VI
El cenagal
Jean Valjean se encontraba en presencia de un abismo de cieno.
Este tipo de derrumbamientos era entonces frecuente en el subsuelo de los Campos Elíseos, difícilmente accesible a los trabajos hidráulicos y poco conservador de las construcciones subterráneas a causa de su excesiva fluidez. Esta fluidez sobrepasa incluso la inconsistencia de las arenas del barrio Saint-Georges, que para ser vencidas han necesitado cimientos de roca sobre hormigón, y de las capas gredosas infectadas por el gas del barrio de los Martyrs, tan líquidas que no se pudo pasar por debajo de la galería del mismo nombre sino mediante un tubo de fundición. Cuando en 1836 se demolió en el arrabal Saint-Honoré, para reconstruirlo, el viejo alcantarillado de piedra, donde vemos ahora a Jean Valjean, la arena movediza que constituye el subsuelo de los Campos Elíseos, hasta el Sena, se opuso, e hizo durar la operación seis meses, con gran escándalo de los ribereños, sobre todo de los ribereños que tienen palacios y carruajes. Las obras, además de difíciles, fueron peligrosas. Aunque es verdad que hubo cuatro meses y medio de lluvia y tres crecidas del Sena.
El cenagal que encontró Jean Valjean provenía del chaparrón de la víspera. El empedrado, mal sostenido por la arena subyacente, había producido un estancamiento de agua fluvial. Siguió la infiltración y luego el derrumbamiento. El suelo de la galería, dislocado, se había sumergido en el cieno. ¿Hasta dónde? Era imposible decirlo. La oscuridad era allí más espesa que en cualquier otra parte. Era un agujero de lodo en una caverna de noche.
Jean Valjean sintió que el empedrado desaparecía bajo sus pies. Entró en aquel fango. Había agua en la superficie y légamo en el fondo. Era preciso pasar. Volver sobre sus pasos resultaba imposible. Marius estaba expirante y Jean Valjean extenuado. ¿Adónde ir? Jean Valjean siguió adelante. El hoyo parecía poco profundo cuando dio los primeros pasos. Pero a medida que iba avanzando sus pies se hundían cada vez más. Pronto el cieno le llegó a media pierna, y el agua por encima de las rodillas. Con los brazos levantados, sostenía a Marius sobre el agua. El cieno le llegaba ahora a las corvas, y el agua a la cintura. Ya no podía retroceder. Hundíase cada vez más, y aquel fango, bastante denso para el peso de un hombre, no podía sostener a dos. Trabajo habría costado a Marius y a Jean Valjean salir de allí, aun aisladamente. Jean Valjean continuó avanzando, con aquel moribundo, que tal vez era un cadáver, a cuestas.
El agua le llegaba a las axilas; sentía que iba a zozobrar; apenas podía moverse en el hoyo de cieno donde estaba. La densidad, que era el sostén, era también el obstáculo. Seguía sosteniendo a Marius por encima del agua, y con esfuerzos inauditos continuaba adelante; pero no sin sumergirse más, hasta que quedaron fuera del fango sólo la cabeza y los brazos que sostenían al joven. En los antiguos cuadros del diluvio, hay una madre que sostiene así a su hijo.
Todavía se hundió un poco más. Para librarse del agua, y poder respirar, echaba hacia atrás la cara. Quien le hubiese visto en aquella oscuridad habría creído ver una máscara flotante en la sombra. Divisaba vagamente por encima de él, el rostro lívido de Marius. Hizo un esfuerzo desesperado y lanzó el pie hacia delante. El pie tropezó con una cosa sólida. Un punto de apoyo; ya era hora.
Se incorporó y se enraizó con una especie de furia en aquel punto de apoyo. Esto le pareció el primer peldaño de una escalera para subir de nuevo a la vida.
Este punto de apoyo, que el fango le ofreció en el momento supremo, era el principio de la otra vertiente del suelo de la galería, que había cedido sin romperse. Los enlosados bien construidos tienen esta clase de firmeza. Este fragmento, sumergido en parte, pero sólido, era una verdadera rampa, y una vez en ella, Jean Valjean estaría salvado. Subió por aquel plano inclinado y llegó al otro lado del cenagal.
Al salir del agua, tropezó en una piedra y cayó de rodillas. Pensó que aquello era justo, y permaneció allí algún tiempo con el alma abismada en una oración a Dios.
Se incorporó tiritando, helado, infecto, doblado bajo el peso del moribundo que llevaba a hombros, chorreando fango y con el alma inundada de una extraña claridad.