobar, y continuó:

—¿Qué soy para Cosette?, un extraño. Hace diez años no sabía que existía. La quiero, es cierto. Cuando uno, ya viejo, ha conocido a una niña así, de pequeña, preciso es que la quiera. Cuando se es viejo, uno se siente abuelo de todos los niños. Podéis, al menos me lo parece, suponer que tengo algo parecido a un corazón. Ella era huérfana. No tenía padre ni madre. Necesitaba de mí. Ésta es la razón por la que empecé a quererla. Son tan débiles los pequeños que el primer recién llegado, incluso un hombre como yo, puede ser su protector. He cumplido este deber con Cosette. No creo que pueda llamarse a tan poca cosa una buena acción, pero si lo es… pues bien, yo la he hecho. Observad esta circunstancia atenuante. Hoy Cosette deja mi vida, nuestros dos caminos se separan. En adelante no puedo hacer nada más por ella. Es la señora Pontmercy. Su suerte ha cambiado. Y Cosette gana en el cambio. Todo está bien. En cuanto a los seiscientos mil francos, aunque no me habléis de ellos, me anticipo a vuestro pensamiento, son un depósito. ¿Cómo ha llegado a mis manos este depósito? ¿Qué importa? Yo lo devuelvo. Y no hay nada más que exigirme. Completo la restitución diciendo mi verdadero nombre. Así me conviene. Deseo que sepáis quién soy.

Y Jean Valjean miró a Marius de frente.

Todo lo que experimentaba Marius era tumultuoso e incoherente. Ciertos golpes de viento del destino forman esas olas en nuestra alma.

Todos hemos pasado por esos momentos de turbación, en los cuales todo se dispersa en nosotros; decimos lo primero que se nos ocurre, y a veces no es precisamente lo que habría que decir. Existen revelaciones súbitas que no se pueden resistir y que embriagan como un vino funesto. Marius estaba estupefacto por causa de la nueva situación que se le presentaba, hasta el punto de hablar con aquel hombre como si se tratase de alguien que estuviese impulsado por el odio para hacer aquella confesión.

—Pero en fin —exclamó—, ¿por qué me decís todo esto? ¿Qué os obliga a ello? Podríais guardar el secreto para vos. No os han denunciado, ni sois perseguido. Debéis tener una razón para hacer esta revelación. Acabad. Aquí hay algo más. ¿Con qué propósito me habéis hecho esta confesión? ¿Por qué motivo?

—¿Por qué motivo? —respondió Jean Valjean, con una voz tan baja y tan sorda que hubiérase dicho que hablaba consigo mismo—. ¿Por qué motivo, efectivamente, este presidiario viene a decir: soy un presidiario? Pues bien, sí, el motivo es extraño. Es por honradez. Mi mayor desgracia es, sabedlo, un hilo que tengo en el corazón y que me sujeta muy fuerte. Cuando uno es viejo es cuando estos hilos son más sólidos. Toda la vida se quiebra alrededor; y ellos resisten. Si hubiera podido arrancar este hilo, romperlo, desatar el nudo o cortarlo, irme muy lejos, estaría salvado, y no tendría más que partir; hay diligencias en la calle Bouloi; tenéis suerte, me voy. He tratado de romper el hilo, he tirado con fuerza y ha resistido, no se ha roto, y me arrancaría el corazón al mismo tiempo si hubiese insistido. Entonces me he dicho: «No puedo vivir lejos. Es preciso que me quede». Pues bien, sí, pero tenéis razón, soy un imbécil, ¿por qué no quedarme y nada más? Me ofrecéis una habitación en la casa, la señora Pontmercy me quiere, ha dicho a este sillón: «Tiéndele los brazos», vuestro abuelo no pide otra cosa sino mi compañía, habitaremos todos bajo el mismo techo, comidas en común, yo dando el brazo a Cosette… a la señora Pontmercy, perdón, es la costumbre; no tendremos más que un solo techo, una sola mesa, un solo fuego, el mismo rincón de chimenea en el invierno, el mismo paseo en verano, ¡esto es la felicidad!, ¡esto es la dicha! Viviremos en familia, ¡en familia!

