XIX
Jean Valjean se venga

Cuando Jean Valjean se quedó solo con Javert, desató la cuerda que sujetaba al prisionero por el medio del cuerpo y cuyo nudo estaba debajo de la mesa. Después de lo cual, le indicó que se levantase.

Javert obedeció, con esa sonrisa indefinible en la que se condensa la supremacía de la autoridad encadenada.

Jean Valjean tiró de Javert con la cuerda, como se tiraría de una acémila de la rienda, y salió de la taberna con lentitud, pues Javert, con las piernas trabadas, no podía dar sino pasos muy cortos.

Jean Valjean llevaba la pistola en la mano.

Franquearon de este modo el trapecio interior de la barricada. Los insurgentes, todos atentos al ataque que iba a sobrevenir, estaban vueltos de espaldas.

Sólo Marius, ladeado en la extremidad izquierda del parapeto, los vio pasar. El grupo del paciente y el verdugo se iluminó con el resplandor sepulcral de su alma.

Jean Valjean hizo escalar a Javert, pero sin soltarle un solo instante, la pequeña trinchera de la callejuela Mondétour, lo cual consiguieron con cierta dificultad.

Cuando hubieron pasado este parapeto, se encontraron solos los dos en la callejuela. Nadie los veía ya. El ángulo que formaban las casas los ocultaba a los insurrectos. Los cadáveres retirados de la barricada estaban hacinados a algunos pasos de allí.

Entre el montón de los muertos se distinguía una faz lívida, una cabellera suelta, una mano agujereada y un seno de mujer medio desnudo. Era Éponine.

Javert contempló oblicuamente aquella muerta, y profundamente tranquilo, dijo a media voz:

—Creo que conozco a esa muchacha.

Luego se volvió hacia Jean Valjean.

Jean Valjean se puso la pistola bajo el brazo y fijó sobre Javert una mirada que no tenía necesidad de palabras para decir:

—Javert, soy yo.

—Tómate el desquite.

Jean Valjean sacó un cuchillo de su bolsillo y lo abrió.

—¡Una cuchillo! Tienes razón. Te conviene más —dijo Javert.

Jean Valjean cortó la cuerda que Javert llevaba al cuello, luego cortó las de las muñecas, y luego se inclinó y cortó la cuerda que le sujetaba los pies. Se enderezó y dijo:

—Sois libre.

Javert no era hombre que se asombrara fácilmente. Sin embargo, a pesar de ser tan dueño de sí mismo, no pudo sustraerse a la conmoción. Se quedó boquiabierto e inmóvil.

Jean Valjean prosiguió:

—No creo que salga de aquí. Sin embargo, si por casualidad saliera, vivo con el nombre de Fauchelevent, en la calle L’Homme-Armé, número siete.

Javert experimentó una sacudida de tigre, que le hizo entreabrir los labios y murmurar entre dientes:

—Ten cuidado.

—Marchaos —dijo Jean Valjean.

Javert repuso:

—¿Has dicho Fauchelevent, en la calle L’Homme-Armé?

—Número siete.

Javert repitió a media voz:

—Número siete.

Abrochose la levita, tomó cierta actitud militar, dio media vuelta, cruzó los brazos, sosteniendo el mentón con una de sus manos y se puso a andar en dirección a los mercados. Jean Valjean le seguía con los ojos. Después de algunos pasos, Javert se volvió y gritó a Jean Valjean:

—Me fastidiáis. Mejor es que me matéis.

Javert, sin advertirlo, no tuteaba ya a Jean Valjean.

—Marchaos —dijo Jean Valjean.

Javert se alejó con paso lento. Un momento después, dobló la esquina de la calle Prêcheurs.

Cuando Javert desapareció, Jean Valjean descargó la pistola al aire.

Luego volvió a la barricada y dijo:

—Ya está hecho.

Entretanto, veamos lo que había pasado.

Marius, más ocupado en lo de fuera que en lo de dentro, no había mirado hasta entonces con atención al espía amarrado en el fondo oscuro de la sala.

Cuando le vio a la luz del día, atravesando la barricada para ir a morir, le reconoció. Un recuerdo súbito le asaltó. Recordó al inspector de la calle Pontoise, y las dos pistolas que le había entregado, y de las que se había servido en esa misma barricada, y no solamente recordó su rostro, sino que recordó su nombre.

Sin embargo, era un recuerdo nebuloso y confuso, como sus ideas. No fue una afirmación, sino una pregunta que se dirigió a sí mismo: «¿No es éste el inspector de policía que me dijo llamarse Javert?».

Tal vez había aún tiempo de intervenir en favor de aquel hombre. Pero antes era preciso saber si realmente era Javert.

Marius interpeló a Enjolras, que acababa de colocarse al otro extremo de la barricada.

—¡Enjolras!

—¿Qué?

—¿Cómo se llama ese hombre?

—¿Quién?

—El agente de policía. ¿Sabes su nombre?

—Sin duda. Nos lo ha dicho.

—¿Cómo se llama?

—Javert.

Marius se levantó.

En aquel instante se oyó el disparo.

Jean Valjean reapareció y exclamó:

—Ya está hecho.

Un frío glacial penetró en el corazón de Marius.

Jean Valjean
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