XVIII
El buitre convertido en presa
Insistamos sobre el hecho psicológico propio de las barricadas. No debemos omitir nada de lo que caracteriza a esta sorprendente guerra de las calles.
Cualquiera que sea la extraña tranquilidad interior de la que acabamos de hablar, la barricada, para los que están dentro, sigue siendo como una visión.
Hay algo de apocalipsis en la guerra civil, todas las brumas de lo desconocido se mezclan con esos salvajes resplandores, las revoluciones son esfinges, y quienquiera que haya atravesado una barricada cree haber atravesado un sueño.
Lo que se siente en tales sitios es lo que ya hemos indicado a propósito de Marius, y veremos luego las consecuencias.
Ya fuera de una barricada, no se sabe lo que se ha presenciado allí. Ha sido terrible, y se ignora. Ha estado uno rodeado de ideas que combatían, que tenían rostros humanos; se ha tenido la cabeza en la luz del porvenir. Había cadáveres tendidos y fantasmas en pie. Las horas eran colosales, y parecían horas de eternidad. Se ha vivido en la muerte, han pasado sombras. ¿Qué era eso? Se han visto manos en las que había sangre; había un ensordecimiento terrible, y también un terrible silencio. Había bocas abiertas que gritaban y otras bocas abiertas que no decían nada; se estaba en medio del humo, de la noche, quizá. Créese haber tocado el siniestro borde de las profundidades desconocidas, y se mira uno las uñas, donde aparecen manchas encarnadas. Se ha olvidado todo.
Volvamos a la calle Chanvrerie.
De repente, entre dos descargas, se oyó el sonido lejano de una campana al dar la hora.
—Es mediodía —dijo Combeferre.
Aún no habían acabado de sonar las doce campanadas cuando ya Enjolras se había puesto de pie, y lanzaba desde lo alto de la barricada esta orden:
—Subid adoquines a la casa. Colocadlos en el borde de la ventana y de las buhardillas. La mitad de los hombres a los fusiles y la otra mitad a los adoquines. No hay que perder un minuto.
Un pelotón de zapadores bomberos, con el hacha al hombro, acababa de aparecer en orden de batalla en el extremo de la calle.
Aquello no podía ser otra cosa que la cabeza de una columna; ¿de qué columna?; de la de ataque, evidentemente; los zapadores bomberos encargados de demoler la barricada deben preceder siempre a los soldados que han de escalarla.
No cabía duda de que iba a llegar ya el instante, denominado en 1822 por el señor de Clermont-Tonnerre «el gran golpe».
La orden de Enjolras fue ejecutada con el apresuramiento propio de los navíos y de las barricadas, los dos únicos lugares de combate de donde la evasión es imposible. En menos de un minuto, las dos terceras partes de adoquines que Enjolras había hecho amontonar a la puerta de Corinto fueron subidas al primer piso y al granero, y antes de que hubiera transcurrido el segundo minuto, aquellos adoquines, artísticamente colocados uno sobre otro, tapiaban hasta media altura la ventana del primer piso, y los tragaluces de las buhardillas. Algunos intersticios, dispuestos cuidadosamente por Feuilly, principal constructor, podían dejar pasar los cañones de los fusiles. Este parapeto en las ventanas pudo hacerse tanto más fácilmente cuanto que la metralla había cesado. Las dos piezas disparaban ahora con balas al centro del reducto, a fin de abrir un agujero, y si era posible, una brecha para el asalto.
Cuando los adoquines destinados a la defensa suprema estuvieron en su sitio, Enjolras mandó llevar al primer piso las botellas que había colocado debajo de la mesa donde estaba Mabeuf.
—¿Quién beberá esto? —le preguntó Bossuet.
—Ellos —respondió Enjolras.
Luego tapiaron la ventana del piso bajo y se prepararon las traviesas de hierro que servían para cerrar de noche por dentro la puerta de la taberna.
La fortaleza estaba completa. La barricada era la muralla y la taberna el torreón.