Al pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos, contempló el suelo a sus pies como si quisiera practicar un abismo y su voz resonó de repente como un trueno:

—¡En familia!, no. Yo no tengo familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a la familia de los hombres. En las casas donde se vive en común, yo estoy de más. Hay familias, pero no son para mí. Yo soy el desgraciado; yo estoy fuera. ¿He tenido yo un padre y una madre?, casi lo dudo. El día en que casé a esta niña, todo terminó; la he visto feliz, y que estaba con el hombre que ama, que había un buen anciano, una pareja de ángeles, todas las alegrías en esta casa, y me he dicho a mí mismo: «Tú no entres». Podía mentir, es cierto, podía engañar a todos, podía seguir siendo el señor Fauchelevent. Mientras ha sido para bien de ella, he podido mentir; pero ahora sería por mi bien y no puedo, no debo. Bastaba con que callase, es cierto, y todo hubiera seguido igual. ¿Me preguntáis qué me obliga a hablar? Una cosa graciosa, mi conciencia. Sin embargo, era muy fácil callar. He pasado la noche tratando de convencerme de ello; he pasado la noche buscando razones, y las he encontrado muy buenas; he hecho lo que he podido, vaya. Pero hay dos cosas que no he podido conseguir: ni romper el hilo que me sujeta el corazón, ni hacer callar a alguien que me habla en voz baja cuando estoy solo. Por esto he venido esta mañana a confesároslo todo. Todo o casi todo. Hay lo que resulta inútil decir, lo que sólo a mí me concierne; y me lo guardo para mí. Lo esencial lo sabéis ya. Así pues, he tomado mi secreto y os lo he traído. Y os he revelado mi secreto. No era una resolución fácil. Me he debatido durante toda la noche. ¡Ah!, ¿creéis que no me he dicho que no se trataba ahora de otro asunto Champmathieu, que ocultando mi nombre no hacía daño a nadie, que el nombre de Fauchelevent me había sido dado por el mismo Fauchelevent, en reconocimiento de un servicio que le presté, y que podía muy bien guardármelo, y que iba a ser muy feliz en esta habitación que me ofrecéis, que no molestaría a nadie, que me quedaría en mi rincón, y que mientras vos teníais a Cosette, yo tendría el pensamiento de que vivo en la misma casa que ella? Cada cual tendría su felicidad proporcionada. Con seguir siendo el señor Fauchelevent, todo quedaba arreglado. Sí, todo excepto mi alma. Habría alegría en todas las partes de mi cuerpo, pero no en mi alma. No basta con ser feliz, hay que estar contento. Así, habría seguido siendo el señor Fauchelevent, habría ocultado mi verdadero rostro, así, en presencia de vuestra dicha, habría poseído un enigma, de este modo, en medio de vuestra luz, habría poseído tinieblas, y habría introducido el presidio en vuestro hogar, me habría sentado en vuestra mesa con el pensamiento de que si supierais quién soy me arrojaríais de vuestro lado, me habría dejado servir por criados que si hubieran sabido habrían dicho: «¡Qué horror!». ¡Os habría rozado con mi codo, lo cual tenéis derecho a no desear, y os habría robado vuestros apretones de mano! ¡En vuestra casa se hubiera repartido el respeto entre unos cabellos blancos venerables y unos cabellos blancos manchados! ¡En vuestras horas más íntimas, cuando todos los corazones se creerían abiertos hasta el fondo unos para otros, cuando hubiéramos estado los cuatro juntos, vuestro abuelo, vosotros dos y yo, hubiera estado presente un desconocido! Yo viviría junto a vosotros y mi único cuidado sería no levantar jamás la tapa de mi pozo terrible. De este modo, yo, un muerto, me habría impuesto a vos, que estáis vivo. Y a ella le habría condenado a mí a perpetuidad. Vos, Cosette y yo habríamos sido tres cabezas con un gorro verde. ¿Es que no tembláis? Así no soy sino el más infeliz de los hombres, y del otro modo hubiera sido el más monstruoso. Y ese crimen lo hubiera cometido todos los días. Y esa mentira la habría dicho todos los días. Y esa faz de noche la habría tenido sobre mi rostro todos los días. Y mi afrenta la habría compartido con vosotros todos los días, ¡todos los días!, ¡a vosotros, mis queridos, a vosotros, mis inocentes niños! ¿No es nada callar? ¿Es posible guardar silencio? No, no es sencillo. Hay un silencio que miente. Y mi mentira, mi fraude, mi indignidad, mi cobardía, mi traición y mi crimen los habría bebido gota a gota, los habría escupido y luego vuelto a beber, habría terminado a medianoche y empezado de nuevo al mediodía, y mis saludos hubieran mentido, y habría dormido con aquello, y lo habría comido con mi pan, y habría mirado a Cosette, y habría respondido a la sonrisa del ángel con la sonrisa del condenado. ¿Para qué?, para ser feliz. ¡Para ser feliz yo! ¿Y es que tengo yo derecho a ser feliz? Estoy fuera de esta vida, señor.

