XI
Conmoción en lo absoluto

No despegaron los labios en todo el trayecto.

¿Qué quería Jean Valjean? Acabar lo que había empezado; advertir a Cosette, decirle dónde estaba Marius, darle tal vez alguna otra indicación útil, tomar, si podía, ciertas disposiciones supremas. En cuanto a sí mismo, en cuanto a lo que le concernía personalmente, era asunto concluido; habíale cogido Javert, y no se resistía; otro cualquiera, en semejante situación, habría pensado tal vez vagamente en la cuerda de Thénardier y en los barrotes del primer calabozo donde entrase; pero desde lo sucedido con el obispo había en Jean Valjean, ante cualquier atentado, aun contra sí mismo, bueno es repetirlo, una profunda vacilación religiosa.

El suicidio, esa misteriosa violencia que puede contener, hasta cierto punto, la muerte del alma, era imposible en Jean Valjean.

A la entrada de la calle L’Homme-Armée, el coche se detuvo, pues la calzada era demasiado estrecha para que los coches pudiesen penetrar en ella. Javert y Jean Valjean descendieron.

El cochero le dijo humildemente al «señor inspector» que el terciopelo de Utrecht de su coche estaba manchado por la sangre del hombre asesinado y por el barro del asesino. Por lo tanto, añadió, se le debía una indemnización. Al mismo tiempo, sacando un cuaderno de su bolsillo, rogó al señor inspector que tuviera la bondad de escribirle en él un breve atestado.

Javert rechazó el cuaderno que le alargaba el cochero, y le dijo:

—¿Cuánto te debo, contando el tiempo de parada y la carrera?

—Han sido siete horas y cuarto, y el terciopelo estaba nuevo. Ochenta francos, señor inspector.

Javert sacó del bolsillo cuatro napoleones y despidió al cochero.

Jean Valjean pensó que la intención de Javert era llevarle andando al cuerpo de guardia de Blancs-Manteaux, o al de Archives, que estaban cerca.

Entraron en la calle. Como de costumbre, estaba desierta. Javert seguía a Jean Valjean. Llegaron al número siete. Jean Valjean llamó. La puerta se abrió.

—Está bien —dijo Javert—; subid. —Y añadió con una extraña expresión, y como si le costase esfuerzo hablar así—: Os espero aquí.

Jean Valjean miró a Javert. Este modo de obrar era impropio de Javert. Pero resuelto como se mostraba Jean Valjean a entregarse y acabar de una vez, no debía sorprenderle mucho que Javert mostrase aquella confianza altiva, la confianza del gato que concede al ratón una libertad de la longitud de su garra. Empujó la puerta, entró en la casa, gritó «¡Soy yo!» al portero que estaba acostado, y que había abierto desde su cama con el cordón, y subió las escaleras.

Al llegar al primer piso, hizo una pausa. Todas las vías dolorosas tienen estaciones. La ventana de la escalera, que era de una sola pieza, estaba corrida. Como en muchas casas antiguas, la escalera tenía vistas a la calle. El farol de la calle, situado precisamente enfrente, arrojaba alguna luz sobre los peldaños, lo que equivalía a una economía de alumbrado.

Jean Valjean, para respirar, o maquinalmente, sacó la cabeza por la ventana. Se inclinó hacia la calle, que era corta y recibía la luz del farol de un extremo al otro. Jean Valjean se quedó atónito; no había nadie.

Javert se había marchado.

Jean Valjean
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