Capítulo treinta y cinco

Adele había estado trabajando sin descanso toda la semana, organizando lo que se iba a llevar de Bridge House cuando se marchase definitivamente.

Nicky había llevado a una pareja de Londres a ver la casa antes de ponerla a la venta oficialmente. Se habían quedado prendados y habían hecho una oferta más que generosa. A esto se sumaba el hecho de que le habían dado a Adele el tiempo que necesitase para buscar otro lugar donde mudarse, por lo que no le había quedado más remedio que aceptar. Eran encantadores, una pareja joven y alegre con tres adolescentes del anterior matrimonio de él, de modo que tenían previsto utilizar la casa de postas como espacio independiente para cuando tuviesen descendencia. A Adele le daba la sensación de dejar su casa en buenas manos y, aunque sentía pena y nostalgia —lógicamente—, siempre había tenido la perspicacia de saber cuándo era el momento de dar un paso.

No obstante, ahora que tenía la certeza de que Imogen iba a estar bien, no le importaba. Su nieta había vuelto de Venecia renovada por dentro. Adele se quedó un poco asombrada ante su revelación, pero, una vez que conoció a Danny como es debido, se disiparon sus temores. Adele sabía reconocer el amor verdadero mejor que nadie. Sabía distinguirlo de un capricho pasajero. Se comportaban como un equipo, contándole sus planes, embargados de emoción y entusiasmo, pisándose las frases entre ellos: Imogen se iba a mudar a Woodbine Cottage y luego iba a abrir una consultoría en Londres, una oficina-galería. También habían hecho planes para montar una consultoría de seguridad, compartiendo sus respectivas habilidades y contactos.

E iban a organizar una fiesta por todo lo alto para dar a conocer al mundo La Inamorata: su presentación sería la manera perfecta de promocionar las nuevas empresas. El cuadro sería la joya de la corona de la galería; no se pondría a la venta, pero serviría de reclamo para que tanto clientes como curiosos acudieran a ver la obra maestra desconocida de Reuben Zeale. Sembraría el mundo del arte de especulaciones e intrigas.

Imogen se cercioró de que a su abuela no le importase exhibirse al mundo de esa manera; Adele se lo confirmó. Después de todo, no quedaba nadie vivo que pudiese reconocer la modelo de La Inamorata. Estaba convencida de que a esas alturas la mayoría de la gente que estaba al tanto de su aventura con Jack había muerto, y si aún viviese alguien y la reconociese, ¿qué? No probaba nada. Admirar esa obra de arte era más importante que velar por su intimidad, de eso no cabía duda. Había transcurrido una eternidad desde la aventura.

Cuando cruzaba el vestíbulo con una pila de libros viejos para llevarlos a la tienda de beneficencia, el cartero introdujo la correspondencia por el buzón de la puerta. Sobre las habituales facturas y catálogos cayó un sobre blanco con una puntiaguda letra negra y un sello extranjero. Lo observó fijamente durante unos instantes. Se acordó de una carta que había recibido hacía muchos años, una carta escrita con tinta turquesa que cambió su vida para siempre.

Lo único que escuchaba era el tictac del reloj de pie acompasado con su pulso. Por fin dejó la caja en el suelo y cogió el sobre. De repente no podía abrirlo con la rapidez que quería, ávida por conocer su contenido.

La carta era corta. Adele, que normalmente era muy serena, se quedó sin aliento y sintió la picazón de las lágrimas. La releyó hasta tres veces, pero no hacía falta buscar el doble sentido. Todo estaba plasmado ahí, sus sentimientos, abiertamente, en la hoja. Sin juegos, sin artificios.

Entró en la sala de estar. Lo que estaba a punto de hacer no era imprudente ni insensato. No tenía elección. No podía irse a la tumba sin volver a verle. Sin escuchar su voz ni sentir su roce. No era una traición. William y ella habían compartido una maravillosa vida en común. Su amor había sido imperecedero y real. Cuando se marchó de Venecia, no consintió que su aventura con Jack mancillase su matrimonio ni un minuto más. William vivió con la certeza de que el amor que Adele sentía por él era fuerte y verdadero. La decisión de Adele no iba a cambiar eso.

Cogió el teléfono y marcó, casi sin pararse a pensar. De hecho, más le valía que así fuera. Si se ponía a pensar en fechas, compromisos, detalles, le faltarían agallas. Siempre habría un motivo para no hacerlo.

Respondieron a la llamada casi inmediatamente.

—Orient Express Venecia-Simplon…

—Hola —dijo—. Quisiera reservar un billete. Un billete para Venecia, en el primer tren que haya disponible…