Jean Valjean se detuvo. Marius escuchaba. Tales encadenamientos de ideas y de angustias no pueden interrumpirse. Jean Valjean bajó la voz de nuevo, pero no era ya la voz sorda, era la voz siniestra.

—Me habéis preguntado por qué hablo, nadie me persigue ni me ha denunciado, decís. ¡Sí! ¡Me han denunciado! ¡Sí! ¡Me persiguen! ¿Quién? Yo mismo. Soy yo quien me he cerrado el paso, y me arrastro a mí mismo y me empujo, y me detengo, y me ejecuto, y cuando uno se detiene a sí mismo, está muy bien sujeto. —Y cogiendo su levita con la mano, continuó—: Mirad esta mano. ¿No os parece capaz de sujetarme fuertemente por el cuello, sin que haya medio de que lo suelte? Pues bien, se trata de otra mano, ¡la conciencia! Si se quiere ser feliz, señor, es preciso no comprender nunca el deber; pues cuando se lo ha comprendido, es implacable. Se diría que castiga al que lo comprende; pero no, recompensa; pues le pone en un infierno, donde se siente al lado de Dios. La paz interior no llega hasta que se desgarran las entrañas. —Y con un acento doloroso, añadió—: Señor Pontmercy, soy un hombre honrado. Al degradarme ante vuestros ojos, me elevo ante los míos. Esto me sucedió ya una vez, pero fue menos doloroso; no era nada. Sí, un hombre honrado. No lo sería si por mi culpa hubierais seguido estimándome; lo soy ahora que me despreciáis. Yo tengo sobre mí la fatalidad de que, al no poder tener nunca sino una consideración robada, esta consideración me abate y me humilla interiormente, y para que yo me respete es preciso que me desprecien. Entonces me levanto. Soy un presidiario que obedece a su conciencia. Yo sé bien que esto es muy raro, pero es así. He contraído compromisos conmigo mismo, y los mantengo. Hay encuentros que nos atan, y hay casualidades que nos arrastran a los deberes. Como veis, señor Pontmercy, me han sucedido muchas de estas cosas en mi vida.

Jean Valjean hizo otra pausa, tragó saliva con esfuerzo, como si las palabras tuvieran un regusto amargo, y prosiguió:

—Cuando se lleva sobre sí semejante horror, no se tiene el derecho a compartirlo con los demás sin que éstos lo sepan, de comunicarles la peste, de hacerles caer en el propio precipicio sin que se den cuenta de ello, de dejar caer su casaca roja sobre ellos, no se tiene el derecho de turbar solapadamente con su miseria la felicidad del prójimo. Acercarse a los que están sanos y tocarlos en la sombra con la úlcera invisible es horroroso. Fauchelevent me prestó en vano su nombre, yo no tengo derecho a servirme de él; él ha podido dármelo y yo no he podido tomarlo. Un nombre es un yo. Ya veis, señor, yo he pensado un poco, he leído un poco aunque sea un campesino; y me doy cuenta de las cosas. Ya veis que me expreso convenientemente. Me he procurado una educación propia. Pues bien, sí, sustraer un nombre y ponérselo encima es deshonroso. Robar las letras del alfabeto es un delito tan grande como robar una bolsa o un reloj. Ser una firma falsa en carne y hueso, ser una falsa llave viva, entrar en casa de las personas honradas forzando la cerradura, no mirar nunca sino de reojo, encontrarme infame en mi interior, ¡no!, ¡no!, ¡no!, ¡no! Es mejor sufrir, sangrar, llorar, arrancarse la piel con las manos, pasar las noches retorciéndose en las convulsiones de las angustias, roer el vientre y el alma. He aquí por qué vengo a contaros todo esto. De propósito, como decís. —Respiró penosamente, y pronunció esta última frase—: En otro tiempo, para vivir, robé un pan; hoy, para vivir, no quiero robar un nombre.

—¡Para vivir! —interrumpió Marius—. ¿Acaso necesitáis de este nombre para vivir?

—¡Ah!, yo me entiendo —respondió Jean Valjean, alzando y bajando la cabeza lentamente varias veces.

Hubo un silencio. Ambos se callaban, cada uno abismado en su precipicio de pensamientos. Marius estaba sentado al lado de una mesa, y apoyaba la comisura de sus labios sobre un dedo doblado. Jean Valjean iba y venía. Se detuvo delante de un espejo y permaneció sin movimiento. Luego, como si respondiera a un razonamiento interior, dijo contemplando aquel espejo en el que no se veía:

—¡Mientras que ahora me siento aliviado!

Se puso de nuevo a andar, y llegó hasta el otro extremo del salón. En el instante de volverse, se dio cuenta de que Marius le miraba. Entonces le dijo con un acento indecible:

—Arrastro un poco la pierna. Ya comprenderéis ahora por qué. —Luego se volvió del todo hacia Marius—. Y ahora, señor, figuraos esto. No os he dicho nada, sigo siendo el señor Fauchelevent, he ocupado mi lugar en vuestra casa, soy de los vuestros, estoy en mi habitación, acabo de desayunarme, llevo zapatillas, por la noche vamos los tres a un espectáculo, yo acompaño a la señora Pontmercy a la plaza Royale, estamos juntos, me creéis vuestro semejante; un buen día, estamos juntos, charlamos, reímos, y de repente oís una voz que grita este nombre: «¡Jean Valjean!», y he aquí que esa mano terrible, la policía, sale de la sombra y me arranca mi máscara bruscamente.

Callose de nuevo. Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean continuó:

—¿Qué decís a esto?

El silencio de Marius le daba la respuesta.

Jean Valjean continuó:

—Ya veis que tengo razón al no callar. Sed dichosos, vivid en el cielo, sed el ángel de un ángel, y contentaos con eso, y no os inquietéis por un pobre condenado que ha elegido abrirse el pecho y cumplir con su deber; tenéis a un hombre miserable ante vos, señor.

Marius atravesó lentamente el salón, y cuando estuvo cerca de Jean Valjean le tendió la mano.

Pero Marius tuvo que coger él la mano que no se le ofrecía. Jean Valjean le dejó obrar, y a Marius le pareció que estrechaba una mano de mármol.

—Mi abuelo tiene amigos —le dijo Marius—; yo os conseguiré el perdón.

—Es inútil —respondió Jean Valjean—. Se me cree muerto, y esto basta. Los muertos no están sometidos a la vigilancia de la policía. Se les deja pudrirse tranquilamente. La muerte es lo mismo que el perdón.