Con los adoquines que quedaban, taparon la hendidura.
Como los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar municiones, y los sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma irritante, exponiéndose al fuego antes de la hora, aunque más en apariencia que en realidad, y tomándose todo el tiempo que necesiten. Los preparativos del ataque se hacen siempre con cierta lentitud metódica; después viene el rayo.
Esa lentitud permitió a Enjolras revisarlo y perfeccionarlo todo. Se daba cuenta de que, puesto que aquellos hombres iban a morir, su muerte debía ser una obra maestra.
Dijo a Marius:
—Somos los dos jefes. Voy a dar las últimas órdenes dentro; quédate fuera tú y observa.
Marius apostose de vigía en la cresta de la barricada.
Enjolras hizo clavar la puerta de la cocina, que como se recordará servía de hospital.
—Para proteger a los heridos —dijo.
Dio las últimas instrucciones en la sala baja, con voz profundamente tranquila; Feuilly escuchaba y respondía en nombre de todos.
—En el primer piso, aprontad las hachas para cortar las escaleras. ¿Las hay?
—Sí —dijo Feuilly.
—¿Cuántas?
—Dos hachas y una maza.
—Está bien. Somos veintiséis combatientes en pie. ¿Cuántos fusiles hay?
—Treinta y cuatro.
—Sobran ocho. Tened a mano esos ocho fusiles, cargados como los demás. En el cinto los sables y las pistolas. Veinte hombres en la barricada. Seis emboscados en las buhardillas y la ventana del primero para hacer fuego sobre los asaltantes a través de los huecos de los adoquines. Que no quede aquí ni un solo trabajador inútil. Luego, cuando el tambor toque a carga, que los veinte de abajo se precipiten a la barricada. Los primeros en llegar serán los que se colocarán mejor.
Hechas estas disposiciones, se volvió hacia Javert y le dijo:
—No te olvido.
Y dejando una pistola sobre la mesa, añadió:
—El último que salga de aquí, levantará la tapa de los sesos a este espía.
—¿Aquí mismo? —preguntó una voz.
—No; no mezclemos este cadáver con los nuestros. Se puede saltar la pequeña barricada de la callejuela Mondétour. No tiene más que cuatro pies de alto. El hombre está bien amarrado. Se le conducirá y se le ejecutará allí.
En aquel momento había alguien más impasible que Enjolras; era Javert.
Entonces apareció Jean Valjean.
Estaba confundido entre el grupo de insurrectos. Salió y dijo a Enjolras:
—¿Sois el comandante?
—Sí.
—Me habéis dado las gracias hace poco.
—En nombre de la República. La barricada tiene dos salvadores: Marius Pontmercy y vos.
—¿Creéis que merezco una recompensa?
—Ciertamente.
—Pues bien, os pido una.
—¿Cuál?
—Levantar yo mismo la tapa de los sesos a este hombre.
Javert alzó la cabeza, vio a Jean Valjean, hizo un movimiento imperceptible y dijo:
—Es justo.
En cuanto a Enjolras, se había puesto a recargar su carabina; paseó los ojos a su alrededor.
—¿Hay alguna reclamación?
Luego se volvió hacia Jean Valjean, y le dijo:
—Os entrego al polizonte.
Jean Valjean, en efecto, se apoderó de Javert sentándose al extremo de la mesa. Cogió la pistola, y un débil ruido seco anunció que acababa de cargarla.
Casi en el mismo instante se oyó el sonido de una corneta.
—¡Alerta! —gritó Marius desde lo alto de la barricada.
Javert se puso a reír con esa risa sin ruido que le era peculiar, y mirando fijamente a los insurgentes les dijo:
—No gozáis de mejor salud que yo.
—¡Todos afuera! —gritó Enjolras.
Los insurgentes se lanzaron en tumulto, y al salir, recibieron por la espalda (permítasenos la expresión) esta frase de Javert:
—Hasta luego.