Y retirando la mano que Marius sujetaba, añadió con una especie de dignidad inexorable:

—Además de que no he de acudir a otro amigo que al cumplimiento de mi deber. No necesito más que un perdón: el de mi conciencia.

En aquel instante, al otro extremo del salón, la puerta se entreabrió suavemente, y apareció la cabeza de Cosette. Sólo se percibía su cándido semblante; estaba admirablemente despeinada, y tenía los párpados hinchados aún por el sueño. Hizo el movimiento de un pajarito que saca la cabeza fuera de su nido, miró primero a su marido, luego a Jean Valjean, y les gritó riendo:

—¡Apostaría a que habláis de política! ¡Qué estupidez! ¡En lugar de estar conmigo!

Era una sonrisa en el fondo de una rosa. Jean Valjean se estremeció.

—¡Cosette…! —balbuceó Marius. Y se detuvo. Parecían dos culpables.

Cosette, radiante, seguía mirándolos. Había en sus ojos como una emanación del paraíso.

—Os cojo en flagrante delito —dijo Cosette—. Acabo de oír a través de la puerta a mi padre, que decía: «La conciencia… Cumplir con el deber…». Eso es política. Y yo no quiero. No se debe hablar de política al día siguiente de la boda. No es justo.

—Te equivocas, Cosette —respondió Marius—. Estábamos hablando de negocios. Estamos hablando del mejor medio de colocar tus seiscientos mil francos…

—Si no es más que eso —interrumpió Cosette—, aquí me tenéis. ¿Me admitís?

Y entró resueltamente en el salón. Iba vestida con un gran peinador blanco, de mil pliegues, con mangas anchas, que partiendo del cuello le caía hasta los pies. En los cielos de oro de los antiguos cuadros góticos hay ángeles así vestidos.

Se contempló de pies a cabeza en un gran espejo, y luego exclamó en una explosión de éxtasis inefable:

—Érase una vez un rey y una reina. ¡Oh!, ¡qué contenta estoy! —Dicho esto, hizo una reverencia a Marius y a Jean Valjean—. Ya veis —continuó—, voy a instalarme cerca de vosotros, en un sillón. Almorzaremos dentro de media hora; hablaréis cuanto queráis; ya sé yo que los hombres tienen que hablar; seré prudente.

Marius la tomó del brazo y le dijo amorosamente:

—Hablamos de negocios.

—A propósito —respondió Cosette—, he abierto mi ventana, y acaba de llegar al jardín una banda de gorriones.

—Te digo que estamos hablando de negocios; vamos, mi pequeña Cosette, déjanos un instante. Estamos hablando de cifras. Esto te aburriría.

—¡Qué bonita corbata te has puesto hoy, Marius! Sois muy presumido, monseñor. No, no me aburriré.

—Te aseguro que te aburrirás.

—No, puesto que sois vosotros. No os comprenderé, pero os escucharé. Cuando se oyen las voces que se aman, no se tiene necesidad de comprender las palabras que dicen. Estar juntos es todo lo que quiero. ¡Me quedo con vosotros!

—¡Mi querida Cosette, es imposible!

—¿Imposible?

—Sí.

—Está bien —respondió Cosette—. Os habría contado las noticias. Por ejemplo, que el abuelo duerme aún, que vuestra tía está en misa, que la chimenea de la habitación de mi padre echa humo, que Nicolette ha hecho venir al deshollinador, que Toussaint y Nicolette ya se han peleado, que Nicolette se burla del tartamudeo de Toussaint. ¡Pues bien, no sabréis nada! ¡Ah!, ¿es imposible? También yo a mi vez gritaré ¡es imposible! ¿Quién perderá? Te lo ruego, mi querido Marius, deja que me quede con vosotros.

—Te juro que es preciso que estemos solos.

—¿Pero es que yo soy alguien?

Jean Valjean no pronunciaba palabra. Cosette se volvió hacia él.

—Lo primero que quiero, padre, es que me deis un abrazo. ¿Qué hacéis ahí sin decir nada, en lugar de tomar mi defensa? ¿Quién me habrá dado un padre así? Ya veis que soy muy desgraciada en mi matrimonio. Mi marido me pega. Vamos, abrazadme inmediatamente.

Jean Valjean se acercó.

Cosette se volvió hacia Marius.

—A vos, esta mueca.

Luego ofreció su frente a Jean Valjean.

Jean Valjean dio un paso hacia ella.

Cosette retrocedió.

—Padre, estáis pálido. ¿Es que os duele el brazo?

—Ya está curado —dijo Jean Valjean.

—¿Es que habéis dormido mal?

—No.

—¿Es que estáis triste?

—No.

—Abrazadme. Si os sentís bien, si habéis dormido bien y estáis contento, no os reñiré.

Y de nuevo le ofreció la frente.

Jean Valjean depositó un beso en aquella frente, donde brillaba un celeste reflejo.

—Sonreíd.

Jean Valjean obedeció. Fue la sonrisa de un espectro.

—Y ahora, defendedme contra mi marido.

—¡Cosette…! —dijo Marius.

—Enfadaos, padre. Decidle que es preciso que me quede. Bien podéis hablar delante de mí. Me creéis tonta. ¡Es muy sorprendente lo que decís!, negocios, colocar el dinero en un banco, vaya gran cosa. Los hombres hacen misterios de nada. Quiero quedarme. Estoy muy bonita esta mañana; mírame, Marius.

Y con un movimiento de hombros adorable, y un cierto aire exquisito, contempló a Marius. Hubo como un relámpago entre aquellos dos seres. Poco importaba que hubiera alguien allí.

—¡Te amo! —dijo Marius.

—¡Te adoro! —dijo Cosette.

Y cayeron irresistiblemente uno en brazos de otro.

—Ahora —dijo Cosette, arreglando un pliegue de su peinador, con un aire de triunfo—, me quedo.

—Eso no —respondió Marius suplicante—. Tenemos que terminar cierto asunto. —Luego añadió, con acento grave—: Te lo aseguro, Cosette. Es imposible.

—¡Ah! Me habláis con ese acento, caballero. Está bien, me voy. Vos, padre, no me habéis apoyado. Señor marido, señor papá, sois unos tiranos. Voy a decírselo al abuelo. Si creéis que volveré a deciros simplezas, os equivocáis. Soy orgullosa. Ya veréis lo que vais a aburriros sin mí. Me voy, y hago muy bien.

Y salió.

Dos segundos después, la puerta volvió a abrirse; su fresca y encendida cabeza asomó una vez más entre los dos batientes, y les gritó:

—Estoy furiosa.

La puerta se cerró de nuevo, y todo quedó otra vez en tinieblas.

Fue como un rayo de sol extraviado que sin sospecharlo hubiera atravesado bruscamente la noche.

Marius se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada.

—¡Pobre Cosette! —murmuró—. Cuando sepa…

Al oír estas palabras, Jean Valjean se estremeció de pies a cabeza. Fijó en Marius una mirada extraviada.

—¡Cosette! Ah, sí, es verdad, vais a decir todo esto a Cosette. Es justo. Vaya, no había pensado en ello. Se tienen fuerzas para una cosa y faltan para otra. Os lo suplico, señor, dadme vuestra palabra más sagrada, no le digáis nada. ¿Es que no basta con que vos lo sepáis? He podido decirlo yo mismo, sin estar obligado a ello; lo habría dicho al universo, a todo el mundo, no me importaba. Pero ella, ella ignora estas cosas, se asustaría. ¡Un presidiario! Habría que explicárselo, habría que decirle: Es un hombre que ha estado en las galeras. Ella vio pasar un día la cadena. ¡Oh, Dios mío!

Se dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. No se le oía, pero por el movimiento de sus hombros se veía que estaba llorando. Lágrimas silenciosas; lágrimas terribles.

En el sollozo hay algo de ahogo. Fue presa de un movimiento convulsivo, y se apoyó en el respaldo del sillón como para respirar, dejando los brazos colgando y dejando ver a Marius su faz inundada de lágrimas; Marius le oyó murmurar tan bajo que su voz parecía venir de una profundidad sin fondo:

—¡Oh, quisiera morir!

—Serenaos —dijo Marius—, guardaré vuestro secreto para mí solo.

Y menos enternecido tal vez de lo que hubiera debido estar, pero obligado desde hacía una hora a familiarizarse con aquella inesperada revelación, viendo gradualmente convertirse al señor Fauchelevent en un forzado, ganado poco a poco por aquella realidad lúgubre, y conducido por la pendiente natural de la situación a comprobar el abismo que acababa de formarse entre aquel hombre y él, Marius añadió:

—Me es imposible deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente me habéis entregado. Es un acto de probidad. Es justo que recibáis una recompensa. Fijad la suma vos mismo, y os será entregada. No temáis que sea demasiado alta.

—Os lo agradezco, señor —respondió Jean Valjean con dulzura.

Se quedó un momento pensativo, pasando maquinalmente el extremo de su índice sobre la uña del dedo pulgar, y luego alzó la voz:

—Todo ha concluido, o casi. Me queda una última cosa…

—¿Cuál?

Jean Valjean experimentó una suprema vacilación, y casi sin aliento, balbuceó más que dijo:

—Ahora que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, vos que sois su dueño, que no debo volver a ver a Cosette?

—Creo que sería lo mejor —respondió fríamente Marius.

—No volveré a verla —murmuró Jean Valjean.

Y se dirigió hacia la puerta.

Puso la mano sobre el picaporte, abrió la puerta lo suficiente como para poder pasar, permaneció un instante inmóvil, luego volvió a cerrar y se encaró con Marius.

Ya no estaba pálido, sino lívido. Ya no había lágrimas en sus ojos, sino una especie de llama trágica. Su voz se había vuelto extrañamente tranquila.

—Si lo permitís, señor, vendré a verla. Os aseguro que lo deseo muchísimo. Si no hubiera deseado ver a Cosette, no os habría hecho esta confesión, y me habría ido; pero queriendo permanecer en el mismo lugar donde vive Cosette, y continuar viéndola, he creído que tenía que confesároslo todo honradamente. ¿Me comprendéis, no es cierto? Es razonable lo que digo. Hace nueve años que no nos separamos. Vivimos primero en aquel caserón del bulevar, luego en el convento, luego cerca del Luxemburgo. Allí la visteis por primera vez. ¿Recordáis su sombrero de felpa azul? Luego vivimos en el barrio de los Inválidos, donde había una reja y un jardín, en la calle Plumet. Yo habitaba en una habitación del patio trasero, y desde allí la oía tocar el piano. Ésa ha sido mi vida. No nos separábamos nunca. Y eso ha durado nueve años y algunos meses. Yo era como su padre, y ella era mi hija. No sé si me comprenderéis, señor Pontmercy, pero irme ahora, no volver a verla, no volver a hablar con ella, no tener ya nada, resultaría difícil. Si no os pareciera mal, vendría a ver de vez en cuando a Cosette. No muy a menudo. Diréis que me reciba en la salita de la planta baja. Entraría por la puerta cochera, que es la de los criados, pero esto tal vez los sorprendería. Creo que es mejor que entre por la puerta principal. Señor, realmente yo quisiera ver aún alguna vez a Cosette, tan pocas veces como queráis. Poneos en mi lugar, no tengo más que a ella. Y además, es preciso ir con cuidado. Si no viniera nunca, haría mal efecto, y lo encontrarían extraño. Por ejemplo, lo que puedo hacer es venir por la tarde, cuando empieza a anochecer.

—Vendréis todas las tardes —dijo Marius—, y Cosette os esperará.

—Sois bueno, señor —dijo Jean Valjean.

Marius saludó a Jean Valjean; la felicidad acompañó hasta la puerta a la desesperación. Y aquellos dos hombres se separaron.

Jean Valjean
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